Al amanecer, los rayos de sol entraron por la ventana y dieron calor al rostro de Eragon. El chico se frotó los ojos, se sentó en el borde de la cama y tocó con los pies el suelo de madera de pino, que estaba frío. Estiró las doloridas piernas y se frotó la espalda mientras bostezaba.


Junto a la cama había una estantería llena de diversos objetos que había ido recogiendo: trozos de madera retorcida, extraños pedazos de conchas, piedras partidas -cuyo interior brillaba- y hierbas secas que había atado entre sí. El resto de la habitación estaba vacío; sólo había un pequeño armario y una mesilla de noche.

Eragon se calzó las botas y se quedó mirando el suelo, pensativo. Era un día especial: casi a esa misma hora, hacía dieciséis años, su madre, Selena, había vuelto a Carvahall sola y embarazada. Había estado ausente durante seis años y había vivido en la ciudad. Cuando regresó, llevaba ropa cara y una redecilla de perlas que le sujetaba el cabello. Venía en busca de su hermano, Garrow, al que le pidió que le permitiera quedarse con él hasta dar a luz. Al cabo de cinco meses nació su hijo, pero todo el mundo se quedó consternado cuando Selena, con lágrimas en los ojos, les rogó a Garrow y a Marian que criaran al niño. Cuando le preguntaron por qué, lo único que respondió entre sollozos fue: «Debo hacerlo». Sus ruegos eran cada vez más desesperados, hasta que ellos, finalmente, aceptaron. Entonces Selena le puso el nombre de Eragon. A la mañana siguiente partió muy temprano y no volvió jamás.

Eragon aún recordaba cómo se había sentido cuando Marian le contó la historia antes de morir. El hecho de enterarse de que Garrow y Marian no eran sus auténticos padres lo había trastornado profundamente, y de repente empezó a poner en duda todo aquello que hasta entonces había sido claro e incuestionable.

Con el tiempo había aprendido a vivir con la nueva realidad, pero siempre había tenido la persistente sospecha de que no había satisfecho las expectativas de su madre.

«Estoy seguro de que ella tuvo algún motivo para hacer lo que hizo, pero ojalá supiera cuál fue», se decía a sí mismo.

También había otra cosa que le inquietaba: ¿quién era su padre? Selena no se lo había dicho a nadie y, fuera quien fuese, nunca había ido a buscar a Eragon. El muchacho se habría conformado con saber el nombre porque así al menos conocería su procedencia.

Suspiró y se acercó a la mesilla de noche, se lavó la cara y sintió un escalofrío cuando el agua le bajó por el cuello. Una vez que se hubo lavado, sacó la gema de debajo de la cama y la puso en un estante. La luz de la mañana la acarició y proyectó su acogedor reflejo sobre la pared. Eragon la tocó otra vez y se apresuró a ir a la cocina, pues tenía ganas de ver a su familia. Garrow y Roran ya estaban allí comiendo pollo. El chico los saludó, y Roran se puso de pie con una sonrisa.

Era dos años mayor que Eragon, musculoso y robusto pero nada torpe. Si hubieran sido hermanos auténticos no habrían sido mejores amigos.

-Me alegro de que hayas vuelto -sonrió Roran-. ¿Qué tal el viaje?

-Difícil -respondió-. ¿Te ha contado el tío lo que pasó?

Se sirvió un trozo de pollo y lo devoró, hambriento.

-No -contestó Roran, por lo que Eragon tuvo que contar otra vez la historia rápidamente. Ante la insistencia de Roran, Eragon dejó la comida para enseñarle la gema, que impresionó profundamente a su primo, quien, nervioso, le preguntó al fin-: ¿Has podido hablar con Katrina?

-No, no pude después de la discusión con Sloan, pero ella te esperará cuando vengan los mercaderes. Le di el mensaje a Horst, y él se lo transmitirá. -¿Se lo has dicho a Horst? -preguntó Roran, incrédulo-. Era un asunto privado. Si hubiera querido que todos lo supieran, habría hecho una hoguera para comunicarlo con señales de humo. Si Sloan se entera, no me dejará volver a verla.

-Horst será discreto -lo tranquilizó Eragon-, no dejará que nadie caiga en las garras de Sloan, y menos tú.

