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Viernes Santo, 22:15 horas

En todos sus años trabajando por el cumplimiento de la ley, Byrne siempre se había sorprendido al comparar el aspecto de la gente que buscaba con los crímenes que se habían cometido. Raras veces la gente era tan grande o grotesca como sus actos. Él tenía una teoría según la cual el volumen de monstruosidad de alguien era a menudo inversamente proporcional a su tamaño físico.

Sin ningún género de dudas, Andrew Chase era el alma más fea y negra que había encontrado en su vida.

Y ahora que tenía a este hombre delante de él, a menos de dos metros de distancia, le pareció pequeño e insustancial. Pero Byrne no se dejó engañar por aquella consideración. Andrew Chase no era insustancial respecto a las vidas de las familias que había destruido.

Byrne sabía que, aun cuando el asesino Chase estuviera gravemente herido, no tenía ningún derecho en exclusiva sobre él. No podía aprovecharse de ninguna situación ventajosa. La visión de Byrne estaba nublada; su mente era una mezcla cenagosa de indecisión y de rabia. Rabia por su vida. Rabia por Morris Blanchard. Rabia por la manera en que se había ventilado el caso Diablo, que lo había convertido en la encarnación de todo aquello contra lo que él luchaba. Rabia por el hecho de que, de haber hecho su trabajo un poco mejor, podría haber salvado las vidas de un buen numero de chicas inocentes.

Al igual que una cobra herida, Andrew Chase se lo olió.

Byrne recordó fugazmente el viejo blues de Sonny Boy Williamson Collector Man que habla de cómo ya es hora de abrir la puerta, pues ya ha venido el recaudador.

La puerta se abrió de par en par. Byrne hizo con la mano izquierda una figura conocida, la primera que aprendió cuando empezó a estudiar lenguaje por señas.

Te quiero.

Andrew Chase se giró deprisa, los ojos enrojecidos, Glock en ristre.

Kevin Byrne vio a todas las chicas en los ojos de aquel monstruo. A todas aquellas víctimas inocentes. Levantó su arma.

Los dos hombres dispararon.

Y, como ya había ocurrido antes una vez, el mundo se quedó blanco y en silencio.

Para Jessica, las explosiones gemelas fueron ensordecedoras, robándole lo poco que le quedaba de capacidad auditiva. Cayó encogida al frío piso del sótano. Había sangre por doquier. No podía levantar la cabeza. Mientras se sumía en un cúmulo de nubes, intentó encontrar a Sophie en medio de aquel osario de carne humana despedazada. El corazón redujo el ritmo, la vista le falló.

Sophie, pensó, desvaneciéndose, desvaneciéndose.

Mi corazón.

Mi vida.

Las chicas del rosario
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