Creo que no está peor que antes. Se ha estremecido un poco
unas cuantas veces, pero eso es todo.
Saphira se agachó para permitirles desmontar a la elfa de la
silla. Durante un instante, el suave cuerpo de la mujer estuvo en
contacto con el de Eragon, pero el muchacho la dejó en el suelo a
toda prisa.
Él y Murtagh prepararon algo de comida, aunque se daban
cuenta de que tenían una necesidad urgente de
dormir.
Después de comer, Murtagh dijo:
-No podemos seguir a este ritmo porque no les estamos sacando
ventaja a los soldados. En uno o dos días más, seguro que nos
alcanzarán. -¿Qué otra cosa podemos hacer? -contestó Eragon con
brusquedad-. Si estuviéramos los dos solos y a ti no te importara
abandonar a Tornac, Saphira podría sacarnos de aquí volando. Pero…
con la elfa, es imposible.
Murtagh lo miró con mucha atención.
-Si te quieres ir por tu cuenta, no te detendré. No puedo
esperar que Saphira y tú os quedéis y os arriesguéis a ser
encerrados.
-No me ofendas -murmuró Eragon-. Tú eres la única razón de
que esté libre, así que no te voy a abandonar en manos del Imperio.
¡Triste gratitud sería ésa!
Murtagh hizo una inclinación de cabeza.
-Tus palabras me reconfortan… -se detuvo- pero no arreglan el
problema. -¿Y cómo se puede arreglar? -preguntó Eragon, y gesticuló
en dirección a la elfa-. ¡Ojalá fuera capaz de decirnos dónde están
los elfos! Quizá podríamos refugiarnos con ellos.
-Teniendo en cuenta cómo se protegen, dudo que nos revelara
su escondite, y si lo hiciera, tal vez los de su raza no nos
recibirían bien. ¿Por qué iban a querer darnos asilo? Los últimos
Jinetes con quienes tuvieron contacto fueron Galbatorix y los
Apóstatas, y no creo que guarden muy buenos recuerdos. Además, yo
ni siquiera tengo el dudoso honor de ser un Jinete como tú. No, a
mí no me aceptarían.
Sí, nos aceptarían -dijo Saphira con confianza mientras movía
las alas en busca de una postura más cómoda.
-Aun en el supuesto de que nos protegieran, no podemos
encontrarlos, y es imposible preguntárselo a la elfa mientras no
recupere el conocimiento -afirmó Eragon-. Hemos de huir, pero no
sabemos en qué dirección. ¿Norte, sur, este u
oeste?
Murtagh apretó los puños y se llevó los pulgares a las
sienes.
-Creo que lo único que podemos hacer es abandonar el Imperio,
porque los pocos lugares seguros que quedan en él están demasiado
lejos, y sería difícil llegar a ellos sin que nos atrapen o nos
persigan. No tenemos nada al norte, aparte del bosque Du
Weldenvarden, en el que tal vez podríamos escondernos, pero no me
hace ningunagracia volver a cruzar Gil'ead. Al oeste, sólo
hallaremos el Imperio y el mar. Al sur está Surda, donde tal vez
encuentres a alguien que te encamine hacia los vardenos. En cuanto
al este… -Se encogió de hombros-. Al este, el desierto de Hadarac
se interpone entre nosotros y cualquiera que sea la tierra más allá
de él. Los vardenos están por ahí, pero sin alguien que nos dirija
podría llevarnos años encontrarlos.
Sin embargo, estaríamos a salvo -señaló Saphira-, siempre que
no nos encontráramos con los úrgalos.
Eragon frunció el entrecejo. El dolor de cabeza amenazaba con
enterrarle los pensamientos entre ardientes
punzadas.
-Ir a Surda es demasiado peligroso -aseguró Eragon-.
Tendríamos que atravesar casi todo el Imperio evitando los pueblos
y las ciudades porque, entre Surda y nosotros, hay demasiada gente
para intentar pasar inadvertidos.
-Entonces, ¿quieres cruzar el desierto? -preguntó Murtagh
enarcando las cejas.
