9
Lunes, 13:00 horas
Jimmy Purify había medido uno ochenta y dos en séptimo grado, y nunca nadie lo había llamado largo.
En sus tiempos, Jimmy Purify entraba en los bares de blancos más broncos de la avenida Grays Ferry sin decir palabra y al punto las conversaciones se convertían en un murmullo, y los tipos más duros se ponían un poco más tiesos en sus mesas.
Nacido y educado en la zona oeste de Filadelfia, en el barrio negro, Jimmy había superado todo tipo de crisis, tanto internas como externas, y sobrellevado sus penalidades con una serenidad y una dignidad naturales que le habrían resultado imposibles a un hombre de menor talla.
Pero ahora, al entrar en la habitación del hospital donde está internado Jimmy, el hombre que tenía delante de él le pareció a Kevin Byrne un triste remedo de Jimmy Purify, una caricatura del hombre que había sido en otro tiempo. Jimmy, que había perdido unos catorce kilos, tenía mejillas hundidas y la piel color ceniza.
Byrne notó que tuvo que carraspear antes de hablar.
—Qué hay, Pistón.
Jimmy volvió la cabeza. Trató de fruncir el ceño, pero las comisuras de la boca se volvieron hacia arriba, delatando enseguida su juego.
—Por favor, señores. ¿No tiene servicio de seguridad este lugar?
Byrne se rió, un poco demasiado fuerte.
—Tienes buena pinta.
—Que te den —repuso Jimmy—. Tengo pinta del cómico Richard Pryor.
—Ni hablar, como mucho de Richard Roundtree —corrigió Byrne—. Aunque bien pensado…
—Bien pensado, debería estar en Wildwood con Halle Berry.
—Tienes más posibilidades de estar con Marion Barry.
—Que te den otra vez.
—Sin embargo, detective, no tienes tan buena pinta como éste —precisó mientras le enseñaba una instantánea de Gideon Pratt, apaleado y lleno de rasguños.
Jimmy sonrió.
—A la mierda. Mira que son torpones estos pájaros —exclamó Jimmy, propinando un suave puñetazo a Byrne.
—Es genético.
Byrne dejó la foto apoyada en la jarra de agua de Jimmy. Aquello valía más que cualquier postal deseándole una pronta recuperación. Jimmy y Byrne habían andado tras los pasos de Gideon Pratt durante mucho tiempo.
—¿Cómo está mi ángel? —preguntó Jimmy.
—Bien —contestó Byrne. Jimmy Purify tenía tres hijos, los tres unos brutotes, los tres ya bastante creciditos, y él reservaba toda su dulzura —la poca que tenía— para la hija de Kevin Byrne, Colleen. Todos los años, el día del cumpleaños de ésta, le llegaba a través de UPS un regalo vergonzosamente caro, anónimo. Un anonimato que no engañaba a nadie—. Va a dar una gran fiesta de Pascua.
—¿En la escuela de sordos?
—Sí.
—He estado practicando, ya sabes —dijo Jimmy—. Me sale bastante bien.
Jimmy trató de hacer unos cuantos gestos con las manos.
—¿Qué se suponía que era eso? —preguntó Byrne.
—Era Cumpleaños Feliz.
—En realidad, parecía más bien Feliz Cambio de Aceite.
—¿Sí?
—Psee.
—Mierda. —Jimmy se miró las manos, como si fuera culpa de ellas. Intentó repetir las señas, sin que le fuera mucho mejor.
Byrne le mulló las almohadas, luego se sentó, arrellanándose en el sillón. Siguió un largo y confortable silencio, de ésos que sólo se dan entre viejos amigos.
Byrne dejó que Jimmy abordara los asuntos pendientes.
—Bueno, bueno, he oído decir que tienes una virgen que sacrificar. —La voz de Jimmy era rasposa y débil. Esta visita ya lo había agotado bastante. Las enfermeras de cardiología ya habían advertido a Byrne que sólo podía estar cinco minutos, no más.
—Psíi —replicó Byrne. Jimmy estaba refiriéndose al primer día de servicio de la nueva acompañante de Byrne en la Brigada de Homicidios.
—¿Cómo es de mala?
—En realidad, no es nada mala —puntualizó Byrne—. Apunta buenas maneras.
—¿Ella?
Vaya, hombre, pensó Byrne. Jimmy Purify era de la vieja escuela a más no poder. En realidad, según Jimmy, su primera placa había tenido números romanos. Si hubiera dependido de Jimmy Purify, las únicas mujeres admitidas en el cuerpo se habrían dedicado a vigilar parquímetros.
—Psíi.
—¿Es una joven-vieja detective?
—No creo —repuso Byrne. Jimmy se estaba refiriendo a los chulitos que llegan a la brigada avasallando, arrastrando tras de sí a un montón de sospechosos, intimidando a testigos, intentando sacar algo en limpio. Los viejos detectives, como Byrne y Jimmy, escogen bien sus balas. Tienen muchas menos cosas que desenmarañar. Es algo que se aprende o no se aprende.
—¿Es guapa?
Byrne no necesitó pararse a pensar.
—Psíi. Sí lo es.
—Tráela alguna vez que la vea.
—¡Coño! ¿Qué, te van a hacer un transplante de polla también?
