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Miércoles, 19:15 horas

La noche al otro lado de la cinta adhesiva plateada era un paisaje de Dalí, unas dunas negras aterciopeladas que se desplazaban hacia un horizonte lejano. Ocasionalmente, unos dedos de luz se infiltraban por la parte baja de su plano visual, importunándolo con la noción de seguridad.

Le dolía la cabeza. Notaba como si sus miembros estuvieran muertos, inservibles. Pero eso no era lo peor. Si la cinta encima de los ojos era extremadamente irritante, la cinta en la boca era un martirio insoportable. Para alguien como Simon Close, la humillación de verse atado a una silla, con los ojos tapados con cinta industrial y la boca con una especie de bayeta vieja de quitar el polvo, era poca cosa comparada con la frustración de no poder hablar. Si se quedaba sin palabras, se quedaba sin munición. Siempre había sido así. De pequeño, en su hogar católico de Berwick, siempre había conseguido salir airoso de todos los malos tragos merced a sus buenas palabras.

Pero no esta vez.

Apenas podía articular un sonido.

Le habían atado la cinta justo por encima de los oídos, para que pudiera oír.

¿Cómo salir de ésta? Respira hondo, Simon. Respira hondo.

Se puso a pensar frenéticamente en todos los libros y CD’s que había adquirido con los años y que trataban de la meditación trascendental, del yoga y de conceptos tales como la respiración diafragmática, así como de técnicas orientales para combatir el estrés y la ansiedad. Nunca había leído uno solo, ni escuchado más de un minuto de CD. Había querido un remedio rápido para sus ataques de pánico ocasionales —la benzodiazepina Xanax le dejaba la mente demasiado tórpida—; pero en el yoga no había podido encontrar un remedio rápido.

Ahora lamentaba no haber seguido con él. Pensó en la medicina alternativa.

Sálvame, Deepak Chopra, imploró.

Ayúdame, doctor Weil.

En aquel momento, oyó la puerta de su piso abrirse. Había vuelto. El sonido lo llenó de una aprensiva mezcla de esperanza y de miedo. Oyó unos pasos que se aproximaban por detrás, aporreando el entarimado del suelo. Olió a algo dulce, floral. Apenas perceptible, pero real. El perfume de una joven.

Le arrancaron de repente la cinta de los ojos. Un dolor como a aceite hirviendo, como si le hubieran arrancado también los párpados. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, vio su portátil Mac sobre la mesa de café, delante de él, y en su pantalla aparecía la página web actual del Report.

¡UN MONSTRUO ACECHA A LAS JÓVENES DE FILADELFIA!

Estas frases y oraciones estaban marcadas con rojo:

… psicópata depravado…

… abominable carnicero de la inocencia…

Detrás del portátil, sobre un trípode, estaba colocada la cámara digital de Simon. Estaba encendida y apuntándole directamente.

Simon oyó un clic por detrás. Su atormentador tenía un ratón Mac en la mano y estaba pasando documentos. En la pantalla apareció otro artículo. Era uno escrito tres años antes sobre sangre vertida en la puerta de una iglesia del noreste. Había otra frase resaltada:

… he aquí unos heraldos tarados que arrojan…

Detrás de él, Simon oyó la cremallera de un saquito que se abría. Unos momentos después, sintió un ligero pinchazo en el lado derecho del cuello. Una aguja. Simon se debatió desesperadamente para librarse de sus ataduras, pero todo fue inútil. Además, aunque hubiera podido soltarse, la inyección le produjo un efecto casi inmediato. Un calor especial se apoderó de sus músculos, una apacible debilidad que, de haber sido en otra situación, podría incluso haberle gustado.

La mente empezó a fragmentársele, a dispararse. Cerró los ojos. Sus pensamientos sobrevolaron la última década de su vida aproximadamente. El tiempo saltó, revoloteó, se detuvo.

Cuando abrió los ojos, el cruel bufet desplegado sobre la mesa de café, delante de él, le cortó la respiración. Por unos momentos, trató de imaginar algún tipo de escenario benévolo. Pero no encontró ninguno.

Después, mientras se relajaban sus entrañas, grabó en su mente de reportero lo último que había visto: una taladradora sin cables y una aguja grande, enhebrada con un espeso hilo negro.

Y supo lo que le esperaba.

Otra inyección lo trasladó al borde del abismo. Esta vez, se dejó llevar sin oponer resistencia.

Unos minutos después, al oír el sonido de la taladradora, Simon Close gritó, pero el sonido parecía provenir de otro lugar, un quejido descarnado que reverberaba por las paredes de piedra de un hogar católico del ventoso norte de Inglaterra, un suspiro quejumbroso que planeaba sobre la ancestral superficie de los pantanos.

Las chicas del rosario
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