Escuálidos árboles crecían en los escasos fragmentos de suelo
sólido, un suelo que cualquier granjero habría considerado inútil
para el cultivo, y a lo lejos se alzaba una línea de peñascos de
color violeta. En la imponente desolación casi no se veían animales
a excepción de algún que otro pájaro planeando en los céfiros.
-¿Estás seguro de que encontraremos comida para los animales?
-preguntó Eragon arrastrando las palabras, ya que la garganta le
raspaba a causa del aire, seco y caliente. -¿Has visto eso?
-preguntó Murtagh, y señaló los peñascos-. A su alrededor crece la
hierba. Es corta y dura, pero bastará para los
caballos.
-Espero que tengas razón -dijo Eragon achinando los ojos para
defenderse del sol-. Descansemos un poco antes de continuar. Mi
mente va tan lenta como un caracol, y casi no puedo mover las
piernas.
Desataron a la elfa del vientre de Saphira, comieron y se
tumbaron a la sombra de una duna para echar una
cabezada.
Mientras Eragon se acomodaba en la arena, la dragona se
agachó a su lado y extendió las alas para
taparlos.
Qué lugar tan maravilloso -dijo-. Podría pasar años aquí sin
darme cuenta del paso del tiempo.
Sería un buen lugar para volar -concedió, somnoliento, y
cerró los ojos.
No es sólo eso, sino que me siento como si hubiera nacido
para este desierto: tiene todo el espacio que necesito, montañas en
las que podría posarme y presas camufladas a cuya caza podría
dedicar días enteros. ¡Y hace calor! El frío no me molesta, pero
este calor me hace sentir viva y llena de energía.
Alzó la cabeza hacia el cielo y, feliz, estiró los músculos.
¿Tanto te gusta? -murmuró Eragon.
Sí.
Pues cuando termine todo, tal vez podamos volver… -Mientras
hablaba, cayó en un sueño profundo. Saphira estaba contenta y
ronroneó suavemente mientras él y Murtagh dormían.
Era la mañana del cuarto día desde que habían salido de
Gil'ead, y ya habían recorrido casi doscientos
kilómetros.
Durmieron apenas lo justo para aclarar las mentes y dar
descanso a los caballos.
No se veía a ningún soldado por retaguardia, pero eso no les
llevó a aminorar la marcha, pues sabían que el Imperio seguiría
buscando hasta que estuvieran más allá del alcance de la vista del
rey.
-Algún mensajero habrá llevado a Galbatorix noticias de mi
huida -dijo Eragon-, y habrá avisado a los ra'zac. A estas alturas
ya deben de ir tras nuestra pista, por lo tanto deberíamos estar
preparados por si llegan en cualquier momento, aunque les costará
cierto tiempo atraparnos a pesar de que vuelen.
Y esta vez descubrirán que no es tan fácil atarme con cadenas
-dijo Saphira.
-Espero que no puedan seguirnos la pista a partir de
Bullridge -comentóMurtagh mientras se rascaba la barbilla-. El Ramr
fue muy útil para deshacerse de los perseguidores, y es bastante
posible que no vuelvan a encontrar las huellas.
-Siempre nos queda esa esperanza -dijo Eragon al tiempo que
se fijaba en la elfa. El estado de la mujer no había cambiado:
seguía sin reaccionar a los cuidados del muchacho-. Sin embargo, en
este momento no confío mucho en la suerte porque, incluso ahora,
mientras hablamos, los ra'zac podrían estar siguiéndonos el
rastro.
Al ponerse el sol llegaron hasta los peñascos que habían
avistado aquella misma mañana en la lejanía. Los imponentes riscos
de piedra se alzaban ante ellos y proyectaban sus esbeltas sombras,
pero no había ninguna duna en más de un kilómetro a la redonda.
Cuando Eragon desmontó de Nieve de Fuego y pisó la ardiente y
cuarteada tierra, el calor le cayó encima como si le hubieran dado
un golpe. Tenía la parte trasera del cuello y la cara abrasados por
el sol, y la piel caliente, febril.
Tras atar a los caballos donde pudieran mordisquear la
hierba, Murtagh encendió una pequeña fogata. -¿Qué distancia os
parece que hemos recorrido? -preguntó Eragon mientras soltaba a la
elfa del vientre de Saphira. -¡No lo sé! -contestó Murtagh con
brusquedad. Tenía la piel enrojecida y los ojos inyectados en
sangre. Entonces cogió un bote y soltó una maldición-. No hay
suficiente agua. Y los caballos necesitan beber.
Eragon estaba tan irritado como él por el calor y por la
sequedad, pero controló su temperamento.
-Trae a los caballos.
