Fatigados y ojerosos, pero luciendo triunfantes sonrisas, se sentaron en torno al fuego y se felicitaron mutuamente. Saphira grajeó de júbilo y los caballos se asustaron.


Mientras tanto Eragon miraba fijamente las llamas: estaba orgulloso de haber recorrido casi trescientos cincuenta kilómetros en cinco días, pues incluso para una persona que hubiese podido cambiar de montura con frecuencia, se trataba de un logro impresionante.

«Estoy fuera del Imperio», se dijo Eragon. Era un pensamiento extraño. El muchacho había nacido en el Imperio, había pasado toda la vida bajo la ley de Galbatorix, había perdido a sus amigos más íntimos y a su familia a manos de los siervos del rey, y había estado a punto de perder la vida en más de una ocasión dentro de los dominios del soberano. Pero ahora Eragon era libre, y ni Saphira ni él tendrían que esquivar nunca más a los soldados, ni evitar los pueblos ni ocultar su identidad.

Sin embargo, esa percepción le brindaba un sabor agridulce, pues el precio que debía pagar era la pérdida de todo su mundo.

Se quedó contemplando las estrellas en el cielo del ocaso. Si bien le atraía la idea de levantar un hogar en la seguridad del aislamiento, había presenciado demasiadas atrocidades cometidas en nombre de Galbatorix -del asesinato a la esclavitud- para darle la espalda al Imperio. No sólo le impulsaba ya la idea de vengar la muerte de Brom o la de Garrow, sino que, como Jinete, tenía el deber de ayudar a quienes carecían de fuerzas para enfrentarse a la opresión de Galbatorix. Tras un suspiro, abandonó sus deliberaciones y observó a la elfa, tumbada junto a Saphira. La luz anaranjada de la fogata daba al rostro de la mujer un tono cálido y proyectaba suaves sombras que se agitaban bajo los pómulos de la elfa. Mientras el muchacho la miraba, poco a poco se le fue ocurriendo una idea.

Eragon era capaz de oír los pensamientos de personas y anímales, y de comunicarse con ellos por ese medio si escogía hacerlo así, pero apenas había practicado esa habilidad, excepto con Saphira. Siempre recordaba la advertencia de Brom, según la cual no debía violar la mente de nadie, si no era absolutamente imprescindible. Por lo tanto, había evitado hacerlo, salvo en la única ocasión en que había intentado hurgar en la conciencia de Murtagh.

Ahora, no obstante, se preguntaba si sería capaz de entablar contacto con la elfa a pesar del estado comatoso en que ella se encontraba.

«Tal vez por medio de sus recuerdos logre saber por qué permanece en ese estado. Sin embargo, si se recupera, ¿podrá perdonarme la intrusión…? Sea como sea, debo intentarlo. Lleva inconsciente casi una semana.»

Sin contarle sus intenciones a Murtagh ni a Saphira, se arrodilló junto a la elfa y le apoyó una palma en la frente.

Eragon cerró los ojos y tendió una red de pensamiento, como un dedo curioso, hacia la mente de la elfa. No le costó encontrarla. Pero no estaba confusa ni llena de dolor, como había esperado, sino lúcida y clara, semejante al tañido de una campana de cristal. De pronto, una gélida daga se clavó en los pensamientos de Eragon y el dolor reventó tras los ojos del muchacho con estallidos de color. Retrocedió ante el ataque, pero se encontró aprisionado por un abrazo férreo, incapaz de emprender laretirada.

Eragon luchó con todas sus fuerzas y recurrió a cualquier tipo de defensa que pudo imaginar, pero la daga volvió a clavársele en la mente. Entonces levantó ante ella con urgencia sus barreras para rechazar el ataque, pero aunque el dolor era menos atroz que en el primer momento, le impedía concentrarse. La elfa aprovechó la oportunidad para aniquilar las defensas del muchacho sin piedad.

Una manta sofocante envolvía a Eragon por todas partes asfixiando sus pensamientos: la fuerza abrumadora se contraía lentamente y le sorbía las fuerzas poco a poco, pero él insistió porque no estaba dispuesto a rendirse.

La elfa apretó sin piedad su cerco un poco más, decidida a extinguirlo como quien sopla una vela. Desesperado, Eragon gritó en el idioma antiguo: ¡Eka ai fricai un Shur'tugal! ¡Soy un Jinete, tu amigo! El abrazo mortal no se soltó, aunque cesó la presión, y la elfa emitió una sensación de sorpresa.

