Todavía era de noche cuando Eragon se incorporó de golpe en la cama respirando agitado. La habitación estaba helada, y se le puso la carne de gallina en los brazos y en los hombros. Faltaban unas horas para el amanecer, el momento en que nada se mueve y la vida espera los primeros toques tibios de la luz solar.


El corazón le palpitó con fuerza mientras una premonición terrible se apoderaba de él. Era como si una mortaja hubiera descendido sobre el mundo, y su punto más oscuro estuviera encima de su habitación. Se levantó de la cama, se vistió en silencio y se precipitó por el pasillo, temeroso. Cuando vio que la puerta de la habitación de Garrow estaba abierta y que había gente dentro, sintió una punzada de miedo.

Garrow yacía pacíficamente en la cama. Estaba vestido con ropa limpia, peinado hacia atrás y con el rostro tranquilo. Podría haber estado durmiendo a no ser por el amuleto de plata que llevaba al cuello y por el ramo de cicuta que tenía sobre el pecho: los últimos regalos de los vivos a los muertos.

Katrina estaba al lado de la cama, pálida y con la cabeza gacha. Eragon la oyó murmurar:

-Me habría gustado llamarlo padre algún día…

«Llamarlo padre -pensó con amargura-, un derecho que ni yo tengo.»

Eragon se sentía como un fantasma, despojado de toda su vitalidad. Todo parecía irreal, salvo la cara de Garrow. Las lágrimas le corrieron por las mejillas y le temblaron los hombros, pero no lloró en voz alta. Su madre, su tía, su tío… los había perdido a todos. El peso del dolor lo aplastaba como una fuerza monstruosa que lo hacía tambalearse. Alguien lo llevó de vuelta a su habitación con palabras de consuelo.

Se tumbó en la cama, ocultando la cara entre los brazos, y se echó a llorar convulsivamente. Sintió que Saphira se ponía en contacto con él, pero la apartó y se dejó llevar por su pena. No podía aceptar que Garrow se hubiera ido porque si lo hacía, ¿en qué más podría creer? Sólo en un mundo cruel y despiadado que apagaba vidas humanas como el viento las velas. Frustrado y aterrorizado, volvió el rostro empapado de lágrimas hacia los cielos y gritó: -¿Qué dios es capaz de hacer algo así? ¡Muéstrate! -Oyó que alguien corría hacia su habitación, pero no llegó ninguna respuesta desde lo alto-. ¡Garrow no se lo merecía!

Unas manos consoladoras lo acariciaron, y vio a Elain sentada a su lado. La mujer lo abrazó mientras él lloraba hasta que, al cabo de un rato, exhausto, el sueño lo venció.