El instrumento no rayó ni desportilló la piedra preciosa,
pero ésta emitió un sonido mucho más claro. Mientras la nota se
desvanecía, le pareció oír un débil chillido.
«Merlock dijo que la gema estaba hueca; quizá haya algo
valioso en su interior, pero no sé cómo abrirla. Habrá habido
alguna buena razón para que alguien la haya pulido y, quienquiera
que la haya dejado en las Vertebradas, no se ha tomado la molestia
de recuperarla o no sabe dónde está. No obstante, me cuesta creer
que un mago, con suficiente poder para transportar la gema, no sea
capaz de volver a encontrarla. ¿Acaso seré el elegido para
tenerla?»
Eragon no podía responder a esa pregunta. Resignado ante un
misterio insoluble, guardó las herramientas y devolvió la piedra al
estante.
Aquella noche se despertó bruscamente y escuchó con atención,
pero todo estaba en silencio. Preocupado, deslizó la mano debajo
del colchón y cogió su cuchillo. Esperó unos minutos y después,
poco a poco, volvió a dormirse.
Un chillido rompió el silencio y lo arrancó de nuevo del
sueño. Eragon saltó de la cama, desenvainó el cuchillo, buscó a
tientas las yescas y encendió una vela, pero la puerta de su
habitación estaba cerrada. A pesar de que el chillido había sido
demasiado alto para que fuera un ratón o una rata, miró debajo de
la cama.
Nada. Se sentó en el borde del colchón y se frotó los
adormilados ojos. Retumbó otro chillido, y Eragon se asustó
terriblemente. ¿De dónde venía ese ruido? En las paredes y en el
suelo no podía haber nada, pues eran de madera maciza. Tampoco
había nada en su cama y, además, si se hubiera metido algo en el
colchón de paja durante la noche, se habría dado cuenta. El
muchacho dirigió la mirada hacia la gema, la sacó del estante y la
balanceó, distraído, mientras observaba la habitación. Otro
chillido le resonó en los oídos y le vibró en las manos: ¡provenía
de la gema!
Esa joya no le había proporcionado más que frustraciones y
enfados, ¡y ahora ni siquiera lo dejaba dormir! No hizo caso del
furioso resplandor de la gema, y se sentó, impertérrito, lanzándole
de vez en cuando un vistazo. Entonces se oyó otro chillido
realmente fuerte, y a continuación, silencio. Eragon la apartó con
recelo y volvió a meterse en la cama. Guardara el secreto que
guardara, tendría que esperar hasta la mañana.
La luna brillaba a través de la ventana cuando volvió a
despertarse. La piedra preciosa se balanceaba con rapidez sobre el
estante y se golpeaba contra la pared.
Iluminada por la fría luz de la luna, emitía un resplandor
blanco. Eragon saltó de la cama cuchillo en mano. La gema dejó de
moverse, pero él siguió tenso.
Entonces la piedra empezó a resquebrajarse y a moverse más
deprisa que antes.
Eragon, lanzando una maldición, comenzó a vestirse. Por muy
valiosa quefuese, iba a llevársela lejos y enterrarla. El
movimiento se detuvo, y la gema se quedó en silencio; luego,
temblando, rodó hacia el suelo y cayó con un ruido sordo. Eragon se
dirigió a la puerta, asustado, mientras la gema se bamboleaba hacia
él.
De repente, apareció una grieta en la superficie de la
piedra, y otra, y otra más. Eragon, paralizado, se inclinó hacia
delante sin soltar el cuchillo. En la superficie de la gema, donde
se unían todas las grietas, un pequeño trozo empezó a oscilar, como
si se balanceara sobre algo, hasta que se levantó y cayó al suelo.
Tras otra serie de chillidos, una pequeña cabeza negra asomó por el
agujero, seguida de un cuerpo extrañamente anguloso. Eragon apretó
con fuerza el mango del cuchillo y se quedó muy quieto. Al cabo de
un instante, la criatura había salido completamente de la gema. Por
un momento no se movió, pero luego se deslizó bajo la luz de la
luna.
Eragon retrocedió espantado: delante de él, lamiéndose la
membrana que lo recubría, había un dragón.