Sombra alzó la cabeza y olisqueó el aire. El ser, de elevada
estatura y de aspecto humano salvo por el pelo carmesí y los ojos
de color granate, parpadeó sorprendido. El mensaje era correcto:
estaban allí. ¿O era una trampa? Sopesó las posibilidades y dijo
fríamente:
-Dispersaos y ocultaos detrás de los árboles, entre los
arbustos. Detened a quienquiera que venga… o
morid.
Doce úrgalos, que llevaban espadas cortas y escudos de hierro
redondos en los que habían pintado símbolos negros, se pusieron en
movimiento arrastrando los pies alrededor del humano. Parecían
hombres, aunque tenían las piernas arqueadas y los brazos gruesos y
brutales, hechos para aplastar, y unos cuernos retorcidos que les
salían por encima de las pequeñas orejas. Los monstruos se
dirigieron deprisa hacia los arbustos y se escondieron gruñendo.
Los crujidos se acallaron al cabo de un instante, y el bosque
volvió a sumirse en el silencio.
Sombra miró al otro lado de un tupido árbol y buscó la pista.
Estaba demasiado oscuro para la vista de un humano, pero para él la
tenue luz de la luna era como si el sol brillara entre los árboles;
cada detalle resultaba nítido y claro para su escrutadora mirada.
El ser se quedó en absoluto silencio sosteniendo una larga espada
muy clara en la mano. Una hendidura del grosor de un alambre fino
recorría la hoja del arma, que tenía un filo perfecto para
deslizarse entre las costillas y la robustez necesaria para
atravesar la armadura más sólida.
Los úrgalos no tenían tan buena vista como Sombra, por lo que
buscaban a tientas con sus espadas como pordioseros ciegos. El
ululato de un buho desgarró el silencio, y nadie se tranquilizó
hasta que el pájaro se alejó volando. Los monstruos se
estremecieron en la gélida noche, y uno de ellos aplastó una ramita
bajo su pesada bota. Sombra siseó enfadado, y los úrgalos
retrocedieron y se quedaron inmóviles. El ser contuvo el asco que
le daban -olían a carne fétida- y se apartó.
Sólo eran herramientas, nada más.
Sombra reprimió la impaciencia a medida que los minutos se le
hacían horas, puesto que el aroma debía de haber sido impulsado por
el viento desde lejos precediendo a los que lo esparcían, y no
permitió a los úrgalos que se levantaran ni que se dieran calor
entre ellos. Pero tampoco se concedió a sí mismo esas comodidades;
se quedó detrás del árbol acechando la pista: otra ráfaga de viento
llegó a través del bosque, y esta vez el aroma era más fuerte.
Entusiasmado, hizo una mueca con los delgados labios y emitió un
gruñido.
-Preparaos -murmuró, temblándole todo el
cuerpo.
Trazó pequeños círculos con la punta de la espada. Le había
costado muchas intrigas y mucho dolor llegar a donde estaba, y no
pensaba perder el control precisamente en ese
momento.
Los ojos de los úrgalos brillaron bajo las espesas cejas
mientras apretaban con fuerza la empuñadura de las espadas. Delante
de ellos, Sombra oyó un tintineo como si algo hubiera golpeado una
piedra desprendida. Unas manchas, apenas perceptibles, emergieron
de la oscuridad y avanzaron por el sendero.
Tres caballos blancos, con sus respectivos jinetes, avanzaban
a medio galope hacia la emboscada. Orgullosos, mantenían la cabeza
en alto, y el pelaje les brillaba a la luz de la luna como plata
líquida.
En el primer caballo iba un elfo de orejas puntiagudas y
elegantes cejas arqueadas. Era delgado pero fuerte como un estoque.
Llevaba un imponente arco colgado a la espalda, una espada a un
lado y un carcaj con flechas, rematadas con plumas de cisne, al
otro.
El último jinete tenía el mismo distinguido rostro de rasgos
angulosos que el primero. Sostenía una lanza de considerable
longitud en la mano derecha y una daga blanca en el cinturón, y se
cubría la cabeza, con un casco de extraordinaria factura, labrado
de ámbar y oro.
Entre ambos, cabalgaba una elfa de cabello negro como el
azabache que vigilaba a su alrededor con aplomo. Los penetrantes
ojos de la mujer, enmarcados por largos rizos negros, brillaban con
una fuerza tremenda, y aunque su atuendo era sencillo, no mermaba
su belleza. Llevaba una espada a un lado, un gran arco y un carcaj
a la espalda y una bolsa sobre el regazo que vigilaba con
insistencia, como si quisiera constatar que seguía
allí.
Uno de los elfos dijo algo en voz baja, pero Sombra no
alcanzó a oírlo. La dama respondió con evidente autoridad, y sus
guardias se intercambiaron de sitio.
El que llevaba el casco tomó la delantera y empuñó la lanza
para tenerla más presta. Pasaron junto al escondite de Sombra y los
primeros úrgalos sin sospecha alguna.
