20
Martes, 06:00 horas
Byrne estaba esperándola con un café largo y un bollo con semillas de sésamo. El café era fuerte y caliente; y el bollo, recién hecho.
Que Dios se lo pague.
Jessica se precipitó a través de la lluvia, subió al coche e hizo con la cabeza un saludo simbólico. Para decirlo suavemente, no era una persona madrugadora, y menos aún de las que disfrutan levantándose a las seis de la mañana. Esperaba haberse puesto los zapatos adecuados.
Entraron en la ciudad en silencio. Kevin Byrne respetó el espacio y el ritual que necesitaba Jessica para despertarse del todo, consciente de que había sido él quien la había sacado de la cama sin contemplaciones. Por su parte, él parecía bien despierto. Un pelín desharrapado, pero con los ojos bien abiertos y alertas.
Los hombres lo tenían muy fácil, pensó Jessica. Camisa limpia, afeitado en el coche, un poco de Binaca, una gota de Visine, y listos para empezar el día.
Entraron en Filadelfia Norte por la vía rápida. Aparcaron junto a la esquina de las calles Diecinueve y Álamo. Byrne sintonizó las noticias de las seis y media. Hablaban de lo ocurrido a Tessa Wells.
Con media hora por delante, se arrellanaron en sus asientos del coche. De vez en cuando, Byrne giraba la llave de contacto para accionar los limpiaparabrisas y desempañadores.
Intentaron hablar de las noticias, del tiempo, del trabajo. Pero el subtexto pugnaba por salir a la superficie.
Las hijas.
Tessa Wells era hija de alguien.
Un pensamiento que los remitía de manera irremisible a la esencia brutal de este crimen. Podría haber sido hija de ellos mismos.
—Cumple tres el mes que viene —le aclaró Jessica.
Jessica le enseñó una foto de Sophie, en la que estaba sonriendo. Sabía que él tenía su lado acaramelado.
—Parece traviesilla.
—No lo sabes bien —le precisó Jessica—. Ya sabes lo que pasa cuando tienen esa edad. Esperan de ti todo.
—Sí.
—¿Echas de menos aquellos días?
—No me enteré de aquellos días —contestó Byrne—. Por entonces hacía doble jornada.
—¿Qué edad tiene tu hija ahora?
—Trece.
—Ay, ay —exclamó Jessica.
—Ay, ay es quedarse corto.
—O sea que… tiene la casa llena de cedés de Britney, ¿no?
Byrne sonrió de nuevo, esta vez menos.
—No.
—¡No me lo creo! No irás a decirme que le ha dado por el rap.
Byrne le dio varias vueltas a su café.
—Mi hija es sorda.
—¡Ah, vaya! —exclamó Jessica, algo contrariada consigo misma—. Lo siento… de veras.
—Gracias. Pero no te preocupes. No pasa nada.
—Quería decir… Es que no…
—Que no pasa nada, mujer. Ella no soporta la compasión. Y es mucho más dura que tú y que yo juntos.
—Lo que quería decir es que…
—Sé lo que querías decir. Mi mujer y yo pasamos muchos años de dolor. Es una reacción natural —afirmó Byrne—. Pero, para serte sincero, aún no he conocido a una sola persona sorda que se considere una discapacitada. Y, desde luego, Colleen, ni hablar.
Jessica decidió que, una vez que había sacado a relucir el tema, lo mejor era proseguir. Y eso hizo, con suavidad.
—¿Nació sorda?
Byrne asintió.
—Sí. Con una cosa que llaman displasia de Mondini. Un trastorno genético.
La mente de Jessica voló hacia Sophie, a la que visualizó bailando alrededor del salón al son de una canción de Barrio Sésamo. O cantando a pleno pulmón entre las burbujas de la bañera. Como su madre, Sophie tenía un oído pésimo para la música, pero se esforzaba con todas sus fuerzas por demostrar lo contrario. Jessica pensó en su alegre, saludable y hermosa niña y reconoció lo afortunada que era.
Los dos guardaron silencio. Byrne accionó el desempañador. El parabrisas empezó a desempañarse. Las colegialas no habían llegado aún a la esquina, pero el tráfico empezaba ya a ser intenso en la avenida del Álamo.
