Nieve de Fuego y Tornac, que permanecían de guardia en el
claro, resoplaron nerviosos ante la llegada de Saphira. Eragon
descendió hasta el suelo y, de inmediato, se concentró en las
heridas de la dragona mientras Murtagh preparaba los
caballos.
Como no podía ver bien en la oscuridad, Eragon tanteó a
ciegas con las manos las alas de Saphira, y encontró tres puntos en
los que las flechas habían quebrado la fina membrana donde habían
quedado unos agujeros ensangrentados del grosor de un pulgar.
Además, en el borde trasero del ala izquierda se había desgarrado
un pequeño fragmento. El muchacho, con voz cansada, curó las
heridas con palabras del idioma antiguo. Luego se concentró en la
flecha que se había clavado en uno de los grandes músculos del ala,
por cuya parte inferior asomaba la punta de la flecha y por donde
goteaba sangre caliente.
Entonces Eragon llamó a Murtagh y le dio
instrucciones:
-Mantén el ala abajo porque he de arrancar esta
flecha.
Y le indicó a Murtagh por dónde debía
agarrarla.
Te va a doler -le advirtió a Saphira-, pero durará poco.
Intenta no resistirte, o nos harás daño.
Ella alargó el cuello y agarró un pimpollo bastante alto
entre los curvos dientes.
Con un tirón de la cabeza, arrancó el árbol de raíz y lo
apretó con firmeza entre las mandíbulas.
Estoy preparada.
-De acuerdo -dijo Eragon-. Aguanta. Ahora -susurró a
Murtagh.
El muchacho partió la punta de la flecha y, esforzándose por
no causar daños mayores, sacó el astil de un rápido tirón. Cuando
la flecha salió del músculo, Saphira echó la cabeza atrás y soltó
un quejido a través del tronco que sostenía en la boca mientras
daba un aletazo involuntario, que golpeó a Murtagh en la barbilla y
lo derribó.
Con un gruñido, Saphira agitó el árbol y llenó de tierra a
los dos jóvenes antes de soltarlo. Tras tapar la herida, Eragon
ayudó a Murtagh a levantarse.
-Me ha cogido por sorpresa -admitió Murtagh, al tiempo que se
tocaba el rasguño de la barbilla.
Lo siento.
-No pretendía hacerte daño -le aseguró Eragon, y a
continuación se fijó en la elfa inconsciente.
Tendrás que cargar un poco más con ella -le dijo a Saphira-.
Si la llevamos a caballo, no podremos ir tan rápido; y ahora que te
he arrancado la flecha, debería resultarte más fácil
volar.
Lo haré -afirmó Saphira agachando la cabeza.
Gracias -repuso Eragon, y la abrazó con todas sus fuerzas-.
Lo que has hecho es increíble. Nunca lo olvidaré.
A Saphira se le dulcificó la mirada.
Ahora me voy.
Eragon se apartó al ver que alzaba el vuelo formando un
remolino de aire, mientras la melena de la elfa ondeaba hacia
atrás. Al cabo de unos segundos habían desaparecido. Eragon corrió
hacia Nieve de Fuego, se montó en la silla y se lanzó al galope
junto a Murtagh.
Mientras cabalgaban, Eragon intentó recordar lo que sabía de
los elfos: éstos vivían mucho tiempo -había oído ese dato a
menudo-, pero no sabía cuánto.
Hablaban el idioma antiguo y muchos sabían usar la magia,
pero tras la caída de los Jinetes, los elfos se habían recluido.
Desde entonces, nadie los había visto en el
Imperio.
«Entonces, ¿qué hace esta elfa aquí? ¿Y cómo se las ha
arreglado el Imperio para capturarla? Si ella no ha podido recurrir
a la magia, tal vez estuviera drogada, como yo.»
Viajaron toda la noche, sin detenerse siquiera cuando las
fuerzas les flaquearon, aunque el avance se volvió más lento.
Siguieron adelante por mucho que les ardieran los ojos y se les
entorpeciera el movimiento. Tras ellos, filas de hombres a caballo
con antorchas escudriñaban los alrededores de Gil'ead en pos de sus
huellas.
Después de muchas horas de extenuante marcha, el alba iluminó
el cielo, y de tácito acuerdo, Eragon y Murtagh detuvieron los
caballos.
