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Lunes, 03:05 horas

Hay una hora bien conocida de todos los que se levantan para salir a su encuentro, un momento en el que la oscuridad extiende del todo el manto del crepúsculo y las calles se sumen en el silencio y la inercia, un momento en el que las sombras se congregan, se unen y se dispersan. Un momento en el que las personas que sufren no creen en el alba.

Cada ciudad tiene su barrio, su Gólgota de neón.

En Filadelfia se le conoce como calle Sur.

Esta noche, mientras la mayor parte de la Ciudad del Amor Fraterno dormía, mientras los ríos corrían enmudecidos hacia el mar, el traficante de carne enfilaba presuroso la calle Sur como un viento seco, cortante. Entre las calles Tres y Cuatro, empujó una cancela de hierro forjado, se introdujo por un callejón estrecho y penetró en un club privado llamado Paraíso. Los ojos del puñado de clientes que había en el local se cruzaron con los suyos, pero inmediatamente miraron a otra parte. En la mirada del traficante vieron la puerta de entrada que les llevaba a sus propias almas ennegrecidas, y sabían que, si mantenían la mirada, aun sólo unos instantes, la visión les iba a resultar insoportable.

Para quienes conocían su actividad, el traficante era un enigma, pero no de los que gusta resolver.

Era un hombretón de 1,85m de estatura, ancho de espaldas y manos grandes, rudas, que prometían castigo inmediato a quien se le ocurriera ofenderlo. El pelo, color trigo, y los ojos, verde frío que se volvía cobalto chispeante a la luz de una vela, unos ojos que podían abarcar el horizonte de un vistazo sin perder detalle. Encima del ojo derecho tenía un queloide reluciente, un pliegue de tejido viscoso en forma de uve invertida. Llevaba un abrigo largo de cuero negro, tensado por los músculos de la espalda.

Llevaba cinco noches seguidas acudiendo al club, y esta noche iba a ver a su comprador. No era fácil concertar una cita en el Paraíso. No se conocían amigos.

El traficante estaba sentado al fondo de la fría y húmeda sala del sótano, a una mesa que, aunque no le estaba reservada, se había vuelto suya por acuerdo tácito. Al Paraíso acudían chulos y matones de la más oscura laya e índole; pero estaba claro que el traficante era de otra clase de personas.

Los altavoces detrás de la barra ofrecían a Mingus, Miles y Monk; en el techo había lámparas chinas manifiestamente sucias y ventiladores de aspas forrados de papel texturizado. Unos conos de incienso de arándano impregnaban el aire de un olor dulzón, crudo y afrutado.

A las tres y diez entraron dos hombres en el club. Uno era el comprador; el otro, su guardaespaldas. Los dos cruzaron miradas con el traficante. Y supieron.

El comprador, que se llamaba Gideon Pratt, era un hombre achaparrado y con poco pelo que rondaba los sesenta: carrillos arrebolados, ojos grises e inquietos y una papada que le caía cual cera derretida. Llevaba un traje de tres piezas que no le sentaba bien y tenía los dedos sarmentosos por la artritis. El aliento, fétido, y los dientes, postizos y color ocre.

Tras él venía un hombre corpulento, más incluso que el traficante. Llevaba gafas de sol reflectantes y un guardapolvo de tela vaquera. Una elaborada red de tä moko, el tatuaje tribal maorí, le adornaba la cara y el cuello.

Sin decirse palabra, los tres hombres se reunieron y enfilaron a continuación un breve pasillo que daba a un almacén.

En el cuarto trasero del Paraíso, abarrotado de cajas de licores sin marca, hacía calor. Había un par de mostradores de metal desconchados y un sofá apolillado y raído. Una vieja máquina de discos arrojaba una luz azul carbono.

Después de entrar en la habitación, y de cerrar la puerta, el hombre corpulento, al que se le conocía con el apodo de Diablo, cacheó sin miramientos al traficante en busca de armas y alambres, tratando al mismo tiempo de establecer una jerarquía de poder. Mientras efectuaba esta operación, el traficante reparó en tres palabras tatuadas en su cogote: mestizo para siempre. También reparó en la culata de un Smith & Wesson metalizado en la cartuchera del grandullón.

Satisfecho tras constatar que el traficante iba desarmado, y que no llevaba ningún dispositivo de escucha, Diablo se apartó —detrás de Pratt— y, cruzado de brazos, se limitó a observar.

