18

Lunes, 23:08 horas

Simon había reparado en los dos vehículos. La furgoneta de la policía científica estaba aparcada pegando a la casa adosada, y el Taurus estaba aparcado un poco más allá; este coche alojaba a su némesis, es decir, al detective Kevin Francis Byrne.

Cuando Simon publicó su reportaje sobre el suicidio de Morris Blanchard, Kevin Byrne estuvo esperándolo una noche a las puertas del Downey’s, un pub irlandés ruidoso situado entre las calles Anterior y Sur. Byrne lo acorraló y lo lanzó por los aires como a un muñeco de trapo; finalmente, lo cogió por el cuello de la chaqueta y lo estampó contra una pared. Simon no era boxeador, pero medía uno ochenta y tres, y pesaba setenta kilos, ¡y Byrne lo había levantado del suelo con una sola mano! A Simon le pareció que Byrne olía a una destilería después de una inundación, y se preparó para una seria gresca; bueno, vale, para una seria zurra —¿A quién pretendía engañar?

Pero, afortunadamente, en vez de dejarlo K.O. —lo que, tenía que admitirlo, podría haber sido perfectamente el caso—, Byrne se detuvo en seco, miró al cielo y lo dejó caer como un saco de patatas, y él aprovechó para marcharse, con las costillas molidas, un hombro hecho polvo y la camisa dada de sí sin posibilidad de reparación.

Como penitencia, Byrne fue blanco de otra media docena de artículos fustigadores en el Report. Durante un año, Simon condujo siempre acompañado de un bate Slugger Louisville y mirando constantemente por el rabillo del ojo. Aún seguía haciéndolo.

Pero todo aquello era por una vieja historia.

Ahora se le había ocurrido una nueva estrategia.

Simon tenía a su servicio a tiempo parcial a un par de jóvenes a los que recurría de vez en cuando, unos universitarios de Temple que tenían las mismas nociones sobre periodismo que él había tenido en otro tiempo. Hacían para él trabajo de investigación y de seguimiento ocasionalmente, todo por cuatro centavos, lo que generalmente les daba para poder descargarse iTunes y películas porno.

Era Benedict Tsu quien tenía más valía, y podía escribir buenos artículos. Le llamó a las once y diez.

—Dígame.

—Soy Tsu.

Simon no estaba seguro de si era costumbre asiática o cosa de la universidad, pero Benedict siempre decía su apellido cuando lo llamaba.

—¿Qué hay?

Tsu lo estaba llamando desde el edificio en ruinas bajo el puente Walt Whitman en el que Kevin Byrne había desaparecido misteriosamente unas horas antes. Simon había estado siguiendo a Byrne, pero tenía que mantener una distancia discreta. Cuando Simon tuvo que irse al Blue Horizon, llamó a Tsu y le pidió que siguiera él ocupándose de Byrne.

—¿Qué me cuentas?

—Se llama Los Dos.

—¿Qué son Los Dos?

—Un local de crack.

El mundo de Simon empezó a dar vueltas.

—¿Un local de crack?

—Sí, señor.

—¿Estás seguro?

—Absolutamente.

Simon se dejó empapar por las posibilidades que se le ofrecían. La excitación fue abrumadora.

—Gracias, Ben —le dijo Simon—. Estaremos en contacto.

Bukeqi.

Simon apagó el móvil y empezó a ponderar su buena estrella.

Kevin Byrne estaba enganchado a la droga.

Lo que significaba que, lo que había sido hasta ahora una ocupación ocasional —seguir a Byrne para conseguir alguna noticia— acababa de convertirse en su principal obsesión. Porque, de vez en cuando, Kevin Byrne tendría que conseguir su droga. Lo que significaba también que Kevin Byrne tenía un nuevo compañero. No una diosa alta, sexy, con ardientes y seductores ojos oscuros y un derechazo de tren de mercancías, sino un tipo blanco y delgaducho de Northumberland.

Un tipo blanco con una cámara Nikon D100 y unas lentes de zoom Sigma 55-200mm DC.

Las chicas del rosario
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