Al poco sobrevino la suspicacia, pero Eragon sabía que ella terminaría por creerle; en el idioma antiguo no podía mentir. Sin embargo, el hecho de que se hubiera presentado como amigo no significaba a la fuerza que no pretendiera dañarla. Por lo que Eragon le había transmitido a la elfa, ésta sabía que él se consideraba amigo suyo; tal afirmación podía ser cierta para el muchacho, pero no necesariamente para ella.

«El idioma antiguo tiene sus limitaciones», pensó Eragon con la esperanza de que la elfa sintiera la suficiente curiosidad para arriesgarse a soltarlo.

Y la sintió. Entonces se alivió la presión, y las barreras de la mente de la mujer cedieron entre dudas. La elfa permitió que sus pensamientos establecieran un leve contacto, como entre dos animales salvajes en un primer encuentro. Un escalofrío recorrió a Eragon. La mente de la elfa era extraña: parecía vasta y poderosa, cargada de los recuerdos de incontables años. Los pensamientos recónditos de la mujer desaparecían de la vista del muchacho, inaccesibles al contacto, porque eran instrumentos propios de otra raza que obligaban a Eragon a apartarse cuando le rozaban la conciencia. Sin embargo, entre todas esas sensaciones, resplandecía la melodía de una belleza, salvaje y hechicera, que ostentaba la identidad de la elfa. ¿Cómo te llamas? -preguntó ella en el idioma antiguo. La voz de la elfa sonaba débil, plena de una silenciosa desesperanza.

Eragon. ¿Y tú?

La conciencia de la elfa se le acercó más todavía invitándole a sumergirse en las cadencias líricas de la sangre de la mujer. Él resistió con esfuerzo la invocación, aunque su corazón ardía por ceder. Por primera vez entendió el legendario atractivo de los elfos: eran criaturas mágicas, libres de las leyes mortales de la tierra, tan distintas de las de los hombres, de igual manera que los dragones eran diferentes de los demás animales. … Arya. ¿Por qué entablas contacto conmigo de este modo? ¿Sigo siendo cautiva del Imperio? ¡No! ¡Eres libre! -exclamó Eragon. Aunque apenas conocía algunas palabras sueltas del idioma antiguo, consiguió explicar-: A mí me apresaron en Gil'ead, como a ti, pero escapé y te rescaté. Durante los cinco días posteriores, hemos cruzado el desierto de Hadarac y ahora hemos acampado al pie de las montañas Beor. En todo ese tiempo no te has movido, ni has dicho una sola palabra. ¡Ah… así que fue en Gil'ead! -La elfa hizo una pausa-. Sé que alguien curó mis heridas, pero en ese momento no entendí por qué, aunque estaba segura de que era para prepararme para una nueva tortura. Ahora me doy cuenta de que fuiste tú -luego añadió con suavidad-: A pesar de eso no me he despertado, lo cual parece asombrarte.

Sí.

Durante mi cautividad, me administraron un extraño veneno, el skilna bragh, junto con una droga para anular mis fuerzas. Todas las mañanas me daban el antídoto para el veneno del día anterior, y si me negaba a tomarlo, me obligaban. Sin él, moriré dentro de pocas horas. Por eso vivo en este trance: hace más lento el progreso del skilna bragh, pero no lo detiene… Me planteé la posibilidad de despertarme para quitarme la vida y liberarme de Galbatorix, pero decidí no hacerlo con la esperanza de que fueras un aliado.

Su voz, cada vez más débil, se apagaba. ¿Cuánto tiempo puedes permanecer así? -preguntó Eragon.

Cuatro semanas, pero me temo que ya no me queda mucho. Este letargo no puede alejar la muerte para siempre… Ya la noto en mis venas. Si no recibo el antídoto, sucumbiré al veneno dentro de tres o cuatro días. ¿Dónde se puede encontrar el antídoto?

Sólo existe en dos lugares fuera del Imperio: donde está mi gente y donde viven los vardenos. De todos modos, no se puede llegar a mi hogar a lomos de un dragón. ¿Y los vardenos? Te hubiéramos llevado directamente a ellos, pero no sabemos dónde están.

Te lo diré si me das tu palabra de que nunca revelarás su ubicación a Galbatorix, ni a ninguno de sus siervos. Además, debes jurar que no me has engañado de ningún modo y que no deseas ningún mal para los elfos, ni para los enanos, ni para los vardenos, ni para la raza de los dragones.