—¿Qué tienes para mí? —preguntó Pratt.

El traficante miró de hito en hito al hombre antes de contestarle. Habían llegado a ese momento crucial que se produce en toda transacción, el instante en que el proveedor debe dejarse de preámbulos y poner la mercancía sobre el tapete. El traficante metió lentamente la mano en su chaqueta de cuero —no podía permitirse ningún movimiento furtivo— y sacó un par de fotos Polaroid, que pasó a Gideon Pratt.

Las dos fotos eran de unas adolescentes de color, vestidas y con una pose sugerente. La mayor, Tanya, aparecía sentada en la escalera de la entrada de su casa, lanzando un beso al fotógrafo; Alicia, la más joven, cimbrándose ante los bañistas de la playa de Wildwood.

Al escudriñar Pratt las fotos, sus carrillos se tornaron temporalmente de color carmesí y su respiración se aceleró en extremo.

—Sencillamente… preciosas —exclamó.

Diablo echó una mirada a las fotos, sin transparentar ninguna reacción, y luego volvió la mirada hacia el traficante.

—¿Cómo se llama? —preguntó Pratt, sosteniendo una de las fotos.

—Tanya —contestó el traficante.

Tan-ya —repitió Pratt, deslindando bien las sílabas, como sorbiendo la esencia de la niña. Devolvió una de las fotos, y se quedó mirando la que tenía en la mano—. Es adorable —agregó—. Una granujilla. Estoy segurísimo.

Pratt tocó la foto, deslizando el dedo suavemente por la superficie lustrosa. Durante un instante, pareció a la deriva, como sumido en una ensoñación, pero luego metió la foto en el bolsillo y volvió al tiempo real, al negocio que lo ocupaba.

—¿Cuándo?

—Ahora —respondió el traficante.

Pratt reaccionó con sorpresa y delicia. No se había esperado esa respuesta.

—¿Está aquí?

El traficante asintió.

—¿Dónde? —volvió a inquirir Pratt.

—Por aquí cerca.

Gideon Pratt se ajustó la corbata y el chaleco que le apretaba su prominente estómago y se peinó el poco pelo que tenía. Respiró hondo, recuperó el equilibrio y señaló hacia la puerta.

—¿Vamos?

El traficante asintió de nuevo y después miró a Diablo como pidiendo permiso. Éste esperó un momento —una manera de volver a remarcar su estatus— y finalmente se echó hacia un lado.

Los tres hombres salieron del club, atravesaron la calle Sur en dirección a la calle Orianna, una corta distancia que debía su escasa iluminación a una farola solitaria de la esquina. Siguieron otro poco y salieron a un pequeño parking entre los edificios. Había aparcados dos vehículos, una furgoneta oxidada con cristales ahumados en las ventanillas y un Chrysler último modelo. Diablo levantó una mano, avanzó unos pasos y miró al interior del Chrysler. Se volvió mientras asentía con la cabeza, y Pratt y el traficante se dispusieron a subir a la furgoneta.

—¿Tienes la pasta? —preguntó el comerciante.

Gideon Pratt se tocó el bolsillo.

El traficante miró brevemente entre los dos hombres, se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó un juego de llaves. Antes de introducir la llave en la puerta del copiloto de la furgoneta, las dejó caer al suelo.

Pratt y Diablo miraron instintivamente al suelo, momentáneamente distraídos.

En el instante que siguió, cuidadosamente preparado, el traficante se agachó para recoger las llaves, pero, en vez de recogerlas, agarró con la mano derecha la palanca que había colocado detrás de la rueda delantera derecha a primeras horas de la noche. Al levantarse, giró sobre los talones y golpeó con la palanca en el centro del rostro de Diablo, convirtiendo la nariz de éste en un espeso vapor escarlata de sangre y de cartílago hecho papilla. Un golpe asestado con precisión quirúrgica, pero no para matar sino sólo para lisiar y dejar fuera de juego. Con la mano izquierda, el traficante extrajo el Smith & Wesson de la cartuchera de Diablo.

