Cuando se hizo de día, Eragon tenía la mejilla irritada por el roce con la crin de Nieve de Fuego y estaba magullado por la pelea con Murtagh. Habían dormido por turnos sin descabalgar en toda la noche, y eso les había permitido distanciarse de las tropas de úrgalos, pero ninguno de ellos estaba seguro de poder conservar la ventaja.


Los caballos se hallaban tan exhaustos que parecía que estaban a punto de detenerse, aunque mantenían todavía el paso implacablemente. Las posibilidades de escapar dependían de que los monstruos estuvieran más o menos descansados… y de que los caballos de Eragon y de Murtagh sobrevivieran.

Las montañas Beor proyectaban grandes sombras sobre la tierra robándoles el calor del sol. Hacia el norte se extendía el desierto de Hadarac, una estrecha franja blanca, brillante como la nieve al sol del mediodía.

Tengo que comer -dijo Saphira-. Han pasado días desde que cacé por última vez, y el hambre me corroe las entrañas. Si me voy ahora mismo, tal vez me dé tiempo de atrapar unos cuantos de esos ciervos saltarines para dar algunos bocados.

Vete, si tienes que irte, pero deja a Arya aquí -le dijo Eragon sonriendo ante la exageración.

No tardaré.

Eragon desató a la elfa del vientre de la dragona, y la trasladó a la silla de Nieve de Fuego. Saphira alzó el vuelo a toda velocidad y desapareció en dirección a las montañas. Kragon iba corriendo detrás de los caballos, lo suficientemente cerca para estar pendiente de que Arya no se cayera; sin embargo, ni él ni Murtagh rompieron el silencio. Tras la aparición de los úrgalos, la pelea del día anterior ya no parecía tener importancia, pero las contusiones estaban a la vista.

Saphira llevó a cabo su matanza en menos de una hora y notificó a Eragon su éxito. Éste se alegró de saber que volvería pronto porque la ausencia de la dragona lo ponía nervioso.

Se pararon junto a una laguna para dar de beber a los caballos. Distraídamente, Eragon arrancó un tallo de hierba y lo hizo girar con rapidez entre los dedos mientras miraba a la elfa, pero el áspero sonido metálico que produce una espada al ser desenvainada lo sacó del ensueño. Aferró instintivamente la empuñadura de Zar'roc y se volvió en busca del enemigo: sólo estaba Murtagh, que ya blandía su larga espada.

El joven señaló hacia una colina que tenían delante, en la que se veía a un hombre alto, a lomos de un alazán, cubierto con una capa marrón y con una maza en la mano. A su espalda había un grupo de unos veinte hombres a caballo. Nadie se movió. -¿Pueden ser vardenos? -preguntó Murtagh.

Eragon tensó sigilosamente el arco.

-Según Arya, aún están a muchas leguas. Tal vez sea una patrulla o una expedición de ataque.

-Eso si no son bandidos.

Murtagh montó en Tornac de un salto y tensó también el arco. -¿Y si intentamos escapar? -preguntó Eragon mientras tapaba a Arya con una manta.

Sin duda los hombres ya la habían visto, pero confió en poder disimular que setrataba de una elfa.

-No serviría de nada -dijo Murtagh moviendo la cabeza-. Tornac y Nieve de Fuego son buenos caballos de batalla, pero están cansados y no valen para hacer carreras. Mira qué caballos llevan ésos: han nacido para correr. Nos atraparían en menos de medio kilómetro. Además, tal vez tengan algo importante que decir. Será mejor que avises a Saphira para que vuelva deprisa.

Eragon ya lo estaba haciendo. Le explicó a la dragona la situación y le advirtió:

No te muestres si no es necesario, pues aunque no estamos en el Imperio, sigo prefiriendo que nadie conozca tu existencia.

Eso no importa -contestó ella-. Recuerda que la magia te puede proteger cuando fallan la velocidad y la suerte.

Eragon notó que la dragona alzaba el vuelo y se apresuraba por llegar a donde estaban ellos, sobrevolando a escasa altura.

El grupo de hombres los observaba desde la colina.

Eragon aferró a Zar'roc con gesto nervioso. El tacto de la malla metálica de la empuñadura le daba seguridad.

-Si nos amenazan -le dijo a Murtagh en voz baja-, puedo asustarlos y ponerlos en fuga con mi magia. Y si no lo consigo, nos queda Saphira. Me encantaría saber cómo reaccionarán al saber que soy un Jinete. Se han contado tantas historias sobre los poderes que tenían… Tal vez baste con eso para evitar la pelea.

-No cuentes con ello -dijo Murtagh con llaneza-. Si llegamos a luchar, tendremos que matar a bastantes atacantes para convencerlos de que no vale la pena que se esfuercen.

La expresión controlada del rostro de Murtagh no revelaba ninguna emoción.

El hombre del alazán hizo una señal con la maza e indicó a los demás que salieran trotando hacia los dos jóvenes. Los hombres blandían las lanzas en alto y aullaban con fuerza mientras se acercaban. De sus costados pendían las fundas abolladas, y tenían las armas sucias y oxidadas. Cuatro de esos individuos ensayaron sus flechas en dirección a Eragon y a Murtagh.