-Hemos de acampar-dijo Eragon, agotado-. Tengo que dormir,
aunque nos atrapen.
-De acuerdo -concedió Murtagh frotándose los ojos-. Haz que
Saphira aterrice. La iremos a buscar.
Siguieron las instrucciones de Saphira y la encontraron
bebiendo en un arroyo, al pie de una pequeña colina. La elfa seguía
tumbada en la grupa de la dragona. Saphira los saludó con un suave
resoplido mientras Eragon desmontaba.
Murtagh lo ayudó a retirar a la elfa de la silla de Saphira y
a bajarla al suelo.
Luego se dejaron caer, exhaustos, sobre la roca mientras la
dragona examinaba a la elfa con curiosidad.
Me gustaría saber por qué no se ha despertado, pues han
pasado horas desde que salimos de Gil'ead.
A saber qué le habrán hecho -dijo Eragon en tono
grave.
Murtagh siguió la mirada de ambos y comentó:
-Que yo sepa, es el primer miembro de la raza de los elfos
que el rey ha capturado. Desde que éstos se recluyeron, los ha
buscado en vano… hasta ahora. De modo que, o bien ha dado con su
refugio, o bien capturó a esta mujer por casualidad. Y yo creo que
ha sido casualidad porque si hubiera encontrado el escondite de los
elfos, les habría declarado la guerra y habría enviado a su
ejército contra ellos. Como eso no ha ocurrido, se nos plantea la
siguiente pregunta: ¿ Consiguieron los hombres de Galbatorix que
ella les dijera el escondrijo de los elfos antes de que la
rescatáramos?
-No lo sabremos hasta que recobre el conocimiento. Pero ahora
dime qué pasó cuando me apresaron. ¿Cómo fui a parar a
Gil'ead?
-Los úrgalos están al servicio del Imperio -contestó Murtagh
de inmediato mientras se apartaba el pelo de la cara-. Y, al
parecer, Sombra también. Saphira y yo vimos cómo los úrgalos te
entregaban a ese individuo (aunque entonces yo no sabía que eras
tú) y a un grupo de soldados. Fueron ellos quienes te llevaron a
Gil'ead.
Es cierto -dijo Saphira acurrucándose al lado de los dos
muchachos.
La mente de Eragon recordó las palabras que había cruzado con
los úrgalos en Teirm, quienes habían mencionado a un
«amo».
«¡Se referían al rey! ¡Insulté al hombre más poderoso de
Alagaësía!», pensó,aterrado, al darse cuenta. Luego recordó también
el horror de los aldeanos masacrados en Yazuac, y una sensación,
mareante y rabiosa, se emponzoñó en su estómago. «¡Los úrgalos
seguían órdenes de Galbatorix! ¿Por qué habría de cometer semejante
atrocidad con sus propios subditos?»
Porque es maligno -afirmó llanamente Saphira. -¡Esto
significará la guerra! -exclamó Eragon con el entrecejo fruncido-.
En cuanto la gente del Imperio lo sepa, se rebelarán y apoyarán a
los vardenos.
Murtagh apoyó la barbilla en una mano.
-Aunque se enteraran de esa atrocidad, pocos llegarían hasta
los vardenos porque, mientras tenga a los úrgalos a sus órdenes, el
rey dispone de suficientes guerreros para cerrar las fronteras del
Imperio y conservar el control, por mucho que se rebele la gente.
Bajo el dominio del terror, podrá tratar al Imperio como quiera. Y
aunque los súbditos lo odien, pueden movilizarse para apoyarlo si
les ofrece un enemigo común. -¿Y quién sería ese enemigo? -preguntó
Eragon, confundido.
-Los elfos y los vardenos. Por medio de los rumores adecuados
se los puede presentar como si fueran los más despreciables
monstruos de Alagaësía, diablos dispuestos a arrebatar tierras y
riquezas. El Imperio podría incluso decir que los úrgalos han sido
víctimas de un malentendido durante todo este tiempo y que en
realidad son nuestros amigos y aliados contra tan terribles
enemigos. Lo único que quisiera saber es qué les ha prometido el
rey en pago a sus servicios.
-No daría resultado -dijo Eragon negando con la cabeza-.
Nadie se dejaría engañar tan fácilmente por Galbatorix y por los
úrgalos. Además, ¿para qué lo necesita? Ya tiene el
poder.
