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Martes, 16:00 horas
La cinta de vídeo en blanco y negro estaba algo borrosa pero suficientemente clara para poder ver las idas y venidas de la gente por el parking del Hospital de San José. El tráfico —tanto automovilístico como peatonal— era el que cabía esperar: ambulancias, coches de policía, furgonetas de reparto de suministro médico y de mantenimiento. La mayoría eran empleados del hospital: médicos, enfermeras, camilleros, personal de mantenimiento. Por esta entrada accedían también algunos visitantes, y un puñado de agentes de policía.
Jessica, Byrne, Tony Park y Nick Palladino se agolpaban en la pequeña sala que servía también de cafetería y de sala de vídeo. En el punto temporal 4:06:03 de la cinta vieron a Nicole Taylor.
Nicole sale por la puerta que tiene el letrero SERVICIO HOSPITAL solamente, vacila unos instantes y luego sale despacio en dirección de la calle. Lleva un pequeño bolso colgado del hombro derecho y la que parece una botella de zumo o tal vez un refresco Snapple en la mano izquierda. No se encontró bolso ni botella en la escena del crimen, en los jardines de Bartram.
En la calle, Nicole parece reparar en algo situado en la parte alta de la cinta. Se tapa la boca, tal vez de sorpresa, y luego camina hasta un coche situado en el extremo izquierdo de la imagen. Parece un Ford Windstar. No se ve a ningún ocupante del coche.
En el preciso momento en que Nicole llega al asiento del copiloto del coche, un camión de reparto de Allied Medical se para entre la cámara y la minifurgoneta.
—Mierda —exclamó Byrne. Vamos, vamos.
La hora en la cinta es 4:06:55.
El conductor del camión de Allied Medical sale por el lado de la izquierda y se dirige al interior del hospital. Unos minutos después, vuelve y sube a la cabina.
Cuando se va el camión, el Windstar y Nicole ya se han ido.
Dejan la cinta correr unos cinco minutos, luego en avance rápido. Ni Nicole ni el Windstar vuelven.
—¿Puedes rebobinar hasta el punto en el que ella se dirige hacia la furgoneta? —preguntó Jessica.
—Cómo no —exclamó Tony Park.
Visionaron la cinta una y otra vez: Nicole saliendo del edificio, pasando por debajo del baldaquín, acercándose al Windstar, dejándola fija cada vez en el momento preciso en el que aparca el camión y los deja sin visión.
—¿Nos puedes acercar un poco más la imagen? —preguntó Jessica.
—No con este cacharro —replicó Park—. Pero en el laboratorio se puede hacer todo tipo de virguerías.
La sección audiovisual, situada en los sótanos de la Casa Redonda, podía realizar todo tipo de manipulaciones de cintas de vídeo. La cinta que estaban viendo era una copia del original, debido al hecho de que la cinta de vigilancia se graba a una velocidad muy lenta, haciendo imposible su visionado en un aparato de vídeo normal.
Jessica se acercó al pequeño monitor en blanco y negro. Al parecer, el Windstar había sido matriculado en Pensilvania, y la placa terminaba en seis. Era imposible distinguir los números, letras o combinaciones de letras y números que precedían a dicho seis. De haber tenido los primeros números de la matrícula, habría sido mucho más fácil cotejarla con la marca y modelo del coche.
—¿Por qué no intentamos cotejar todos los Windstars que tengan ese número? —preguntó Byrne. Tony Park se dio la vuelta para salir de la sala. Byrme lo detuvo, escribió una nota en una hoja de su cuaderno, la arrancó y se la entregó. Park desapareció con la nota en la mano.
Los demás detectives siguieron pasando una y otra vez la cinta: el tráfico que entraba y salía; el personal que se dirigía perezosamente hacia sus trabajos o se apresuraba a irse para casa. A Jessica le pareció espantoso saber que, detrás del camión que tapaba la visión del Windstar, Nicole Taylor estuvo probablemente hablando con alguien que pronto iba a acabar con su vida.
Visionaron la cinta otras seis veces, sin conseguir recabar nueva información.
Tony Park volvió con un montón de folios impresos en la mano. Venía seguido de Ike Buchanan.