Roran no pareció muy convencido, pero no discutió más. Volvieron a sus platos ante la taciturna presencia de Garrow.

Cuando acabaron hasta el último trozo, los tres salieron a trabajar en el campo.

El sol era frío y pálido y calentaba poco. Bajo el ojo vigilante del astro, almacenaron la cebada en el granero. A continuación recogieron calabazas trepadoras, colinabos, remolachas, guisantes, nabos y alubias que luego guardaron en el sótano. Tras horas de trabajo, estiraron los agarrotados músculos, satisfechos de haber acabado la cosecha.

Durante los días siguientes encurtieron, salaron, desvainaron y prepararon los alimentos para el invierno.

Nueve días después del regreso de Eragon, una terrible tormenta de nieve bajó de las montañas y se instaló en el valle. La nieve caía como una espesa cortina y cubrió todo el campo de blanco. Garrow, Roran y Eragon sólo se aventuraban a salir de la casa para buscar leña y para dar de comer a los animales, porque temían perderse en medio del viento huracanado y del desolado paisaje. Pasaron las horas apiñados junto a la cocina de leña mientras las ráfagas de viento hacían crujir los pesados postigos de las ventanas. Por fin, al cabo de unos días, cesó la tormenta, pero había dejado un extraño paraje sembrado de blandos cúmulos de nieve.

-Me temo que este año tal vez los mercaderes no vengan a causa del pésimo tiempo que hace -dijo Garrow-. Y si vienen, será demasiado tarde. Sin embargo, les daremos una oportunidad y los esperaremos antes de ir a Carvahall. Pero si no llegan pronto, tendremos que comprar provisiones extra a la gente del pueblo.

Garrow tenía un semblante de resignación.

A medida que pasaban los días sin rastro de los mercaderes, crecía la ansiedad en la familia. Cada vez hablaban menos, y en la casa reinaba un ambiente depresivo.

A la octava mañana después de la tormenta, Roran fue hasta el camino y confirmó que los mercaderes aún no habían pasado, de modo que estuvieron todo el día preparando el viaje a Carvahall, y buscando algo para vender con expresiones sombrías. Esa noche, por pura desesperación, Eragon volvió al camino para ver si había novedades, y descubrió profundos surcos en la nieve y muchas huellas de caballos entre ellos. Regresó corriendo a la casa, eufórico y chillando de alegría, con renovados bríos para los preparativos.

Antes del amanecer cargaron su excedente de víveres en el carro, y Garrow guardó el dinero que había ahorrado ese año en una bolsa de cuero y se la ató concuidado al cinto. Por su parte, Eragon colocó la gema envuelta entre bolsas de grano para que no rodara con el traqueteo.

Después de un rápido desayuno, engancharon los caballos y partieron por el sendero hacia el camino. Los carros de los mercaderes ya habían roto los montones de nieve, lo que les permitió avanzar más deprisa, y al mediodía divisaron Carvahall.

Durante el día ese lugar era una pequeña aldea rural llena de gritos y de risas.

Los mercaderes habían acampado en un terreno baldío en las afueras del pueblo, donde se extendían desordenadamente carros, tiendas y hogueras formando manchas de color sobre la nieve. Las cuatro tiendas de los trovadores estaban decoradas con colores chillones, y había un flujo constante de gente que unía el campamento con el pueblo.

El gentío se arremolinaba alrededor de las atractivas tiendas y de los puestos y atascaba la calle principal, mientras que los caballos relinchaban a causa del ruido.

El terreno se había aplanado al ser aplastada la nieve que, además, se derretía por todas partes con el calor de las fogatas, al tiempo que la fragancia de las avellanas tostadas añadía un rico aroma a los olores que flotaban en el aire en torno a la gente.

Garrow detuvo el carro y desenganchó los caballos.

-Daos algún gusto -dijo sacando unas monedas de su bolsa-. Roran, cómprate lo que quieras, pero asegúrate de estar en casa de Horst a la hora de cenar. Eragon, coge esa gema y ven conmigo.

Eragon sonrió a Roran y se guardó el dinero; ya tenía pensado cómo gastárselo.

