11

Lunes, 15:00 horas

Pasaron las primeras horas de la tarde recorriendo el itinerario que siguió Tessa Wells hasta su parada de autobús habitual el viernes por la mañana. Si bien hubo varias casas donde no respondieron a su llamada, consiguieron hablar con una docena de personas que sí conocían a las colegialas católicas que cogían el autobús en la esquina. Nadie recordaba nada que se hubiera salido del guión el viernes pasado, ni ningún otro día, para el caso.

Luego dieron con algo interesante. Como suele ocurrir, llegó en el último tramo. Concretamente, en una destartalada casa con marquesina verde oliva y un llamador de metal mugriento con forma de cabeza de ratón. La casa estaba situada a menos de la mitad de una manzana de donde Tessa Wells solía coger su autobús escolar.

Byrne se acercó a la puerta mientras Jessica se quedaba algo rezagada. Tras media docena de aldabonazos, estaban a punto de irse cuando la puerta se abrió unos centímetros.

—No compro nada —se oyó decir a un hombre.

—Ni yo vendo nada tampoco —contestó Byrne enseñando la placa por la rendija.

—¿Qué quiere?

—Para empezar, quiero que abra la puerta un poquito más —contestó Byrne de la manera más diplomática posible, teniendo en cuenta que iba ya por la quinta entrevista del día.

El hombre cerró la puerta, quitó la cadena y la abrió toda. Tendría setenta y tantos años, e iba vestido con pantalones de pijama a cuadros y una chaqueta malva chillona que podía haber estado de moda en alguna fase de la presidencia de Eisenhower. Llevaba unos Broughams desatados en los pies, sin calcetines. Se llamaba Charles Noone.

—Perdone, pero estamos hablando con todos los vecinos que podemos de la zona. ¿Vio por casualidad a esta chica el viernes pasado?

Byrne le enseñó una foto de Tessa Wells, una copia de su retrato del colegio. El hombre sacó del bolsillo de su chaqueta unas gafas de andar por casa y miró detenidamente la foto, ajustando las gafas hacia arriba, abajo, atrás y adelante. Jessica pudo ver aún la etiqueta de compra en la parte inferior de la lente derecha.

—Sí, la vi —asintió Noone.

—¿Dónde?

—Pues caminando hacia la esquina, como todos los demás días.

—¿Dónde la vio?

El hombre apuntó a la acera, luego movió su índice huesudo de izquierda a derecha.

—Viene por esta calle, como siempre. La recuerdo porque siempre parece como desconectada.

—¿Desconectada?

—Sí, ya sabe. Como si estuviera en la luna. Los ojos en el suelo, pensando en sabe Dios qué.

—¿Qué más recuerda? —preguntó Byrne.

—Bueno, se detuvo unos instantes mientras estaba justo delante de la ventana. Justo donde está esa joven ahora.

Noone señaló donde estaba Jessica.

—¿Cuánto tiempo estuvo ahí?

—No lo cronometré.

Byrne respiró hondo y soltó el aire, su paciencia estaba en una cuerda floja, sin red.

—Aproximadamente.

—No sé —contestó Noone. Miró al techo, con los ojos cerrados. Jessica notó que se estaba tirando de los dedos. Parecía como si Charles Noone estuviera contando. Si el número era superior a diez, ¿se quitaría el hombre los zapatos?, se preguntó Jessica. El hombre volvió a mirar a Byrne.

—Veinte segundos, tal vez.

—¿Qué hacía?

—¿Que qué hacía?

—Mientras estuvo delante de su casa. ¿Qué hacía?

—Lo que se dice hacer, no hacía nada.

—¿Se quedó parada ahí, simplemente?

—Bueno, estaba mirando a la calle, como mirando algo. Bueno, no exactamente a la calle. Más bien al callejón detrás de la casa.

Charles Noone señaló a la derecha, al callejón que separaba su casa de la taberna de la esquina.

—¿Sólo mirando?

—Pues sí. Como si viera algo interesante. Como si viera a alguien que conociera. Se puso colorada, ¿me entiende? Ya sabe cómo son las jovencitas.

—Pues no, realmente —comentó Byrne—. ¿Por qué no me lo dice usted?

En aquel punto, todo el lenguaje corporal cambió, produciendo esos pequeños cambios que les dicen a las partes implicadas que han entrado en una nueva fase de la conversación. Noone retrocedió unos centímetros y se ajustó un poco más el cinturón de su batín, los hombros tensándose ligeramente. Byrne pasó el peso de su cuerpo al pie derecho y miró más allá del hombre al interior del sombrío salón.

—Me refiero simplemente —trató de explicarse Noone—, a que ella se ruborizó unos segundos, nada más.