Lo que solicitaba Arya habría sido bien sencillo si no hubieran estado hablando en el idioma antiguo, pues Eragon sabía que le pedía juramentos más comprometedores que la vida misma. Una vez suscritos, no podían romperse jamás. Y eso le pesó en la conciencia mientras comprometía su palabra.

Estamos de acuerdo…

Una serie de imágenes de vértigo cruzaron de repente por la mente de Eragon: se encontró cabalgando por la cordillera de las Beor, mientras recorría muchas leguas hacia el este. El muchacho hizo cuanto pudo por recordar la ruta mientras las sierras y las colinas desfilaban ante él. En ese momento se encaminaba hacia el sur, todavía entre las montañas. Luego el escenario cambió de golpe y se metió por un valle, estrecho y retorcido, que desfilaba sinuoso entre las montañas hasta la base de una espumosa cascada que caía hasta un profundo lago.

Las imágenes se detuvieron.

Está lejos -dijo Arya-, pero no te dejes desanimar por la distancia. Cuando llegues al lago Kóstha-mérna, al final del río Diente de Oso, coge una piedra, golpéala contra el risco que queda junto a la cascada y grita: Ai vardenos abr du Shur'tugáis gatavanta. Te dejarán pasar. Serás retado, pero no cejes por muy peligroso que parezca. ¿Qué te han de dar para el veneno? -preguntó Eragon.

La voz de Arya temblaba, pero recuperó las fuerzas.

Diles que me den néctar de túnivor. Ahora me tienes que dejar… porque ya he gastado demasiada energía. No vuelvas a hablar conmigo, a no ser que no queden esperanzas de encontrar a los vardenos. Si eso ocurriera, hay una información que debo compartir contigo para que los vardenos sobrevivan. Adiós, Eragon, Jinete de Dragón… Mi vida está en tus manos.

Arya cortó el contacto. Las corrientes sobrenaturales que habían cruzado las mentes de ambos, como un eco, desaparecieron. Eragon se estremeció al respirar y se esforzó en abrir los ojos. Murtagh y Saphira lo flanqueaban y lo miraban con preocupación. -¿Estás bien? -preguntó Murtagh-. Llevas casi quince minutos arrodillado. -¿Ah, sí? -dijo Eragon pestañeando.

Sí, y haciendo muecas como una gárgola torturada -comentó Saphira en tono seco.

Eragon se levantó e hizo gestos de dolor al estirar los músculos acalambrados. -¡He hablado con Arya! -En el rostro de Murtagh se dibujó una mueca burlona como si quisiera preguntarle si se había vuelto loco. Eragon explicó-: La elfa. Así se llama. ¿Y con qué podemos curarla? -preguntó Saphira, impaciente.

Eragon les contó a toda prisa su conversación con la elfa. -¿A qué distancia quedan los vardenos? -preguntó Murtagh.

-No estoy seguro del todo -confesó Eragon-. Por lo que me ha mostrado, creo que están todavía más lejos que Gil'ead. -¿Y se supone que lo hemos de recorrer en tres o cuatro días? -preguntó Murtagh, enfadado-. ¡Llegar hasta aquí nos ha costado cinco largas jornadas! Qué quieres, ¿matar a los caballos? Bastante exhaustos están ya. -¡Pero hemos de intentarlo, porque si no hacemos nada se morirá! Si es demasiado para los caballos, Saphira puede adelantarse volando con Arya y conmigo; al menos llegaríamos a tiempo hasta los vardenos. Y tú podrías unirte a nosotros unos pocos días después.

Murtagh refunfuñó y se cruzó de brazos.

-Claro. Murtagh, el animal de carga. Murtagh, el guía de caballos. Tendría que haber recordado que últimamente sólo sirvo para eso. ¡Ah, y no olvidemos que todos los soldados del Imperio andan en mi busca porque tú no podías defenderte solo y tuve que ir a salvarte! Sí, supongo que aun así debo seguir tus instrucciones y llevar los caballos detrás de ti como un buen sirviente.

Eragon estaba asombrado por la repentina malevolencia que había aparecido en la voz de Murtagh.