—Una vez la estuve observando —se puso a contar Byrne con un modesto tinte de melancolía, como si no hubiera hablado de su hija con nadie durante mucho tiempo. Se le notaba el lugar tan importante que ocupaba en su vida—. Un día en que habíamos quedado que pasaría a recogerla a su colegio de sordos, resulta que llegué con un poco de adelanto. Así que dejé aparcado el coche a un lado de la calle mientras me fumaba un pitillo y leía el periódico.
»Pues bien, veo en la esquina a un grupo de chavales, unos siete u ocho. De doce o trece años. No les presto la menor atención. Todos van vestidos como mendigos, ya sabes. Pantalones caídos, camisas muy grandes por fuera, deportivas sin atar. De repente veo a Colleen en medio de ellos, apoyada en la pared, y es como si no la conociera. Como si fuera una chavala, por así decir, parecida a Colleen.
»De repente, me intereso realmente en todos los demás chavales. ¿Quién es ése que está haciendo eso, sujetando eso, llevando esa ropa, qué… qué hacen sus manos, qué llevan en los bolsillos? Es como si los estuviera cacheando a todos desde el otro lado de la calle.
Byrne bebió un trago de café y echó otro vistazo a la esquina. Aún nadie.
»Veo que se relaciona con normalidad con chicos mayores que ella, sonriendo, hablando sin parar en su lenguaje de signos, atusándose el pelo, prosiguió. Y yo pienso: Cielo santo, está coqueteando. Mi niña está coqueteando con esos chicotes. Mi niña que, hace tan sólo unas semanas, subía a la noria y pedaleaba por la calle vestida con su camiseta amarilla donde ponía I had a wild time in wildwood, está coqueteando con unos chicotes. Me entraron ganas de pararles los pies a aquellos pequeños capullos ligones allí mismo.
»Y luego vi a uno de ellos encender un canuto, y, joder, el corazón casi se me paró. Oí realmente como si se le acabara la cuerda dentro de mi pecho, como un reloj barato. Me dispongo a bajarme del coche con las esposas en la mano, pero pienso en lo que eso significaría para Colleen, y me quedo simplemente mirando.
»Se lo pasan como si tal cosa, ahí, en plena calle, como si fuera legal, ¿sabes? Yo espero, mirando. Luego, uno de los chavales ofrece el canuto a Colleen, y supe, lo supe, que ella iba a cogerlo para fumar. Supe que iba a coger y pegar una prolongada y lenta calada a ese porro, y, de repente, vi la película de los siguientes cinco años de su vida. Marihuana, alcohol, rehabilitación y Centro de Aprendizaje Sylvan para recuperar el retraso escolar, y más drogas y la píldora, y luego…, y luego ocurrió lo más increíble de todo.
Jessica se dio cuenta de que estaba mirando embobada a Byrne, esperando que terminara. Se despabiló y le pinchó:
—Bien, y ¿qué ocurrió?
—Simplemente… sacudió la cabeza —le aclaró Byrne—. Así de sencillo. No, gracias. Yo había dudado de ella en aquel momento, había perdido completamente la fe en mi niña, y me dieron ganas de arrancarme los ojos. Había tenido la oportunidad de confiar en ella, sin ser observada por nadie, y no estuve a la altura. Yo no estuve. Ella, sí.
Jessica asintió con la cabeza, tratando de no pensar en que ella también tendría que enfrentarse a una papeleta parecida con Sophie en el plazo de unos diez años, e hizo votos por que no llegara ese momento.
—Y de repente se me ocurrió —prosiguió Byrne—, después de tantos años de preocupaciones, de tratarla como si fuera una cosa frágil, de ir por la acera por el lado más próximo a la calzada, de intimidar con la mirada a los idiotas que la miraban utilizar en público el lenguaje por señas creyéndola un bicho raro, se me ocurrió que nada de ello había sido necesario. Ella es diez veces más dura que yo. Me podría dar una patada en el culo.
—Los chavales te sorprenderán —Jessica se dio cuenta al decir aquello de lo inadecuado que sonaba, de lo completamente desinformada que estaba sobre el tema.