-No veo otra opción. Además, así podremos abandonar el
Imperio antes de que lleguen los ra'zac. Con sus corceles alados,
probablemente llegarán a Gil'ead dentro de un par de días, de modo
que no nos queda mucho tiempo.
-Aunque llegáramos al desierto antes de que aparezcan -dijo
Murtagh-, nos alcanzarían. Será muy difícil ganarles
terreno.
Eragon le rascó el costado a Saphira y sintió la dureza de
las escamas de la dragona en los dedos.
-Eso suponiendo que puedan seguirnos el rastro. De todos
modos, para atraparnos tendrían que dejar atrás a los soldados, lo
cual supone una ventaja para nosotros. Si llegáramos a pelear, creo
que entre los tres podríamos vencerlos… siempre y cuando no nos
tiendan una emboscada como nos hicieron a Brom y a
mí.
-Y si llegamos salvos al otro lado del Hadarac -dijo Murtagh
lentamente-, ¿adónde iremos? Esas tierras quedan muy lejos del
Imperio, y habrá pocas ciudades, si es que hay alguna. Por otra
parte, está el propio desierto. ¿Qué sabes de él?
-Sólo que es caluroso, seco y está lleno de tierra -confesó
Eragon.
-No es un mal resumen -contestó Murtagh-. Pero además, está
lleno de plantas venenosas e incomestibles, serpientes letales,
escorpiones y el sol te llaga la piel. ¿Te fijaste en la gran
llanura cuando íbamos hacia Gil'ead?
Aunque era una pregunta que tenía una respuesta obvia, Eragon
contestó:
-Sí, y ya la había visto antes.
-Entonces te harás una idea de la inmensidad de su extensión:
cubre todo el corazón del Imperio. Ahora imagínate que la
multiplicas por dos, o por tres, y eso te dará una idea de la
vastedad del desierto de Hadarac. Eso es lo que pretendes
cruzar.
Eragon intentó visualizar una extensión de terreno tan
gigantesca, pero fue incapaz de invocar esa clase de distancias.
Entonces sacó de una alforja el mapa de Alagaësía. Mientras
desenrollaba el pergamino en el suelo, percibió su olor a humedad.
Inspeccionó las llanuras e hizo un gesto de puro
asombro.
-No me extraña que el Imperio se termine al llegar al
desierto, porque todo lo que queda al otro lado está demasiado
lejos para que lo controle Galbatorix.
Murtagh pasó una mano sobre el lado derecho del
pergamino.
-Toda la tierra que queda más allá del desierto, la que
aparece sin marcar en el mapa, pertenecía al mismo dominio mientras
vivieron los Jinetes. Si el rey consiguiera alzar a los nuevos
Jinetes bajo sus órdenes, expandiría el Imperio hasta alcanzar una
extensión sin precedentes. Pero no es eso lo que intentaba decir.
El desierto de Hadarac es tan gigantesco y contiene tantos peligros
que es muy poco probable que podamos cruzarlo y salir ilesos. Para
tomar ese camino hay que estar desesperado.
-Es que estamos desesperados -dijo Eragon con firmeza. El
muchacho estudióel mapa con atención-. Si cabalgáramos por el
corazón del desierto, podría costarnos más de un mes, o incluso
dos, cruzarlo. Pero si nos dirigiéramos hacia el sudeste, hacia las
montañas Beor, atajaríamos mucho más deprisa. Luego podríamos
seguir por las Beor hacia el este y meternos en la zona agreste, o
ir por el oeste hasta Surda. Si este mapa es correcto, la distancia
entre aquí y las Beor es más o menos igual que la que recorrimos
para llegar a Gil'ead. -¡Es que eso nos costó casi un
mes!
-El viaje a Gil'ead fue lento por culpa de mis heridas -dijo
Eragon con impaciencia-. Si nos damos prisa, nos costará mucho
menos llegar a las montañas Beor.
-Bien, bien. Tu intención está clara -concedió Murtagh-. Sin
embargo, antes de obtener mi consentimiento hay que solucionar
algo. Estoy seguro de que te has dado cuenta de que cuando estuve
en Gil'ead compré provisiones para nosotros y para los caballos.
