63

Viernes Santo, 16:45 horas

La casa de los Semanski se hallaba situada entre dos solares en una calle perdida del norte de Filadelfia.

Jessica habló brevemente con los dos agentes aparcados delante de la casa y luego subió los combados peldaños. La puerta de dentro estaba abierta, y la de tela metálica no tenía pestillo. Jessica llamó. Unos segundos después, se acercó una mujer. Tendría unos sesenta y pico años. Llevaba un cárdigan azul y unos pantalones de sport negros, ambas prendas desgastadas.

—¿La señora Semanski? Soy la detective Balzano. Hemos hablado antes por teléfono.

—Ah, sí —contestó ella—. Me llamo Bonnie. Entre, por favor.

Bonnie Semanski abrió la puerta con tela metálica y la invitó a entrar.

El interior de la casa de los Semanski parecía de otros tiempos. Sin duda, había pocas antigüedades de valor, pensó Jessica, pero para la familia Semanski eran muebles que aún desempeñaban su función, así que ¿por qué deshacerse de ellos?

A la derecha había un pequeño salón con una alfombra de sisal raída en el centro y un grupo de muebles al viejo estilo waterfall. En una butaca estaba sentado un hombre flacucho de unos sesenta y tantos años. Junto a él, sobre una mesita de televisión plegable, había una panoplia de frascos de píldoras ámbar y una jarra de té helado. Estaba viendo un partido de hockey, pero parecía como si mirase a un costado del televisor, no a la pantalla. Echó una mirada a Jessica Ella sonrió, y él levantó ligeramente un brazo en señal de saludo.

Bonnie Semanski condujo a Jessica a la cocina.

Lauren debería llegar a casa en cualquier momento. Hoy no tiene clases, por supuesto —empezó Bonnie—. Está en casa de unos amigos.

Se sentaron. La cocina tenía muebles rojiblancos, cromatizados y formica. Al igual que todo lo demás en aquella casa adosada, la cocina parecía de los años sesenta. Las únicas cosas que parecían modernas eran un pequeño microondas blanco y un abrelatas eléctrico. Estaba claro que los Semanski eran los abuelos de Lauren, no sus padres.

—¿Ha llamado Lauren a casa en el transcurso del día?

—No —respondió Bonnie—. La llamé hace un rato a su móvil, pero me salió el contestador automático. Lo apaga a veces.

—Me dijo por teléfono que salió de casa hacia las ocho esta mañana, ¿verdad?

—Sí. Más o menos.

—¿Sabe a dónde fue?

—Fue a visitar a unos amigos —repitió Bonnie, como si fuera su mantra de negación.

—¿Sabe cómo se llaman?

Bonnie sacudió la cabeza, simplemente. Estaba claro que, fueran quienes fuera estos «amigos», no tenía nada que objetar.

—¿Dónde están su madre y su padre? —preguntó Jessica.

—Murieron en accidente de coche el año pasado.

—Ah, lo siento mucho —exclamó Jessica.

—Gracias.

Bonnie Semanski miró por la ventana. La lluvia se había convertido en llovizna. Al principio, Jessica creyó que la mujer iba a llorar, pero al mirarla otra vez se dio cuenta de que aquella mujer había vertido probablemente todas sus lágrimas hacía ya tiempo. El dolor, le pareció, se había posado en el fondo de su corazón, donde no podía ya ser molestado.

—¿Puede contarme lo que les ocurrió a sus padres? —quiso saber Jessica.

—El año pasado, una semana antes de Navidades, Nancy y Carl volvían a casa de un trabajo a tiempo parcial en los almacenes Gran Menaje. Contrataban a más gente para las fiestas, ya sabe. No como ahora —dijo—. Era tarde y había muy poca luz. Cari debió de tomar una curva demasiado deprisa. El coche derrapó y cayó a un barranco. Al parecer, murieron en el acto.

Jessica estaba realmente sorprendida de que aquella mujer no vertiera ninguna lágrima. Imaginaba que Bonnie Semanski había contado la historia a tanta gente, y tantas veces, que podía ya mantener cierto distanciamiento del hecho.

—¿Cómo recibió la noticia Lauren? —preguntó Jessica.

—Ah, fue terrible.

Jessica garabateó un apunte, anotando la secuencia temporal.

—¿Sale Lauren con algún chico?

Bonnie hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—No puedo seguir la cuenta. Hay tantos…

—¿Qué quiere decir?

—Siempre anda con alguno. A todas horas. Parecen jóvenes sin techo.

—¿Sabe si alguien ha amenazado a Lauren recientemente?

—¿Amenazado?

—Sí, por ejemplo alguien con quien hubiera tenido algún problema. Alguien que pudiera estar molestándola.