-Pero se percata de que los vardenos, que caen bien a la
gente, desafían su autoridad. Y por otra parte, también está Surda,
que lo ha retado desde que se separó del Imperio. Galbatorix se
siente fuerte dentro del Imperio, pero fuera de él se ve muy
debilitado. En cuanto a que la gente se percate de su engaño…
creerán lo que a él más le convenga. Ya ha pasado otras
veces.
Murtagh guardó silencio y dejó que una melancólica mirada se
le perdiera en la distancia. Las palabras del joven preocuparon a
Eragon, con quien Saphira se puso en contacto mental: ¿Adónde ha
enviado Galbatorix a los úrgalos? ¿Qué?
Tanto en Carvahall como en Teirm oíste que los úrgalos
abandonaban la zona y se desplazaban hacia el sudeste, como si
fueran a arrasar el desierto de Hadarac. Si es cierto que el rey
los controla, ¿por qué los envía en esa dirección? Quizá esté
reuniendo a un ejército de úrgalos para su uso privado, o tal vez
se esté formando una ciudad de úrgalos.
Eragon se echó a temblar sólo de pensarlo.
Estoy demasiado cansado para adivinarlo. Sean cuales fueran
los planes de Galbatorix, no nos traerán más que problemas. ¡Ojalá
supiéramos dónde están los vardenos! Deberíamos ir ahí, pero sin
Dormnad estamos perdidos. Hagamos lo que hagamos, el Imperio nos
encontrará.
No abandones -dijo la dragona para estimularlo, pero luego
añadió con sequedad-: Aunque es probable que tengas
razón.
Gracias.
A continuación Eragon se dirigió a Murtagh:
-Has arriesgado tu vida para salvarme, de modo que estoy en
deuda contigo. Yo solo no habría podido escapar.
Sin embargo, no se trataba únicamente de agradecimiento sino
que había un nexo más fuerte entre ambos jóvenes: ahora los unía un
lazo, urdido en la hermandad de labatalla y atemperado por la
lealtad que había exhibido Murtagh.
-Me alegro de haber podido ayudar. Era… -Murtagh titubeó y se
frotó la cara-. Lo que más me preocupa es cómo vamos a viajar con
tantos hombres en nuestra busca. Los soldados de Gil'ead saldrán
mañana al acecho y cuando encuentren las huellas de los caballos,
sabrán que no te has ido volando con Saphira.
Eragon asintió con desánimo. -¿Cómo lograste entrar en el
castillo? -preguntó.
-Pagando un soborno enorme y arrastrándome por un asqueroso
vertedero de la despensa -contestó Murtagh soltando una leve risa-.
Pero el plan no habría funcionado sin Saphira. Ella… -Se detuvo y
dirigió sus palabras a la dragona-: O sea, tú eres la única razón
de que saliéramos con vida.
Eragon le apoyó una mano en el escamoso cuello, y mientras
Saphira murmuraba contenta, él miró fijamente la cara de la elfa,
cautivado. A regañadientes, logró levantarse.
-Deberíamos prepararle un lecho.
Murtagh se levantó y extendió una manta para la elfa.
Mientras la tumbaban, el puño de una manga de la mujer se enganchó
en una rama, y cuando Eragon pellizcó la tela para desprenderla,
dio un respingo.
El brazo de la elfa estaba salpicado de una serie de rasguños
y de cortes; algunos estaban medio curados, mientras que otros,
todavía frescos, sangraban. Eragon movió la cabeza, rabioso, y
levantó más la manga: las heridas llegaban hasta el hombro. Con
dedos temblorosos, soltó la blusa por la parte trasera, temeroso de
ver lo que habría debajo.
Cuando la blusa de cuero se deslizó, Murtagh soltó una
maldición. La espalda de la elfa era fuerte y musculosa, pero
estaba cubierta de costras que convertían su piel en una especie de
barro seco y cuarteado. La habían sometido al látigo sin piedad y
le habían marcado la piel con hierros candentes con forma de
zarpas. Allí donde la piel seguía intacta, estaba amoratada y
oscurecida por los numerosos golpes. En el hombro izquierdo tenía
un tatuaje grabado con tinta de color índigo: era el mismo símbolo
que habían visto en el zafiro del anillo de Brom. Eragon juró en
silencio que mataría a quien fuera responsable de haber torturado a
la elfa. -¿Puedes curarla? -preguntó Murtagh.