Byrne aguantó la mirada del hombre hasta que éste miró a otra parte. Jessica no conocía a Kevin Byrne más que desde hacía unas horas, pero ya había visto el frío fuego verde de esos ojos. Byrne siguió con sus preguntas. Charles Noone no era su hombre.

—¿Dijo ella algo?

—No creo —contestó Noone, con un tono de voz un poco más respetuoso— ¿Vio a alguien en esa calle?

—No, agente —respondió el hombre—. No tengo ninguna ventana que dé a ese lado. Además, no es asunto mío.

Ya, ya, pensó Jessica. Por qué no se pasa por la Casa Redonda a explicarnos por qué se dedica a mirar todos los días a las jovencitas que van al colegio…

Byrne entregó al hombre una tarjeta. Charles Noone prometió llamar si recordaba algo más.

El edificio siguiente a la casa de Noone era una taberna abandonada llamada Los Cinco Ases, un pegote rectangular en el paisaje urbano de un solo piso construido a base de ladrillo y mortero por donde se podía acceder tanto a la calle Diecinueve como a la avenida del Álamo.

Llamaron a la puerta de Los Cinco Ases, pero no contestó nadie. El edificio estaba tapado con tablas y pintarrajeado con cinco capas sucesivas de graffiti, donde se expresaba todo tipo de reivindicaciones. Comprobaron las puertas y ventanas, y todas ellas estaban bien aseguradas con clavos y tornillos desde el exterior. Lo que le había pasado a Tessa, fuera lo que fuera, no había tenido lugar en este edificio.

Permanecieron un rato en la calzada mirando a un extremo y otro de la calle, así como a uno y otro lado de la misma. Había dos casas adosadas con una buena vista de toda la calle. Preguntaron en las dos. Nadie recordaba haber visto a Tessa Wells.

De vuelta a la Casa Redonda, Jessica reorganizó el puzzle de la última mañana de Tessa Wells.

A las siete menos diez aproximadamente de la mañana del viernes, Tessa Wells salió de su casa y se dirigió a la parada del autobús. El itinerario que tomó era el que tomaba siempre: por la calle Veinte hasta la avenida del Álamo, y, una manzana más allá, cruzaba al otro lado. Hacia las siete, fue vista frente a una casa adosada entre la Diecinueve y el Álamo, donde vaciló unos instantes, tal vez al ver a alguien a quien conocía en la bocacalle que conducía a una taberna desde hacía tiempo cerrada a cal y canto.

La mayor parte de las mañanas se reunía con sus amigas del Nazareno. Aproximadamente cinco minutos después de las siete, el autobús las recogía y las llevaba al colegio.

Pero el viernes por la mañana, Tessa Wells no se reunió con sus amigas. La mañana del viernes, Tessa se esfumó simplemente.

Unas setenta y dos horas después, su cuerpo era encontrado en una casa abandonada en una de las peores barriadas de Filadelfia, con el cuello roto, las manos mutiladas y el cuerpo abrazado a una parodia de columna romana.

¿Quién había estado en aquella bocacalle?

De regreso a la Casa Redonda, Byrne hizo una búsqueda en las páginas web del Centro de Información Criminológica Nacional y del Centro de Filadelfia introduciendo los nombres de todos los que habían encontrado en el transcurso de la jornada. De todos los que ofrecían algún interés, claro. Frank Wells, Dejohn Withers, Brian Parkhurst, Charles Noone, Sean Brennan. El Centro de Información Criminológica Nacional contiene datos informatizados de la sección penal disponibles para organismos que velan por la aplicación de la ley a los niveles federal, estatal y local y para otros organismos relacionados con lo penal. Y el Centro de Información Criminológica de Filadelfia era la versión local del anterior.

Sólo el doctor Brian Parkhurst les deparó algún resultado.

Al final de su periplo, fueron a ver a Ike Buchanan para ofrecerle un informe de la situación.

—¿A que no sabéis a quién he encontrado en los ficheros? —preguntó Byrne.

Por alguna razón, Jessica no necesitó pensarlo demasiado.

—¿El doctor Cologne? —contestó con otra pregunta.

—Exacto —confirmó Byrne—. Brian Allan Parkhurst —comenzó, leyendo el folio impreso—. Treinta y cinco años, soltero, actualmente residente en Larchwood Street, en la zona de Garden Court. Licenciado en medicina por la Universidad John Carroll, de Ohio, y doctorado por la de Pensilvania.

—¿Cuáles son los antecedentes? —preguntó Buchanan—. ¿Cruzar la calzada imprudentemente?