Bonnie reflexionó unos momentos.

—No. No lo creo.

Jessica tomó unos apuntes más.

—¿Le importaría si echo un vistazo al cuarto de Lauren?

—¡En absoluto!

El cuarto de Lauren estaba arriba, y daba a la parte posterior de la casa. En la puerta había una pegatina desgastada que decía PRECAUCIÓN: ZONA DE MONOS. Jessica conocía de sobra los términos del mundillo de la droga para saber que Lauren Semanski no debía de estar «con unos amigos» organizando un picnic parroquial.

Bonnie abrió la puerta y Jessica entró en el cuarto. Los muebles eran de calidad, estilo rústico francés, color blanco con remaches dorados; cama de cuatro postes, con mesilla, cómoda y escritorio a juego. El cuarto, pintado de color amarillo limón, era largo y estrecho, y el techo en declive acababa en unas paredes de un metro aproximadamente a cada lado. Había una ventana al fondo. A la derecha había una estantería empotrada; a la izquierda, un par de puertas en la pared, probablemente una alacena. Las paredes estaban recubiertas de posters de bandas de rock.

Jessica agradeció a Bonnie para sus adentros que la dejara sola en el cuarto. A Jessica no le hacía gracia que la mirara de reojo mientras echaba un vistazo a las pertenencias de Lauren.

En la mesa del escritorio había una serie de fotos con marcos baratos. Destacaba una foto escolar de Lauren de unos nueve o diez años, y otra de Lauren con un adolescente desaliñado delante de un museo. Había también un recorte de revista con la foto de Russell Crowe.

Jessica hurgó en los cajones de la cómoda. Suéters, calcetines, vaqueros, pantalones cortos. Nada especial. En el armario, más de lo mismo. Jessica cerró la puerta del armario y paseó la mirada por el cuarto. Piensa. ¿Por qué estaría Lauren Semanski en la lista? Además de por el hecho de estudiar en un colegio católico, ¿qué había en este cuarto que encajara en el rompecabezas de estas muertes tan extrañas?

Jessica se sentó delante del ordenador de Lauren, y miró los favoritos en el navegador de Internet. Había una página llamada hardradio.com, dedicada a rock duro, y otra llamada snakenet. Pero la que más le llamó la atención fue una llamada yellowribbon.org. Al principio, Jessica creyó que podría tener que ver con los prisioneros de guerra o los desaparecidos en combate. Pero, al conectarse a Internet y pinchar esa página, vio que trataba de adolescentes suicidas.

¿Me fascinó a mí la muerte y la desesperación cuando era adolescente?, pensó Jessica.

Imaginó que sí. Probablemente tenía que ver con las hormonas.

De vuelta a la cocina, Jessica descubrió que Bonnie había preparado un puchero de café. Ésta le sirvió una taza y luego se sentó enfrente. Había también una bandeja de galletas de vainilla en la mesa.

—Tengo que hacerle algunas otras preguntas sobre el accidente del año pasado —le comunicó Jessica.

—De acuerdo —replicó Bonnie, pero por la mueca de su cara Jessica adivinó que no le apetecía hablar de aquello.

—Le prometo que seré rápida.

Bonnie asintió.

Jessica estaba organizando sus pensamientos cuando una mirada de espanto creciente se dibujó en el rostro de Bonnie Semanski. Jessica necesitó un momento para darse cuenta de que Bonnie no la estaba mirando directamente a ella. Estaba mirando por encima de su hombro izquierdo. Jessica se volvió, despacio, y siguió la mirada de la mujer.

Lauren Semanski estaba en el porche trasero. Traía la ropa hecha trizas, y los nudillos ensangrentados y en carne viva. Un amplio cardenal en la pierna derecha y un par de desgarros en el brazo derecho. En el lado izquierdo de la cabeza, le faltaba un trozo de piel. Su muñeca izquierda parecía rota: se le veía el hueso a través de la carne. La piel de su mejilla derecha estaba pelada y dejaba ver un coágulo de sangre.

—¡Cariño! —exclamó Bonnie, incorporándose y poniéndose una mano temblorosa en la boca. De su cara había desaparecido cualquier asomo de color.

—¡Dios mío! ¿Pero qué…, qué le ha ocurrido a mi niña?

Lauren miró a su abuela, luego a Jessica. Tenía los ojos inyectados de sangre, bruñidos. Un profundo desafío se podía percibir a través del trauma.

—Ese hijo de puta no sabía con quién se jugaba los cuartos —soltó.

Dicho lo cual, Lauren Semanski cayó redonda al suelo.

