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Miércoles, 19:35 horas
Jessica y Sophie estaban sentadas a la mesa, zampándose todos los platos que habían traído de la casa de su padre: panettone, sfogliatelle, tiramisú. No fue lo que se dice una comida equilibrada: Jessica no se había pasado por la tienda de comestibles y además no había nada en el frigo.
Jessica sabía que no era una buena idea dejar a Sophie comer tanto azúcar a esas horas del día, pero Sophie era muy golosa —como su madre, por cierto— y, en fin, era difícil decirle que no. Jessica se había hecho a la idea hacía tiempo de la necesidad de ahorrar para una factura del dentista más abultada.
Además, después de ver a Vincent coqueteando con Britney, Courtney o Ashley, o como quiera que fuera su maldito nombre, el tiramisú era sin duda la mejor medicina. Trató de ahuyentar de su mente la imagen del marido y de la adolescente rubia.
Por desgracia, inmediatamente le vino a la mente la imagen del cadáver de Brian Parkhurst, ahorcado en aquella habitación caliente, con el olor rancio de la muerte.
Cuanto más pensaba en ello más dudaba de la culpabilidad de Parkhurst. ¿Había estado saliendo con Tessa Wells? Tal vez. ¿Era responsable de las muertes de las tres jóvenes? No lo creía. Era casi imposible perpetrar un secuestro con homicidio sin dejar ninguna huella.
¿A las tres?
No parecía factible.
Pero ¿y el P. A. R grabado en la mano de Nicole Taylor?
Durante un momento fugaz, Jessica pensó que había suscrito un contrato mucho más oneroso de lo que estaba en condiciones de cumplir.
Limpió la mesa, acomodó a Sophie delante del televisor y metió en el aparato de DVD Buscando a Nemo.
Se sirvió un lingotazo de Chianti, limpió la mesa del comedor y luego extendió todas sus notas sobre el caso. Repasó la cronología de los hechos. Debía de haber entre estas chicas un elemento común suplementario al hecho de estudiar en colegios católicos.
Nicole Taylor, secuestrada en la calle y abandonada en un prado florido.
Tessa Wells, secuestrada en la calle y abandonada en una casa adosada.
Bethany Price, secuestrada en la calle y abandonada en el museo Rodin.
La selección de los lugares donde las había abandonado parecía a la vez fortuita y precisa, elaboradamente escenificada y alocadamente arbitraria.
No, pensó Jessica. La doctora Summers llevaba razón. Su asesino era cualquier cosa menos ilógico. La colocación de las víctimas era tan significativa como el método utilizado.
Miró las fotografías de las distintas escenas del crimen y trató de imaginar los últimos momentos de libertad de las chicas, de hacerlos pasar del blanco y negro al color saturado de la pesadilla.
Jessica cogió la foto escolar de Tessa Wells. Era ésta la que más profundamente le preocupaba, tal vez porque había sido la primera víctima que había visto. O tal vez por haber tenido la apariencia tímida que tuviera ella misma en otro tiempo, crisálida permanentemente anhelando convertirse en mariposa.
Entró en el salón y plantó un beso en el pelo reluciente y con olor a fresa de Sophie. Ésta soltó una risita. Jessica se quedó viendo unos minutos la película, las divertidas aventuras de Dory, Marlin y Gill.
Luego sus ojos se posaron en un sobre que había en la mesita del salón.
Se le había olvidado.
El Rosarium Virginia Mariae.
Jessica se sentó en la mesa del salón y hojeó la prolija carta, que era al parecer una misiva del papa Juan Pablo II en la que resaltaba la importancia del santo rosario. Fue repasando los distintos capítulos hasta que su atención se centró en un pasaje titulado «Misterios de Cristo, Misterios de Su Madre».
Mientras leía, sintió como si una pequeña llama cognitiva se hubiera encendido dentro de ella, la conciencia de que había cruzado una barrera que hasta entonces había sido desconocida para ella, una barricada que nunca podría volver a cruzarse.
Leyó que había cinco «Misterios Dolorosos» del rosario. Por supuesto, ella lo sabía por haberse educado en un colegio católico, pero lo había tenido olvidado durante muchos años.
La agonía en el jardín de los olivos.
La flagelación junto a una columna.
La corona de espinas.
El vía crucis.
La crucifixión.
Aquella revelación fue como una bala epifánica disparada al centro de su cerebro. Nicole Taylor había sido encontrada en un jardín. Tessa Wells, junto a una columna. Bethany Price llevaba una corona de espinas.
Ése era el plan maestro del asesino.
Va a matar a cinco chicas.
Durante unos momentos de angustia, le pareció como si no pudiera moverse. Hizo unas cuantas inhalaciones de aire y trató de tranquilizarse. Sabía que, si era cierto todo aquello, la investigación cambiaría por completo, pero no quería presentar la teoría al equipo de trabajo hasta no estar del todo segura.
Una cosa era conocer el plan y otra, tan importante si no incluso más, conocer el móvil. Conocer el móvil ayudaría decisivamente para saber dónde iba a golpear el autor a continuación. Cogió un folio versión oficio y trazó una cuadrícula.
Se suponía que el hueso de cordero encontrado en Nicole Taylor llevaria a los investigadores a la escena del crimen de Tessa Wells.
Pero ¿cómo?
Hojeó los índices generales de los libros que había sacado de la biblioteca Pública. Encontró una sección sobre las costumbres romanas donde se decía que la práctica de la flagelación en tiempos de Cristo incluía un corto látigo llamado flagrum, al que a menudo se le añadían unas correas de cuero de longitud variable. En las puntas de cada correa se hacían unos nudos, y en ellos se insertaban unos afilados huesecitos de oveja.
El hueso de oveja significaba que habría una flagelación en la columna.
Jessica escribía notas lo más deprisa que podía.
La reproducción del cuadro de Blake, Dante y Virgilio en las Puertas del Infierno, encontrado en las manos de Tessa Wells, no dejaba lugar a dudas. Bethany Price fue encontrada en las puertas que daban acceso al museo Rodin.
Según el estudio realizado a Bethany Price, ésta tenía dos números escritos en el interior de ambas manos. En la izquierda estaba escrito el número 7, y, en la derecha, el 16. Ambos números con rotulador negro.
El 716.
¿Una dirección? ¿Un número de matrícula? ¿Una parte de un código postal?
Hasta el momento, nadie del grupo especial de trabajo tenía la menor idea de lo que significaban aquellos números. Jessica sabía que, si conseguía adivinar ese secreto, había grandes probabilidades de saber por anticipado dónde iba a dejar el asesino a su siguiente víctima. Y podrían estar esperándolo.
Miró al inmenso montón de libros sobre la mesa del comedor. Estaba segura dé que la respuesta se encerraba en uno de ellos.
Entró en la cocina, tiró a la pila el vino tinto y puso a calentar una jarra de café.
La noche iba a ser larga.