Roran se alejó inmediatamente con expresión decidida y Garrow guió a Eragon entre la muchedumbre abriéndose paso a codazos. Las mujeres compraban ropa y, en cambio, los hombres examinaban cerraduras, ganchos y alguna herramienta nueva. Los niños corrían por el camino dando gritos de alegría. Aquí y allí se vendían cuchillos y especias, y las ollas estaban expuestas junto a las monturas de cuero.

Eragon miraba a los mercaderes con curiosidad. Parecían menos prósperos que el año anterior, y sus hijos tenían un aire asustado, desconfiado, e iban con la ropa remendada. Los hombres, demacrados, llevaban espadas y dagas como si lo hubieran hecho toda la vida, y hasta las mujeres iban con puñales sujetos al cinto.

«¿Qué debe de haberles ocurrido para que tengan ese aspecto? ¿Y por qué habrán llegado tan tarde?», se preguntó Eragon. Recordaba a los mercaderes como personas muy alegres, pero ya no lo eran. Garrow enfiló calle abajo en busca de Merlock, un comerciante especializado en chucherías extrañas y en joyas.

Lo encontraron en un puesto enseñando broches a un grupo de mujeres.

Cada pieza que sacaba iba seguida de exclamaciones y de suspiros de admiración.

Eragon intuyó que más de una bolsa pronto quedaría vacía. Merlock se crecía y se enorgullecía cada vez que alababan sus artículos.

El hombre usaba perilla, era desenvuelto y parecía mirar al resto del mundo con ligero desprecio.

El animado grupo impedía que Garrow y Eragon se acercaran al mercader, así que se apartaron y esperaron. Enseguida que Merlock quedó libre, se aproximaron. -¿Y qué desean los señores? -preguntó el comerciante-. ¿Un amuleto o alguna alhaja para una dama? -Con un elegante movimiento sacó una rosa deplata labrada de excelente factura. El brillante y pulido metal atrajo la atención de Eragon, que la miró apreciando su valor-. No cuesta ni tres coronas -prosiguió el mercader-, a pesar de que procede de los afamados artesanos de Belatona.

-No, no venimos a comprar -dijo Garrow en voz baja-, sino a vender.

Merlock guardó inmediatamente la rosa y los miró con renovado interés.

-Comprendo. Si el artículo posee algún valor, tal vez querríais cambiarlo por una o dos de estas exquisitas piezas. -Se quedó callado durante un momento, mientras Eragon y su tío esperaban incómodos, y añadió-: ¿Habéis traído el objeto en cuestión?

-Sí, pero nos gustaría enseñároslo en alguna otra parte -dijo Garrow con voz firme.

Merlock enarcó una ceja, pero habló con amabilidad.

-En ese caso, permitidme invitaros a mi tienda.

Recogió su mercancía, la guardó en un baúl reforzado de hierro, que cerró, y los condujo calle arriba hasta el campamento. Serpentearon entre los carros hasta una tienda alejada de las del resto de los mercaderes.

La parte superior de la tienda era de color carmesí y la inferior era negra con un entramado de triángulos de colores. Merlock desató la entrada y echó la tela a un lado.

Pequeñas chucherías y muebles raros, como una cama redonda y tres asientos hechos con troncos tallados, ocupaban el interior de la tienda. Una daga torcida con un rubí en el mango yacía sobre un cojín blanco.

Merlock cerró la tienda y se volvió hacia ellos.

-Sentaos, por favor -invitó el mercader y, una vez hecho esto, añadió-:

Bueno, enseñadme el objeto que nos ha obligado a reunirnos en privado. -Eragon desenvolvió la piedra y la depositó entre los dos hombres. Merlock, a quien le relucían los ojos, alargó la mano, pero se detuvo y preguntó-: ¿Puedo?

Tras el consentimiento de Garrow, la levantó.

Puso la piedra en su regazo, se inclinó hacia un lado para coger una pequeña caja y la abrió. En su interior había unas balanzas de cobre que el mercader dejó en el suelo. Después de pesar la gema, examinó la superficie con una lupa de joyero, la golpeó suavemente con un mazo de madera y apretó sobre ella la punta de una diminuta piedra transparente. Midió la longitud y el diámetro y apuntó unas cifras en una tablilla. Luego se quedó meditando un rato los resultados. -¿Sabéis cuánto vale?

