Inclinó un poco el cuello y vio el anca, cubierta de escamas,
sobre la que había apoyado la cabeza. Poco a poco estiró las
piernas para salir de la posición fetal en la que se hallaba y las
costras se le resquebrajaron. Le dolía menos que el día anterior,
pero la mera idea de caminar lo acobardaba. Sin embargo, el hambre
voraz le recordó que no había comido, de modo que reunió la energía
necesaria para moverse y dio un golpe suave a Saphira en el
costado. -¡Eh, despierta! -gritó.
La dragona se movió y, al levantar el ala, dejó entrar un
torrente de luz. Eragon entrecerró los ojos ante el resplandor de
la nieve que lo cegó por un instante. A su lado, Saphira se
desperezó como un gato y bostezó dejando a la vista una hilera de
dientes blancos. Cuando los ojos de Eragon se acostumbraron a la
luz, observó dónde estaban: unas montañas imponentes y desconocidas
los rodeaban y proyectaban profundas sombras en el claro. Vio
también que a un lado había un sendero que atravesaba la nieve y se
internaba en el bosque, de donde procedía el ruido amortiguado de
un arroyo.
Se puso de pie entre gemidos, se tambaleó y fue cojeando
hasta un árbol. Se cogió a una de las ramas y apoyó todo su peso en
ella, pero la rama se rompió con un sonoro crujido. Eragon le quitó
las ramitas, se calzó el palo debajo del brazo y colocó el otro
extremo en el suelo. Con la ayuda de esta improvisada muleta, fue
también cojeando hasta el arroyo cubierto de hielo. Rompió la capa
superior y ahuecó las manos para beber el agua, limpia y amarga.
Saciada la sed, regresó al claro, y al salir de entre los árboles,
reconoció al fin las montañas y el lugar donde habían
aterrizado.
Había sido precisamente allí, en medio de un ruido
ensordecedor, donde había encontrado el huevo de Saphira. Eragon se
apoyó en un rugoso tronco: no tenía ninguna duda porque en ese
momento vio los árboles grisáceos que habían sido despojados de sus
hojas por la explosión.
«¿Cómo sabía Saphira dónde estaba este lugar? Porque entonces
todavía era un huevo. Quizá mis recuerdos debieron de darle
suficiente información para encontrarlo.»
El muchacho movió la cabeza en silencio, asombrado. Mientras
tanto, Saphira lo esperaba pacientemente. ¿Me llevarás a casa? -La
dragona ladeó la cabeza-. Ya sé que no quieres, pero debes hacerlo
porque ambos estamos en deuda con Garrow, pues cuidándome a mí, ha
hecho posible que yo me ocupara de ti. ¿Vas a pasar esa deuda por
alto? ¿Y qué dirán de nosotros en los años venideros si no
volvemos? ¿Que nos escondimos como cobardes mientras mi tío estaba
en peligro? ¡Ya me imagino la historia del Jinete y su dragona
cobarde! Si tiene que haber lucha, enfrentémonos a ella en lugar de
rehuirla. ¡Eres una dragona! ¡Hasta un Sombra te tendría miedo!
Pero te ocultas en las montañas como un conejo
asustado.
Eragon quería que la dragona se enfadara y lo logró. Un
gruñido resonó en la garganta de Saphira, que echó la cabeza hacia
delante hasta casi tocar la del muchacho.
Le enseñó los dientes y lo miró colérica mientras sacaba humo
por los orificios de la nariz. Eragon esperaba no haberse pasado de
la raya. De pronto, escuchó los pensamientos de
Saphira:
La sangre atraerá sangre. Pero pelearé. Sin embargo, aunque
nuestros caminos, nuestros destinos, nos unan, no me pongas a
prueba. Te llevaré por la deuda que tenemos, pero volaremos hacia
la necedad.
-Necedad o no -exclamó Eragon-, no tenemos alternativa…
debemos ir.
Rompió su camisa en dos y metió un trozo en cada una de las
perneras de los pantalones. Con mucho cuidado, se acomodó sobre
Saphira y se cogió con fuerza del cuello de la
dragona.
Esta vez -le dijo-, vuela más bajo y más rápido. El tiempo es
fundamental.
No te sueltes -le aconsejó la dragona y despegó hacia el
cielo.
Se elevaron por el bosque y se enderezaron de inmediato, un
poco por encima de las ramas. A Eragon se le revolvió el estómago,
que por suerte estaba vacío.
Más rápido, más rápido -la apremió.
Saphira no respondió, pero empezó a agitar las alas más
deprisa. Eragon cerró los ojos con fuerza y se encorvó un poco más
sobre el cuello de la dragona. Creía que el acolchado que había
hecho con la camisa bajo los pantalones lo protegería, pero cada
movimiento le producía punzadas de dolor en las piernas, y muy
pronto comprobó que la sangre le corría por las pantorrillas. El
muchacho percibía que la preocupación emanaba de Saphira, que iba
cada vez más rápido y con las alas en tensión mientras la tierra
pasaba deprisa por debajo, como si la empujaran bajo los pies de
ambos. Eragon pensó que si alguien los miraba desde abajo, no vería
más que una mancha borrosa.