-Pero ¿qué te ocurre? Te estoy agradecido por lo que hiciste. Sin embargo, ¡no tienes ninguna razón para enfadarte conmigo! Yo no te pedí que me acompañaras ni que me rescataras de Gil'ead. Lo decidiste tú. Yo no te he obligado a hacer nada. -¡Ah, no; abiertamente, no! ¿Qué otra cosa podía hacer, sino ayudarte contra los ra'zac? Y luego, en Gil'ead, ¿cómo iba a largarme con la conciencia en paz? El problema contigo -dijo Murtagh dándole un empujón a Eragon en el pecho- es que eres tan indefenso que obligas a que todo el mundo te cuide.

Aunque esas palabras hirieron el orgullo de Eragon, reconoció en ellas una parte de verdad.

-No me toques -rugió.

Murtagh rió con un tinte brusco en la voz.

-Y si no, ¿qué? ¿Me vas a pegar? No serías capaz de golpearle ni a una pared de ladrillos.

Se acercó a Eragon para darle otro empujón, pero éste lo agarró por un brazo y le dio un golpe en el estómago. -¡He dicho que no me toques!

Murtagh se inclinó y maldijo. Luego soltó un aullido y se lanzó sobre Eragon.

Cayeron al suelo en una maraña de brazos y piernas y se pegaron mutuamente.

Eragon lanzó una patada a la cadera derecha de Murtagh, pero falló y rozó el fuego, con lo que las centellas y las ascuas ardientes volaron por el aire.

Los dos jóvenes rodaron por el suelo intentando asirse a algo. Eragon consiguió encajar los pies bajo el pecho de Murtagh y le dio una fuerte patada. Murtagh voló boca abajo hacia la cabeza de Eragon y le aterrizó en la espalda con un golpe contundente.

Murtagh quedó sin aliento, pero intentó ponerse en pie y se dio la vuelta para encararse a Eragon, mientras boqueaba con fuerza. Cargaron de nuevo. Saphira lanzó un coletazo entre los dos, acompañado de un rugido ensordecedor. Eragon la ignoró y trató de saltar por encima de la cola de la dragona, pero una zarpa lo atrapó en el aire y lo soltó de nuevo en el suelo. ¡Basta!

Trató inútilmente de quitarse del pecho la musculosa pata de Saphira y vio que Murtagh también estaba atrapado. Saphira volvió a rugir y chasqueó las mandíbulas.

Balanceó la cabeza por encima de Eragon y lo fulminó con la mirada. ¡Tú, mejor que nadie, deberías comportarte! Peleáis como perros hambrientos por un resto de carne. ¿Qué diría Brom?

Eragon sintió que le ardían las mejillas y apartó la mirada. Sabía lo que hubiera dicho Brom. Saphira los mantuvo en el suelo mientras se calmaban y luego se dirigió claramente a Eragon:

Ahora, si no quieres pasar la noche bajo mi zarpa, le preguntarás educadamente a Murtagh qué le preocupa. -Volvió la cabeza hacia Murtagh y lo miró fijamente con sus impasibles ojos azules-. Y dile que no pienso aguantar insultos de ninguno de los dos. ¿No nos vas a soltar? -se quejó Eragon.

No.

En contra de su voluntad, Eragon volvió la cabeza hacia Murtagh mientras notaba el sabor de la sangre en la boca. Murtagh evitó su mirada y fijó los ojos en el cielo.

-Bueno, ¿nos va a soltar o no?

-No, mientras no hablemos… Quiere que te pregunte cuál es el verdadero problema -dijo Eragon, avergonzado.

Saphira gruñó una afirmación y mantuvo la vista fija en Murtagh. A éste le resultaba imposible huir de la penetrante mirada de la dragona. Al fin se encogió de hombros y murmuró algo en voz baja. La zarpa de Saphira se apretó en torno al pecho del joven y la cola silbó en el aire. Murtagh le lanzó una mirada rabiosa, pero luego, rechinando, habló en voz alta:

-Ya te lo dije. No quiero ir a donde están los vardenos.

Eragon frunció el entrecejo. ¿Sólo era eso? -¿No quieres o no puedes?

Murtagh trató de librarse de la zarpa de Saphira a empujones, pero renunció entre maldiciones. -¡No quiero! -bramó-. Esperarán de mí cosas que no puedo darles. -¿Les has robado algo? -¡Ojalá fuera tan sencillo!

Exasperado, Eragon puso los ojos en blanco.

-Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Has matado a alguien importante o te has acostado con la mujer que no debías?

-No, el problema fue nacer -dijo Murtagh en tono enigmático.