—En Pensilvania hay dos mil quinientos Windstars matriculados —anunció Park—. Y aproximadamente doscientos que acaban en seis.
—Mierda —exclamó Jessica.
Luego sostuvo en lo alto, radiante, una copia impresa. Una de las líneas estaba remarcada con rotulador amarillo.
—Uno de ellos está registrado a nombre del doctor Brian Allan Parkhurst, con domicilio en la calle Larchwood.
Byrne se puso de pie como movido por un resorte. Miró a Jessica. Se pasó un dedo sobre la cicatriz de su frente.
—No es suficiente —medió Buchanan.
—¿Por qué no? —preguntó Byrne.
—¿Por dónde quieres que empiece?
—Conocía a las dos víctimas, y podemos situarlo en el escenario donde fue vista por última vez Nicole Taylor…
—No sabemos que fuera él. No sabemos siquiera que ella subiera a ese coche.
—Tiene todas las cartas —insistió Byrne, impertérrito—. Puede que incluso tuviera motivos
—¿Motivos? —preguntó Buchanan.
—Karen Hillkirk —aclaró Byrne.
—No mató a Karen Hillkirk.
—No tenía necesidad. Tessa Wells era menor de edad. Tal vez ella iba a hacer pública su relación.
—¿Qué relación?
Buchanan llevaba razón, por supuesto.
—Mira, es doctor en medicina —persistió Byrne, sin dar el brazo a torcer. Jessica tenía la sensación de que tampoco Byrne estaba muy convencido de que fuera Parkhurst el autor. Pero Parkhurst sabía algo—. Según el informe del forense, las dos chicas fueron sedadas con midazolam y luego paralizadas con una droga mediante inyección. Conduce una minifurgoneta, que también encaja con el perfil. Déjame interrogarle otra vez. Veinte minutos. Si no le pillamos en un renuncio, lo soltamos.
Ike Buchanan consideró brevemente la idea.
—Si Brian Parkhurst pone el pie en este edificio de nuevo, va a venir con un abogado de la archidiócesis. Vosotros lo sabéis igual de bien que yo —observó Buchanan—. Tenemos que atar antes unos cuantos cabos más. Averiguar si el Windstar pertenece a un empleado del hospital antes de empezar a enchiquerar a gente. Ver si podemos explicar todos y cada uno de los minutos de la jornada de Parkhurst.
La mayor parte del trabajo policial es terriblemente aburrido y entumecedor para la mente —y también para las posaderas—. Buena parte del tiempo se consume sentado a una mesa de despacho deslucida y gris con cajones pegajosos llenos de papel, un teléfono en una mano y un café frío en la otra. Llamando a gente. Volviéndola a llamar. Esperando que la gente te llame a ti. Tanteando callejones sin salida, entrando con todo el equipo en callejones sin salida, saliendo de ellos con la cabeza gacha. Las personas entrevistadas no han visto nada, no han oído nada, no han dicho nada. Pero resulta que recuerdan un hecho clave dos semanas después. Los detectives hablan con pompas fúnebres para ver si ha habido un cortejo ese día. Hablan con los repartidores de periódicos, con los guardias que detienen el tráfico para que crucen los escolares, con paisajistas, pintores, obreros urbanos, empleados de limpieza. Hablan con yonquis, prostitutas, borrachines, camellos, mendigos, descuideros, vendedores ambulantes, con cualquiera que tenga por hábito, o por vocación, merodear simplemente en la esquina que tiene que ver con la investigación.
Y luego, cuando todas las llamadas telefónicas han resultado inútiles, se lanzan a la calle para hacer directamente las mismas preguntas a las mismas personas.
Hacia media tarde, la investigación había quedado paralizada, convertida en una salmodia letárgica, como el banquillo de jugadores de béisbol en la séptima entrada cuando su equipo va perdiendo cinco a cero. Lápices que tamborilean, teléfonos que no suenan, miradas que se evitan. El grupo de trabajo, con la ayuda de un puñado de agentes uniformados, había conseguido contactar con casi todos los propietarios de vehículos Windstar. Dos de ellos trabajaban en el Hospital de San José, uno en el área de limpieza.