Saphira cavó un agujero con las zarpas, y luego Eragon cerró
los ojos e invocó el hechizo. Aunque el suelo estaba resquebrajado,
había suficiente humedad para que sobrevivieran algunas plantas, y
le bastó para llenar varias veces el agujero.
Murtagh iba llenando los odres a medida que el agua se
acumulaba en el agujero.
Luego se apartó y dejó beber a los caballos. Para satisfacer
su sed, Eragon tuvo que extraer agua de lo más profundo de la
tierra, con lo que la resistencia del muchacho llegó al límite. Una
vez saciados los caballos, le dijo a Saphira:
Si has de beber, hazlo ahora.
Ella alargó el cuello, pasando junto a Eragon, y bebió dos
largos tragos, pero ni uno más.
Antes de permitir que la tierra volviera a absorber el agua,
Eragon bebió tanta como pudo y luego contempló cómo se deshacían
las últimas gotas en la arena.
Mantener el agua en la superficie le costaba más de lo que
había creído.
«Al menos tengo capacidad para conseguirlo», pensó recordando
con asombro el esfuerzo que en otros tiempos había supuesto para él
levantar un guijarro.
Al día siguiente, cuando se despertaron, hacía mucho frío. A
la luz de la mañana, la arena tenía un halo rosado y el cielo
brumoso tapaba el horizonte. El estado de ánimo de Murtagh no había
mejorado con el sueño, y Eragon se dio cuenta de que también el
suyo empeoraba. Mientras desayunaban, preguntó: -¿Crees que nos
falta mucho para abandonar el desierto?
Murtagh lo fulminó con la mirada.
-Estamos cruzando la parte más estrecha, así que supongo que
no nos costará más que dos o tres días.
-Pero fíjate hasta dónde hemos llegado ya. -¡Bien, a lo mejor
tardamos menos! En este momento, lo único que me importa es salir
del Hadarac lo más rápido posible. Bastante difícil es nuestra
tarea para tenerque estar quitándonos el polvo de los ojos
continuamente.
Cuando terminaron de comer, Eragon se acercó a la elfa.
Permanecía como si estuviera muerta: parecía un cadáver, salvo por
la rítmica respiración. -¿Cuál es tu herida? -susurró Eragon
mientras le apartaba un mechón de la cara-. ¿Cómo puedes dormir así
y seguir viva?
La imagen de la elfa, atenta y segura de sí misma, en la
celda seguía viva en la mente del muchacho. Preocupado, preparó a
la mujer para el viaje. Luego ensilló a Nieve de Fuego y montó en
él.
Al abandonar el campamento, se hizo visible en el horizonte
una línea de manchas oscuras, apenas indistinguibles entre la
bruma. Murtagh creía que eran colinas lejanas, pero Eragon no
estaba convencido, aunque no era capaz de apreciar ningún
detalle.
Las tribulaciones de la elfa ocupaban los pensamientos de
Eragon. Estaba seguro de que si no la ayudaban de algún modo,
moriría, aunque no sabía qué podían hacer.
También Saphira estaba preocupada. Ambos pasaron horas
hablando del asunto, pero ninguno de los dos sabía lo suficiente de
curaciones para solucionar el problema que se les
presentaba.
A mediodía hicieron una breve pausa para descansar, y cuando
reanudaron el viaje, Eragon se dio cuenta de que la bruma se había
ido disipando a lo largo de la mañana, de tal modo que las lejanas
manchas estaban más definidas.
Ya no se trataba de bultos sin contorno de un tono violeta
azulado, sino más bien de amplios montes cubiertos de bosque, con
perfiles delimitados. Por su parte, la atmósfera era blanquecina,
como si el halo del desierto se hubiera despejado: parecía que
todos los colores se habían desteñido en la franja horizontal de
cielo que quedaba por encima de las colinas, y se habían extendido
hasta el límite del horizonte.
Eragon, sorprendido, observó con atención; pero cuanto más se
esforzaba por entender lo que estaba viendo, más confundido se
sentía. Pestañeó y movió la cabeza, creyendo que se trataba de
alguna ilusión óptica provocada por el aire del desierto. Sin
embargo, apenas volvía a abrir los ojos aquella molesta absurdidad
seguía allí. Sin duda, por delante de ellos la blancura invadía la
mitad del cielo. Seguro que se trataba de algo terrible. Pero
cuando estaba empezando a comentárselo a Murtagh y a Saphira,
Eragon entendió de pronto lo que estaba viendo: lo que ellos habían
tomado por colinas eran en realidad las faldas de unas montañas
gigantescas, que alcanzaban kilómetros de ancho, y salvo por el
denso bosque que se extendía en sus partes inferiores, esas
montañas estaban cubiertas de nieve y de hielo por completo. Por
eso Eragon había creído que el cielo estaba blanqueado. El muchacho
echó hacia atrás la cabeza y miró a lo alto para buscar las
cumbres, pero no se veían: las montañas se alargaban cielo arriba
hasta desaparecer de la vista, mientras valles estrechos y
recortados con acantilados casi partían las montañas, como
profundos desfiladeros.