Antes de que llegara la ambulancia, Lauren Semanski perdió y recuperó el sentido varias veces. Jessica hizo lo que pudo para impedir que sufriera una conmoción cerebral. Cuando se hubo asegurado de que no tenía ninguna lesión vertebral, la envolvió en una manta y le subió ligeramente las piernas. Jessica sabía que impedir una conmoción cerebral era infinitamente mejor que tratar sus efectos, Jessica notó que Lauren tenía el puño derecho fuertemente cerrado. Tenía algo en la mano, algo con el borde cortante, de plástico.

Jessica trató de abrirle los dedos con cuidado. Nada que hacer. Decidió no forzar y desistió.

Mientras esperaban, Lauren estuvo delirando. Jessica consiguió, empero, hacer un resumen de lo que le había acontecido. Las frases eran inconexas. Las palabras se deslizaban entre sus dientes.

Casa de Jeff.

Anfetas.

Cabronazo.

Por los labios resecos de Lauren, así como por sus fosas nasales estragadas, su pelo frágil y el aspecto algo traslúcido de su piel, Jessica supo que era probablemente adicta a las anfetaminas.

Aguja.

Cabronazo.

Antes de que instalaran a Lauren en una camilla, ésta abrió los ojos un momento y pronunció una palabra que hizo que el mundo dejara de dar vueltas un instante.

Rosario.

Partió la ambulancia hacia el hospital, llevándose también a Bonnie junto a su nieta. Jessica llamó a la comisaría para contar lo ocurrido. Un par de detectives partieron rumbo al Hospital San José. Jessica había dado a los enfermeros de urgencias instrucciones estrictas en el sentido de conservar tal cual la ropa de Lauren y, en la medida de lo posible, cualquier otra fibra o fluido, insistiendo especialmente en asegurar la integridad de lo que Lauren llevaba bien agarrado en su mano derecha con vistas a su examen por el médico forense.

Jessica se quedó en casa de los Semanski. Entró en el salón y se sentó al lado de George Semanski.

—Su nieta va a ponerse bien —le aseguró Jessica, procurando prestar a sus palabras un tono convincente, y haciendo votos al mismo tiempo para que se revelaran ciertas.

George Semanski asintió, y siguió frotándose las manos. Cambiaba de canales como si se tratara de una especie de fisioterapia.

—Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas más, si no le importa.

Tras unos momentos de silencio, asintió de nuevo. Parecía como si la gama de medicamentos que había en la mesita del televisor le indujera un estado de retardo perceptivo.

—Su esposa me ha dicho que, el año pasado, cuando murieron su madre y el padre, Lauren, fue algo terrible para ella —señaló Jessica—. ¿Me puede decir algo más sobre cómo reaccionó su nieta?

George Semanski alargó la mano para coger un frasco de medicamentos y lo agitó en sus manos, pero sin llegar a abrirlo. Jessica notó que era clonazepam.

—Bueno, después del funeral, después de los entierros, una semana aproximadamente después de todo aquello, ella casi se… en fin, que…

—¿Ella casi se qué, señor Semanski?

George Semanski hizo una pausa. Dejó de agitar el frasco de píldoras.

—Pues que intentó suicidarse.

—¿Cómo?

—Pues…, una noche se fue al coche. Aplicó una manguera al tubo de escape y la metió por una de las ventanillas. Trató de respirar el monóxido de carbono, supongo.

—¿Y qué ocurrió?

—Que perdió el conocimiento y se desvaneció sobre el claxon. Aquello despertó a Bonnie, y fue a ver.

—¿Y hospitalizaron a Lauren?

—Ah, claro que sí —respondió George—. Estuvo hospitalizada casi una semana.

Las pulsaciones de Jessica se aceleraron. Sentía que las piezas del rompecabezas empezaban a encajar.

Bethany Price había tratado de cortarse las venas.

Tessa Wells tenía una cita de Sylvia Plath en su diario.

Lauren Semanski trató de envenenarse con monóxido.

Suicidio, pensó Jessica.

Todas estas chicas habían intentado quitarse la vida.

—¿El señor Wells? Soy la detective Balzano. —Jessica lo llamaba desde su móvil, en la acera de la casa de los Semanski. Digamos que iba y venía de un lado para otro.

—¿Han cogido ya a alguien?

—Bueno, estamos en ello, señor Wells. Tengo una pregunta que hacerle sobre Tessa. Es sobre el año pasado, por la festividad de Acción de Gracias.

—¿El año pasado?

—Sí —confirmó Jessica—. Créame que a mí me resulta probablemente tan difícil y penoso hacerle esta pregunta como a usted contestarla.

Jessica recordó lo que había visto en el cajón de sastre del cuarto de Tessa. Había unos brazaletes de hospital.

—¿Qué quiere saber sobre la festividad de Acción de Gracias? —preguntó Wells.