A las cinco de la tarde dieron una conferencia de prensa detrás de la Casa Redonda. El jefe de policía y el fiscal del distrito fueron el blanco de todas las miradas. Se formularon todas las preguntas que se esperaban. Y se dieron todas las respuestas que se esperaban. Ante las cámaras, Kevin Byrne y Jessica Balzano fueron presentados como los detectives que presidían el grupo especial de trabajo. Jessica hizo votos para no tener que hablar ante las cámaras, y no habló.
A las cinco y veinte, volvieron a sus despachos. Zapearon por los canales locales hasta encontrar imágenes de la conferencia de prensa. Un breve aplauso, pitidos y abucheos saludaron el primer plano de Kevin Byrne. La voz superpuesta de un presentador local acompañó las imágenes de la salida, unas horas antes, de Brian Parkhurst de la Casa Redonda. El nombre de Parkhurst aparecía sobreimpreso en la pantalla en el momento en el que éste se disponía a subir, al ralentí, a su coche.
El colegio Nazareno había llamado facilitando la información de que Brian Parkhurst se había ido pronto los pasados jueves y viernes, y de que el lunes no había llegado al colegio antes de las 08:15 horas. Así pues, habría tenido tiempo de sobra para abducir a las dos chicas, deshacerse de los dos cadáveres y presentarse para cumplir con su horario habitual.
A las cinco y media, justo después de que Jessica recibiera una llamada de la Consejería de Educación de Denver, dejando al antiguo novio de Tessa, Sean Brennan, definitivamente fuera del grupo de los sospechosos, John Shepherd y ella se acercaron en coche al laboratorio forense, un centro dotado con los últimos avances tecnológicos situado a unas manzanas de la Casa Redonda, entre las calles Ocho y Álamo. Disponían de una nueva información. El hueso encontrado en las manos de Nicole Taylor era de una pierna de cordero. Al parecer, había sido cortado con una sierra y afilado con una piedra al aceite.
Hasta ahora, las víctimas habían sido encontradas sujetando un hueso de cordero y la reproducción de un cuadro de William Blake. Esta información, aunque tal vez pudiera servir de ayuda, no arrojaba por el momento luz sobre ningún aspecto de la investigación.
—También hemos encontrado fibras de alfombra en las dos víctimas —comunicó Tracy McGovern, la subdirectora del laboratorio.
Todos los que estaban en aquella sala apretaron los puños en señal de triunfo. Tenían pruebas. Las fibras sintéticas se podían rastrear.
—Las dos chicas tenían las mismas fibras de nailon por todo el borde de sus faldas —dijo Tracy—. Tessa Wells tenía más de una docena. En la falda de Nicole Taylor sólo había unas pocas, debido a haber estado expuesta a la lluvia; pero allí estaban.
—¿Fibra doméstica? ¿Industrial? ¿De automóvil? —quiso saber Jessica.
—Probablemente no de automóvil. Yo diría que de alfombra doméstica tipo corriente. Azul oscuro. Pero las fibras estaban esparcidas por el bajo del vestido. En ningún otro punto.
—¿Y qué cree, que estuvieron tumbadas en la alfombra, o más bien sentadas en ella? —preguntó Byrne.
—Pues —empezó a decir Tracy—, para este tipo de fibra, yo diría que estuvieron…
—Arrodilladas —terminó la frase Jessica.
—Sí, arrodilladas —confirmó Tracy.
A las seis de la tarde, Jessica se hallaba sentada a una mesa de despacho, dando vueltas a una taza de café frío y hojeando sus libros sobre arte cristiano. Había algunas pistas prometedoras, pero nada que reprodujera las posturas de las víctimas en las escenas del crimen.
Eric Chaves había quedado a cenar aquella noche. Estaba delante del pequeño cristal-espejo de la sala de entrevistas A, componiéndose y recomponiéndose la corbata, buscando el perfecto doble nudo Windsor. Nick Palladino estaba terminando de llamar a los propietarios de Windstar que le quedaban.
