12

Lunes, 18:00 horas

Si J. Alfred Prufrock medía su vida por las cucharillas de café, Simon Edward Close medía la suya por la hora de cierre de la edición. Tenía menos de cinco horas para que terminara el plazo de entrega, para la edición impresa del día siguiente del Report. Y, más allá de los titulares de las noticias locales de la tarde, no tenía nada que ofrecer.

Cuando se movía entre periodistas de la denominada prensa seria, se sentía como un exiliado. Lo miraban como si fuera un niño mongólico, con una mirada que delataba compasión espuria y conmiseración mojigata, pero también este pensamiento: No podemos echarte de aquí a patadas, pero por favor no toques las figuritas de porcelana.

La media docena de periodistas que merodeaban por la acordonada escena del crimen, en la calle Ocho, apenas se dignaron mirarlo cuando llegó con su Honda Accord de diez años. A Simon le habría gustado ser un poco más discreto en sus llegadas, pero su silenciador —que estaba pegado al tubo colector mediante un bote de Pepsi— insistía en anunciarlo mucho antes de llegar. Podía casi oír las risitas media manzana antes de llegar.

La manzana estaba acordonada con la típica cinta amarilla que se emplea en caso de un crimen. Simon dio una vuelta con el coche: enfiló la Jefferson y giró a la izquierda para tomar la calle Nueve. La Ciudad Fantasma.

Se apeó y comprobó las pilas de su grabadora. Se alisó la corbata y la raya de los pantalones. Había pensado muchas veces que, si no gastaba todo su dinero en ropa, podía invertir en el coche o en el piso. Pero siempre se decía que, como pasaba la mayor parte del tiempo en la calle, si nadie veía su coche ni su piso, su economía parecía boyante.

Después de todo, en este mundillo del show business, la imagen lo era todo, ¿o no?

Encontró el camino de acceso que necesitaba y cogió aquel atajo. Al ver a un agente uniformado detrás de la casa donde se había cometido el crimen —pero a ningún periodista solitario, al menos por el momento—, volvió al coche y probó un truco que había aprendido de un viejo paparazzo al que conocía desde hacía años.

Diez minutos después, se acercó al agente que estaba detrás de la casa, un enorme jugador negro de fútbol americano con manos enormes, el cual levantó una de esas manos para darle el alto.

—Hola, ¿qué tal? —preguntó Simon.

—En este lugar se ha cometido un crimen, señor.

Simon asintió. Le enseñó su carné de periodista.

—Simon Close, del Report.

No notó ninguna reacción. Como si le hubiera dicho El capitán Nemo con el Nautilus.

—Tendrá que hablar con el detective encargado del caso —le hizo saber el poli.

—Por supuesto —asintió Simon—. ¿Puedo saber quién es, por casualidad?

—Pues es por casualidad el detective Byrne.

Simon tomó nota como si aquella información fuera nueva para él.

—¿Cuál es el nombre de pila de la detective?

El policía uniformado hizo una mueca.

—¿El nombre de pila de quién?

—De la detective Byrne.

—Su nombre de pila es Kevin.

Simon se esforzó por trasparentar una expresión de modelada extrañeza. Dos años en el grupo teatral del instituto, representando entre otras cosas, el papel de Algernon en La importancia de llamarse Ernesto, le habían ayudado bastante.

—Oh, lo siento —rectificó—. He oído decir que había una detective trabajando en este caso.

—Debe de ser la detective Jessica Balzano —le informó el agente, con una entonación y un fruncimiento de ceño que convencieron a Simon de que aquella conversación había terminado.

—Muchas gracias —dijo Simon, enfilando de nuevo el callejón. Se volvió para hacer una foto al policía. Éste llamó inmediatamente por radio, lo que significaba que, en el espacio de un minuto o dos, esta zona trasera de las casas adosadas iba a quedar oficialmente precintada.

Cuando Simon volvió a la calle Nueve, ya había dos periodistas merodeando detrás de la cinta amarilla al otro lado del callejón, cinta que había puesto el propio Simon unos minutos antes.

Al aparecer de nuevo, con aire desenfadado, reparó en la expresión de sus caras. Agachó la cabeza para pasar por debajo de la cinta, la arrancó de la pared y la entregó a Benny Lozado, un periodista en plantilla del Inquirer.

En la cinta amarilla se podía leer: COMPAÑÍA ASFALTADORA DE DELAWARE

—¡Qué cabrón eres, Close! —exclamó Lozado.

—El pan es lo primero, mi amor.

De vuelta al coche, Simon hurgó en sus recuerdos.

Jessica Balzano.

¿De qué le sonaba aquel nombre?

Cogió un ejemplar del Report de la semana anterior, y lo hojeó. Al llegar a la poco nutrida página de los deportes, dio con lo que buscaba. Un pequeño anuncio de un cuarto de columna sobre los combates de boxeo profesionales en el Blue Horizon. Un cartel con sólo damas.

Debajo:

Jessica Balzano contra Mariella Muñoz.

Las chicas del rosario
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