Momentáneamente desconcertado, y dejándose llevar más por el instinto animal que por la razón, éste cargó contra el traficante con el campo de visión nublado por la sangre y las lágrimas involuntarias. Su arremetida se topó con la culata del Smith & Wesson, volteado en aquel momento con una fuerza considerable. Seis dientes de Diablo salieron despedidos al frío aire de la noche, aterrizando en el suelo cual perlas desparramadas.

Diablo avanzó doblado hacia el asfalto lleno de hoyos, aullando de dolor.

Como un guerrero, se arrodilló, vaciló y miró hacia arriba, esperando el golpe mortal.

—Sal pitando —le intimó el traficante.

Diablo hizo una pausa. La respiración le estaba volviendo con jadeos atropellados, empapados: escupió sangre por la boca, una sangre mucosa. Cuando el traficante armó la pistola, y le puso la punta del cañón en la frente, Diablo observó la sabiduría de obedecer las órdenes.

Con un esfuerzo enorme, Diablo se levantó, tambaleando, tomó la dirección de la calle Sur y desapareció, si bien mirando intermitentemente al traficante.

Éste se volvió acto seguido hacia Gideon Pratt.

Pratt trató de adoptar al principio una postura amenazadora; pero resultaba evidente que ésta no era su especialidad. Estaba enfrentándose a ese momento que temen todos los pederastas, al cómputo brutal de sus crímenes contra el hombre, contra Dios.

—¿Qui-quién eres? —preguntó.

El traficante abrió la puerta trasera de la furgoneta. Colocó con calma el revólver y la barra de hierro y se quitó su cinturón grueso, de piel de bovino.

—¿Tú sueñas? —preguntó el traficante.

—¿Qué?

—Que… si… sueñas…

Gideon Pratt se quedó mudo.

Para el detective Kevin Francis Byrne, de la Brigada de Homicidios del Departamento de Policía de Filadelfia, la respuesta era una cuestión discutible. Llevaba bastante tiempo siguiendo a Gideon Pratt, y había conseguido traerlo hasta aquí con precisión y esmero, según un guión que había invadido el terreno de sus sueños.

Gideon Pratt había violado y asesinado a una niña de quince años llamada Deirdre Pettigrew en el parque Fairmount, y el Departamento había abandonado prácticamente el caso. Era la primera vez que Pratt mataba a una de sus víctimas, y Byrne supo que no sería fácil sacarlo de su escondrijo. Byrne había invertido cientos de horas de su tiempo libre y muchas noches en vela para poder vivir este momento.

Y ahora, mientras el alba devenía en un tenue rumor en la Ciudad del Amor Fraterno, y Kevin Byrne se le acercaba para asestarle el primer golpe, le llegaba la hora de pagar.

Veinte minutos después, se hallaban en la sala de urgencias, equipada con cortinas, del hospital Jefferson. Gideon Pratt estaba justo en medio; Byrne, a un lado, y un facultativo interno llamado Avram Hirsch, al otro.

Pratt tenía un chichón en la frente del tamaño y forma de una ciruela podrida, un labio ensangrentado, un hematoma profundo en el carrillo derecho y probablemente la nariz rota. Tenía el ojo derecho tan hinchado que no lo podía ni abrir. La parte delantera de la camisa, anteriormente blanca, era de un marrón intenso, cubierta de sangre.

Mientras Byrne miraba a este hombre —humillado, degradado, hecho un guiñapo, cazado—, pensó en su compañero de la Brigada de Homicidios, un intimidante hombre de hierro llamado Jimmy Purify. A Jimmy le habría gustado esto, pensó Byrne. A Jimmy le gustaban estos personajes, de los que Filadelfia parecía tener un surtido inacabable: maestros de la calle, profetas yonkis, prostitutas con el corazón de mármol.

Pero, sobre todo, al detective Jimmy Purify le encantaba cazar a los individuos malos. Cuanto peor era el individuo más saboreaba Jimmy la caza.

No había nadie peor que Gideon Pratt.

Habían seguido la pista de Pratt a través de un interminable laberinto de confidentes, de las más oscuras arterias del hampa de Filadelfia, «puticlubs» y redes de pornografía infantil incluidos. Lo habían perseguido con el mismo fervor, la misma concentración y la misma determinación que habían tenido al salir de la academia tantos años atrás.

Así era precisamente como le gustaba actuar a Jimmy Purify.

Eso le hacía sentirse de nuevo como un chaval, decía.

