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Viernes Santo, 10:00 horas
La droga casi le saltó la tapa de los sesos.
El efecto se concentró en la parte posterior del cráneo, donde estuvo rebotando unos instantes al compás de la música, y luego le bajó al cuello como un hacha, a modo de cuchillas triangulares oscilantes; un efecto parecido a una calabaza de Halloween a la que le rebanan el copete.
—¡Acojonante! —exclamó Lauren.
Lauren Semanski venía faltando regularmente a dos de las seis asignaturas que cursaba en el Nazareno. Aunque la amenazaran con un revólver, tras dos años estudiando álgebra no podría decir qué era una ecuación cuadrática. Ni siquiera estaba segura de que la ecuación cuadrática fuera álgebra. Tal vez era geometría. Y, aunque su familia era polaca, no sabía tampoco situar Polonia en un mapa. La vez que lo intentó, posó su uña brillantemente pintada en un punto al sur del Líbano. En los tres últimos meses le habían puesto cinco multas, y tanto su reloj digital como el aparato de vídeo de su dormitorio marcaban las 12:00 desde hacía casi dos años. Asimismo, la única vez que trató de cocinar algo —una tarta de cumpleaños para su hermana pequeña Caitlin—, la casa había salido casi ardiendo.
A sus dieciséis años, Lauren Semanski —y ella era probablemente la primera en reconocerlo— no sabía casi nada de nada.
Pero sabía mucho de anfetaminas.
—Criptonita. —Dejó el tubo de esnifar en la mesita y se dejó caer sobre el respaldo del sofá. Tenía ganas de aullar. Paseo la mirada por la sala. Chavales raperos por doquier. Alguien puso a tope la música. Sonó Billy Corgan. Los Pumpkins eran guays, vieja escuela. Los Zwan, una porquería.
—¡Lourenz! —se desgañitó Jeff a causa del volumen tan alto de la música. Al llamarla así, Jeff se pasaba por el sobaco, por millonésima vez, sus ruegos de no ser llamada de aquella manera tan estúpida. Jeff se marcó en una guitarra imaginaria unos cuantos compases babeando sobre su camiseta de los Mars Volta, mientras la miraba con una risita de hiena.
Qué mariconazo, Señor, pensó Lauren. Monín, pero pelma de cojones.
—¡Me tengo que abrir! —se desgañitó ella a su vez.
—No me fastidies, Lo. —Y le pasó el tubo, como si ella no se hubiera dado ya un buen chute de Rite-Aid.
—No puedo. —Se suponía que había ido a la tienda. Se suponía que había ido a comprar un estúpido glaseado de cereza para el jamón de Pascua. Como si ella necesitara comer. ¿Quién necesitaba comer? Nadie, que ella supiera. Sin embargo, tenía que salir pitando. Me mata mi abuela como se me olvide ir a la tienda a por el glaseado.
Jeff hizo una mueca y luego se inclinó sobre la mesa baja de cristal para esnifar una raya. Estaba completamente ido. Ella esperaba una despedida con beso, pero al levantar la cabeza de la mesa, le vio los ojos.
Completamente pedo.
Lauren se puso en pie y cogió bolso y paraguas. Miró la carrera de obstáculos de cuerpos que reposaban en diversos estados de consciencia. Las ventanas estaban tapadas con láminas de cartulina. Todas las lámparas tenían bombillas rojas.
Volvería después.
Jeff tenía para rato.
Salió a la calle, con las gafas de sol Ray-Ban bien caladas. Aún seguía lloviendo —¿pararía alguna vez?—, pero incluso el cielo gris le resultaba demasiado luminoso. Además, le gustaba el aspecto que le daban las gafas de sol. A veces se las ponía por la noche, e incluso en la cama.
Carraspeó y tragó saliva. El rescoldo de la metanfetamina en la parte posterior de su garganta le dio otro subidón.
Estaba un poquito demasiado pedo para ir a casa. De todos modos, allí se respiraba un estado bélico aquellos días. No quería más penalidades.
Sacó su Nokia, tratando de encontrar una excusa que pudiera mirar. Necesitaba sólo una hora más o menos para que le bajara. ¿Problema con el coche? Dado que el Volkswagen estaba en el taller, eso no iba a funcionar. ¿Visitando a un amigo enfermo? Vamos, Lo. La abuela B llamaría al médico de turno para informarse, ¿Qué excusas no había dado desde hacía tiempo? Muy pocas. Durante el último mes, había estado en casa de Jeff tal vez unos cuatro días a la semana. Y últimamente, casi todos los días.
Ya sé, pensó. Ya lo tengo.
Perdona, abuela. No puedo ir a casa a comer porque me han secuestrado.
Ja, ja. Como si le importara lo más mínimo.
Desde que sus padres se estrellaron con el coche, el año anterior, había vivido rodeada por zombies.
A tomar por culo. Ya se acostumbraría.
Vio unos cuantos escaparates, levantándose las gafas de sol cuando algo le interesaba. Las Bans eran todo lo guays que se quisiera, pero joder qué oscuras eran.
Cruzó el parking que había detrás de las tiendas cerca de la esquina de su calle, armándose de valor para presentarse delante de su abuela.
—¡Hola Lauren! —gritó alguien.
Se volvió. ¿Quién la había llamado? Miró por todo el parking. No vio a nadie. Sólo un puñado de coches y un par de furgonetas. Trató de situar el origen de la voz, pero no pudo.
—¿Hola? —contestó.
Silencio.
Reculó hasta situarse entre una furgoneta y un camión de reparto de cervezas. Se quitó las gafas de sol, miró alrededor, dio un giro de trescientos sesenta grados.