—Quiero decir, de todas las cosas que temes que pueda tener un hijo tuyo: diabetes, leucemia, artritis reumatoide, cáncer…, mi niña me salió muda. Así fue. Pero, aparte de eso, es perfecta en todo lo demás. Corazón, pulmones, ojos, miembros, mente. Perfecta. Corre más rápido que el viento, salta altísimo. Y tiene esa sonrisa…, esa sonrisa que podría derretir un glaciar. Todo este tiempo creí que era una disminuida porque no oía. Era yo. Yo soy el que está necesitado de una mano caritativa. No me di cuenta de lo afortunados que somos.
Jessica no supo qué decir. Había conceptuado equivocadamente a Kevin Byrne como un tipo con mucho mundo que se abría paso en la vida y el trabajo a base de puñetazos, un tipo que se basaba en el instinto más que en el intelecto. Había más tela que cortar en él que la que ella creía. Sintió de repente que le había tocado la lotería al tener de compañero a un tipo como él.
Antes de que Jessica pudiera contestar, dos adolescentes se acercaron a la esquina con los paraguas abiertos para protegerse de la llovizna.
—Ahí están —exclamó Byrne.
Jessica tapó su café y se abotonó el impermeable.
—Esto es más tu terreno —sugirió Byrne señalando con la cabeza en dirección a las jóvenes, encendiendo un pitillo, arrellanándose en el cómodo, y seco, asiento. Tú debes saber mejor las preguntas.
Bien, pensó Jessica. Supongo que esto no tiene nada que ver con estar en medio de la lluvia a las siete de la mañana. Esperó a que dejaran de pasar coches, bajó del coche y cruzó la calle.
En la esquina había dos chicas con el uniforme del colegio Nazareno. Una de ellas era negra, de piel muy oscura, y alta, con un elaboradísimo entramado de pelo trenzado. Debía de medir uno ochenta y tres y era increíblemente guapa. La otra era blanca, bajita y de huesos pequeños. Las dos llevaban el paraguas en una mano y un pañuelo de papel hecho una pelota en la otra. Las dos tenían los ojos rojos, hinchados. Obviamente, ya habían oído lo de Tessa.
Jessica se acercó, les enseñó la placa y les dijo que estaba investigando la muerte de Tessa. Ellas accedieron a hablar con ella. Se llamaban Patrice Regan y Ashia Whitman. Ashia era somalí.
—¿Visteis a Tessa el viernes? —empezó Jessica.
Sacudieron la cabeza al unísono.
—¿No acudió a la parada del autobús?
—No —respondió Patrice.
—¿Faltaba mucho?
—No mucho —dijo Ashia entre sollozos—. Alguna vez de tarde en tarde.
—No era entonces de las que hacen pellas —comentó Jessica.
—¿Tessa? —exclamó Patrice con expresión incrédula—. Todo lo contrario. O sea, jamás.
—¿Qué pensasteis cuando no la visteis aparecer?
—Pensamos que no se sentiría bien o algo por el estilo —dijo Patrice—. Y que tendría que ver con su padre. Su padre está muy enfermo, ¿sabe? A veces tenía que acompañarlo al hospital.
—¿La llamasteis o hablasteis con ella durante el día? —preguntó Jessica.
—No.
—¿Conocéis a alguien que pudiera haber hablado con ella?
—No —contestó Patrice—. No que yo sepa.
—Y, sobre drogas, ¿estaba metida en el mundillo de la droga?
—No, por Dios —exclamó Patrice—. Era como la hermana Mary Narc.
—El año pasado, cuando estuvo tres semanas sin acudir al colegio, ¿hablasteis mucho con ella?
Patrice miró a Ashia. Había secretos sepultados en aquella mirada.
—No realmente.
Jessica decidió no presionar. Consultó sus notas.
—Eh, chavalas, ¿conocéis a un chico llamado Sean Brennan?
—Sí —contestó Patrice—. Yo sí lo conozco. Creo que Ashia no lo ha visto nunca.
Jessica miró a Ashia. La cual se encogió de hombros.
—¿Cuánto tiempo estuvieron saliendo? —preguntó Jessica.
—No estoy segura —contestó Patrice—. Tal vez un par de meses, o algo así.