Durante sus años de servicio, a Jimmy le habían disparado dos veces, lo habían atropellado una y le habían dado demasiadas palizas para poder llevar la cuenta; pero un triple bypass había conseguido dejarlo fuera de juego. Mientras Kevin Byrne se hallaba tan agradablemente ocupado con Gideon Pratt, James Purify, «Pistón», se recuperaba de una operación a vida o muerte en el hospital Mercy, con el cuerpo rodeado de tubos semejantes a serpientes de Medusa.

La buena noticia era que el parte médico de Jimmy era esperanzador. La noticia mala era que Jimmy estaba convencido de que iba a volver al trabajo. Y no. Nadie había vuelto nunca tras una operación de triple bypass. Y menos a los cincuenta. Y menos trabajando en Homicidios. Y menos en la ciudad de Filadelfia.

Te echo de menos, Piston, suspiró Byrne para sus adentros, al recordar que iba a conocer a su nuevo compañero de trabajo unas horas más tarde, ese mismo día. No será lo mismo sin ti, tío.

Nunca lo será.

Byrne había estado presente cuando ocurrió lo de Jimmy, impotente, a sólo tres metros de distancia. Lo dos estaban junto a la caja registradora del Malik’s, una hamburguesería situada entre las calles Diez y Washington. Byrne se ocupaba de echar azúcar al café de ambos mientras Jimmy se timaba con la camarera, de nombre Desiree, una joven guapa de piel canela, por lo menos tres estilos musicales más joven que Jimmy y a diez leguas largas de su mundo. Desiree era la única razón por la que se detenían de vez en cuando en Malik’s. Por la comida, desde luego que no.

Jimmy estaba apoyado en la barra, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras su chica disparaba sensualidad por los cuatro costados. Un minuto después, yacía en el suelo, con la cara contraída por el dolor, el cuerpo rígido, los dedos de sus enormes manos retorcidos, como garras.

Aquella escena, al igual que otros pocos recuerdos, se había quedado grabada en la mente de Byrne de manera indeleble. Después de más de veinte años en el cuerpo, le resultaba casi rutinario aceptar los gestos de ciego heroísmo y de intrepidez corajuda en las personas que amaba y admiraba. Incluso había llegado a aceptar los actos de salvajismo estúpido y gratuito en personas extrañas. A este tipo de cosas se acostumbraba uno con el tiempo; era el precio elevado que había que pagar por empeñarse en buscar la justicia. Sin embargo, bajo la superficie de su corazón se agazapaban momentos de humanidad y debilidad desnudas de la carne que no podía eludir, imágenes del cuerpo y el espíritu traicionados.

Al ver a aquel hombretón tirado en el sucio suelo de aquel garito librando una batalla fatídica con la muerte, mientras un grito silencioso le acuchillaba la mandíbula, supo que nunca volvería a mirarlo de la misma manera. Ah, lo amaría como había acabado amándolo con el paso de los años, le escucharía sus valentonadas y. Dios mediante, volvería a maravillarse ante sus pequeñas habilidades detrás de una parrilla de gas en los tórridos domingos de los veranos filadelfianos y, sin pensarlo ni dudarlo un momento, recibiría un tiro en el corazón por este hombre, pero supo inmediatamente que lo que ellos hacían —el impávido descenso noche tras noche a los infiernos de la violencia y la locura— se había acabado.

A pesar de la vergüenza y nostalgia que esto le producía a Byrne, era la realidad de esta noche larga, terrible.

Sin embargo, la realidad de esta noche encontró un oscuro equilibrio en la mente de Byrne, una delicada simetría que él sabía que le devolvería la paz a Jimmy Purify. Deirdre Pettigrew estaba muerta, pero Gideon Pratt iba a pagar todo el viaje. Otra familia estaba destrozada por el dolor, pero, esta vez, el asesino había dejado su ADN en la forma de un cabello púbico gris que lo enviaría al corredor de la muerte de SCI Green. Allí, Gideon Pratt se encontraría con la aguja helada si Byrne tenía algo que decir.

Por supuesto, según el sistema judicial vigente, había un cincuenta por ciento de posibilidades de que, si lo declaraban culpable, fuera condenado a cadena perpetua sin posibilidad de salir. Si tal era el caso, Byrne conocía a suficiente gente en la cárcel para rematar el asunto. Pediría que le hicieran ese favor. De cualquiera de las maneras, el reloj estaba corriendo en contra de Gideon Pratt. Para empezar, ya estaba en el saco.