El cabecilla de la banda giró la maza en el aire y sus secuaces respondieron con aullidos mientras trazaban un círculo salvaje en torno a los muchachos. A Eragon le temblaban los labios y estuvo a punto de lanzarles un estallido de magia, pero se contuvo.

«Aún no sabemos qué quieren», se recordó reprimiendo su creciente aprensión.

En cuanto Eragon y Murtagh estuvieron rodeados por completo, el cabecilla tiró de las riendas para detener su caballo, se cruzó de brazos y los examinó con ojo crítico.

-Vaya, éstos están mejor que la escoria que solemos encontrar -afirmó enarcando las cejas-. Al menos esta vez están sanos. Y ni siquiera hemos tenido que tirar una flecha. A Grieg le encantará.

Los hombres se rieron.

Al oír esas palabras, a Eragon le dio un vuelco el corazón. Una sospecha se agitó en la mente del muchacho.

Saphira…

-Bueno, vosotros dos -dijo el cabecilla dirigiéndose a Eragon y a Murtagh-, si tenéis la bondad de soltar las armas, evitaréis que mis hombres os conviertan en aljabas humanas.

Los arqueros exhibieron una sonrisa significativa y los demás volvieron a reír.

El único movimiento de Murtagh fue para reorientar la espada. -¿Quiénes sois y qué queréis? Somos hombres libres y queremos cruzar estas tierras. No tenéis ningún derecho a detenernos.

-¡Ah, yo tengo todos los derechos! -dijo el individuo en tono despectivo-. En cuanto a quiénes somos… Los esclavos no se dirigen a sus amos en ese tono, salvo que quieran recibir una paliza.

«¡Traficantes de esclavos!»

Eragon maldijo para sí y recordó vivamente a la gente que había visto en la subasta de Dras-Leona. La rabia hirvió en sus entrañas. Fulminó con la mirada a los hombres que lo rodeaban, con odio y desprecio renovados.

Las arrugas de la cara del cabecilla se acrecentaron. -¡Soltad las espadas y rendíos!

Los traficantes de esclavos se pusieron tensos y lanzaron gélidas miradas a Eragon y a Murtagh al ver que ninguno de los dos bajaba las armas. Eragon sintió un cosquilleo en la palma de la mano. En ese momento oyó un crujido a su espalda y luego una interjección. Sorprendido, se dio la vuelta.

Uno de los hombres había tirado de la manta que tapaba a Arya y había dejado al descubierto el rostro de la elfa. E1 bandido boqueó de asombro y gritó: -¡Torkenbrand! ¡Es una elfa!

Todos se agitaron sorprendidos mientras el cabecilla espoleaba a su caballo para acercarse a Nieve de Fuego. Miró a Arya y silbó.

-Bueno, ¿cuánto vale? -preguntó alguien.

Torkenbrand guardó silencio un momento, luego extendió una mano y dijo:

-Como mínimo… Una fortuna inmensa. ¡El Imperio pagaría por ella una montaña de oro!

Los traficantes gritaron excitados y se palmearon las espaldas.

Un rugido llenó la mente de Eragon cuando Saphira apareció a lo lejos, en lo alto. ¡Ataca ya! -gritó Eragon-. Pero si huyen, déjalos escapar.

Ella plegó las alas de inmediato y se lanzó en picado. Eragon captó la atención de Murtagh con una brusca señal y éste entendió el aviso. Descabalgó al traficante de un codazo en la cara y clavó los talones en los flancos de Tornac. Agitando la crin, el caballo de batalla saltó hacia delante, dio una vuelta y se alzó sobre las patas traseras.

Murtagh blandió la espada cuando el caballo volvía a posar las patas delanteras y soltaba una coz en la espalda del traficante que él había desmontado. El hombre dio un grito.

Antes de que los asaltantes entendieran lo que estaba pasando, Eragon se apartó como pudo del alboroto, alzó las manos e invocó unas palabras del idioma antiguo. Un globo de fuego de color índigo se alzó en el suelo en medio de la refriega y estalló en un manantial de gotas derretidas que se disiparon como el rocío calentado por el sol.

Un segundo después, Saphira cayó del cielo y aterrizó al lado del muchacho. Abrió las mandíbulas para exhibir sus gigantescos colmillos y bramó. -¡Atrás! -exclamó Eragon por encima del barullo-. ¡Soy un Jinete! -Blandió a Zar'roc en lo alto, con su filo rojo resplandeciente bajo el sol, y la apuntó hacia los traficantes de esclavos-: ¡Huid, si queréis conservar la vida!

Los hombres gritaron palabras incoherentes y se atropellaron entre sí en su afán por escapar. En medio de la confusión, una lanza golpeó la frente de Torkenbrand que, aturdido, se tambaleó y cayó al suelo. Los hombres ignoraron a su jefe caído y se alejaron a la carrera, en tropel, lanzando miradas de terror a Saphira.