A primera hora de la tarde, el valle de Palancar apareció
ante ellos. Las nubes oscurecían la visibilidad hacia el sur;
Carvahall estaba al norte. Saphira comenzó el descenso mientras
Eragon buscaba la granja. Cuando la divisó, el miedo se apoderó de
él: una columna de humo negro con llamas rojizas en la base se
elevaba de su hogar. -¡Saphira -gritó, y señaló la granja-, déjame
aquí! ¡Ahora mismo!
La dragona cerró las alas y giró para iniciar un precipitado
descenso a una velocidad de vértigo. Entonces alteró un poco el
rumbo en dirección al bosque. -¡Aterriza en los campos! -chilló
Eragon para que Saphira lo oyera a pesar del ruido del viento. Se
agarró con más fuerza a ella mientras bajaban en
picado.
Saphira esperó a estar a unos treinta metros del suelo para
plegar las alas con varias sacudidas fuertes. Aterrizó con torpeza,
y Eragon no pudo sostenerse y cayó. Se levantó tambaleándose y
jadeante.
Habían arrasado la casa: las maderas y los tablones de las
paredes y del techo estaban desparramados por una vasta zona; la
madera estaba pulverizada, como si la hubieran aplastado con un
martillo gigante; había tejas cubiertas de hollín por todas partes,
y unos pocos platos retorcidos de metal eran lo único que quedaba
de la cocina, mientras que la loza destrozada y los cachos de
ladrillo de la chimenea perforaban la nieve. Un humo espeso y denso
se elevaba del establo, que ardía ferozmente, y los animales,
muertos o espantados, habían desaparecido. -¡Tío! -Eragon corrió
entre las ruinas de las habitaciones destruidas en busca de Garrow.
No había ni rastro de él-. ¡Tío! -volvió a gritar.
Saphira dio una vuelta alrededor de la casa y se acercó al
muchacho.
Aquí sólo hay pesadumbre -dijo. -¡Esto no habría sucedido si
no te hubieras escapado conmigo!
Si te hubieras quedado, no seguirías con
vida.
-¡Mira esto! -gritó-. ¡Habríamos podido avisar a Garrow! ¡Es
culpa tuya que no haya podido escapar!
Dio un puñetazo contra un poste y se lastimó los nudillos, de
tal modo que cuando salió con paso airado de lo que quedaba de la
casa, la sangre le chorreaba por los dedos. Se dirigió a
trompicones por el sendero que llevaba al camino y se agachó para
examinar la nieve. Había varias huellas marcadas, pero como tenía
la vista borrosa, apenas las distinguió. «¿Me estaré quedando
ciego?», se preguntó. Con mano temblorosa se tocó las mejillas y
descubrió que las tenía mojadas.
Entonces se proyectó la sombra de Saphira sobre él, y la
dragona lo cobijó entre las alas.
Tranquilízate; puede que no esté todo perdido. -Eragon
levantó la mirada, esperanzado-. Examina el sendero; yo sólo veo
dos pares de huellas, así que por aquí no se llevaron a
Garrow.
Eragon se concentró en las pisadas que había en la nieve: las
huellas, apenas visibles, de dos pares de botas de cuero se
dirigían a la casa. Encima de éstas había rastros de las mismas
huellas pero en dirección contraria. Y quienesquiera que las
hubieran dejado cargaban el mismo peso tanto a la ida como a la
vuelta.
Tienes razón. ¡Garrow tiene que estar aquí!
Se enderezó de un salto y regresó deprisa a la
casa.
Yo buscaré en el establo y en el bosque -dijo
Saphira.
Eragon empezó a remover los restos de la cocina y a excavar
frenéticamente una montaña de escombros. Quitaba como por arte de
magia pesos enormes que normalmente no habría podido mover. Un
armario, casi intacto, se le resistió durante un segundo, pero
logró levantarlo y lo tiró por el aire. Mientras apartaba un
tablón, algo hizo ruido a sus espaldas, y el muchacho se volvió de
repente, preparado para un ataque.
Una mano extendida, debajo de un trozo de techo desprendido,
se movía débilmente, y Eragon la estrechó lanzando un
grito.
-Tío, ¿me oyes?
No hubo respuesta alguna. Eragon empezó a despedazar la
madera sin hacer caso de las astillas que le lastimaban las manos.
Enseguida quedó a la vista un brazo y un hombro, atrapados bajo una
pesada viga. Trató de moverla con el hombro con todas las fuerzas
de cada fibra de su ser, pero se le resistió. -¡Saphira, te
necesito!