Lo siguiente que percibió fue una mano en su boca. Al principio creyó que era Jeff, pero ni siquiera Jeff habría llevado una broma tan lejos. Aquello no era nada gracioso. Se debatió para liberarse, pero quien quiera que le estuviera gastando aquella broma tan pesada debía de ser muy fuerte. Realmente fuerte.
Sintió una aguja en su brazo izquierdo.
¿Eh? Ah, es el hijo de puta ése, pensó.
Estaba a punto de hacer de Vin Diesel cuando notó que le fallaban las piernas e impactó contra la furgoneta. Trató de permanecer alerta mientras caía al suelo. Algo le estaba ocurriendo y ella quería registrarlo bien en la mente. Cuando la poli le echara el guante a este hijo de puta —y de eso no le cabía la menor duda—, ella iba a ser la mejor testigo que se pudiera encontrar. Lo primero que notó fue el olor a limpio. Un poco demasiado, para su gusto. Además, él llevaba guantes de goma.
No era buena señal que el tipo actuara pensando en la labor del forense.
La flojera le pasó al estómago, luego al pecho y finalmente a la garganta.
Defiéndete, Lauren.
Había bebido alcohol por primera vez a los nueve años, cuando su prima mayor Gretchen le había dejado una neverita con vino dentro con ocasión de los fuegos artificiales del Cuatro de Julio, junto al río. Aquello fue amor al primer chupinazo. Desde entonces, había ingerido cualquier bebida conocida por la humanidad y algunas otras sólo conocidas por extraterrestres. Ella podía hacer frente a cualquier sustancia que le hubiera inyectado con aquella aguja. ¿El mundo tambaleándose, difuminándose por los bordes, por efecto de una sustancia? ¡Viejas chorradas! En cierta ocasión, volvió a casa desde Atlantic City con media botella de Jack Daniels en el cuerpo y un colocón de tres días.
Perdió el conocimiento.
Lo recuperó.
Ahora estaba boca arriba en la furgoneta. ¿O era un cuatro por cuatro? Fuera como fuere, el vehículo iba rodando. Deprisa.
Su cabeza iba también viajando, pero no era un viaje bueno. Era un viaje tipo las tres de la madrugada y no debería haberme chutado estos inhibidores X y Nardil.
Tenía frío. Se echó la sábana encima. No era realmente una sábana. Era una camisa o abrigo o algo así.
Desde los rincones más recónditos de su conciencia, oyó sonar el móvil. Oyó su estúpido soniquete del grupo Korn. Lo tenía en el bolsillo y lo único que tenía que hacer era contestar como había hecho antes millones de veces y decirle a su abuela que llamara a la puta policía para que le echara el guante a este cabrón de una maldita vez.
Pero no se podía mover. Notaba como si los brazos le pesaran una tonelada.
Sonó otra vez el teléfono. Él alargó el brazo e intentó sacarle el móvil del bolsillo. Como sus vaqueros eran ajustados, le estaba costando mucho trabajo sacarlo. Bien. Ella quiso cogerle el brazo para detenerlo, pero le pareció como si sólo pudiera moverse a cámara lenta. Iba sacándole el Nokia del bolsillo, despacio, sin soltar la otra mano del volante, mirando de vez en cuando a la carretera.
Desde algún lugar profundo de su psique, Lauren notó que ira y rabia empezaban a aumentar, un furor volcánico que le decía que si no hacía algo, y pronto, no iba a salir de allí con vida. Se echó la chaqueta sobre su barbilla. Sintió de repente mucho frío. Sintió algo en uno de los bolsillos. ¿Un boli? Probablemente. Se agarró con todas las fuerzas de su alma.
Como un cuchillo.
Cuando finalmente le sacó el teléfono de los vaqueros, ella supo que tenía que actuar. Al empezar él a retirarse, ella giró el puño repentinamente y le clavó el boli en el dorso de la mano derecha; la parte superior se rompió. Él chilló mientras el vehículo seguía lanzado, dando tumbos a izquierda y a derecha, proyectando el cuerpo de ella contra una pared y contra la otra. Debieron de chocar contra un bordillo, pues de repente salió disparada por los aires, dándose un fuerte golpe al caer al suelo del vehículo. Oyó un chasquido violento y notó una enorme corriente de aire.
La puerta lateral estaba abierta, pero seguían corriendo.
Sintió un torbellino de aire frío, húmedo, en el interior del vehículo, y con él un olor a tubo de escape y a césped recién cortado. La fuerte corriente la despabiló un poco y frenó la náusea creciente. Sólo un poco. Después Lauren sintió que la droga que él le había inyectado volvía a apoderarse de ella. Seguía además, también, bajo los efectos de la anfetamina. Pero lo que él le había inyectado hacía que su mente se obnubilara y sus sentidos se embotaran.
El viento seguía rugiendo. La tierra gritaba a su lado, a tan sólo unos pies de ella. Aquello le recordó el tornado del Mago de Oz. O el tornado de la película Twister.
Ahora iban más deprisa incluso. El tiempo retrocedió unos instantes, y volvió al presente. Miró hacia arriba justo en el momento en el que el hombre volvía a alargar la mano hacia ella. ¿Un revólver? ¿Un cuchillo? No. Era muy difícil concentrarse. Lauren trató de centrarse en el objeto. El viento introducía polvo y cascajo en el interior del vehículo, nublándole la visión y produciéndole escozor en los ojos. Luego vio la aguja hipodérmica acercarse a ella. La aguja parecía inmensa, afilada, letal. No podía permitir que volviera a pincharla.
No podía.
Lauren Semanski hizo acopio del coraje que le quedaba.
Se sentó y sintió que la fuerza volvía a sus piernas.
Se despegó de un tirón.
Y descubrió que podía volar.