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Miércoles, 01:40 horas

Ocho Ríos, pequeño local de reggae situado en el barrio de Northern Liberties, estaba empezando a cerrar. El pinchadiscos estaba poniendo más bien música de fondo en aquel momento. Había sólo un par de parejas en la pista de baile.

Byrne atravesó la sala y habló con uno de los camareros que había en la barra, el cual desapareció por una puerta trasera. Poco después, aparecía un hombre por entre la cortina de abalorios. Al ver a Byrne, su rostro se iluminó.

Gauntlett Merriman tenía cuarenta y tantos años. En los ochenta, había cosechado grandes éxitos al frente de la banda jamaicana Champagne Posse; en su momento, llegó a poseer una casa adosada en Society Hill y otra casa junto a la playa en el litoral de Jersey. Sus largos rizos rastafari, veteados de blanco ya desde los veintitantos años, habían formado parte integrante del escenario tanto del club como de la Casa Redonda.

Byrne recordaba que Gauntlett había poseído un jaguar melocotón XJS, un mercedes melocotón 380 SE y un BMW melocotón 635 CSi, todos al mismo tiempo. Solía aparcarlos delante de este lugar, en Delancy (resplandecientes y deslumbrantes con sus chillones tapacubos metalizados y sus adornos dorados en el capó con forma de hoja de marihuana), sólo para chinchar a los blancos. Al parecer, seguía conservando los mismos gustos: esta noche llevaba un traje de lino melocotón y sandalias de cuero también color melocotón.

Byrne se había enterado de la noticia, pero no estaba preparado para encontrarse con el espectro en que se había convertido Gauntlett Merriman.

Gauntlett Merriman era un fantasma.

Al parecer, se la había cargado con todo el equipo. Su cara y manos estaban moteadas con sarcoma de Kaposi, sus muñecas emergían como ramas nudosas de las mangas de su chaqueta. Parecía como si su llamativo reloj Patek Phillipe fuera a caérsele al suelo en cualquier momento.

Pero, a pesar de todo, seguía siendo Gauntlett. Macho, estoico, primitivo. Incluso a estas alturas de su vida, quería que todo el mundo supiera que tenía el virus por haberse pinchado. La segunda cosa que notó Byrne, después del rostro esquelético del hombre que avanzaba hacia él con los brazos extendidos, era que Gauntlett Merriman llevaba una camiseta negra con grandes letras blancas que proclamaban:

¡NO SOY GAY, COÑO!

Los dos hombres se abrazaron. Gauntlett pareció frágil al recibir el apretón de Byrne. Como un palito seco que se parte con la menor presión. Se sentaron en un rincón. Gauntlett llamó a un camarero, que le trajo a Byrne un whisky y a él un Pellegrino.

—¿Has dejado la bebida? —preguntó Byrne.

—Desde hace dos años —dijo Gauntlett—. Las medicinas, mi viejo.

Byrne sonrió. Conocía suficientemente bien a Gauntlett.

—Joder —exclamó—, me acuerdo de cuando podías esnifar una línea de cincuenta metros en el estadio de los Veteranos de Filadelfia.

—En aquellos tiempos, podía pasar también toda la noche follando.

—No, no podías.

Gauntlett sonrió.

—Bueno, una hora.

Los dos hombres se reajustaron la vestimenta, mientras disfrutaban de la compañía mutua. Hacia tanto tiempo… El pinchadiscos puso una canción de Ghetto Priest.

—¡Qué vida ésta! —exclamó Gauntlett pasándose su esquelética mano delante de la cara y del pecho hundido—. ¡Qué vida más cabrona!

Byrne no supo qué decir.

—Lo siento.

Gauntlett sacudió la cabeza.

—Pero viví a tope —agregó—. No me quejo.

Apuraron sus bebidas. Gauntlett dejó de hablar. Conocía el percal. Los policías son siempre policías. Los ladrones son siempre ladrones.

—Bien, ¿y a qué debo el placer de su visita, señor detective?

—Busco a alguien.

Gauntlett asintió de nuevo. Eso ya se lo había imaginado.

—A un criminal llamado Diablo —precisó Byrne—. Un cerdo de categoría, tatuaje por toda la cara —agregó—. ¿Lo conoces?

—Lo conozco.

—¿Alguna idea de dónde lo puedo localizar?

Gauntlett Merriman tenía suficientes tablas para no preguntar por qué.

—¿Por vía oficial o de extranjis? —quiso saber Gauntlett.

—De extranjis.

Gauntlett miró más allá de la pista de baile, una mirada muy larga que envolvía su favor con la gravedad que merecía.

—Creo que puedo ayudarte en este asunto.

—Tengo que hablar con él.

Gauntlett levantó una mano esquelética.

—Una piedra en el fondo del río no sabe que el sol está quemando —dijo regodeándose en su acento jamaicano.

Byrne lo entendió perfectamente.

—Te lo agradezco —añadió Byrne. No se molestó en añadir que debía guardar el secreto. Escribió el número de su móvil en el reverso de una tarjeta.

—No tiene importancia. —Sorbió su agua—. La vida es un plato de curry.

Gauntlett se levantó de la mesa, algo inestable. A Byrne le habría gustado ayudarlo, pero sabía que su amigo era un hombre orgulloso. Gauntlett recuperó el equilibrio.

—Te llamaré.

Los dos hombres volvieron a abrazarse.

Cuando Byrne llegó a la puerta, se volvió y vio a Gauntlett rodeado de gente. Pensó: un moribundo conoce su futuro.

Kevin Byrne lo envidió.

Las chicas del rosario
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