Murtagh volvió a empujar a Saphira, y esta vez ella los soltó a los dos. Se pusieron de pie bajo la mirada vigilante de la dragona y se sacudieron la arena de la espalda.

-Estás evitando la pregunta -dijo Eragon mientras se tocaba el labio partido. -¿Y qué? -escupió Murtagh, y se dirigió hacia el borde del campamento pisando muy fuerte, pero al cabo de un momento, susurró-: Las razones de mi situación no importan, pero te puedo decir que los vardenos no me darían la bienvenida ni aunque les llevara la cabeza del rey. Ah, tal vez me reciban con amabilidad y me permitan entrar en su consejo, pero… ¿fiarse de mí? ¡Nunca! Y sillegara en circunstancias poco propicias, como las actuales, quizá me pusieran los grilletes. -¿Me vas a contar de qué va todo esto? -preguntó Eragon-. Yo también he hecho cosas de las que no me enorgullezco, así que no te voy a juzgar.

Murtagh, con los ojos relucientes, negó lentamente.

-No se trata de eso. No he hecho nada que merezca semejante trato, aunque sería más fácil así porque podría expiar mi culpa. No… mi única maldad, para empezar, es existir. -Calló y dio una temblorosa bocanada-. Mira, mi padre…

Un agudo bufido de Saphira le cortó la palabra repentinamente. ¡Mirad!

Siguieron la mirada de la dragona que enfocaba hacia el oeste. El rostro de Murtagh palideció. -¡Hay demonios por arriba y por abajo!

A más o menos cinco kilómetros de distancia, en paralelo a la cadena montañosa, pudieron ver una columna de figuras marchando hacia el este. La hilera de tropas, formada por cientos de figuras, tenía una longitud de más de un kilómetro, y al avanzar levantaban nubes de polvo, mientras las armas brillaban en la agonizante luz del ocaso. En cabeza iba un portaestandarte que cabalgaba en una cuadriga negra blandiendo un pendón carmesí.

-Es el Imperio -dijo Eragon, agotado-. Nos han encontrado… no sé cómo.

Saphira colocó la cabeza sobre el hombro de Eragon y observó la columna.

-Sí, pero son úrgalos, no hombres -dijo Murtagh. -¿Cómo lo sabes?

-Esa bandera es el símbolo personal del jefe de un clan de úrgalos -contestó Murtagh señalando el estandarte-. Es un bruto despiadado, proclive a los ataques violentos y a la locura. -¿Lo conoces?

-Lo ví una vez, por poco tiempo -respondió el joven entrecerrando los ojos-.

Aún conservo las cicatrices. Tal vez esos úrgalos no nos busquen a nosotros, pero estoy seguro de que ya nos han visto y nos van a seguir. Su jefe no es de los que dejarían escapar a un dragón, sobre todo si se ha enterado de lo de Gil'ead.

Eragon se apresuró a cubrir el fuego con tierra. -¡Tenemos que huir! Tú no quieres ir con los vardenos, pero yo he de llevar a Arya hasta ellos antes de que muera. Hagamos un trato: ven conmigo hasta que llegue al lago Kóstha-mérna y luego sigue tu propio camino. -Murtagh dudó, pero Eragon añadió enseguida-: Si te vas ahora, a la vista de la columna, los úrgalos te seguirán. ¿En qué situación quedarías? ¿Tú solo contra ellos?

-Muy bien -contestó Murtagh echando sus alforjas sobre la grupa de Tornac -.

Pero cuando estemos cerca de los vardenos me iré.

Eragon ardía en deseos de interrogar más a Murtagh, pero no teniendo a los úrgalos tan cerca. De modo que recogió sus cosas y ensilló a Nieve de Fuego. Saphira agitó las alas, despegó deprisa y los sobrevoló haciendo círculos. Vigiló a Murtagh y a Eragon mientras abandonaban el campamento. ¿En qué dirección he de volar? -preguntó.

Hacia el este, siguiendo las Beor.

Manteniendo las alas quietas, Saphira evolucionó un poco y se balanceó en el torbellino de aire caliente quedándose suspendida sobre los caballos.

Quisiera saber qué hacen los úrgalos aquí. Tal vez los hayan enviado para atacar a los vardenos.

En ese caso, deberíamos intentar advertirles -dijo Eragon guiando a Nieve de Fuegoentre obstáculos apenas visibles.

A medida que oscurecía, los úrgalos fueron desapareciendo en la penumbra a espaldas de los viajeros.