23
Martes, 14:00 horas
—Le agradezco profundamente que haya venido —le manifestó Byrne a Brian Parkhurst.
Estaban de pie en medio de la espaciosa y semicircular sala que albergaba a la Brigada de Homicidios.
—No tiene importancia; sólo hay que pensar en ayudar a la investigación. —Parkhurst iba vestido con un chándal de nailon gris oscuro y con las que parecían unas flamantes deportivas Reebok. Si estaba nervioso por haber sido llamado a declarar en la comisaría sobre este caso, lo ocultaba bastante bien. Además, pensó Jessica, era psiquiatra. Si podía «leer» la ansiedad, también podía «escribir» la manera correcta de estar—. Huelga decirles que en el Nazareno todos estamos profundamente consternados.
—¿Les está costando mucho a las estudiantes asimilarlo?
—Me temo que sí.
Había un gran barullo humano alrededor de los dos hombres. Era un viejo truco: hacer que el testigo buscara un sitio donde sentarse. La puerta que daba a la sala de entrevistas A estaba abierta de par en par, y todas las sillas de la sala común estaban ocupadas. A cosa hecha.
—Oh, disculpe. —La voz de Byrne traslucía preocupación y sinceridad. También él era bueno—. ¿Por qué no nos sentamos aquí?
Brian Parkhurst estaba sentado en una silla acolchada frente a Byrne, en la sala de entrevistas A, la pequeña y desaliñada sala donde sospechosos y testigos eran interrogados, suministraban información y se les tomaba declaración. Jessica observaba a través del semiespejo. La puerta que daba a la sala de entrevistas estaba abierta.
—Una vez más —reiteró Byrne—, le agradecemos que nos haya dedicado su tiempo.
Había dos sillas en la sala: una silla de despacho tapizada, y otra plegable de metal, algo estropeada. Los sospechosos nunca se sentaban en la silla buena. Los testigos, sí. Bueno, mientras no se volvieran sospechosos.
—No se preocupe.
El asesinato de Nicole Taylor había acaparado las noticias de las doce del mediodía, con informaciones en directo de última hora en todas las cadenas de televisión locales. Se podía ver toda una dotación de cámaras apostadas en los jardines Bartram. Kevin Byrne no preguntó al doctor Parkhurst si se había enterado de la noticia.
—¿Han descubierto algo importante para dar con el asesino de Tessa? —preguntó Parkhurst con un tono a la vez estudiado y coloquial, como si estuviera empezando una sesión de terapia con un nuevo paciente.
—Tenemos ya unas cuantas pistas —contestó Byrne—. Pero todavía estamos en las primeras fases de la investigación.
—Estupendo —exclamó Parkhurst. Su exclamación sonó a la vez un poco fría y estridente, dada la naturaleza del crimen.
Byrne dejó que la exclamación diera unas vueltas a la sala y cayera luego al suelo, flotando. Estaba sentado frente a Parkhurst, y posó una carpeta sobre la mesa de metal destartalada.
—Le prometo que no le retendré durante demasiado tiempo —le aseguró.
—Tengo todo el tiempo que necesite.
Byrne cogió la carpeta y se cruzó de piernas. La abrió, ocultando cuidadosamente su contenido a los ojos de Parkhurst. Jessica pudo ver que era un 229, un informe biográfico básico. Nada amenazador para Brian Parkhurst, pero éste no tenía por qué saberlo.
—Cuénteme algo más sobre su trabajo en el Nazareno.
—Bueno, es básicamente orientación en los ámbitos del aprendizaje y la conducta —le contó Parkhurst.
—¿Da consejos a las estudiantes acerca de su conducta?
—Sí.
—¿De qué manera?
—Todos los niños y adolescentes se enfrentan a problemas de vez en cuando, detective. Tienen miedo cuando van a una nueva escuela, se sienten deprimidos, muy a menudo carecen de autodisciplina o autoestima, carecen de aptitudes sociales. A resultas de lo cual, a menudo experimentan con las drogas o el alcohol, o incluso piensan en el suicidio. Yo hago saber a mis muchachas que siempre tienen abierta la puerta de mi despacho.
A mis muchachas, recapacitó Jessica.
—¿Les resulta fácil a las estudiantes a las que aconseja el sincerarse con usted?
—Me gustaría pensar que es así —contestó Parkhurst.
Byrne asintió.
—¿Qué más me puede contar?
Parkhurst prosiguió:
—Parte de lo que hacemos es tratar de identificar potenciales dificultades de aprendizaje en las estudiantes, así como diseñar programas para aquellas que puedan tener más probabilidades de fracasar. Cosas así.
