79

Viernes Santo, 22:10 horas

Jessica luchó desde el fondo de la niebla impenetrable. Estaba sentada en el suelo de su propio sótano. Estaba casi a oscuras. Trató de barajar convenientemente aquellos dos datos, y no consiguió un resultado aceptable.

De repente, llegó la realidad al galope.

Sophie.

Trató de ponerse de pie, pero las piernas no le respondían. No estaba atada ni nada parecido. Entonces se percató. Le habían inyectado algo. Se tocó el cuello en la parte donde le habían clavado la aguja y vio una mancha de sangre en el dedo. A la débil luz de la linterna que había detrás de ella, la mancha empezó a difuminarse. Ahora comprendía mejor el terror que habían experimentado las cinco chicas.

Pero ella no era una chica. Era una mujer. Una agente de policía.

Su mano se fue instintivamente al cinto. No tenía nada allí. ¿Dónde estaba su arma?

Arriba. Encima del frigorífico.

Mierda.

Sintió náuseas unos instantes, todo giraba a su alrededor, el suelo parecía ondularse, como el mar.

—La cosa no debería haber llegado a eso, ya sabe —parloteaba él—. Ella luchó en contra. Trató de parirla, pero ella luchó en contra. Lo he visto muchas veces.

La voz provenía de detrás. El sonido era lento, acompasado, teñido por la melancolía de una pérdida personal irreparable. Aún sostenía la linterna. El haz bailaba y jugueteaba a lo largo y ancho del sótano.

Jessica quería contestar, moverse, arremeter. Su espíritu estaba pronto, pero la carne flaqueaba.

Estaba a solas con el asesino del rosario. Había creído que iba a llegar un refuerzo, pero no. Nadie sabía que estaban juntos. Las imágenes de las otras víctimas desfilaban en rápida sucesión por su mente. Kristi Hamilton empapada de toda aquella sangre. La corona de alambre de púas en la cabeza de Bethany Price.

Tenía que mantenerlo hablando.

—¿Qué… qué quiere decir?

—Todas ellas tenían un futuro brillante en la vida —estaba diciendo Andrew Chase—. Todas. Pero no quisieron, ¿verdad que no? Eran chicas inteligentes, y estaban sanas, enteras. Pero no les bastaba.

Jessica consiguió mirar a las escaleras, haciendo votos por no ver allí a la personilla de Sophie.

—Aquellas chicas lo tenían todo, pero decidieron tirarlo por la borda —continuó perorando Chase—. ¿Y por qué?

El viento ululaba allende las ventanas del sótano. Andrew Chase empezó a pasear, y la luz de su linterna a rebotar en la oscuridad.

—¿Qué oportunidad tuvo mi hija pequeña? —preguntó.

Tenía una hija pequeña, pensó Jessica. Eso es bueno.

—¿Tiene una hija pequeña? —preguntó.

La voz de Jessica sonó lejana, como si estuviera hablando a través de un tubo de metal.

Tuve una hija pequeña —contestó—. Ni siquiera salió por la puerta.

—¿Qué le ocurrió? Le estaba resultando más difícil articular palabra. Jessica no sabía si aquella pregunta le traería al hombre ciertos recuerdos trágicos, pero no se le ocurrió otra cosa mejor.

—Usted estuvo allí.

¿Que yo estuve allí?, pensó Jessica. ¿De qué demonios está hablando?

—No sé a qué se refiere —replicó Jessica.

—No importa —repuso él—. No fue culpa suya.

—¿Culpa… mía?

—Pero el mundo se volvió loco aquella noche, ¿no recuerda? Ah, yo sí que me acuerdo. El mal anduvo suelto por las calles de la ciudad y se desencadenó una gran tempestad. Mi hija fue sacrificada. Los justos obtuvieron una recompensa. —Su voz estaba subiendo de tono y de cadencia—. Esta noche saldo todas las deudas.

