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Miércoles, 09:00 horas

—Ya sabes, lo que necesites —le aseguró Ernie Tudesco.

Ernie Tudesco era propietario de Carnes de Calidad Tudesco e Hijos, una pequeña empresa de empaquetado de carne localizada en Pennsport. Byrne y él eran amigos desde hacía muchos años, desde que Byrne le ayudara a resolver una serie de secuestros de camiones.

Byrne había ido a casa con la intención de ducharse, comer algo y luego ir a sacar a Ernie de la cama. En cambio, se duchó, se sentó en el borde de la cama y, cuando abrió los ojos, eran las seis de la mañana.

A veces el cuerpo dice no.

Los dos hombres se dieron un abrazo versión macho: estrecharse la mano, un paso adelante y fuerte palmada en la espalda. La planta industrial de Ernie estaba cerrada por reforma. Cuando éste se fuera, él se quedaría solo.

—Gracias, chaval —le dijo Byrne.

—Lo que sea, cuando sea, como sea —replicó Ernie; cruzó la inmensa puerta de acero y se fue.

Byrne había estado conectado a la radio-frecuencia de la policía toda la mañana. No habían dicho nada sobre un cadáver encontrado en un callejón de Gray’s Ferry. Aún no. La sirena que había oído la noche anterior era por otra cosa. Byrne entró en una de las inmensas naves de almacenamiento de carne, la sala frigorífica donde las medias reses pendían de ganchos sujetos con cadenas al techo.

Se puso unos guantes y deslizó una carcasa de buey hasta que quedó a un metro aproximadamente de la pared.

Unos segundos después, abrió la puerta exterior —poniendo un objeto para que no se le cerrara— y se dirigió al coche. De camino, se había detenido en una escombrera en Delaware a coger una docena de ladrillos aproximadamente.

De vuelta a la planta, colocó cuidadosamente los ladrillos en una carretilla de aluminio y aparcó ésta justo detrás de la carcasa colgada. Dio un paso hacia atrás y calculó la trayectoria. No, no le gustaba. Colocó de nuevo los ladrillos, y luego otra vez más, hasta quedar satisfecho.

Se quitó los guantes de lana y se puso otros de látex. Sacó el revólver del bolsillo de su gabán, el Smith & Wesson plateado que le había quitado a Diablo la noche en que trincó a Gideon Pratt. Echó otro vistazo a la sala de tratamiento de carnes.

Respiró hondo, dio unos pasos hacia atrás y adoptó postura de tiro, el cuerpo ladeado —estilo arquero— con respecto al blanco. Cargó el arma y disparó. Se oyó una gran detonación, que rebotó primero en los aparejos de acero inoxidable y luego en las paredes alicatadas. Se acercó a la carcasa oscilante a examinarla. El agujero de entrada era pequeño, apenas observable. La herida de salida era imposible de encontrar entre los pliegos de grasa.

Tal y como había planeado, la bala había impactado en los ladrillos amontonados. Byrne la encontró en el suelo, junto a un sumidero.

En aquel preciso instante oyó el crepitar de su radio-frecuencia. Byrne le subió el volumen. Era la llamada por radio que había estado esperando. La llamada por radio que había estado temiendo.

Se informaba de que habían encontrado un cadáver en Gray’s Ferry.

Byrne empujó la carcasa de buey hasta el lugar exacto donde estaba antes. Lavó primero la bala con lejía y luego con agua caliente —todo lo que pudieron aguantar sus manos—, y después la secó. Se había cuidado de cargar el Smith & Wesson con una bala completamente blindada. Una punta hueca habría cogido fibra de la ropa de la víctima, y no habría habido manera de duplicar eso. No creía que el equipo de la policía científica fuera demasiado escrupuloso en la resolución del asesinato de otro pandillero yonki, pero tenía que extremar la precaución.

Abrió la bolsa de plástico en que había recogido sangre la noche anterior. Metió la bala limpia en su interior y cerró bien la bolsa; recogió los ladrillos, echó un último vistazo a la nave y se fue.

Tenía cita en Gray’s Ferry.

Las chicas del rosario
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