—¿Seguía Tessa saliendo con él?
—No —contestó Patrice—. La familia de él se fue a vivir a otro sitio.
—¿A dónde?
—A Denver, creo.
—¿Cuándo?
—No estoy segura. Hará un mes de eso, creo.
—¿Sabes a qué instituto iba Sean?
—Al Neumann —contestó Patrice.
Jessica tomó notas. Su cuaderno se estaba mojando. Lo metió en el bolsillo.
—¿Rompieron?
—Pues sí —contestó Patrice—. A Tessa le afectó mucho.
—¿Y a Sean? ¿Se lo tomó muy a mal?
Patrice se encogió simplemente de hombros. Es decir, que sí; pero no quería meterse en la vida de nadie.
—¿Le viste alguna vez maltratar a Tessa?
—No —replicó Patrice—. Nada de ese tipo de cosas. Era simplemente… pues un chico, ya sabe.
Jessica esperó algo más. Algo que no llegó. Y siguió adelante:
—¿Se os ocurre alguien con quien Tessa se llevara mal? ¿Alguien que hubiera querido hacerle daño?
Esta pregunta abrió las compuertas de sus lacrimales otra vez. Las dos chicas rompieron a llorar, y luego se secaron los ojos. Movieron la cabeza negativamente.
—¿Estuvo saliendo con alguien más después de con Sean? ¿Con alguien que hubiera podido molestarla?
Las chicas reflexionaron unos segundos, y de nuevo dijeron que no al unísono con la cabeza.
—¿Vio Tessa alguna vez al doctor Parkhurst en el colegio?
—Claro que sí —afirmó Patrice.
—¿Le caía bien?
—Supongo
—¿La vio el doctor Parkhurst alguna vez fuera del colegio? —preguntó Jessica.
—¿Fuera?
—Como en algún acto social…
—¿Cómo una cita o algo así? —preguntó Patrice. Hizo una mueca ante la idea de Tessa quedando con un hombre de más de treinta años. Como si…
—Eh… no.
—Otra pregunta, chavalas, ¿acudís alguna vez a él en busca de asesoramiento? —preguntó Jessica.
—Sí, claro —respondió Patrice—. Todo el mundo lo hace.
—¿De qué tipo de cosas habláis?
Patrice reflexionó unos segundos. Jessica pudo ver que la joven estaba ocultando algo.
—Del colegio, sobre todo. De cómo matricularse en la universidad, de las pruebas de selectividad, de ese tipo de cosas.
—¿No habláis nunca de cosas personales?
Los ojos al suelo. Otra vez.
Bingo, pensó Jessica.
—A veces —contestó Patrice.
—¿De qué tipo de cosas personales? —insistió Jessica, recordando a la hermana Mercedes, la asesora del Nazareno cuando ella había estudiado. La hermana Mercedes se parecía mucho a John Goodman, pero tenía siempre el ceño fruncido. La única cosa personal de la que hablabas con la hermana Mercedes era de tu promesa de apartarte del sexo hasta cumplir los cuarenta años.
—No sé —dio largas Patrice, interesándose de nuevo en sus zapatos—. De cosas.
—¿Habláis de los chicos con los que salís? ¿De ese tipo de cosas?
—A veces —contestó Ashia.
—¿Os ha pedido alguna vez que habléis de cosas que os han resultado violentas? ¿O, qué sé yo, tal vez un poquito demasiado personales?
—No creo —dijo Patrice—. No que yo recuerde ahora mismo, ya me comprende.
Jessica sintió que la estaba perdiendo. Sacó un par de tarjetas y entregó una a cada una de las chicas.
—Escuchad —empezó—. Yo sé que esto es muy duro. Si pensáis en algo que nos pueda ayudar a encontrar al tipo que hizo esto, dadnos un toque. O también si queréis simplemente charlar. Lo que sea, ¿vale? Tanto de día como de noche.
Ashia tomó la tarjeta, se quedó en silencio, mientras las lágrimas le brotaban de nuevo. Patrice tomó la tarjeta, y asintió. Al unísono, como plañideras sincronizadas, las dos chicas levantaron los pañuelos que tenían en el puño y se restregaron los ojos.