-No -admitió Garrow.

Le temblaba la mejilla mientras se movía, incómodo, en su asiento.

-Desgraciadamente, yo tampoco -afirmó Merlock sonriendo-. Sin embargo, puedo deciros algo: las nervaduras blancas y la parte azul que las rodea son del mismo material, pero de diferente color. Aunque no tengo ni idea de qué material es. Es más duro que el de cualquier piedra preciosa que haya visto jamás, incluso más que el diamante. Quienquiera que la haya tallado, ha debido de usar herramientas que jamás he visto… o magia. Además, es hueca. -¿Qué? -exclamó Garrow. -¿Habéis oído alguna vez que una piedra preciosa suene como ésta? -Merlock tenía cierto tono de irritación en la voz. Entonces cogió la daga que estaba sobre el cojín y golpeó la gema con la parte plana de la hoja. Una nota diáfana se elevó por el aire y se desvaneció con suavidad. Eragon estaba asustado, pues temía que se hubiera estropeado. Merlock les devolvió la piedra preciosa-. Noencontraréis marcas ni imperfección alguna donde la he tocado con la daga. Y dudo que pudiera hacerle algún daño aunque la golpeara con un martillo.

Garrow se cruzó de brazos, cauteloso, mientras reinaba el más absoluto silencio.

«Yo sabía que la piedra había aparecido mágicamente en las Vertebradas, pero no que estuviera hecha por arte de magia. ¿Para qué y por qué?», se dijo Eragon, intrigado.

-Pero ¿cuánto vale? -preguntó el muchacho.

-No lo sé -dijo Merlock con voz afligida-. Estoy seguro de que hay gente que pagaría una fortuna por tenerla, pero esas personas no están en Carvahall, sino que habría que ir a las ciudades del sur para encontrar un comprador. Para la mayoría de la gente es una curiosidad, pero no es un objeto para gastar dinero cuando hacen falta cosas prácticas.

Garrow miró el techo de la tienda, como un jugador que calcula las probabilidades. -¿Nos la compraríais?

-No vale la pena correr el riesgo -contestó inmediatamente el mercader-.

Podría encontrar un comprador durante mis viajes de primavera, pero no estoy seguro. Y aunque lo hiciera, no podría pagaros hasta que volviera el año próximo. No, tendréis que buscar otro comprador. Sin embargo, tengo curiosidad… ¿Por qué habéis insistido en hablar en privado?

Eragon apartó la piedra antes de contestar.

-Porque… -Miró al hombre y se preguntó si explotaría como Sloan-. La encontré en las Vertebradas, y a la gente de aquí no le gusta eso.

Merlock le lanzó una mirada de asombro. -¿Sabes por qué mis compañeros y yo hemos llegado tarde este año? -Eragon negó con la cabeza-. La mala suerte ha perseguido nuestros viajes y el caos reina en Alagaësía. No pudimos evitar enfermedades, asaltos y la más negra de las desgracias porque, debido al aumento de los ataques de los vardenos, Galbatorix ha obligado a las ciudades a mandar más soldados a las fronteras, pues necesita hombres para combatir a los úrgalos. Esas bestias han emigrado hacia el sudeste, al desierto de Hadarac. Nadie sabe el porqué ni a nadie le importaría con tal de que no pasaran por zonas habitadas, pero los han visto en los caminos y cerca de las ciudades. Lo peor de todo son los rumores que hablan de un Sombra, aunque no se han confirmado. No hay mucha gente que sobreviva a un encuentro de ese tipo. -¿Y por qué no nos hemos enterado de nada? -exclamó Eragon.

-Porque esta situación ha empezado hace apenas unos pocos meses -contestó Merlock con tono grave-. Aldeas enteras se han visto obligadas a trasladarse porque los úrgalos destruyeron sus campos, y el hambre amenaza a los habitantes.

-Es absurdo -protestó Garrow-. No hemos visto ningún úrgalo; el único que anda por aquí tiene sus cuernos colgados en la taberna de Morn.

-Tal vez, pero éste es un pequeño pueblo oculto en las montañas, y no me sorprende que no os hayáis enterado -comentó Merlock arqueando una ceja-.

Sin embargo, no creo que esto siga así. Os lo he contado porque aquí también suceden cosas extrañas, como haber encontrado semejante gema en las Vertebradas.