Oh, Dios mío, pensó Jessica, mientras el recuerdo de aquella Nochebuena salvaje se convertía en una avalancha de náusea.

Le estaba hablando de Catherine Chase. La mujer que abortó en su coche patrulla. Andrew y Catherine Chase.

—En el hospital nos decían cosas como «Ah, no se preocupe, ya tendrán otro». Pero ellos no saben. Las cosas ya no volvieron nunca a ser iguales para Kitty y para mí. Con tantos milagros, entre comillas, de la medicina moderna, y no pudieron salvar a mi pequeña. El Señor nos negó otro hijo.

—No fue…, lo de aquella noche no fue culpa de nadie —señaló Jessica—. Fue una tormenta espantosa, como recordará.

Chase asintió.

—Lo recuerdo muy bien. Me costó casi dos horas llegar a Santa Catalina. Recé a la santa patrona de mi mujer. Y le hice una ofrenda. Pero mi pequeña no regresó nunca.

Santa Catalina, pensó Jessica. Habían sido ciertas sus cábalas.

Chase cogió la bolsa de nailon que llevaba con él y la dejó en el suelo, al lado de Jessica.

—¿Y cree usted realmente que la sociedad va a echar de menos a un hombre como Willy Kreuz? Era un pederasta. Un bárbaro.

La versión más baja de vida humana.

Metió la mano en la bolsa y empezó a sacar cosas. Las dispuso en el suelo, junto a la pierna derecha de Jessica. Ella bajó lentamente los ojos. Allí estaba la taladradora inalámbrica. Allí estaba el carrete de hilo de vela, una enorme aguja curva y otra jeringuilla de cristal.

—Es increíble cómo algunos hombres te hablan como si estuvieran orgullosos de ello —prosiguió Chase—. Unos vasos de whisky. Unas dosis de Percocet. Todos sus terribles secretos salen a la superficie.

Empezó a enhebrar la aguja. A pesar de la ira y la rabia de su voz, su pulso era firme.

—¿Y el también fallecido doctor Parkhurst? —continuó—. Un hombre que utilizó su situación de privilegio para aprovecharse de chicas jóvenes… Por favor. Él no era distinto. Lo único que lo distinguía de hombres como el señor Kreuz era su currículum. Tessa me lo contó todo sobre el doctor Parkhurst.

Jessica trató de hablar, pero no pudo. Tenía todo su miedo como embotellado. Le pareció que su mente se fundía, que estaba perdiendo el conocimiento.

—Pronto lo verá claro —continuó Chase—. El domingo de Pascua habrá una resurrección.

Colocó la aguja enhebrada sobre el suelo y se acomodó a unos centímetros de la cara de Jessica. En medio de la tenue luz, sus ojos parecían de color burdeos.

—El Señor le pidió a Abraham que le sacrificara su hijo. Y ahora el Señor me pide su hija.

No, por favor, pensó Jessica.

—Ha llegado la hora —sentenció.

Jessica intentó moverse.

No podía.

Y Andrew Chase empezó a subir las escaleras.

Sophie.

Jessica abrió los ojos. ¿Cuánto tiempo había permanecido inconsciente? Intentó moverse de nuevo. Sentía los brazos, pero no las piernas. Intentó desplazarse lateralmente, y salir rodando. No pudo. Intentó arrastrarse hasta la base de las escaleras, pero el esfuerzo era demasiado grande.

¿Estaba sola?

¿Se había ido?

Ahora había una sola vela encendida. Colocada encima de la secadora, proyectaba unas sombras alargadas, rutilantes, en el techo a medio terminar del sótano.

Hizo un esfuerzo y aguzó el oído.

Se quedó dormida de nuevo, para despertarse de repente unos segundos después.

Unas pisadas detrás de ella. Era tan difícil mantener los ojos abiertos… Tan difícil. Las extremidades le pesaban como plomo.

Giró la cabeza todo lo que pudo. Al ver a Sophie en brazos del monstruo, sintió en sus entrañas un témpano de hielo.