—¿Estáis listos para esto? Hace ocho años, fue acusado de rapto. Pero le dejaron en libertad sin cargos.

—¿Rapto? —preguntó Buchanan con expresión un poco incrédula.

—Era orientador en un instituto y al parecer estaba liado con una de las alumnas mayores. Salieron un fin de semana sin decirlo a los padres de la chica, los cuales llamaron a la policía y ésta pilló al doctor Parkhurst.

—¿Por qué no lo inculparon?

—Por suerte para el bueno del doctor, la chica cumplió dieciocho años justo un día antes de largarse; además, declaró que se había ido motu propio. La fiscalía tuvo que retirar todos los cargos.

—¿Dónde pasó esto? —preguntó Buchanan.

—En Ohio. En el colegio Beaumont.

—¿Qué es el colegio Beaumont?

—Un colegio de chicas católico.

Buchanan miró a Jessica, y luego a Byrne. Sabía lo que estaban pensando los dos.

—Vayamos con tiento en esto —aconsejó Buchanan—. Ligarse a jovencitas es muy distinto de lo que hicieron con Tessa Wells. Este va a ser un caso de perfil alto, y no quiero estar oyendo los sermones de monseñor Pelotudo a todas horas.

Buchanan se estaba refiriendo a monseñor Terry Pacek, el portavoz vociferante y telegénico, y algunos dirían que militante, de la archidiócesis de Filadelfia. Pacek supervisaba las relaciones entre los medios de comunicación y las iglesias y escuelas católicas de Filadelfia. Durante el escándalo sexual de los sacerdotes católicos en 2002, se había topado con el departamento muchas veces, generalmente saliendo victorioso en las batallas de relaciones públicas. Nadie quería ir a la guerra contra Terry Pacek a no ser que no tuviera más remedio.

Antes de que Byrne pudiera hablar de la conveniencia de seguir los pasos de Brian Parkhurst, sonó el teléfono. Era Torn Weyrich.

—¿Qué hay? —preguntó Byrne.

Weyrich contestó:

—Hay algo que sería mejor que vieras por ti mismo.

El Instituto Anatómico Forense era un pegote gris ubicado en la avenida de la Universidad. De los seis mil casos de muerte aproximadamente que se registraban en Filadelfia al año, casi la mitad requerían una autopsia, y todas ellas se llevaban a cabo en este edificio.

Byrne y Jessica entraron en la sección de autopsias justo después de las seis. Tom Weyrich, que llevaba puesto su delantal, tenía una mirada de profunda preocupación. Tessa Wells yacía sobre una de las mesas de acero inoxidable, la piel gris pálida, cubierta por una sábana azul cobalto hasta los hombros.

—Estoy emitiendo un dictamen de homicidio —les informó Weyrich, afirmando lo obvio—. Traumatismo vertebral producido por un corte transversal de la médula. —Weyrich expuso una radiografía sobre el panel iluminado—. El corte se produjo entre la C5 y la C6.

Su valoración inicial había sido acertada. Tessa Wells había muerto porque le habían roto el cuello.

—¿En el lugar de los hechos? —preguntó Byrne.

—En el lugar de los hechos —contestó Weyrich.

—¿Algún golpe? —preguntó Byrne.

Weyrich volvió al cadáver e indicó las dos pequeñas contusiones en el cuello de Tessa Wells.

—Es aquí donde la agarró, tirando luego de la cabeza hacia la derecha.

¿Algo que nos sirva?

Weyrich sacudió la cabeza.

El perpetrador llevaba guantes de látex.

—¿Qué me dice de la cruz de su frente? —El material azul, calcáreo, que había en la frente de Tessa era débil pero aún visible.

—Lo he limpiado —contestó Weyrich—. Está en el laboratorio.

—¿Algún signo de lucha? ¿De heridas mientras se defendía?

—Ninguno —contestó Weyrich.

Byrne ponderó este dato.

—Si estaba viva cuando la bajaron al sótano, ¿por qué no hay señales de lucha? —preguntó—. ¿Por qué sus piernas y muslos no estaban cubiertos de cortes?

—Encontramos una pequeña cantidad de midazolam en su sistema.

—¿Qué es eso? —inquirió Byrne.

—El midazolam es parecido al rohypnol. Estamos empezando a verlo en la calle cada vez con mayor frecuencia porque es, todavía, incoloro e inodoro.

Jessica sabía, por Vincent, que el empleo de rohypnol como droga para perpetrar una violación estaba empezando a disminuir debido al hecho de que ahora lo estaban fabricando para volverse azul al disolverse en líquidos, con lo que daba un aviso a la presa desprevenida y confiada. Pero dejad a la ciencia el sustituir un horror por otro.

