La noche en que regresaron de Carvahall, Eragon decidió someter la gema a las mismas pruebas que había hecho Merlock. Solo en su habitación, la depositó sobre la cama junto con tres herramientas. Empezó con una maza de madera con la que la golpeó con suavidad. La joya emitió una nota sutil. Satisfecho, cogió otra de las herramientas -un pesado martillo de cuero- y oyó un lastimero repique que resonó al golpear la gema. Por último, intentó martillearla con un pequeño cincel.


El instrumento no rayó ni desportilló la piedra preciosa, pero ésta emitió un sonido mucho más claro. Mientras la nota se desvanecía, le pareció oír un débil chillido.

«Merlock dijo que la gema estaba hueca; quizá haya algo valioso en su interior, pero no sé cómo abrirla. Habrá habido alguna buena razón para que alguien la haya pulido y, quienquiera que la haya dejado en las Vertebradas, no se ha tomado la molestia de recuperarla o no sabe dónde está. No obstante, me cuesta creer que un mago, con suficiente poder para transportar la gema, no sea capaz de volver a encontrarla. ¿Acaso seré el elegido para tenerla?»

Eragon no podía responder a esa pregunta. Resignado ante un misterio insoluble, guardó las herramientas y devolvió la piedra al estante.

Aquella noche se despertó bruscamente y escuchó con atención, pero todo estaba en silencio. Preocupado, deslizó la mano debajo del colchón y cogió su cuchillo. Esperó unos minutos y después, poco a poco, volvió a dormirse.

Un chillido rompió el silencio y lo arrancó de nuevo del sueño. Eragon saltó de la cama, desenvainó el cuchillo, buscó a tientas las yescas y encendió una vela, pero la puerta de su habitación estaba cerrada. A pesar de que el chillido había sido demasiado alto para que fuera un ratón o una rata, miró debajo de la cama.

Nada. Se sentó en el borde del colchón y se frotó los adormilados ojos. Retumbó otro chillido, y Eragon se asustó terriblemente. ¿De dónde venía ese ruido? En las paredes y en el suelo no podía haber nada, pues eran de madera maciza. Tampoco había nada en su cama y, además, si se hubiera metido algo en el colchón de paja durante la noche, se habría dado cuenta. El muchacho dirigió la mirada hacia la gema, la sacó del estante y la balanceó, distraído, mientras observaba la habitación. Otro chillido le resonó en los oídos y le vibró en las manos: ¡provenía de la gema!

Esa joya no le había proporcionado más que frustraciones y enfados, ¡y ahora ni siquiera lo dejaba dormir! No hizo caso del furioso resplandor de la gema, y se sentó, impertérrito, lanzándole de vez en cuando un vistazo. Entonces se oyó otro chillido realmente fuerte, y a continuación, silencio. Eragon la apartó con recelo y volvió a meterse en la cama. Guardara el secreto que guardara, tendría que esperar hasta la mañana.

La luna brillaba a través de la ventana cuando volvió a despertarse. La piedra preciosa se balanceaba con rapidez sobre el estante y se golpeaba contra la pared.

Iluminada por la fría luz de la luna, emitía un resplandor blanco. Eragon saltó de la cama cuchillo en mano. La gema dejó de moverse, pero él siguió tenso.

Entonces la piedra empezó a resquebrajarse y a moverse más deprisa que antes.

Eragon, lanzando una maldición, comenzó a vestirse. Por muy valiosa quefuese, iba a llevársela lejos y enterrarla. El movimiento se detuvo, y la gema se quedó en silencio; luego, temblando, rodó hacia el suelo y cayó con un ruido sordo. Eragon se dirigió a la puerta, asustado, mientras la gema se bamboleaba hacia él.

De repente, apareció una grieta en la superficie de la piedra, y otra, y otra más. Eragon, paralizado, se inclinó hacia delante sin soltar el cuchillo. En la superficie de la gema, donde se unían todas las grietas, un pequeño trozo empezó a oscilar, como si se balanceara sobre algo, hasta que se levantó y cayó al suelo. Tras otra serie de chillidos, una pequeña cabeza negra asomó por el agujero, seguida de un cuerpo extrañamente anguloso. Eragon apretó con fuerza el mango del cuchillo y se quedó muy quieto. Al cabo de un instante, la criatura había salido completamente de la gema. Por un momento no se movió, pero luego se deslizó bajo la luz de la luna.

Eragon retrocedió espantado: delante de él, lamiéndose la membrana que lo recubría, había un dragón.