—Yo estudié en el Nazareno —les hizo saber Jessica.
Las dos chicas se miraron mutuamente, como si les acabara de revelar que había estudiado en el colegio Hogwart.
—¿De veras? —preguntó Ashia.
—Pues claro —contestó Jessica—. Y qué, chicas, ¿seguís haciendo inscripciones bajo el escenario del viejo auditorio?
—Claro que sí —exclamó Patrice.
—Bien, si miráis justo debajo del pilarote de la escalera que lleva debajo del escenario, en la parte derecha, veréis una inscripción que dice JG Y BB PARA SIEMPRE.
—¿Es usted? —Patrice echó una mirada de incredulidad a la tarjeta.
—La misma, Jessica Giovanni. Yo inscribí eso en el décimo grado.
—¿Y quién era BB? —quiso saber Patrice.
—Bobby Bonfante. Iba al Padre Juez.
Las dos chicas asintieron con la cabeza. Los chicos del Padre Juez eran, en su mayor parte, bastante irresistibles.
Jessica añadió:
—Se parecía a Al Pacino.
Las dos chicas se miraron, como diciendo: ¿Al Pacino? ¿No es de la edad de nuestro abuelo?
—¿Es el tipo mayor que sale en La Prueba con Colin Farrell? —preguntó Patrice.
—Bueno, era un Al Pacino joven —precisó Jessica.
Las chicas sonrieron. Con tristeza, pero sonrieron.
—¿Y qué, duró para siempre con Bobby? —preguntó Ashia.
Jessica quiso decirles a aquellas jóvenes que nunca duraba para siempre.
—No —replicó—. Bobby vive ahora en Newark. Cinco críos.
Las chicas asintieron de nuevo, como si comprendieran los arcanos misterios del amor y de la finitud. Jessica se las había ganado de nuevo. Había llegado el momento de cortar. Les echaría otro tiento después.
—Por cierto, ¿cuándo os dan las vacaciones de Semana Santa? —preguntó Jessica.
—Mañana —contestó Ashia, con unos sollozos ya debilitados.
Jessica se volteó la capucha. La lluvia ya había arruinado el escaso peinado de su pelo, pero ahora estaba empezando a caer con fuerza.
—¿Puedo preguntarle algo? —preguntó Patrice.
—Pues claro.
—¿Por qué… por qué se metió a policía?
Antes de que abriera la boca Patrice, Jessica ya sabía que la joven iba a hacerle aquella pregunta. Aunque aquello no le hizo más fácil la respuesta. Ella misma no tenía muy clara la respuesta. Estaba la tradición; estaba lo de la muerte de Michael. Y estaban… otras razones que ni siquiera ella conocía aún. Al final, dijo, modestamente.
—Me gusta ayudar a la gente.
Patrice se restregó los ojos otra vez.
—¿Alguna vez, perdone que le pregunte, ha sentido canguis? —preguntó—. Ya sabe, teniendo que vérselas con…
Los muertos, terminó Jessica para sus adentros.
—Pues sí —contestó—. A veces.
Patrice asintió, encontrando un terreno común con Jessica. Después señaló a Kevin Byrne, que seguía sentado en el Taurus, al otro lado de la calle.
—¿Es su jefe?
Jessica miró en aquella dirección y volvió a mirarlas con una sonrisa.
—No —contestó—. Es mi compañero.
Patrice pareció embebida en aquella respuesta. Sonrió a través de las lágrimas, tal vez celebrando que Jessica fuera una mujer dueña de su propio destino. Se limitó a decir:
—Qué guay.
Jessica se sacudió de encima toda la lluvia que pudo y después entró en el coche.
—¿Qué, alguna cosa? —preguntó Byrne.
—No mucho —contestó Jessica, consultando su cuaderno de notas. Estaba mojado. Lo lanzó al asiento trasero—. La familia de Sean Brennan se mudó a Denver hará un mes. Dicen que Tessa no salió con ningún otro chico. Según Patrice, Sean era un poco impetuoso.
—¿Vale la pena seguir esa pista?
—No creo. De todos modos, voy a hacer una llamada al Consejo de Educación de Denver a ver si el joven señor Brennan ha faltado a clase recientemente.