—El sospechoso cayó por una escalera de cemento cuando intentaba eludir la detención —fue la versión que ofreció Byrne al doctor Hirsch.

Avram Hirsch lo puso por escrito. A pesar de su juventud, era de la plantilla del Jefferson. Siempre había sabido que, con frecuencia, los depredadores sexuales —especialmente los que elegían su presa entre los niños— eran también bastante torpes, y proclives a tropezar y caer. A veces se rompían también algún hueso.

—¿No es cierto, señor Pratt? —preguntó Byrne.

Gideon Pratt se limitó a mirar al frente.

—¿No es cierto, señor Pratt? —repitió Byrne.

—Sí —contestó Pratt.

—Dígalo.

—Mientras huía de la policía, me caí por las escaleras y me produje estas heridas.

Hirsch anotó esto también.

Kevin Byrne se encogió de hombros y preguntó:

—¿No le parece, doctor, que las heridas del señor Pratt son propias de alguien que se cae por una escalera de cemento?

—Sí, perfectamente —convino Hirsch.

Y volvió a tomar apuntes.

De camino hacia el hospital, Byrne había mantenido una charla con Gideon Pratt para hacerle saber que lo que había probado en el parking era sólo un aperitivo de lo que podía esperar si se le ocurría denunciarle a la policía por brutalidad. También le informó de que, en aquel momento, Byrne tenía a tres personas dispuestas a declarar que habían visto al sospechoso tropezar y caer por las escaleras mientras era perseguido. Personas de pro todas ellas.

Finalmente, Byrne le hizo saber a Pratt que, si bien había un trecho muy corto desde el hospital hasta la comisaría de policía, serían los cinco minutos más largos de su vida. Para reforzar su argumentación, le nombró algunas de las herramientas que tenía guardadas en la parte trasera de su furgoneta: la sierra de sable, el aplasta costillas de cirujano, las tijeras eléctricas.

Pratt comprendió.

Y ahora le estaban tomando la declaración.

Unos minutos después, cuando Hirsch le bajó a Gideon los pantalones y los calzoncillos manchados, lo que vio Byrne le hizo sacudir la cabeza de incredulidad: Gideon Pratt se había afeitado el vello púbico. Pratt se miró la ingle y luego volvió a mirar a Byrne.

—Es un ritual —explicó—. Un ritual religioso.

Byrne saltó como un poseso.

—Como es también un ritual la crucifixión, so cabrón —exclamó—. ¿Qué te parece si vamos a Menaje y Bricolaje en busca de algunos objetos religiosos?

En aquel momento, la mirada de Byrne se cruzó con la del internista. El doctor Hirsch asintió, dando a entender que obtendrían una muestra de vello púbico. Nadie podía afeitarse tan a ras. Byrne captó el mensaje, y lo hizo suyo.

—Si pensaste que tu pequeña ceremonia nos iba a impedir obtener una muestra, eres un gilipollas rematado —sentenció Byrne—. Como si de eso quedara alguna duda. —Se acercó otro poco a la cara de Pratt—. Además, lo único que tendríamos que hacer sería retenerte hasta que te volviera a crecer.

Pratt miró al techo y suspiró.

Al parecer, no había pensado en eso.

Byrne estaba sentado en el parking de la Jefatura de Policía, recuperándose del largo día, mientras saboreaba una taza de café irlandés. El café era rasposo —de cantina de comisaría—. Pero un whisky Jameson mejoraba las cosas en el cómputo global.

El cielo estaba despejado y negro, con una luna pegajosa.

Ya se percibía el murmullo de la primavera.

Echaría una cabezada en la furgoneta que había utilizado para tender la trampa a Gideon Pratt, y avanzado el día la devolvería a su amigo Ernie Tudesco. Ernie regentaba un pequeño negocio de empaquetado de carne en Pennsport.

Byrne se tocó el pliegue sobre el ojo derecho. La cicatriz parecía cálida y maleable bajo sus dedos, y remitía a un dolor que, por el momento, no se hacía notar, una dolencia fantasma que le había surgido muchos años atrás. Bajó la ventanilla, cerró los ojos y sintió cómo cedían las vigas de su memoria.