No, dijo para sus adentros.

¡No!

Llévame a mí, ¡Llévame a mí!

Andrew Chase dejó a Sophie en el suelo junto a ella. Los ojos de la niña estaban cerrados; su cuerpo, fláccido.

Dentro de las venas de Jessica, la adrenalina empezó a contrarrestar la droga que le había administrado. Si hubiera podido levantarse y encajarle un derechazo, sabía que le habría hecho mucho daño. Él era más pesado que ella, pero tenían casi la misma estatura. Un solo golpe. Con la rabia y la ira que sentía dentro, era lo único que necesitaba.

Al apartarse él momentáneamente, Jessica vio que había encontrado su Clock. Lo llevaba en el cinto.

Aprovechando que no estaba mirando, se acercó un centímetro a Sophie. Le pareció que el esfuerzo la había dejado completamente agotada. Tuvo que descansar.

Intentó ver si Sophie estaba respirando. No logró averiguarlo.

Andrew Chase volvió a ellas, ahora con la taladradora en la mano.

—Es la hora de rezar —aseveró.

Metió la mano en el bolsillo y sacó un tornillo de cabeza redonda.

—Prepárele las manos —le conminó. Se arrodilló y le puso a Jessica la taladradora en la mano derecha. Ella sintió cómo la bilis le subía a la garganta. Estuvo a punto de desmayarse.

—¿Qué?

—Está durmiendo. Sólo le he dado una pequeña cantidad de midazolam. Taládrele las manos y la dejaré con vida.

Sacó una goma del bolsillo y sujetó con ella las muñecas de Sophie. Colocó un rosario entre sus dedos. Un rosario sin décadas.

—Si no lo hace, lo haré yo. Pero entonces la enviaré a Dios directamente ante sus ojos.

—Pero yo no…, no puedo.

—Tiene treinta segundos. —Se inclinó hacia delante y con su índice derecho obligó al de Jessica a apretar el gatillo de la taladradora, para probarla. La batería estaba cargada a tope. El sonido del acero dando vueltas en el aire resultaba nauseabundo—. Hazlo ahora y vivirá.

Sophie miró a Jessica.

—Es mi hija —acertó a decir.

La cara de Chase permanecía impávida, implacable, ilegible. La danzarina luz de la vela proyectaba sombras alargadas sobre sus rasgos. Sacó el Glock del cinto, amartilló el percutor y pegó el cañón a la cabeza de Sophie.

—Tiene veinte segundos.

—¡Espere!

Jessica sintió que se alejaban sus fuerzas, y que luego volvían. Sus dedos estaban temblando.

—Piense en Abraham —le intimó Chase—. Piense en la resolución con la que fue al altar. Usted puede hacerlo.

—Es que yo no…, no puedo.

—Todos tenemos que sacrificar algo.

Jessica tenía que dar largas.

Como fuera.

—De acuerdo —aceptó—. De acuerdo. —Cerró la mano alrededor del mango de la taladradora. Ésta le pareció pesada y fría. Comprobó el gatillo unas cuantas veces. La taladradora se ponía en marcha, y la broca giraba a toda velocidad.

—Acérquemela otro poco —pidió Jessica débilmente—. No llego a donde está mi hija.

Chase levantó a Sophie y la aproximó, dejándola a tan sólo unos centímetros de Jessica. Con sus muñecas atadas, las manos de Sophie estaban erguidas a modo de plegaria.

Jessica levantó la taladradora, lentamente, posándola luego unos momentos en su regazo.

Recordó la primera sesión de entrenamiento con balón de arena en el gimnasio. Tras dos o tres sesiones, decidió abandonar.

Estaba boca arriba, sobre una estera, con el pesado balón en las manos, completamente agotada. No podía levantarla. Se acabaron los ejercicios. Nunca sería boxeadora. Pero, cuando ya había decidido abandonar, un antiguo y apergaminado peso pesado que había estado observándola —desde hacía tiempo un objeto más del Frazier’s Gym, un hombre que había mantenido a raya en cierta ocasión a Sonny Liston— le dijo que la mayor parte de las personas que fracasaban no lo hacían por falta de fuerza, sino por falta de voluntad.