—¿Hay muchas que entran en esta categoría en el Nazareno? —inquirió Byrne.
—¿En qué categoría?
—Estudiantes que puedan tener más probabilidades de fracasar.
—No más que en cualquier otro instituto diocesano, quiero imaginar —respondió Parkhurst—. Probablemente menos.
—¿Por qué menos?
—En el Nazareno existe una tradición de elevado rendimiento académico —explicó.
Byrne tomó unas cuantas notas. Jessica vio cómo los ojos de Parkhurst vagaban por el cuaderno de notas. Parkhurst añadió:
—También tratamos de ofrecer a padres y profesores los medios adecuados para hacer frente a la conducta negativa, para fomentar la tolerancia y la comprensión, para que valoren la diversidad.
Esto parecía un discurso programático, pensó Jessica. Byrne pensó lo mismo. Y el propio Parkhurst. Byrne cambió de registro, sin ningún intento por ocultarlo.
—¿Es usted católico, doctor Parkhurst?
—Por supuesto.
—Si no le importa, me gustaría preguntarle por qué trabaja para la archidiócesis.
—¿Cómo dice?
—Supongo que podría ganar mucho más dinero en una práctica privada.
Jessica sabía que eso era cierto. Había hecho una llamada a una antigua compañera de colegio que trabajaba en la sección de personal de la archidiócesis. Sabía exactamente lo que ganaba Parkhurst: 71.400 dólares al año.
—La Iglesia ocupa un lugar muy importante en mi vida, detective. Le debo muchísimo.
—Por cierto, ¿cuál es su pintura favorita de William Blake?
Parkhurst se echó hacia atrás, como intentando enfocar a Byrne con la mirada.
—¿Mi cuadro favorito de William Blake?
—Psíi —remarcó Byrne—. A mí, por ejemplo, me gusta mucho Dante y Virgilio en las puertas del infierno.
—Bueno, no puedo decir que conozca demasiado a Blake.
—Hábleme de Tessa Wells.
Fue un golpe al estómago. Jessica se fijó más en Parkhurst. Parecía ecuánime. Ni un solo tic.
—¿Qué le gustaría conocer?
—¿Mencionó alguna vez a alguien que pudiera haber estado molestándola? ¿Alguien de quien pudiera tener miedo?
Parkhurst pareció recapacitar unos instantes. Jessica no se lo tragó. Ni Byrne tampoco.
—No puedo recordar que hubiera tal persona —replicó Parkhurst.
—¿Parecía particularmente preocupada últimamente?
—No —afirmó Parkhurst. Hubo un período, el año pasado, en que la vi un poco más que al resto de sus compañeras.
—¿La vio alguna vez fuera del colegio?
¿… como, por ejemplo, por la festividad de Acción de Gracias?, terminó Jessica la pregunta mentalmente.
—No.
—¿Estaba un poco más cerca de Tessa que de cualquiera de las demás estudiantes? —inquirió Byrne.
—No realmente.
—Pero ¿había un cierto vínculo?
—Sí.
—¿Es así como empezó todo con Karen Hillkirk?
El rostro de Parkhurst se puso al rojo vivo, pero se enfrió al instante. Estaba claro que se esperaba esta pregunta. Karen Hillkirk era la estudiante con la que había tenido una aventura en Ohio.
—No fue lo que usted piensa, detective.
—Ilústrenos —demandó Byrne.
Al oír la palabra nos, Parkhurst lanzó una mirada al espejo. Jessica creyó ver una ligera sonrisa. Le entraron ganas de borrársela de la cara con un guantazo.
Parkhurst bajó luego la cabeza unos instantes, ahora penitente, como si fuera una historia que había contado muchas veces, aunque sólo fuera a él mismo.
—Fue un error —comenzó—. Yo…, también yo era joven. Karen era madura para su edad. Simplemente… sucedió.
—¿Era usted su orientador?
—Sí —contestó Parkhurst.
—Así pues, comprenderá que haya quienes digan que abusa usted de una situación de ventaja, ¿no?
—Sí, lo comprendo.
—¿Tuvo el mismo tipo de relación con Tessa Wells?
—Absolutamente no —replicó Parkhurst.
—¿Conoce a una estudiante del Regina llamada Nicole Taylor?
Parkhurst dudó unos instantes. El ritmo de la entrevista estaba empezando a acelerarse. Parecía como si Parkhurst estuviera intentando desacelerarlo.
—Sí, conozco a Nicole.
