65

Viernes Santo, 20:00 horas

El dolor era superlativo: un lento oleaje que le subía por la nuca, y luego bajaba. Se tomó un Vicodin, para hacerlo pasar bebió agua rancia del grifo que había en el aseo de caballeros de una gasolinera del norte de Filadelfia.

Era Viernes Santo. El día de la crucifixión. Byrne sabía que, de una u otra manera, todo aquello iba a tocar a su fin probablemente pronto, quizás aquella misma noche; y él sabía que después tendría que enfrentarse a algo que llevaba dentro de sí desde hacía quince años, algo oscuro, violento y turbador.

Quería que todo estuviera en orden.

Necesitaba simetría.

Tenía que hacer una parada antes.

Los coches estaban aparcados en doble fila a ambos lados de la calle. En aquella parte de la ciudad, si la calle estaba bloqueada no se te ocurría llamar a la policía ni entrar en ninguna casa. Y, desde luego, no se te ocurría tocar el claxon. Simplemente, dabas media vuelta y te ibas con la música a otra parte.

La contrapuerta de la destartalada casa adosada de Point Breeze estaba abierta, y todas las luces del interior encendidas. Byrne se hallaba al otro lado de la calle, resguardado de la lluvia bajo el toldo raído de una panadería que tenía las persianas cerradas. A través de la ventana salediza de la casa de enfrente, pudo ver los tres cuadros que adornaban la pared del fondo encima de un moderno sofá español de terciopelo color fresa: Martin Luther King, Jesús y Mohamed Ali.

En el asiento trasero del Pontiac oxidado que había frente a él, estaba sentado un chaval, ajeno a lo que pasaba a su alrededor, fumando un porro y moviendo suavemente el cuerpo al ritmo de lo que le estuviera llegando a través de los cascos. Unos minutos después de fumarse el porro, abrió la puerta del coche y se bajó.

Se desperezó, se caló la capucha de la sudadera y se estiró los pantalones bombachos.

—Eh —lo llamó Byrne. El dolor de cabeza se había convertido en un metrónomo lancinante que le martilleaba las sienes rítmicamente. La madre de todas las migrañas podía ser sólo el claxon de un coche o el resplandor de unas luces largas.

El chaval se volvió, sorprendido pero no asustado. Tendría unos quince años: alto, enjuto, un tipo de cuerpo que le serviría de maravilla para encestar unas canastas pero no para mucho más. Llevaba uniforme completo marca Sean John: vaqueros, chupa de cuero y sudadera de lana.

El chaval midió a Byrne con la vista, evaluó el peligro, las oportunidades. Byrne tenía las dos manos a la vista.

—Qué pasa —dijo finalmente.

—¿Conocías a Marius? —preguntó Byrne.

El chaval le miró de arriba abajo. Byrne era demasiado grandote para meterse con él.

—MG era de los nuestros —contestó finalmente mientras mostraba la chapa de la Mafia Negra Juvenil.

Byrne asintió. Este chaval podría aún tomar otro camino, pensó. Había una inteligencia fraguándose detrás de sus ojos, ahora inyectados de sangre. Pero Byrne tenía la impresión de que estaba demasiado preocupado por cumplir las expectativas que el mundo tenía de él.

Byrne metió la mano despacio en su gabán, muy despacio, para que el chaval supiera que no iba a sacar nada. Bueno, sacó un sobre de un tamaño y grosor que se veía a las claras que sólo podía ser una cosa.

—Su madre se llama Delilah Watts, ¿no? —le preguntó. Era más una aseveración que una pregunta.

El chaval miró a la casa adosada, a la iluminada ventana salediza. Una mujer negra delgada, con gafas de sol degradadas de gran tamaño y una peluca oscura de color rojizo se estaba secando los ojos mientras le daban el pésame. No tendría más de treinta y cinco años.

El chaval se volvió a Byrne.

—Sí.

Byrne manoseó la cinta de goma que sujetaba el abultado sobre. Nunca había contado su contenido. Al cogerlo de manos de Gideon Pratt aquella noche, no había tenido motivos para creer que fuera un centavo menos de los cinco mil dólares acordados. Ni tampoco tenía motivos para contarlo ahora.

—Esto es para la señora Watts —dijo Byrne. Sostuvo la mirada al chaval unos escasos pero intensos segundos, una mirada que los dos habían aprendido de la experiencia, una mirada que no necesitaba ninguna floritura, ninguna nota a pie de página.

El chaval alargó la mano y tomó el sobre con cautela.

—Va a querer saber de quién es —le dijo.

Byrne asintió, pero el chaval comprendió enseguida que no iba a recibir ninguna repuesta.

Éste se metió el sobre en el bolsillo. Byrne lo vio cruzar la calle con andares chulescos, subir a la casa, entrar en la habitación y dar un abrazo a unos cuantos jóvenes que hacían guardia en la puerta. Byrne vio por la ventana cómo el chaval hacía cola unos momentos para dar el pésame. Oyó unos compases de You Brought the Sunshine de Al Green.

Byrne se preguntó cuántas veces se repetiría aquella escena aquella noche en todo el país: madres demasiado jóvenes sentadas en habitaciones abarrotadas de gente presidiendo el velatorio de un hijo inmolado en el altar de la bestia.

Por muchas cosas malas que Marius Green pudiera haber hecho en su breve vida, por mucha aflicción y dolor que pudiera haber causado, había sólo una razón por la que estaba en aquel callejón aquella noche, y en realidad aquella representación no tenía nada que ver con él.

Marius Green estaba muerto, como también lo estaba el hombre que lo había matado a sangre fría. ¿Era aquello justicia? Tal vez no. Pero no cabía duda de que todo había empezado el día en que Deirdre Pettigrew conoció a un hombre terrible en el parque de Fairmount, un día que terminó con otra madre joven con un pañuelo empapado de lágrimas en la mano, en un salón atestado de amigos y familiares.

No hay solución, sólo resolución, pensó Byrne. Él no era un hombre que creyera en el karma. Él no era un hombre que creyera en la acción y reacción.

Observó cómo Delilah Watts abría el sobre. Tras la sorpresa inicial, se llevó la mano al corazón. Recuperó la compostura y miró por la ventana, lo miró directamente a él, al fondo de su alma. Él sabía que no podía verle, que lo único que podía ver era el negro espejo de la noche, y el reflejo en la lluvia racheada de su propio dolor.

Kevin Byrne hizo una inclinación con la cabeza, se subió el cuello de la gabardina y se fue caminando hacia el corazón de la tormenta.

Las chicas del rosario
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