En su mente, en ese oscuro rincón donde se encuentran el deseo y la repulsión, donde las aguas heladas del río Delaware rugían tiempos pretéritos, vio los últimos momentos de la vida de una niña, vio desplegarse el horror silencioso…

… ve el dulce rostro de Deirdre Pettigrew. Es menuda para su edad, ingenua para su tiempo. Tiene un corazón tierno y confiado, un alma resguardada. Es un día muy caluroso, y Deirdre se ha detenido a beber agua en una fuente de Fairmount Park. Hay un hombre sentado en el banco junto a la fuente. Éste le habla de una nieta que tuvo de su edad. Le dice que la quería muchísimo, pero que la atropelló un coche, y murió. Que triste, exclama Deirdre. Y la niña le cuenta que un coche atropelló también a su gatita Ginger. Y que también murió. El hombre mueve la cabeza, y se forma una lágrima en su ojo; dice que, todos los años, el día del cumpleaños de su nieta viene a Fairmount Park, el lugar que más le gustaba a su nieta de todo el mundo.

El hombre empieza a llorar.

Deirdre apoya la bici y se acerca al banco.

Detrás del banco hay un espeso matorral.

Deirdre ofrece al hombre un pañuelo de papel…

Byrne tomó un sorbo de café y encendió un cigarro. Sentía palpitaciones en la cabeza. Las imágenes se peleaban por salir a flote. Había empezado a pagar un precio muy alto por ellas. Durante todos estos años se había estado medicando de distintas maneras: legal —o no tanto—, convencional y tribal. La manera legal no le había servido. Había visto a una docena de médicos y escuchado todo tipo de diagnósticos. Hasta el día de hoy, la migraña con aura era la teoría dominante.

Pero no había ningún manual donde se describieran sus auras. Sus auras no eran líneas nítidas, con curvas. A él le habría gustado algo así.

Sus auras contenían monstruos.

La primera vez que tuvo la «visión» del asesinato de Deirdre, no pudo completar la cara de Gideon Pratt. La cara del asesino era para él un esbozo borroso, acuoso, del mal.

Cuando Pratt entró en el Paraíso, Byrne lo supo.

Metió un CD en la unidad, una selección casera de blues clásicos. Era Jimmy Purify quien lo había aficionado a los blues. Al verdadero blues: Elmore James, Otis Rush, Lightnin’ Hopkins, Bill Broonzy. Mejor no pinchar a Jimmy para que se pusiera a hablar de todos los Kenny Wayne Shepherd que había por el mundo.

Al principio, Byrne no distinguía entre Son House y Maxwell House. Pero, tras muchas noches en el Warmdaddy y muchos viajes a Bubba Mac’s, en la costa, nada de confundirlos. Ahora, al final del segundo compás, o tercero como máximo, sabía distinguir entre Delta y Beale Street, entre Chicago y St. Louis, y demás matices del blues.

El primer corte del CD era My Man Jumped Salty on Me, de Rosetta Crawford.

Pero Jimmy no sólo le había dado el solaz de los blues, sino que también le había hecho volver sobre sí tras el caso Morris Blanchard.

Un año antes, un joven acaudalado llamado Morris Blanchard había asesinado a sus padres a sangre fría, les había volado la tapa de los sesos con un solo tiro a cada uno sirviéndose de un Winchester 9410. O eso había creído Byrne. Lo había creído con tanta convicción como cualquier cosa que había considerado verdadera en las dos décadas que llevaba de policía.

Había entrevistado cinco veces al joven de dieciocho años Morris, y en cada ocasión la culpa le había salido a éste por los ojos cual violento amanecer.

Byrne había encabezado repetidas veces el equipo de la Brigada de Homicidios en un intento de encontrar huellas en el coche de Morris, así como en su dormitorio y toda su ropa. Pero no encontraron nunca ni un cabello, fibra o gota de fluido que situara a Morris en la habitación en el momento en el que sus padres habían sido acribillados por esa escopeta.

Byrne sabía que la única esperanza que le quedaba de conseguir una condena era la confesión. Por eso decidió presionarlo. Y en plan duro. Cada vez que Morris salía por ahí, allí estaba Byrne: conciertos, cafeterías, la biblioteca McCabe. Byrne se había tragado incluso hasta el final una soporífera película de arte y ensayo llamada Eating, sentado dos filas detrás de Morris y su ligue, para seguir sometiéndolo a presión. Su trabajo de policía había consistido aquella noche en mantenerse despierto durante la proyección.