Sombra ya estaba saboreando su victoria cuando el viento
cambió de dirección y comenzó a soplar hacia los elfos llevando el
hedor de los úrgalos. Los caballos resoplaron asustados y bajaron
la cabeza, y los jinetes se pusieron tensos y miraron de un lado a
otro echando chispas por los ojos. Obligaron a sus corceles a dar
la vuelta y se alejaron al galope.
El caballo de la dama salió disparado y dejó muy atrás a los
guardias.
Entretanto los úrgalos abandonaron su escondite, se pusieron
de pie y lanzaron un aluvión de flechas negras. Sombra saltó desde
detrás del árbol, levantó la mano derecha y gritó: -
¡Garjzla!
Un rayo rojo le brilló en la palma de la mano en dirección a
la elfa, iluminó los árboles con una luz sanguinolenta, golpeó el
caballo de la dama y consiguió que el animal perdiera el equilibrio
y cayera de bruces con un agudo relincho. La elfa saltó del corcel
a una velocidad increíble y miró atrás en busca de sus
guardias.
Las mortíferas flechas de los úrgalos abatieron a los dos
elfos que cayeron de sus nobles cabalgaduras a tierra, cubiertos de
sangre. Pero cuando las pestilentes criaturas se abalanzaron para
rematarlos, Sombra gritó: -¡Tras ella! ¡Es a ella a quien
quiero!
Los monstruos rezongaron y se precipitaron por el
sendero.
Un grito escapó de los labios de la elfa al ver a sus
compañeros muertos. Dio un paso hacia ellos, pero maldiciendo a sus
enemigos se internó en el bosque de un salto.
Mientras los úrgalos corrían con estrépito entre los árboles,
Sombra se encaramó a un bloque de granito que sobresalía, desde
donde veía el bosque que había alrededor. Entonces levantó una mano
y gritó:
-¡Bóetq istalri!
Y unos cuatrocientos metros del bosque estallaron en
llamas.
Fue quemando con decisión una parte tras otra hasta crear un
anillo de fuego de casi tres kilómetros alrededor del lugar de la
emboscada. Las llamas parecían formar una corona turbulenta apoyada
sobre el bosque. Sombra, satisfecho, observó con mucha atención el
anillo de fuego por si éste decaía.
La banda de fuego se hizo más extensa, con lo que se redujo
la zona por donde los úrgalos tenían que buscar. De repente, Sombra
oyó chillidos y un grito ronco.
Entre los árboles, vio a tres de sus soldados caídos uno
sobre otro, mortalmente heridos, y alcanzó a divisar a la elfa que
huía del resto de los úrgalos.
La dama corría hacia el escarpado bloque de granito a una
velocidad vertiginosa. El ser examinó el terreno que se extendía a
unos seis metros por debajo de la roca, dio un salto y aterrizó con
agilidad delante de ella. La elfa, cuya espada goteaba sangre negra
de úrgalo y manchaba la bolsa que llevaba en la mano, lo esquivó y
volvió al sendero.
Los monstruos con cuernos salieron del bosque, rodearon a la
mujer y le bloquearon la única ruta de escape. La elfa giró la
cabeza tratando de descubrir por dónde podía huir y, al no ver
salida alguna, se detuvo con majestuoso desprecio.
Sombra se acercó a ella con la mano levantada y se dio el
lujo de disfrutar de su impotencia. -¡Cogedla!
Mientras los úrgalos se abalanzaban, la elfa abrió la bolsa,
metió una mano dentro y dejó caer la bolsa al suelo. La mujer
sostenía en la mano un gran zafiro que reflejaba la iracunda luz de
los fuegos. Elevó la gema pronunciando frenéticas palabras. -
¡Garjzla! -espetó Sombra, desesperado, y lanzó hacia la elfa una
llamarada roja, rápida como una flecha, que le surgió de una
mano.
Pero era demasiado tarde. Un resplandor de luz esmeralda
iluminó de un fogonazo el bosque, y el zafiro desapareció. El fuego
rojo golpeó a la elfa, y ésta se desplomó. Sombra aulló furioso y
cargó con su espada contra un árbol.
Atravesó la mitad del tronco, y la espada se quedó allí
clavada, vibrando.
Disparó nueve rayos de energía con la palma de la mano, con
los que mató al instante a los úrgalos, arrancó la espada y se
acercó a grandes pasos hasta la elfa.
De la boca del ser salían profecías de venganza en un maligno
idioma que sólo él conocía, mientras miraba fijamente al cielo con
los puños apretados. Las frías estrellas le devolvieron la mirada,
sin parpadear, como si fueran espectadoras de otro mundo. La
repugnancia se dibujó en los labios de Sombra cuando se volvió
hacia la inconsciente elfa.
La belleza de la mujer, que habría embelesado a cualquier
mortal, no tenía interés alguno para él. Confirmó que el zafiro
había desaparecido y fue a buscar su caballo, que estaba escondido
entre los árboles. Tras atar a la elfa a la montura, subió al
corcel y salió del bosque.
Fue apagando el fuego a su paso, pero dejó que se quemara el
resto.