Conozco, en tiempo presente, pensó Jessica.
—¿La ha orientado? —preguntó Byrne.
—Sí —contestó Parkhurst—. Trabajo con estudiantes de cinco colegios diocesanos.
—¿Conoce a Nicole muy bien? —siguió preguntando Byrne.
—La he visto unas cuantas veces.
—¿Qué me puede decir de ella?
—Nicole tiene algunos problemas de imagen personal. Algunos… problemas en casa —informó Parkhurst.
—¿Qué tipo de problemas de imagen personal?
—Nicole es una solitaria. Está muy metida en el mundillo «gótico» y eso en cierto modo la aísla con respecto al Regina.
—¿Gótico?
—El mundillo gótico está a grandes rasgos compuesto por chavales que, por una razón u otra, son desdeñados por los chicos «normales». Tienden a vestirse de manera diferente, a escuchar su propio tipo de música.
—Vestirse de manera diferente, ¿cómo?
—Bueno, hay muchos estilos góticos, en realidad. El gótico típico, o estereotipado, se viste completamente de negro. Uñas de las manos pintadas de negro, lápiz de labios negro, numerosos piercings. Pero algunos chavales se visten a la manera victoriana, o al estilo industrial, por así decir. Escuchan música desde los Bauhaus hasta grupos de la vieja escuela como los Cure o los Siouxsie y los Banshees.
Byrne se quedó mirando a Parkhurst unos momentos, una mirada que lo dejó clavado en su silla. Parkhurst recompuso su postura y se alisó la ropa. Esperó a que Byrne siguiera hablando.
—Parece saber un montón sobre estas cosas —observó Byrne finalmente.
—Es mi trabajo, detective —repuso Parkhurst—. No puedo ayudar a mis chicas si no sé de dónde vienen.
Mis chicas de nuevo, reparó Jessica.
—De hecho —prosiguió Parkhurst—, confieso que yo mismo poseo unos cuantos CD’s de los Cure.
No me cabe la menor duda, musitó Jessica.
—Ha dicho que Nicole tenía algunos problemas en casa —dijo Byrne—. ¿Qué tipo de problemas?
—Bueno, para empezar, hay una historia de alcoholismo en su casa —le informó Parkhurst.
—¿Y de violencia? —preguntó Byrne.
Parkhurst marcó una pausa.
—No que yo recuerde. Pero aunque lo recordara, aquí estamos entrando en cuestiones confidenciales.
—¿Es ése el tipo de cosas que las estudiantes compartirían necesariamente con usted?
—Sí —replicó Parkhurst—. Las que están predispuestas a hacerlo.
—¿Hay muchas chicas predispuestas a comentar con usted detalles íntimos de su vida familiar?
Byrne puso un falso énfasis en la palabra repetida. Parkhurst lo captó.
—Sí, me gusta pensar que se me da bien tratar con gente joven.
Defensivo ahora, pensó Jessica.
—No entiendo todas estas preguntas sobre Nicole. ¿Le ha ocurrido algo?
—Fue encontrada muerta esta mañana —dijo Byrne.
—Oh, Dios mío. —La cara de Parkhurst se quedó blanca—. Vi las noticias… No oí… Las noticias no facilitaron el nombre de la víctima.
—¿Cuándo fue la última vez que vio a Nicole?
Parkhurst pensó unos instantes, cruciales.
—Hará unas semanas.
—¿Dónde estuvo usted las mañanas del jueves y del viernes, doctor Parkhurst?
Jessica estaba segura de que Parkhurst sabía que el interrogatorio acababa de atravesar una barrera, la que separaba al testigo del sospechoso. Parkhurst se quedó en silencio.
—Es una simple pregunta rutinaria —insistió Byrne—. Ya sabe, tenemos que intentar que todos los cabos estén bien atados.
Antes de que Parkhurst pudiera contestar, se oyó un golpe suave en la puerta abierta.
Era Ike Buchanan.
—¿Detective?
Mientras se acercaban al despacho de Buchanan, Jessica pudo ver a un hombre de espaldas a la puerta. Debía de medir uno ochenta y tres, llevaba un abrigo negro y un sombrero de fieltro oscuro en la mano derecha. Era de constitución atlética, espaldas anchas. Su cabeza rapada brillaba debajo de los tubos fluorescentes. Pasaron al despacho.
—Jessica, te presento a monseñor Terry Pacek —le dijo Buchanan.