Una noche, Byrne aparcó junto a la habitación de Morris, justo bajo su ventana, en el campus de Swarthmore. Cada veinte minutos, durante ocho horas seguidas, Morris había abierto las colimas para ver si Byrne seguía allí. Byrne se había asegurado de que la ventanilla del Taurus estuviera abierta para que la claridad de sus pitillos hiciera de faro en medio de la oscuridad. Por su parte, cada vez que se acercaba a la ventana, Morris mostraba erecto su dedo corazón por entre las cortinas.

El juego prosiguió hasta el amanecer. Luego, hacia las siete y media de la mañana, en vez de ir a clase, en vez de bajar corriendo las escaleras para entregarse a Byrne farfullando una confesión, Morris Blanchard decidió ahorcarse. Pasó un cable de remolque por encima de un tubo del sótano, se quitó toda la ropa y pegó una patada al caballete al que se había subido. Un último a tomar por culo al sistema. Había pegado a su pecho una nota en la que acusaba a Kevin Byrne de ser un atormentador.

Una semana después, el jardinero de Blanchard era encontrado en un motel de Atlantic City con las tarjetas de crédito de Robert Blanchard y con ropa ensangrentada dentro de una bolsa. Confesó inmediatamente el doble homicidio.

La puerta de la mente de Byrne se quedó completamente bloqueada.

Por primera vez en quince años, había cometido un error.

Los adversarios de los polis salieron a la palestra con toda su fuerza. Janice, la hermana de Morris, presentó una triple denuncia por homicidio alevoso contra Byrne, Jefatura y el Ayuntamiento. Ninguno de los pleitos llegó muy lejos, pero su resonancia aumentó de manera exponencial hasta acabar casi con él.

Durante varias semanas, los periódicos estuvieron publicando editoriales y artículos varios en los que emplearon toda su pólvora. En cuanto al Inquiry, el Daily News y el CityPaper, si bien le echaron un buen rapapolvo, al final pasaron a otra cosa. Fue el Report, un periodicucho amarillo que se las daba de prensa alternativa pero que en realidad era poco más que un tabloide de supermercado, y en particular un sedicente periodista particularmente apestoso llamado Simon Close, quien se tomó el caso como si se tratara de un asunto personal. Tras el suicidio de Morris Blanchard, durante varias semanas arremetió contra Byrne, la Jefatura de Policía y el estamento policial estadounidense en su conjunto, poniendo el broche con una semblanza del hombre que estaba destinado a ser Morris Blanchard: una mezcla —de haberle creído— de Albert Einstein, Robert Frost y Jonas Salk.

Antes del caso Blanchard, Byrne había pensado seriamente en cumplir los veinte años reglamentarios y marcharse a Myrtle Beach, tal vez para montar su propia empresa de seguridad, como hacía tanto poli quemado cuya voluntad se había visto machacada por la vida salvaje de la gran ciudad. También había pasado una época ejerciendo de gerente del Circo Bonehead. Pero al ver los piquetes delante de la Jefatura de Policía —y sobre todo una pancarta cuyas ocurrentes palabras rezaban «Burn Byrne»[1]—, supo que no lo haría. No podía irse de esta manera. Había dado demasiado a la ciudad para ser recordado de esta manera.

Y se quedó.

Y esperó.

Habría otro caso que lo sacara del agujero. Y se iría con la cabeza bien alta.

Byrne apuró el irlandés y se instaló cómodamente en el asiento. No había motivos para ir a casa. Tenía una jornada completa por delante, que comenzaba dentro de unas horas. Además, estos días se movía en su casa como un fantasma, un espíritu gris que sobrevolaba dos habitaciones vacías. No había allí nadie que lo echara de menos.

Se quedó mirando las ventanas de la Jefatura de Policía, el resplandor ámbar de la llama perenne de la justicia.

Gideon Pratt estaba en ese edificio.

Byrne sonrió y cerró los ojos. Tenía a su hombre, el laboratorio lo confirmaría, y otra mancha desaparecería de las aceras de Filadelfia.

Kevin Francis Byrne no era un príncipe de la ciudad.

Era el rey.

Las chicas del rosario
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