Torkenbrand se esforzó por ponerse de rodillas. La sangre brotaba de las sienes del individuo y le corría por las mejillas formando una redecilla carmesí. Murtagh desmontó y se acercó a él a grandes zancadas, con la espada en la mano. El traficante alzó débilmente los brazos, como si quisiera protegerse de un golpe. Murtagh lo mirócon frialdad y luego le golpeó el cuello con el filo de su espada. -¡No! -gritó Eragon, pero era demasiado tarde.

El tronco decapitado de Torkenbrand se desplomó entre una nubécula de polvo y la cabeza cayó con un golpe seco.

Eragon se acercó corriendo a Murtagh al tiempo que pronunciaba furiosas palabras. -¿Se te ha podrido el cerebro? -gritó, furibundo-. ¿Por qué lo has matado?

Murtagh secó el filo de su espada en la espalda del jubón de Torkenbrand. El acero dejó una oscura mancha en la tela.

-No sé por qué te enfadas tanto. -¡Enfadarme! -estalló Eragon-. ¡Es mucho más que un enfado! ¿No se te ha ocurrido que podíamos dejarlo aquí y seguir nuestro camino? ¡No! En vez de eso, te conviertes en verdugo y le cortas la cabeza. ¡No podía defenderse!

Murtagh parecía perplejo por la ira de Eragon.

-Bueno, no podíamos dejarlo por en medio… Era peligroso. Los demás han huido… Y él, sin caballo, no habría podido ir muy lejos. No quería que los úrgalos lo encontraran y se enteraran de la presencia de la elfa. Por eso he pensado que…

-Pero… ¿tenías que matarlo? -lo interrumpió Eragon.

La dragona olisqueó con aire curioso la cabeza de Torkenbrand, abrió un poco la boca, como si se la fuera a tragar, pero luego se lo pensó mejor y se acercó a Eragon a paso lento.

-Lo único que pretendo es salvar el pellejo -contestó Murtagh-. Ninguna vida ajena me importa más que la mía.

-Pero no te puedes entregar a la violencia gratuita. ¿Qué se ha hecho de tu empatía? -rugió Eragon, al tiempo que se señalaba la cabeza. -¿Empatía? ¿Empatía? ¿Me puedo permitir sentir empatía por mis enemigos? ¿Debo dudar entre defenderme o no porque podría dañar a otros? Si fuera así, llevaría años muerto. Hay que estar dispuesto a protegerse a uno mismo y a cuanto uno quiere, cueste lo que cueste.

Eragon enfundó a Zar'roc con brusquedad y movió la cabeza alocadamente.

-Eres capaz de justificar cualquier atrocidad con tus razonamientos. -¿Te crees que me divierto? -gritó Murtagh-. Desde el día en que nací, mi vida está amenazada. Todas las horas que he pasado despierto las he dedicado a evitar peligros de cualquier clase. Y no me es fácil conciliar el sueño porque siempre estoy preocupado por si llegaré a ver la luz del alba. Si hubo un tiempo en que estuve a salvo, debió de ser en el vientre de mi madre, aunque ni siquiera fue así. No lo entiendes. Si tú vivieras con este miedo, aprenderías la misma lección que yo: no hay que correr ningún riesgo. -Señaló con un gesto el cuerpo de Torkenbrand-. Él era un riesgo y lo he superado. Me niego a arrepentirme y no pienso mortificarme por lo que ya está hecho.

Eragon pegó su cara a la de Murtagh.

-Aun así, está mal hecho. -Ató a Arya al vientre de Saphira y montó en Nieve de Fuego -. ¡Vámonos!

Murtagh tiró de las riendas para que Tornac esquivara el cuerpo de Torkenbrand, tumbado boca abajo sobre el polvo ensangrentado.

Cabalgaron a una velocidad que Eragon hubiera creído imposible apenas una semana antes; las leguas desfilaban a su paso como si ellos tuvieran alas en los pies.

Torcieron hacia el sur entre dos brazos de las montañas Beor: eran dos sierras como pinzas a punto de cerrarse y sólo un día de viaje separaba las dos puntas. Sin embargo, la distancia parecía aún menor por el tamaño de las montañas. Era como si estuvieran en un valle hecho a la medida de un gigante.

Cuando se detuvieron al fin del día, Eragon y Murtagh cenaron en silencio negándose a apartar la mirada de la comida. Al cabo de un rato Eragon afirmó en tono lacónico:

-Yo me encargo de la primera guardia.

Murtagh asintió y se tumbó sobre sus mantas dándole la espalda. ¿Quieres que hablemos? -preguntó Saphira.

Ahora no -murmuró Eragon-. Dame tiempo para pensar. Me siento… confundido.

Ella cortó el contacto mental tras una caricia y un susurro:

Te quiero, pequeño.

Y yo a ti -contestó él.

La dragona se hizo un ovillo al lado de Eragon y le prestó su calor. Él se quedó inmóvil en la oscuridad luchando con su inquietud.