La dragona llegó inmediatamente. La madera crujía bajo su
peso mientras avanzaba sobre los restos de las paredes. Sin decir
nada se acercó y apoyó un costado contra la viga, hundió las garras
en lo que quedaba del suelo y tensó todos los músculos. Al levantar
la viga, ésta chirrió, y el chico se precipitó debajo de
ella:
Garrow estaba boca abajo con la ropa desgarrada, y Eragon lo
sacó de entre los escombros. En ese momento Saphira soltó la viga y
dejó que se estrellara contra el suelo.
Eragon arrastró a Garrow fuera de la casa en ruinas y lo
acomodó en el suelo.
Consternado, tocó a su tío con suavidad. El hombre tenía la
tez gris, inerte y seca, como si la fiebre lo hubiera consumido,
los labios partidos y un largo arañazo en el pómulo. Pero eso no
era lo peor: unas profundas e irregulares quemaduras le cubrían la
mayor parte del cuerpo y un olor empalagoso y nauseabundo, como a
fruta podrida, emanaba de él. Respiraba entrecortadamente, y cada
exhalación parecía el estertor de la muerte.
Asesinos -masculló Saphira.
No digas eso. Aún podemos salvarlo. Tenemos que llevarlo a
casa de Gertrude, pero yo no puedo transportarlo a
Carvahall.
Saphira le transmitió a Eragon la imagen de Garrow colgado
debajo de ella mientras volaba. ¿Puedes llevarnos a los
dos?
Debo hacerlo.
Eragon rebuscó entre los escombros hasta que encontró una
tabla y unas correas de cuero. A continuación le pidió a Saphira
que perforara con una garra cada una de las esquinas de la tabla,
pasó las correas por los agujeros y se las ató a las cuatro
patas.
Después de comprobar que los nudos eran fuertes, acostó a
Garrow sobre la madera y lo amarró. En ese momento, de la mano de
su tío cayó un trozo de tela negra, que era igual que la de la ropa
que llevaban los forasteros. Eragon, rabioso, se lo guardó en el
bolsillo, montó sobre Saphira y cerró los ojos mientras un dolor
punzante le invadía el cuerpo. ¡Ahora!
Saphira se levantó de un salto mientras las patas traseras
estaban todavía hundidas en tierra, arañó el aire con las alas
cuando empezó a elevarse muy despacio, y mantuvo los tendones
tensos y a punto de estallar al luchar contra la fuerza de la
gravedad. Durante un interminable y doloroso instante no pasó nada,
pero de pronto se lanzó hacia delante con gran potencia y
levantaron el vuelo. Una vez más se hallaban sobre el
bosque.
Sigue el camino -le dijo Eragon-, así tendrás espacio
suficiente si tienes que aterrizar.
Pero me verán.
Eso ya no importa.
Saphira no discutió más, viró hacia el camino y se dirigió a
Carvahall. Garrow se balanceaba salvajemente debajo de ellos; tan
sólo las finas correas impedían que se cayera.
El exceso de peso hacía que Saphira no volara tan deprisa. Al
poco rato sus fuerzas empezaron a flaquear y le salía espuma por la
boca. Se esforzó por continuar, pero cuando todavía quedaban casi
cinco kilómetros hasta Carvahall, la dragona plegó las alas y
descendió hacia el camino.
Las patas traseras tocaron tierra y levantaron una lluvia de
nieve. Eragon bajó descendiendo de costado para no hacerse daño en
las piernas. Se puso de pie con dificultad y se afanó en desatar
las correas de las patas de Saphira. La dragona jadeaba, muy
agitada.
Busca un sitio seguro para descansar -le dijo Eragon. No sé
cuánto tiempo tardaré, así que tendrás que arreglártelas
sola.
Esperaré -respondió ella.
Eragon apretó los dientes y empezó a arrastrar a Garrow por
el camino. Los primeros pasos le produjeron un dolor insoportable.
«No puedo hacerlo», clamó al cielo; aun así, dio unos pasos más sin
dejar de quejarse. Miró fijamente el terreno y se esforzó por
mantener un paso firme. Era una lucha contra su propio cuerpo que
se rebelaba, pero era una lucha que se negaba a perder. Los minutos
pasaban a velocidad de vértigo. Cada metro parecía una legua. Se
preguntó, desesperado, si Carvahall aún existía o si los forasteros
también lo habrían incendiado. Al cabo de un rato, a través del
embotamiento que le producía el dolor, oyó gritar y levantó la
cabeza.
Brom corría hacia él con los ojos que se le salían de las
órbitas, el cabello alborotado y con un lado de la cabeza, cubierto
de sangre seca. Agitó los brazos, enloquecido, antes de soltar sus
cosas y de coger a Eragon por los hombros. Decía algoa gritos, pero
Eragon parpadeaba sin comprender. De repente, el chico vio que el
suelo se acercaba muy deprisa, sintió gusto a sangre en la boca y
se desmayó.