Parecía una especie de pared, dentada y desigual, que unía
Alagaësía con los cielos.
«¡No se acaban nunca!», pensó, aterrado. Las historias que se
contaban sobre las montañas Beor siempre ponían de relieve su
altitud, pero él había desechado aquella información creyendo que
se trataba de una licencia imaginativa. En esos momentos, en
cambio, se veía forzado a aceptar su veracidad.
Saphira percibió el asombro y la sorpresa de Eragon y siguió
la mirada del muchacho. A los pocos segundos la dragona había
entendido lo que eran aquellas montañas.
Vuelvo a sentirme como una enana. Comparada con ellas,
incluso yo soy pequeña.
Debemos de estar cerca del límite del desierto -dijo Eragon-.
Sólo hemos tardado dos días y ya podemos ver el final, e incluso
más allá. Saphira dio algunas vueltas trazandoespirales sobre las
dunas.
Sí, pero si tenemos en cuenta el tamaño de esos montes, puede
que estén a casi trescientos kilómetros de aquí. Es difícil
calcular distancias con una referencia tan inmensa. ¿No te parece
que serían un escondite perfecto para los elfos o para los
vardenos?
Allí se puede ocultar algo más que elfos y vardenos -contestó
él-. Podrían habitar ese lugar en secreto naciones enteras a
escondidas del Imperio. ¡Imagínate lo que debe de ser vivir con
esos gigantes alzados en torno a ti!
Entonces Eragon guió a Nieve de Fuego para acercarse a
Murtagh y señaló las montañas con una sonrisa. -¿Qué? -preguntó
Murtagh sin dejar de escudriñar el paisaje.
-Míralo bien -le urgió Eragon.
Murtagh se concentró en el horizonte, pero se encogió de
hombros. -¿Qué? No veo… -La frase murió en los labios del joven y
cedió el paso a una expresión boquiabierta de asombro. Murtagh negó
con la cabeza y murmuró-: ¡No puede ser! -Entrecerró tanto los ojos
que le salieron patas de gallo y negó con la cabeza de nuevo- Sabía
que las montañas Beor eran grandes, pero no que tuvieran este
tamaño tan monstruoso.
-Esperemos que los animales que viven ahí no tengan un tamaño
proporcional a las montañas -dijo Eragon en tono
despreocupado.
-Nos hará bien encontrar una buena sombra y pasar unas
cuantas semanas de descanso -afirmó Murtagh sonriendo-. Estoy harto
de esta marcha forzada.
-Yo también estoy cansado -admitió Eragon-, pero no quiero
parar hasta que se cure la elfa… O hasta que
muera.
-No veo por qué le ha de ir bien que sigamos viajando -opinó
Murtagh en tono grave-. Le vendría mejor una cama que estar todo el
día colgada del vientre de Saphira.
-Quizá… Cuando lleguemos a las montañas, puedo llevarla a
Surda; no queda tan lejos. Allí tiene que haber algún sanador que
consiga curarla porque, desde luego, nosotros no
podemos.
Murtagh se llevó una mano a la frente para proteger los ojos
del sol y miró las montañas.
-Ya hablaremos de eso. De momento, nuestra meta es llegar a
las Beor. Al menos, una vez allí, a los ra'zac les costará
encontrarnos, y estaremos a salvo del Imperio.
A medida que avanzaba el día, no parecía que las montañas
Beor estuvieran más cerca, si bien el paisaje iba cambiando de un
modo espectacular: la arena se transformó poco a poco; los granos
sueltos de tono rojizo pasaron a ser tierra de un color crema
oscuro; en lugar de dunas, se veían fragmentos irregulares de
vegetación y surcos profundos por los que en otro tiempo había
corrido el agua, y soplaba una brisa que traía consigo un bendito
frescor. Los caballos notaron el cambio de clima y avanzaron
deprisa con entusiasmo.
Cuando el sol sucumbió a la noche, las faldas de las montañas
quedaban apenas a cinco kilómetros. Las manadas de gacelas se
trasladaban a saltos por los lustrosos campos de hierba cimbreante,
y Eragon observó que Saphira las miraba
hambrienta.
Así pues, acamparon junto a un arroyo, aliviados por haber
abandonado el castigo del desierto de Hadarac.