Jimmy sonrió.
—Psíi. Una grande, también. Me he dicho: qué cojones. Ya que estoy aquí, podrían implantarme una de ésas grandes, ¿no?
—Para tu conocimiento, te diré que es la mujer de Vincent Balzano.
Tardó un poco en registrar aquel nombre.
—¿De ese cabeza loca de Central?
—Sí. El mismo.
Pues olvida lo que he dicho.
Byrne vio una sombra junto a la puerta. Una enfermera asomó la cabeza, sonriente. Se acabó el tiempo. Se levantó, se estiró, consultó su reloj. Tenía quince minutos para reunirse con Jessica en el norte de Filadelfia.
—Me tengo que ir. Hemos iniciado un caso nuevo esta mañana.
Jimmy frunció el ceño, haciendo a Byrne sentirse fatal. Debía haber mantenido la boca cerrada. Decir a Jimmy Purify que había un caso nuevo en el que él no podía participar era como mostrar a un pura raza jubilado una foto del hipódromo de Churchill Downs.
—Al grano, Riff.
Byrne se preguntó cuánto debía contarle. Decidió que sólo unas cuantas vaguedades.
—Chavala de diecisiete años —dijo—. Encontrada en una de las casas adosadas abandonadas junto a las calles Ocho y Jefferson.
La expresión de Jimmy no necesitaba traducción. Por una parte, Jimmy estaba deseando volver al tajo cuanto antes. Por la otra, sabía perfectamente que estos casos tocaban la fibra más íntima de Kevin Byrne. Si matabas a una chavala estando él de servicio, no había roca suficientemente grande para esconderte debajo.
—¿Una yonki?
—No creo —contestó Byrne.
—¿La dejó tirada?
Byrne asintió con la cabeza.
—¿Con qué contamos? —preguntó Jimmy.
Primera persona del plural, pensó Byrne. Esto le dolió mucho más de lo que había imaginado.
—Con muy pocas cosas.
—Mantenme al tanto, ¿eh?
Descuida, Pistón, pensó Byrne. Le agarró la mano, y la mantuvo apretada.
—¿Necesitas algo?
—Una tabla de chuletitas de cerdo no estaría mal. Con harina de maíz.
—Y un Sprite Light, ¿no?
Jimmy sonrió, mientras se le cerraban los párpados. Estaba cansado. Byrne se dirigió hacia la puerta, esperando poder alcanzar la serena y verdosa beatitud del pasillo antes de que se lo preguntara, deseando estar en el hospital de Mercy entrevistando a un testigo, deseando tener a Jimmy justo detrás de él oliendo a Marlboro y a Old Spice.
No fue así.
—No voy a volver, ¿a que no? —preguntó Jimmy.
Byrne cerró los ojos, luego los abrió, esperando que su rostro esbozara una expresión que se pareciera un poco a la fe. Se volvió.
—Pues claro que sí, Jimmy.
—Para ser poli, eres un cabroncete mentiroso, ¿no lo sabías? Me maravilla cómo hemos podido resolver un solo caso.
—Tú ve cogiendo fuerzas. Estarás de vuelta en la calle para la Fiesta del Memorial. Ya verás. Llenaremos el Finnigan’s y brindaremos a la memoria de la pequeña Deirdre.
Jimmy le dirigió con la mano un saludo débil, desdeñoso, y luego volvió la cabeza hacia la ventana. Unos segundos después, se quedó dormido.
Byrne lo estuvo mirando un minuto entero. Había muchas más cosas que le quería decir, muchísimas más; pero bueno, ya tendría tiempo.
¿O no?
Tendría tiempo para decirle lo que había significado su amistad a lo largo de todos estos años, y que había sido él quien lo había enseñado a ser un verdadero policía. Tendría tiempo para decirle que Filadelfia no era la misma ciudad sin él.
Kevin Byrne se detuvo unos segundos más y luego se volvió, salió al pasillo y se encaminó a la zona de los ascensores.
En la puerta del hospital, Byrne notó las manos temblorosas y un nudo en la garganta por la emoción. Tuvo que accionar cinco veces la ruedecilla de su Zippo para encender un pitillo.
Hacía muchos años que no lloraba, y el vacío que sentía en el estómago le recordó el día en el que vio a su viejo llorar por primera vez. Su padre había sido un tipo enorme de la calle Dos, un actor de obras populares famoso en toda la ciudad, un luchador de palo capaz de subir por una escalera cuatro bloques de cemento de treinta centímetros a pelo. Verlo llorar lo empequeñeció a sus ojos de niño de diez años, lo convirtió en el padre de cualquier otro niño. Padraig Byrne se vino abajo en el patio de su casa adosada de la calle del Junco el día en que se enteró de que su mujer tenía cáncer y necesitaba ser operada. Maggie O’Connel Byrne vivió veinticinco años más, pero nadie lo podía saber entonces. Aquel día su viejo estaba junto a su amado melocotonero temblando como una brizna de hierba en medio de una tormenta mientras él lo observaba sentado junto a la ventana de su dormitorio del primer piso, llorando al mismo tiempo que él.
Nunca olvidó aquella imagen, ni podría olvidarla nunca.
No había llorado desde entonces.
Pero ahora quería llorar.
Jimmy.