Pero ¿cómo conseguiremos suficiente agua? Las tribus nómadas que
viven en el Hadarac suelen esconder sus pozos y sus oasis para que
nadie se la robe. Y llevar agua suficiente para más de un día no es
práctico. ¡Piensa en todo lo que bebe Saphira!
Ella y los caballos consumen más agua de una vez que tú y yo
en una semana. A menos que consigas invocar la lluvia cada vez que
nos haga falta, no sé cómo vamos a tomar la dirección que
propones.
Eragon se sentó en cuclillas, pensativo: invocar la lluvia
estaba más allá de sus poderes, y sospechaba que ni siquiera el más
poderoso Jinete lo había logrado jamás.
Mover toda esa cantidad de aire equivalía a levantar una
montaña. Por lo tanto, necesitaba una solución que no lo dejara sin
fuerzas.
«¿Sería posible convertir la arena en agua? Eso solucionaría
el problema, siempre que no requiera demasiada
energía.»
-Tengo una idea -contestó-. Déjame probar un experimento y
luego te contestaré.
Eragon se alejó del campamento y Saphira lo siguió de cerca.
¿Qué vas a intentar? -le preguntó.
-No lo sé -murmuró Eragon.
Saphira, ¿podrías cargar con toda el agua que
necesitamos?
Ella negó con la enorme cabeza.
No, ni siquiera sería capaz de alzar el vuelo con ese peso, y
mucho menos de volar con él.
Qué mala suerte.
Eragon se arrodilló, retiró una piedra del suelo y dejó un
hueco en el que cabía un trago de agua. Rellenó la cavidad de arena
y la estudió con atención. Faltaba la parte más difícil: de algún
modo, tenía que convertir la arena en agua. «¿Qué palabras debo
usar?» Le dio vueltas al asunto y escogió las dos que le ofrecían
mayor esperanza. La gélida magia lo recorrió mientras atravesaba la
habitual barrera que le presentaba la mente, y ordenó: - ¡Deloi
moi!
De inmediato, la arena empezó a absorber las fuerzas del
muchacho a una velocidad prodigiosa. La mente de Eragon recordó el
momento en que Brom le había advertido que ciertas tareas podían
consumirle todo el poder y quitarle la vida. El pánico afloró en el
pecho de Eragon. Entonces intentó liberarse de la magia, pero no
pudo porque estaba unida a él hasta que se completara la tarea, o
hasta que él muriera.
Sólo podía permanecer inmóvil, cada vez más
débil.
Cuando ya estaba casi convencido de que iba a morir allí,
arrodillado, la tierra emitió un destello y se metamorfoseó en unas
gotas de agua. Aliviado, Eragon se sentó y respiró hondo. Su
corazón emitía dolorosos latidos, y el hambre le roía las
entrañas.
¿Qué ha pasado? -preguntó Saphira.
Eragon movió la cabeza aún aturdido por la mengua de su
energía, aunque estaba satisfecho por no haber intentado la
transmutación de una cantidad mayor.
Esto… esto no funciona -contestó-. Ni siquiera tengo la
energía suficiente para conseguir un pequeño
trago.
Eragon, deberías haber sido más cuidadoso -lo reprendió
ella-. La magia puede producir resultados inesperados cuando se
combinan de modos nuevos las palabras antiguas.
Ya lo sé, pero era lo único que podía hacer para probar mi
idea -le contestó Eragon fulminándola con la mirada-. ¡No iba a
esperar a que estuviéramos en el desierto! -Eragon se esforzó por
recordar que Saphira sólo pretendía ayudar-. ¿Cómo convertiste la
tumba de Brom en diamantes sin matarte? Si apenas soy capaz de
manejar un puñado de tierra, mucho menos lo haré con toda esa
arena.
No sé cómo lo logré -afirmó ella con calma-. Simplemente,
ocurrió. ¿Puedes volver a hacerlo, pero esta vez para obtener
agua?