Kevin Byrne estaba mirando a la pared de fotos como a una estatua de la Isla de Pascua. Parecía arrobado, embebido en detalles minúsculos, rebobinando la cronología una y otra vez en su mente. Imágenes de Tessa Wells, imágenes de Nicole Taylor, instantáneas de la casa de la muerte de la calle Ocho, fotos del jardín de narcisos de Bartram. Manos, pies, ojos, brazos, piernas. Fotos con regla para obtener una escala. Fotos con rejilla para disponer de contexto.
Byrne tenía directamente delante de él las respuestas a todas sus preguntas, y… a Jessica le pareció un hombre en estado catatónico. Habría dado encantada la paga de un mes para poder entrar en los pensamientos privados de Kevin Byrne en aquel momento.
La tarde estaba lanzando sus últimos destellos. Y Kevin Byrne seguía allí, inmóvil, repasando la pizarra de izquierda a derecha, de arriba abajo.
De repente, retiró una de las fotografías: un primer plano de la mano izquierda de Nicole Taylor. La llevó a la ventana y la sostuvo contra la luz grisácea. Miró a Jessica, pero parecía en realidad como si la estuviera mirando sin verla. Ella era un objeto más en la trayectoria de su mirada kilométrica. Byrne cogió una lupa de la mesa y la aplicó a la foto.
—¡Dios! —exclamó al fin, haciendo volverse al puñado de detectives que había en la habitación—. No puedo creer que no lo viéramos.
—¿Que no viéramos qué? —preguntó Jessica. Estaba contenta de que Byrne hablara por fin. Había empezado a preocuparse seriamente por él.
Byrne apuntó a los surcos que había en la parte carnosa de la palma, a las marcas que según Torn Weyrich estaban causadas por la presión de las uñas de Nicole.
—Estas marcas. —Cogió el informe del forense sobre Nicole Taylor—. Mirad —prosiguió—. Había rastros de esmalte de uñas color burdeos en las rayas de su mano izquierda.
—Bien, ¿y qué? —preguntó Buchanan.
—El esmalte era verde en la mano izquierda —aclaró Byrne.
Byrne apuntó al primer plano de las uñas de la mano izquierda de Nicole Taylor. El color era verde oscuro. Levantó ahora una foto de su mano derecha.
—El esmalte de su mano derecha era burdeos.
Los otros tres detectives que quedaban en la sala se miraron unos a otros y se encogieron de hombros.
—¿No lo veis? Ella no se hizo esos surcos cerrando la mano. Se los hizo con la otra mano.
Jessica trató de ver algo en la foto, como si examinara los elementos positivos y negativos en una ilustración de M.C. Escher. No veía nada.
—No entiendo —confesó.
Byrne cogió el abrigo y salió disparado.
—Ya lo entenderás.
Byrne y Jessica se hallaban en la pequeña sala de tratamiento digital de imágenes del laboratorio criminológico.
El especialista del laboratorio estaba tratando de mejorar las fotos de la mano izquierda de Nicole Taylor. La mayor parte de las fotos de la escena del crimen seguían haciéndose con película de treinta y cinco milímetros y luego se trasladaban a formato digital, tras lo cual podían ser mejoradas, ampliadas y, en caso necesario, preparadas para el juicio. La zona de interés en esta foto eran las estrías pequeñas, con forma de media luna, en la porción izquierda inferior de la palma de Nicole. El técnico amplió y esclareció la zona, y cuando la imagen se vio claramente, se oyó un grito ahogado al unísono en la pequeña sala.
Nicole Taylor les había enviado un mensaje.
Los pequeños cortes no eran en absoluto fortuitos.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jessica. Su primer subidón de adrenalina como detective de homicidios le estaba produciendo zumbidos en los oídos.
Antes de morir, Nicole Taylor se había servido de las uñas de la mano derecha para escribir una palabra en la izquierda, el alegato de la joven moribunda en los momentos finales, desesperados, de su vida. No podía haber discusión alguna. Las incisiones reproducían tres letras: P A R.
Byrne abrió de un capirotazo su móvil y llamó a Ike Buchanan. En el espacio de veinte minutos, se escribiría a máquina una declaración de presunta culpabilidad, que se entregaría al jefe de la Brigada de Homicidios del despacho del fiscal del distrito. En el plazo de una hora, con un poco de suerte, obtendrían una orden de registro de la casa de Brian Allan Parkhurst.