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Martes, 21:20 horas

Se había quedado dormido. Desde su infancia, transcurrida en el Lake District, donde el sonido de la lluvia sobre el tejado era una canción de cuna, Simon se había sosegado con el redoble de los truenos. Fue el tubo de escape de un coche lo que le despertó.

O tal vez un disparo.

Esto era Gray’s Ferry, después de todo.

Consultó el reloj. Una hora. Llevaba dormido una hora. ¡Menudo experto en vigilancia! Más bien el inspector Clouseau.

Lo último que recordaba, antes de despertarse sobresaltado, era a Kevin Byrne entrando en un bar bronco de Gray’s Ferry llamado Shotz, el tipo de lugar donde, cuando entras, siempre bajas por lo menos dos escalones. Física y socialmente hablando. Un bar irlandés cochambroso.

Simon había aparcado en una bocacalle, en parte para mantenerse fuera del campo de visión de Byrne pero en parte también porque no había sitio delante del bar. Su intención era esperar a que Byrne saliera del bar, seguirlo, ver si se detenía en alguna calle oscura y encendía una pipa de crack. Si todo iba bien, Simon se subiría sigilosamente al coche y le sacaría una foto al legendario detective Kevin Francis Byrne con un vaso largo entre los labios.

Entonces lo tendría en el bote.

Simon cogió su pequeño paraguas plegable, salió del coche, abrió el paraguas y se dirigió hacia la esquina de la calle. Echó un vistazo. El coche de Byrne seguía aparcado allí. Parecía como si alguien hubiera roto la ventana del conductor. ¡Hóspera cana!, exclamó Simon para sus adentros. Compadezco al loco que ha robado al coche equivocado en una noche equivocada.

El bar estaba aún abarrotado de gente. Oyó cómo los dulces compases de una vieja melodía de Thin Lizzy hacían vibrar los cristales de las ventanas.

Estaba a punto de volver a su coche cuando una sombra llamó su atención, una sombra que atravesó como una flecha el descampado que había al otro lado del Shotz. Gracias a la débil claridad que emanaba del neón del bar, Simon pudo reconocer la inmensa silueta de Byrne.

¿Qué diablos estará haciendo ahí?

Simon levantó la cámara, enfocó y sacó unas fotos. No sabía decir por qué, pero cuando seguía a alguien con una cámara y trataba de hacer un collage de imágenes al día siguiente, cada imagen le ayudaba a establecer la línea temporal.

Además, las imágenes digitales se podían borrar. No era como en los viejos tiempos, cuando cada instantánea de una cámara de treinta y cinco milímetros costaba dinero.

De vuelta al coche, echó un vistazo a las imágenes en una pequeña pantalla de cristal líquido. No estaban nada mal. Un poco oscuras, naturalmente, pero se veía claramente que era Kevin quien salía de aquel callejón y atravesaba el descampado. En dos de las fotos aparecía una furgoneta de color claro al lado; además, no cabía error alguno sobre el perfil voluminoso del hombre. Simon se aseguró de que la imagen quedara impresa con fecha y hora.

Hecho.

Luego, su radio multifrecuencia de policía —una Uniden BC250D, un modelo portátil que más de una vez le había permitido introducirse en una escena del crimen por delante de los detectives— crepitó al arrancar. No podía distinguir los detalles, pero unos segundos después, cuando Kevin Byrne se fue de allí en su coche, Simon supo que, estuviera metido en lo que fuera, algo se andaba tramando.

Simon accionó la llave de contacto, esperando que produjera resultados el trabajo que había hecho reparando el silenciador. Los produjo. Ya no sonaría como un avión Cessna al tratar de seguir a uno de los detectives más sabuesos de la ciudad.

La vida era buena.

Metió la primera. Y se fue de allí.

Las chicas del rosario
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