Eragon -dijo ella mirándolo de frente a los ojos-. Tengo tan
poco control de mis habilidades como una araña. Esas cosas ocurren
más allá de mi deseo. Brom te contó que a los dragones les ocurren
cosas inusuales, y decía la verdad. No te dio ninguna explicación,
y yo tampoco la tengo. A veces puedo provocar cambios por puro
contacto, casi sin pensarlo, pero otras veces, como ahora mismo,
soy tan incapaz como Nieve de Fuego.
Nunca eres incapaz -dijo él con suavidad apoyándole una mano
en el cuello, y así permanecieron en silencio durante largo
rato.
En esos momentos Eragon recordó la tumba que había cavado
para Brom y al anciano que descansaba en ella. Aún podía ver cómo
la arena fluía sobre el rostro del cuentacuentos.
-Al menos le dimos un entierro decente
-susurró.
Perezosamente, recorrió la arena del suelo con un dedo
marcando trazos retorcidos, y como un par de ellos tenían el
aspecto de un valle en miniatura, diseñó alrededor unas montañas.
Luego cavó con la uña un río a lo largo del valle, y después lo
ahondó más porque parecía muy superficial. Añadió unos pocos
detalles más y se encontró frente a una reproducción pasable del
valle de Palancar. Entonces lo abrumó la nostalgia y barrió el
valle de un manotazo.
No quiero hablar de eso, murmuró con rabia evitando las
preguntas de Saphira.
Cruzó los brazos y fijó una mirada feroz en el suelo. Casi
contra su voluntad, los ojos de Eragon regresaron al lugar en que
había marcado los trazos. Sorprendido, se puso tenso porque, aunque
la tierra estaba seca, las líneas que había dibujado estaban
rodeadas de humedad. Por mera curiosidad, escarbó y encontró una
capa húmeda a pocos centímetros de la superficie. -¡Mira esto!
-dijo, excitado.
Saphira hincó el morro para ver qué había descubierto. ¿Y de
qué nos sirve? Seguro que en el desierto el agua está a tal
profundidad que tendríamos que pasar semanas enteras cavando para
encontrarla.
Sí -contestó Eragon, encantado-. Pero si la hay, yo puedo
conseguirla. ¡Mira! -Ahondó el agujero y luego accedió mentalmente
a la magia. En vez de tornar la arena en agua, simplemente invocó
la húmedad que ya estaba en la tierra. Con sólo trazar un minúsculo
hilillo, el agua se precipitó en el agujero. Eragon sonrió y bebió
un trago: el líquido era fresco y puro, perfecto para beber-. ¿Lo
ves? ¡Podemos conseguir tanta como necesitemos!
Saphira olisqueó el pequeño charco.
Aquí, sí. Pero… ¿y en el desierto? Tal vez no haya suficiente
agua en el subsuelo para que la saques a la
superficie.
Lo conseguiré -le aseguró Eragon-. Sólo tengo que provocar
que ascienda, y eso es bastante fácil. Mientras lo haga despacio,
conservaré las energías. Ni siquiera será problemático si tengo que
hacerla subir desde una profundidad de cincuenta pasos. Sobre todo
si me ayudas. ¿Estás seguro? -Saphira lo miró con suspicacia-.
Piensa con cuidado tu respuesta porque si te equivocas nos jugamos
la vida.
Eragon dudó y al fin contestó con firmeza:
Estoy seguro.
Pues ve a contárselo a Murtagh. Yo vigilaré mientras
dormís.
Pero has pasado toda la noche despierta, como nosotros
-objetó Eragon-. Tienes que dormir.
No te preocupes. Soy más fuerte de lo que crees -contestó
Saphira con suavidad. Las escamas de la dragona tintinearon cuando
se enderezó para adoptar una pose vigilante en dirección hacia el
norte, encarada a sus perseguidores. Eragon la abrazó, y ella
emitió un profundo murmullo al tiempo que los costados le
vibraban-: Vete.
Eragon permaneció indeciso y luego, de mala gana, se acercó a
Murtagh, quien lo recibió con una pregunta: -¿Qué? ¿Nos espera el
desierto?
-Sí -contestó Eragon.
Se dejó caer sobre la manta y le explicó lo que acababa de
descubrir. Al terminar, Eragon se volvió hacia la elfa. La cara de
la mujer fue lo último que vio antes de caer dormido.