Terry Pacek, que pasaba por ser un acérrimo defensor de la archidiócesis de Filadelfia, era un self-made man de las escabrosas montañas del condado de Lackawanna. Zona minera, de minas de carbón. En una archidiócesis en la que había casi un millón y medio de católicos y cerca de trescientas parroquias, no había un defensor de la iglesia más elocuente o más acérrimo que Pacek.
Había logrado el reconocimiento general en 2002 durante un breve escándalo sexual, que acarreó la expulsión de seis sacerdotes de Filadelfia, junto con otros cuantos de Allentown. Sin duda, este escándalo palidecía comparado con lo acontecido en Boston, pero, dada la importancia del censo católico, Filadelfia se tambaleó.
Terry Pacek fue el centro de atención de los medios de comunicación durante aquellos primeros meses: visitó todos los programas de entrevistas de la televisión local, todas las emisoras de radio, y apareció en todos los reportajes de la prensa. La imagen que guardaba Jessica de él era la de un pit bull que se expresaba bien y gastaba buenos modales. Pero, para lo que no estaba preparada, ahora que lo veía delante, era para su sonrisa. En determinado momento parecía una versión compacta de un luchador de pressing catch listo para el asalto; pero, un segundo después, toda su cara cambiaba, y parecía iluminar toda la sala. Jessica comprendió ahora por qué había seducido no sólo a los medios de comunicación, sino también al vicariato en pleno. Jessica tenía la sensación de que Terry Pacek llegaría a lo más alto de la jerarquía política de la iglesia.
—Monseñor Pacek —Jessica le alargó la mano.
—¿Qué tal va la investigación?
La pregunta iba dirigida a Jessica, pero Byrne se adelantó.
—Todavía está en su primera fase —terció Byrne.
—¿Es cierto lo que he oído, que se ha formado un grupo de trabajo ad hoc?
Byrne sabía que Pacek ya sabía la respuesta a esta pregunta. La mirada en la cara de Byrne le dijo a Jessica —y, quizá también, al propio Pacek— que no le hacía mucha gracia.
—Sí —repuso Byrne. Categórico, sucinto, tibio.
—El sargento Buchanan me dice que han llamado a declarar al doctor Brian Parkhurst, ¿no es cierto?
Ya está liada, pensó Jessica.
—El doctor Parkhurst se ofreció a ayudarnos en la investigación. Resulta que conocía bien a ambas víctimas.
Terry Pacek asintió.
—Así que el doctor Parkhurst no es sospechoso, ¿verdad?
—En absoluto —replicó Byrne—. Está aquí solamente en calidad de testigo material.
Por el momento, pensó Jessica.
Jessica sabía que Terry Pacek se hallaba en la cuerda floja. Por una parte, si alguien estaba matando a colegialas católicas de Filadelfia, él estaba obligado a hacerse cargo de la situación y a asegurarse de que la investigación recibiera una absoluta prioridad.
Por otra parte, no podía cruzarse de brazos y permitir que llamaran a declarar a personas contratadas por la archidiócesis sin la presencia de un abogado, o al menos sin una muestra de apoyo por parte de la Iglesia.
—Como portavoz de la archidiócesis, debe comprender mi preocupación ante estos acontecimientos tan trágicos —afirmó Pacek—. El arzobispo ha hablado conmigo personalmente y me ha autorizado a poner todos los recursos de la diócesis a su disposición.
—Eso es muy generoso de su parte —agradeció Byrne.
Pacek le entregó a Byrne una tarjeta.
—Si hay algo en lo que puedan ayudar mis buenos oficios, por favor no dude en llamarme.
—Sin duda lo haré —le aseguró Byrne—. Por curiosidad, monseñor, ¿cómo se ha enterado de la presencia aquí del doctor Parkhurst?
—Llamó a mi despacho después de que lo llamaran ustedes a él.
Byrne asintió con la cabeza. Si Parkhurst avisaba a la archidiócesis sobre una entrevista en calidad de testigo, estaba clarísimo que sabía que la conversación podía devenir en un interrogatorio.
Jessica miró a Ike Buchanan. Lo vio mirar a su vez por detrás de ella y hacer un sutil movimiento de cabeza, el tipo de gesto que se hace para decirle a alguien que, independientemente de lo que estuviera buscando, estaba en la habitación de la derecha.
Jessica siguió la mirada de Buchanan hasta la sala común, más concretamente hasta la puerta del despacho de éste, y encontró allí a Nick Palladino y a Eric Chaves. Se dirigían a la sala de entrevistas A, y Jessica adivinó lo que significaba el gesto con la cabeza.
Soltad a Brian Parkhurst.