—¿Y sobre el doctor Parkhurst?
—Ahí hay algo más. Me da la espina.
—¿Qué espina?
—Creo que hablan de cosas personales con él. Creo que ellas piensan que es un poco demasiado personal.
—¿Crees que Tessa salía con él?
—Si tal era el caso, no se lo confió a sus amigas —respondió Jessica—. Al preguntarles sobre sus tres semanas de ausencia del colegio el año pasado, han hecho un gesto raro. Algo debió de pasarle a Tessa por la festividad de Acción de Gracias el año pasado.
Durante unos momentos, la conversación se interrumpió, sus pensamientos sólo unidos por el ritmo staccato de la lluvia sobre el techo del coche.
El móvil de Byrne gorjeó al arrancar el Taurus. Lo abrió de un capirotazo.
—Byrne… Sí…, sí… excelente —exclamó—. Gracias. —Y lo cerró de otro capirotazo.
Jessica miró a Byrne, esperando. Cuando quedó claro que no iba a compartir, preguntó. Si la reticencia era un rasgo de él, la curiosidad lo era de ella. Para que esta relación funcionara, tendrían que encontrar una componenda.
—¿Qué, buenas noticias?
Byrne la miró, pero como si hubiera olvidado que estaba en el coche.
—Sí. El laboratorio acaba de resolver un caso a mi favor. Han comprobado la identidad entre un pelo del individuo y otro encontrado en la víctima —le explicó—. Ese cabrón ya no se me escapa.
Byrne le hizo un resumen del caso Gideon Pratt. Jessica notó pasión y rabia contenida en su voz mientras le contaba la brutal y absurda muerte de Deirdre Pettigrew.
—Tengo que parar aquí. Será breve —dijo Byrne.
Unos instantes después, paraban delante de una casa adosada, que denotaba un esfuerzo vano por conservar su aspecto majestuoso, sita en la calle Ingersoll. La lluvia caía en forma de amplias y frías sábanas. Tras apearse del coche y acercarse a la casa, Jessica vio en la puerta a una desmejorada mujer negra, de piel clara, que tendría unos cuarenta años. Llevaba una bata guateada color púrpura y unas gafas de sol muy grandes. Tenía el pelo recogido en un moño africano multicolor y los pies enfilados en sandalias de plástico blancas, al menos dos números más grandes que el suyo.
La mujer se llevó la mano al esternón al ver a Byrne, como si aquella visión la privara de su capacidad para respirar. Durante toda su vida, la gente no había dejado de subir aquellos escalones con malas noticias para ella, gente parecida a tipos como Kevin Byrne. Hombres blancos de gran estatura que eran generalmente policías, recaudadores de la contribución, agentes del Estado de Bienestar, cobradores del alquiler…
Mientras subían los derruidos peldaños, Jessica vio en la ventana del salón una foto de veinte por veinticinco centímetros descolorida por el sol y algo deslavada, hecha con papel de copiadora de color. Era la ampliación de una instantánea escolar de una sonriente chica negra de unos quince años. Llevaba un lazo de raso color rosa en el pelo, y cuentecillas en las trenzas. A pesar del aparato que le oprimía los dientes, estaba esbozando una sonrisa.
La mujer no los invitó a entrar, pero afortunadamente había una marquesina sobre el pequeño pórtico, que los protegió del diluvio.
—Señora Pettigrew, le presento a mi compañera, la detective Balzano.
La mujer le hizo a Jessica una señal con la cabeza, mientras mantenía la bata apretada a la altura de la garganta.
—¿Lo han…? —empezó, pero la voz se le apagó enseguida.
—Sí —contestó Byrne—. Ya lo hemos cogido, señora. Está detenido.
Althea Pettigrew se llevó la mano a la boca. Los ojos se le inundaron de lágrimas. Jessica observó que la mujer llevaba el anillo de boda, pero que la gema había desaparecido.
—¿Qué… qué va a pasar ahora? —preguntó, ansiosa y expectante. Estaba claro que había rezado y temido por este día durante mucho tiempo.
—Eso depende ya del fiscal y del abogado de ese hombre —le informó Byrne—. Será inculpado y luego vendrá la vista previa.
