10
Lunes, 13:10 horas
Una conversación entre chicas.
¿Hay algún lenguaje más críptico para el macho de la especie? Creo que no. Cualquiera que haya estado familiarizado con las conversaciones de chicas jóvenes durante cierto tiempo tendrá que reconocer que no existe tarea más ardua que tratar de desentrañar un intercambio normal y corriente entre un grupo de adolescentes americanas. En comparación, el enigma del código de la Segunda Guerra mundial resulta pan comido.
Estoy sentado en el Starbucks que hace esquina con las calles Dieciséis y Nogal, con un café con leche que se me está enfriando. En la mesa contigua hay tres quinceañeras. Entre los bocados a sus bollos y los sorbos a sus mocas de chocolate blanco discurre un torrente de cotilleos, secretitos y comentarios tan tortuosos y desestructurados que apenas si logro pillar algo seguido.
Sexo, música, colegio, cine, sexo, coches, dinero, sexo, ropa.
Estoy agotado por el esfuerzo de escuchar.
Cuando yo era joven, había cuatro «grados» claramente definidos por lo que al sexo se refería. Ahora, al parecer, si es que he oído correctamente, hay también «rellanos» intermedios. Entre el segundo y el tercero, tengo entendido, hay ahora un segundo «fluctuante» el cual, si no me equivoco, implica la lengua en el pecho de una chica. Luego está el tercero «fluctuante», que implica el sexo oral. Nada de esto, por obra y gracia de los noventa, se considera sexo propiamente tal, sino sólo «enrolle».
Fascinante.
La chica sentada más cerca de mí es pelirroja, de unos quince años, como he dicho. Tiene el pelo limpio y reluciente, recogido en cola de caballo con una cinta de terciopelo negra. Lleva una camiseta rosa ajustada y vaqueros de tiro corto color beige. Me está dando la espalda y, en la postura en que está —inclinada hacia delante para prestar más fuerza a lo que está diciendo— revela una zona de piel blanca sedosa entre su cinturón de cuero negro y el borde inferior de su camisa. Está tan cerca de mí —a tan sólo unos centímetros, en realidad— que puedo ver las pequeñas protuberancias de su carne de gallina producidas por la corriente del aire acondicionado, así como las últimas estribaciones de su columna vertebral.
Tan cerca, en realidad, que puedo tocarla.
Parlotea sobre algo relacionado con su trabajo, sobre una tal Corinne que siempre llega tarde y le deja toda la limpieza a ella, sobre su jefe que es un gilipollas y le huele terriblemente el aliento y, ¿sabes?, se cree sofisticado pero en realidad se parece a ese chico gordo de Los Soprano que cuida del tío de Tony, o de su padre, o de quien quiera que sea.
Me encanta esta edad. Ningún detalle es suficientemente banal o insignificante para hurtarse a su escrutinio. Saben explotar su sexualidad para conseguir lo que quieren, pero no tienen ni idea del verdadero potencial que tienen entre manos, tan devastadoramente paralizante para la psique masculina que, con que sólo supieran lo que piden, se lo pondrían en bandeja al instante. Lo irónico del caso es que, para casi todas ellas, cuando llegan a comprender esto ya no poseen el aspecto necesario para lograr sus fines.
Como si estuviera en el guión, todas se las apañan para mirar su reloj al mismo tiempo. Recogen sus desperdicios y se dirigen hacia la puerta.
No las voy a seguir.
No a estas chicas. Hoy no.
Hoy es el día de Bethany.
La corona está en una bolsa a mis pies, y aunque no soy muy aficionado a la ironía —la ironía es un perro que le ladra a la luna mientras mea sobre una tumba, según Karl Kraus—, no deja de tener su guasa que la bolsa sea de la joyería Bailey Banks & Biddle.
Casiodoro creía que la corona de espinas ciñó la cabeza de Jesús con el fin de que todas las espinas del mundo se juntaran y rompieran allí, pero no creo que eso fuera cierto. La corona de Bethany dista mucho de estar rota.
Bethany Price sale del colegio a las dos y veinte. Unos días se detiene en un Dunkin a tomarse un chocolate y un Donut; sentada a una mesa de bancos corridos, se pone a leer un libro de Pat Ballard o de Lynne Murray, novelistas especializados en novelas que hablan de mujeres gruesas.
Bethany pesa más que las demás chicas, ¿sabéis?, y es terriblemente consciente de ello. Compra sus tallas de las marcas Zaftique y Junonia por Internet, una compra que le resultaría muy desagradable en las secciones de tallas grandes de Macy’s y Nordstrom, por miedo a ser vista por sus compañeras de clase. A diferencia de algunas de sus amigas más delgadas, no se empeña en acortar el bajo de la falda de su uniforme.
Se ha dicho que la vanidad es una flor que no tiene fruto. Tal vez, pero mis chicas estudian en el colegio de María Inmaculada y, por tanto, recibirán abundante gracia a pesar de sus pecados.
Bethany no lo sabe, pero es perfecta tal y como es.
Perfecta.
Salvo en una cosa.
Una cosa que yo voy a corregir.