—¿Está diciendo, pues, que nuestro autor mezcló este midazolam con un líquido?

Weyrich sacudió la cabeza. Levantó el pelo por el lado derecho del cuello de Tessa Wells. Había una pequeña herida por pinchazo.

—Se lo inyectaron. Una aguja de pequeño diámetro.

Jessica y Byrne cruzaron la mirada. Esto cambiaba las cosas. Introducir una droga en una bebida era una cosa, y otra completamente distinta un lunático suelto por las calles armado con una aguja hipodérmica. No necesitaba andarse con diplomacias para atraer a la víctima a su tela de araña.

—¿Es muy difícil administrarlo debidamente? —preguntó Byrne.

—Se necesita cierto conocimiento, más maña que fuerza —contestó Weyrich—. Pero no hay nada que no se pueda aprender con un poco de práctica. Un enfermero titulado podría hacerlo sin demasiados problemas. Por otra parte, en estos tiempos se puede fabricar un arma nuclear con la información que hay disponible en Internet.

—¿Qué me dice de la droga propiamente tal? —preguntó Jessica.

—Lo mismo digo con relación a Internet —contestó Weyrich—. Yo recibo spam canadiense ofreciéndome OxyContin cada diez mimitos. Pero la presencia de midazolam no explica la falta de heridas defensivas. Aun sedada, el instinto natural empuja a pelear. No había suficiente droga en su sistema para incapacitarla por completo.

—¿Y qué opina usted al respecto? —preguntó Jessica.

—Pues que hay algo más. Voy a mandar hacer más pruebas.

Jessica reparó en una pequeña bolsa de pruebas sobre la mesa.

—¿Qué es eso? —preguntó.

Weyrich sostuvo el sobre. Contenía una pequeña foto, la reproducción de un cuadro antiguo.

—Se encontró esto en sus manos.

Extrajo la foto con unas pinzas que tenían la punta de goma.

—Estaba entre sus palmas —prosiguió—. Ha sido espolvoreada en busca de huellas. No había ninguna.

Jessica miró de cerca la reproducción, que era aproximadamente del tamaño de una carta de bridge.

—¿Sabe qué es?

—Los peritos de la brigada han sacado una foto digital y la han enviado al bibliotecario principal del departamento de Bellas Artes de la Biblioteca Libre —contestó Weyrich—. La han reconocido al instante: Dante y Virgilio en las puertas del Infierno, de William Blake.

—¿Alguna idea de lo que significa? —preguntó Byrne.

—Lo siento. No tengo la menor idea.

Byrne miró la foto unos momentos y la volvió a meter en la bolsa de las pruebas. Después volvió a Tessa Wells.

—¿Fue asaltada sexualmente?

—Sí y no —respondió Weyrich.

Byrne y Jessica intercambiaron una mirada. Como Torn Weyrich no era dado al histrionismo, debía de haber una buena razón por la que estuviera dando largas a lo que tenía que decirles.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Byrne.

—Mis hallazgos preliminares son que no fue violada y, por lo que he podido saber, no tuvo relaciones los días anteriores —afirmó Weyrich.

—Bien, esto es la parte del no —comentó Byrne—. ¿Y la parte del sí?

Weyrich vaciló unos segundos, luego bajó la sábana hasta los muslos de Tessa. Las piernas de la joven estaban ligeramente abiertas. Lo que vio Jessica la dejó sin respiración.

—¡Dios santo! —exclamó antes de poder contenerse.

La sala quedó en silencio; sus ocupantes vivos, náufragos de sus propios pensamientos.

—¿Cuándo le hicieron esto? —preguntó finalmente Byrne.

Weyrich carraspeó. Había estado ponderando esto durante un buen rato, y parecía que, incluso para él, era algo completamente nuevo.

—En un determinado momento de las últimas doce horas.

—¿Antes de morir?

—Antes de morir.

Jessica miró de nuevo al cadáver: la imagen de la indignidad final de esta joven encontró —y se posó en un lugar de su mente en el que, estaba segura, perduraría muchísimo tiempo.

No sólo Tessa había sido secuestrada en la calle camino del colegio. No sólo la habían drogado y llevado a un lugar en el que alguien le había roto el cuello. No sólo estaban sus manos mutiladas por un tornillo de acero y selladas en actitud de oración. Quien quiera que hubiera hecho estas cosas había rematado su trabajo con un oprobio final que hizo a Jessica revolvérsele las tripas.

La vagina de Tessa Wells había sido cosida.

Y el burdo cosido, hecho con hilo negro gordo, tenía la forma del signo de la cruz.

Las chicas del rosario
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