—¿Cree que podría…?
Byrne le cogió la mano y sacudió la cabeza.
—No, no va a salir. Yo haré todo lo que esté en mi mano para que no vuelva a pisar la calle en su vida.
Jessica pensó en el gran número de juicios que salen mal, incluidos los casos de asesinato. Ella valoraba mucho el optimismo de Byrne y, en aquel momento, era sin duda el sentimiento que había que transmitir. En su época en Tráfico, le costaba horrores asegurar a la gente que iba a recuperar su coche.
—Que Dios le bendiga, señor —exclamó la mujer, faltándole poco para lanzarse en sus brazos; sus quejidos se habían metamorfoseado en auténticos sollozos. Byrne la sostuvo con cautela, como si estuviera hecha de porcelana. Cruzó la mirada con Jessica, como diciendo: Esta es la verdadera razón. Jessica miró a la foto de Deirdre Pettigrew de la ventana. Se preguntó si la foto se quitaría hoy.
Althea recuperó algo la compostura y dijo:
—Espere un momento, ¿quiere?
—Claro —contestó Byrne.
Althea Pettigrew desapareció en el interior para reaparecer unos momentos después. Puso algo en la mano de Kevin Byrne, que envolvió con las suyas y luego cerró. Al abrir Byrne la mano, Jessica pudo ver lo que la mujer le había entregado.
Era un billete de veinte dólares, muy desgastado.
Byrne lo miró unos momentos, algo desconcertado, como si nunca hubiera visto en su vida dinero americano.
—Señora Pettigrew, yo no… no puedo aceptar esto.
—Sé que no es mucho —concedió ella—, pero significaría mucho para mí.
Byrne extendió el billete mientras parecía organizar sus pensamientos. Unos momentos después, le devolvía los veinte dólares.
—No puedo —apostilló—. El saber que el hombre que hizo esa cosa terrible a Deirdre está entre rejas es un pago suficiente para mí, créame.
Althea Pettigrew miró al fornido agente de policía que tenía delante con una mirada a la vez de desengaño y respeto. Despacio, a regañadientes, retomó su dinero y se lo metió en un bolsillo de la bata.
—Entonces debe aceptar esto —dijo. Se llevó la mano a la parte posterior del cuello y se quitó una delicada cadena de plata. La cadena sostenía un pequeño crucifijo de plata.
Al intentar Byrne rechazar también este obsequio, la mirada de Althea Pettigrew le dijo que no debía hacerlo. Esta vez, no. Y se lo estuvo ofreciendo hasta que Byrne lo aceptó.
—Yo…, eh… gracias, señora —fue lo único que Byrne consiguió musitar.
Jessica pensó: Frank Wells ayer, Althea Pettigrew hoy. Dos padres separados por un mundo pero que viven a tan sólo unas manzanas de distancia y están unidos por un dolor y una pena inimaginables. Hizo votos por que le pudieran dar una noticia parecida a Frank Wells.
Aunque probablemente Byrne estaba haciendo lo posible por ocultarlo, al volver al coche Jessica notó un ritmo algo más animoso en el paso de su compañero, a pesar del carácter lúgubre de su visita. Lo comprendió. A todos los policías les pasaba lo mismo. Kevin Byrne parecía subido a una ola, una pequeña ola de satisfacción que conocen bien los encargados de hacer cumplir la ley cuando, después de un trabajo particularmente duro, los dominós echan a rodar y describen un bello dibujo, una imagen limpia y sin bordes llamada justicia.
Luego hizo su aparición el otro lado de la moneda.
Antes de volver a subirse al Taurus, sonó de nuevo el teléfono de Byrne. Éste contestó, escuchó unos segundos, y se le quedó la cara muda de toda expresión.
—Dame quince minutos —pidió. Y cerró el móvil.
—¿Qué pasa? —preguntó Jessica.
Byrne cerró el puño e hizo ademán de dar un golpe en el parabrisas, pero se detuvo. Por los pelos. Todo lo que acababa de sentir había desaparecido en un santiamén.
—¿Qué pasa? —repitió Jessica.
Byrne inhaló aire profundamente, lo exhaló despacio y sentenció:
—Han encontrado otra chica.