—¿Por casualidad fue hospitalizada Tessa por entonces?

Jessica pegó el oído al móvil, y esperó. Se dio cuenta de que estaba apretando el aparato excesivamente, que podría romperlo. Aflojó la presión.

—Sí —afirmó.

—¿Me podría indicar el motivo de la hospitalización?

Jessica cerró los ojos.

Frank Wells respiró de manera estertórea, dolorosa.

Y se lo dijo.

—Tessa Wells tomó un puñado de píldoras el pasado mes de noviembre. Lauren Semanski se encerró en el garaje y puso en marcha el coche. Nicole Taylor se hizo un corte en la muñeca —relató Jessica—. Al menos tres de las chicas de esta lista intentaron suicidarse.

Estaban de nuevo en la Casa Redonda.

Byrne sonrió. Jessica sintió una descarga eléctrica por todo su cuerpo. Lauren Semanski estaba aún completamente sedada. Hasta que no pudieran hablar con ella, tendrían que conformarse con lo que tenían.

No había aún información sobre lo que tenía agarrado en la mano. Según los detectives que estaban en el hospital, Lauren no lo había soltado todavía. Los médicos decían que había que esperar.

Byrne tenía una fotocopia de la lista de Brian Parkhurst en la mano. La partió en dos, y entregó una mitad a Jessica y se guardó la otra. Sacó su teléfono móvil.

Pronto obtuvieron su respuesta. Las diez de la lista habían intentando suicidarse en el transcurso de los doce últimos meses. Jessica creía ahora que Brian Parkhurst, tal vez a modo de penitencia, estaba tratando de decir a la policía que sabía por qué habían sido escogidas como víctimas aquellas chicas. En su calidad de orientador, todas ellas le habían confiado el haber intentado quitarse la vida.

Hay algunas cosas que necesita saber sobre estas jóvenes.

Tal vez, por algún retorcido sentido de la lógica, el asesino estaba tratando de rematar el trabajo que habían comenzado aquellas chicas. Bueno, ya indagarían el porqué de todo aquello una vez que lo tuvieran esposado.

Una cosa estaba bien clara: el individuo en cuestión había secuestrado a Lauren Semanski y la había drogado con midazolam. Pero no había contado con el hecho de que ella estaba llena de metanfetamina, una droga que había contrarrestado el efecto del midazolam. Por otra parte, Lauren era una chavala muy enérgica e inquieta, una luchadora. A todas luces, había elegido a la chica equivocada.

Por primera vez en su vida, Jessica estaba contenta de que una adolescente se hubiera drogado.

Pero si lo que inspiraba al asesino eran los cinco misterios dolorosos del rosario, ¿por qué había diez chicas en la lista de Parkhurst? Además de intentar suicidarse, ¿qué tenían en común estas cinco jóvenes? ¿Iba a detenerse realmente al llegar a cinco?

Cotejaron sus notas.

Cuatro de las chicas arrojaban sobredosis de píldoras. Tres habían intentado cortarse las venas. Dos habían intentado envenenarse mediante inhalación de monóxido de carbono. Y la última había lanzado su coche contra un quitamiedos y caído en un barranco. La había salvado el airbag.

No era el método, desde luego, lo que unía a las cinco.

¿Y el colegio? Cuatro de las chicas iban al Regina, otras cuatro al Nazareno, una al María Goretti y la última al Neumann.

En cuanto a la edad: cuatro tenían dieciséis años, dos diecisiete, tres quince y una dieciocho.

¿Vivían en la misma zona de la ciudad?

No.

¿Estaban apuntadas a los mismos clubes o practicaban las mismas actividades extraescolares?

No.

¿Pertenecían a la misma pandilla?

Menos aún.

¿Qué era entonces?

Pedid y se os dará, pensó Jessica. La respuesta la tenían delante de sus mismos ojos.

Era el hospital.

Era el San José lo que las unía.

—Fijaos en esto —exclamó Jessica.

Las cinco atendidas en el San José el día que intentaron suicidarse eran Nicole Taylor, Tessa Wells, Bethany Price, Kristi Hamilton y Lauren Semanski.

El resto habían sito atendidas en otra parte, en cinco hospitales diferentes.

—¡Caray! —exclamó Byrne—. ¡Era eso! Era la clave que estaban buscando.

Pero lo que estaba haciendo temblar a Jessica no era el hecho de que todas ellas hubieran sido atendidas en un mismo hospital. Ni tampoco el hecho de que todas hubieran intentado suicidarse.

Lo que estaba produciéndole una sensación de falta de aire en aquel momento era:

Que a todas ellas las había atendido el mismo médico: el doctor Patrick Farrell.

Las chicas del rosario
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