-Eh… No lo sé -contestó Eragon tragando saliva para superar
las náuseas-.
Hay tantas heridas…
Eragon -dijo Saphira con voz cortante-. Es una elfa. No se
puede permitir que muera. Por muy cansado que estés, por mucha
hambre que tengas, has de curarla. Fundiré mis fuerzas con las
tuyas, pero eres tú quien debe ejercer la magia.
Sí, tienes razón -murmuró Eragon, incapaz de apartar la
mirada de la elfa.
Decidido, se quitó los guantes y se dirigió a
Murtagh:
-Esto nos llevará algo de tiempo. ¿Puedes conseguir comida?
También necesito que hiervas unos trapos para hacer vendas porque
no podré curar todas las heridas.
-No podemos encender un fuego sin que nos vean -objetó
Murtagh-. Tendrás que usar trapos sucios, y la comida estará
fría.
Eragon hizo una mueca, pero asintió. Cuando apoyó
cuidadosamente una mano en la espina dorsal de la elfa, Saphira se
instaló a su lado y fijó en ella sus relucientes ojos. Eragon
respiró hondo, recurrió a la magia y empezó a trabajar. A
continuación pronunció las palabras del idioma antiguo: - ¡Waisé
heill!
Una luz brilló en la palma de la mano del muchacho, y una
nueva piel impecable empezó a fluir de ella y cubrió una cicatriz.
Eragon descartó las magulladuras y lasheridas que no amenazaban la
vida de la elfa, pues ocuparse de ellas habría consumido la energía
que necesitaba para curar las heridas más graves. Mientras
trabajaba, Eragon se maravilló de que la elfa siguiera con vida
porque la habían torturado una y otra vez hasta el límite de la
muerte con una precisión que lo sobrecogió.
A pesar de que intentó preservar la intimidad de la elfa, no
pudo evitar percatarse de que, bajo la desfiguración de las
heridas, el cuerpo de la mujer era excepcionalmente hermoso. Eragon
estaba agotado y no se detuvo en esas sensaciones, aunque en algún
momento se le sonrosaron las orejas, y deseó fervientemente que
Saphira no se diera cuenta de lo que estaba
pensando.
Trabajó hasta el alba y sólo se detuvo de vez en cuando para
comer y beber, intentando recuperarse del ayuno, de la huida y del
esfuerzo por curar a la elfa.
Saphira permaneció a su lado prestándole su fuerza siempre
que podía. Cuando al fin Eragon se levantó, gimiendo mientras
estiraba los músculos, el sol ya estaba en lo alto del cielo. El
muchacho tenía las manos cenicientas y sentía como si tuviera los
ojos resecos y llenos de granitos de arena. Fue tambaleándose hasta
las sillas de montar y bebió un largo trago de la bota de vino.
-¿Ya está? -preguntó Murtagh.
Eragon asintió, tembloroso, pero no se sentía capaz de
hablar. El campamento daba vueltas ante él; estaba a punto de
desmayarse.
Lo has hecho muy bien -le dijo Saphira con dulzura. -¿Vivirá?
-preguntó Murtagh.
-No lo… no lo sé -contestó con voz exhausta-. Los elfos son
fuertes, pero ni siquiera ellos pueden soportar impunemente
semejante abuso. Si supiera más sobre la curación tal vez sería
capaz de resucitarla, pero… -Gesticuló, desesperado. Le temblaba
tanto la mano que derramó un poco de vino. Bebió otro trago para
recuperar la estabilidad-. Será mejor que cabalguemos de nuevo.
-¡No! Tienes que dormir -protestó Murtagh.
-Lo haré en la silla de montar, pero no podemos quedarnos
aquí porque los soldados se nos echarán encima.
Aunque a Murtagh le costó aceptar lo que Eragon decía,
cedió.
-En ese caso, yo guiaré a Nieve de Fuego mientras tú
duermes.
Ensillaron los caballos, ataron a la elfa a lomos de Saphira
y abandonaron el campamento. Eragon comió mientras cabalgaba,
intentando recuperar las energías consumidas, antes de recostarse
en Nieve de Fuego y de cerrar los ojos.