Una máxima que nunca había olvidado.

Al girarse Andrew para dejar sola a Jessica, ésta hizo acopio de toda su voluntad, de toda su resolución, de toda su fuerza. Iba a tener una sola oportunidad para salvar a su hija, y esa oportunidad la tenía en bandeja. Apretó el gatillo, dejándolo bloqueado en la posición on, y luego propulsó la taladradora hacia arriba, con violencia, con rapidez. La larga broca se hincó de lleno en el lado izquierdo de la ingle de Chase, perforándole piel, músculo y carne. Haciendo estragos en su cuerpo, y atinando con —y destrozándole— la arteria femoral. Un chorro caliente de sangre arterial salpicó, cual lava volcánica, la cara de Jessica, cegándola momentáneamente y produciéndole súbitas arcadas. Chase aulló de dolor mientras se tambaleaba hacia atrás y se giraba. Las piernas empezaron a flaquearle y se llevó la mano izquierda al desgarro del pantalón en un intento por contener la sangría. La sangre le brotaba entre los dedos, sedosos y negros a la luz tenue del sótano. De manera refleja, disparó el Glock contra el techo, produciendo un estruendo que resonó ensordecedoramente en el espacio cerrado.

Propulsada por la adrenalina, Jessica consiguió ponerse de rodillas. Los oídos le zumbaban espantosamente. Tenía que interponerse entre Chase y Sophie. Tenía que moverse. Tenía que ponerse de pie como fuera y clavarle la broca en el corazón.

A través de la película escarlata de sangre que velaba sus ojos, vio a Chase precipitarse contra el suelo y soltar la pistola. Estaba justo en medio del sótano. No dejó de gritar mientras se quitaba el cinturón y se lo ataba a la parte superior del muslo izquierdo. La sangre le cubría ahora las dos piernas, formando en el suelo un charco cada vez más grande. Apretó el torniquete en medio de un alarido infernal.

¿Podría Jessica arrastrarse hasta el arma?

Lo intentó. Las manos le resbalaban en medio de la sangre, impidiéndole avanzar. Antes de poder cubrir la distancia, Chase empuñó el Glock ensangrentado y se incorporó lentamente. Venía avanzando a trompicones, como un poseso, como un animal mortalmente herido. Estaba a tan sólo unos pasos. Esgrimía la pistola con una expresión de dolor supremo en la cara.

Jessica intentó levantarse. No pudo. Su única esperanza era que Chase se aproximara un poco, y entonces ella le clavaría la taladradora con ambas manos.

Chase dio unos tumbos.

Se detuvo.

No estaba suficientemente cerca.

Jessica no podía alcanzarlo. Las mataría a las dos.

Chase miró al cielo en aquel momento y gritó, un sonido sobrenatural que llenó la estancia, la casa, el mundo, en el preciso momento en el que ese mismo mundo volvía a la vida y surgía de repente con un fogonazo brillante y violento.

La luz había vuelto.

En el piso de arriba, el televisor destellaba. Junto a ellos, la caldera se había puesto en marcha. En el techo, las luces eran cegadoras.

El tiempo se detuvo.

Jessica se limpió la sangre de los ojos, y encontró a su agresor cubierto de un miasma color carmesí. La droga estaba produciendo una terrible confusión en su capacidad de visión, desdoblando a Andrew Chase en dos imágenes distintas, ambas borrosas.

Jessica cerró los ojos, los abrió, tratando de ajustarlos a la repentina claridad.

No eran dos imágenes. Eran dos hombres. De alguna forma, Kevin estaba detrás de Chase.

Jessica tuvo que mirar dos veces, sólo para asegurarse de que no estaba alucinando.

No, no estaba alucinando.

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