37

Martes, 21:50 horas

Era el padre Corrio.

El padre Mark Corrio fue el pastor de San Pablo cuando Jessica era pequeña —acababan de nombrarlo pastor cuando ella tenía nueve años—. Jessica recordaba cómo todas las mujeres se desmayaban entonces ante aquel galán, apenadas porque semejante morenazo se hubiera metido a cura. El pelo negro lo tenía ahora gris ceniza, pero aún seguía siendo un hombre guapo.

En el porche, en la oscuridad, en la lluvia, parecía no obstante el espeluznante Freddie Krueger.

Lo que había pasado era que uno de los canalones del porche había estado a punto de romperse bajo el peso de la rama de un árbol arrancada por el temporal. El padre Corrio había agarrado a Jessica para evitar la desgracia. Unos segundos después, el canalón se desprendió de la tabla del alero, cayendo al suelo en medio de un gran estruendo.

¿Intervención divina? Tal vez. Pero no impidió que a Jessica le diera un susto de muerte.

—Siento haberte asustado —dijo.

Jessica casi le dijo: Siento haber estado a punto de pegarle un puñetazo y dejarlo K.O., padre. En cambio, le dijo:

—Entre a la casa.

Secos, y con una taza de café delante, se sentaron en el salón y dejaron las bromas aparte. Jessica llamó a Paula y le dijo que acudiría en breve.

—¿Cómo está tu padre? —preguntó el sacerdote.

—Está muy bien, gracias.

—Hace tiempo que no le veo por San Pablo.

—Es algo bajo —se excusó Jessica—. Puede que se siente en la parte posterior del templo.

El padre Corrio sonrió.

—¿Qué, te gusta vivir en el noreste?

Cuando el padre Corrio dijo esto, le pareció a Jessica como si esta parte de Filadelfia fuera un país extranjero. Aunque, con relación al mundo aparte del sur de Filadelfia, probablemente lo fuera.

—No puedo ofrecerle pan bueno —dijo.

El padre Corrio se rió.

—Ojalá lo hubiera sabido. Me habría detenido en Sarcone.

Jessica recordó los tiempos en que comía pan caliente de Sarcone, amén del queso de DiBruno y de los bollos de Isgro. Tales pensamientos, junto con la proximidad del padre Corrio, la llenaron de una profunda tristeza.

¿Qué diablos estaba haciendo ella en el extrarradio?

Y, lo que era más importante, ¿qué estaba haciendo su viejo párroco aquí?

—Te vi ayer por televisión —le hizo saber.

Durante unos instantes, Jessica estuvo a punto de decirle que debía de estar equivocado. Ella era una agente de policía. Por supuesto, recordó enseguida: la conferencia de prensa.

No estaba segura de qué debía responder. En cierto modo, sabía que el padre Corrio la estaba visitando a causa de los asesinatos. Pero no sabía si estaba preparada para una homilía.

—¿Es sospechoso ese joven?

Se estaba refiriendo al circo que se montó en torno a Brian Parkhurst a su salida de la Casa Redonda. Había salido en compañía de monseñor Pacek y, tal vez como detonación inaugural de la guerra de relaciones públicas que se anunciaba, Pacek se había negado deliberada, y espectacularmente, a comentar nada. Jessica tenía constantemente in mente la escena de las calles Ocho y Race. Los medios de comunicación habían divulgado el nombre de Parkhurst de manera general.

—No exactamente —mintió Jessica para sí misma, todavía no para su sacerdote—. Aunque desde luego nos gustaría volver a hablar con él.

—Creo saber que trabaja para la archidiócesis, ¿no?

Era más una afirmación que una pregunta. El tipo de frases que se les daba especialmente bien a los curas y a los psiquiatras.

—Sí —contestó Jessica—. Orienta a las estudiantes del Nazareno, del Regina y de algunos otros.

—¿Crees que es responsable de estos…?

El padre Corrio se contuvo. Está claro que le costaba trabajo pronunciar aquellas palabras.

—La verdad es que no estoy segura —respondió Jessica.

El padre Corrio ponderó aquellas palabras.

—Es una cosa tan terrible.

Jessica se limitó a asentir.

—Cuando oigo hablar de crímenes como éstos —prosiguió el padre Corrio—, tengo que preguntarme cómo es posible que vivamos en una sociedad civilizada. Me gusta creer que nos hemos vuelto ilustrados con el paso de los siglos. Pero ¿qué pensar ante esto? Vivimos en plena barbarie.

—Yo intento no hacerme esas preguntas —comentó Jessica—. Si pienso en el horror de todo esto, no hay manera de poder hacer mi trabajo. —Parecía fácil decirlo. Pero no lo era.

—¿Has oído hablar alguna vez del Rosarium Virginis Mariae?

—Creo que sí —contestó Jessica. Le sonaba a algo con que se había topado en los libros sacados de la biblioteca, pero, como la mayor parte de las demás informaciones, estaba sepultado en medio de un abismo de datos—. ¿Qué es?

El padre Corrio sonrió.

—No te preocupes. No voy a hacer un examen por sorpresa. —Metió la mano en su cartera y sacó un sobre—. Creo que deberías leer esto. —Y le entregó el sobre.

—¿Qué es?

—El Rosarium Virginis Mariae es una carta apostólica relativa al rosario de la Virgen María.

—¿Tiene algo que ver con estos asesinatos?

—No lo sé —contestó.

Jessica miró los papeles doblados que había en su interior.

—Gracias —dijo—. Lo leeré esta noche.

El padre Corrio apuró la taza y miró su reloj.

—¿Le apetece un poco más de café? —preguntó Jessica.

—No, gracias —respondió el padre Corrio—. Debo irme ya.

Antes de levantarse, sonó el teléfono.

—Disculpe —dijo Jessica.

Era Eric Chaves.

Mientras escuchaba, miró su reflejo en la ventana negra como la noche, una noche que amenazaba con abrirse de par en par y tragarla toda entera.

Habían encontrado a otra chica.

Las chicas del rosario
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