Y con esta aleccionadora declaración, los despidió con una reverencia y una sonrisa.

Garrow emprendió el camino a Carvahall, seguido de Eragon.

-¿Qué opinas? -le preguntó éste.

-Voy a buscar más información antes de decidirme. Lleva la gema al carro y después haz lo que te plazca. Nos reuniremos para cenar en casa de Horst.

Eragon se abrió paso entre la gente y, contento, se dio prisa en regresar hasta el carro. Las transacciones comerciales le llevarían horas a su tío, así que él pensaba disfrutar plenamente durante ese tiempo. Escondió la gema debajo de las bolsas y emprendió el camino de vuelta al pueblo a paso firme.

A pesar de sus escasas monedas, fue de un puesto a otro evaluando las mercancías con ojo de comprador, y al hablar con los vendedores, éstos le confirmaban lo que les había dicho Merlock sobre la inestabilidad de Alagaësía. Una y otra vez le repetían lo mismo: el último año la seguridad había desaparecido, acechaban nuevos peligros y nadie estaba a salvo.

Más tarde, se compró tres barras de caramelo de malta y un trozo de pastel de cerezas que estaba quemado. Después de pasar tantas horas en la nieve, sentaba bien comer algo caliente. Relamió el jarabe pegajoso que tenía en los dedos, triste porque se le hubiera acabado, y se sentó en un porche a mordisquear uno de los caramelos. Allí cerca había dos chicos de Carvahall que se estaban peleando, pero no le apetecía hacerles caso.

A última hora de la tarde, los mercaderes continuaban sus negocios en las casas. Eragon ansiaba que llegara la noche porque entonces saldrían los trovadores para explicar historias y hacer trucos. Le encantaban los cuentos sobre magia, sobre dioses y, si eran realmente buenos, sobre los Jinetes de Dragones. Carvahall tenía su propio cuentacuentos, Brom, que era amigo de Eragon, pero con los años sus cuentos se habían quedado anticuados, mientras que los trovadores siempre ofrecían relatos nuevos que el muchacho escuchaba con impaciencia.

Eragon acababa de romper un carámbano de la parte inferior del porche cuando descubrió a Sloan, que estaba cerca. El carnicero no lo había visto, por lo que el chico agachó la cabeza y salió corriendo, doblando una esquina, rumbo a la taberna de Morn.

Hacía calor en el local y estaba lleno del humo grasiento de las velas que chisporroteaban. Los relucientes cuernos negros de un úrgalo, cuya longitud equivalía a la distancia de los brazos extendidos de Eragon, colgaban encima de la puerta. El mostrador de la taberna era largo y bajo, con una serie de peldaños en un extremo para que los clientes pudieran repartirse mejor. Morn, cuya parte inferior del rostro era corta y aplastada como si hubiera metido la barbilla en una rueda de molino, regentaba la taberna arremangado hasta los codos. La gente abarrotaba las sólidas mesas de roble y prestaba atención a dos mercaderes que habían acabado de trabajar y estaban tomando una cerveza. -¡Eragon, qué alegría verte! ¿Dónde está tu tío? -preguntó Morn apartando la vista de la jarra que limpiaba.

-Comprando -respondió Eragon-. Tardará un rato.

-Y Roran, ¿también ha venido? -inquirió Morn mientras le pasaba el trapo a otra jarra.

-Sí, este año no ha tenido que quedarse a cuidar a ningún animal enfermo. -¡Qué bien!

Eragon señaló con la cabeza a los dos mercaderes. -¿Quiénes son?

-Compradores de grano. Han adquirido las semillas de todos los del pueblo a un precio ridiculamente bajo, y ahora están contando unas historias absurdas y esperanque les creamos.

Eragon comprendió por qué Morn estaba tan molesto.

«La gente necesita ese dinero. No podemos arreglarnos sin él», se dijo Eragon. -¿Qué tipo de historias? -preguntó el muchacho.

-Dicen que los vardenos han hecho un pacto con los úrgalos, y están preparando un ejército para atacarnos -resopló Morn-. Aparentemente, sólo nos hemos salvado hasta ahora gracias a nuestro rey, como si a Galbatorix le importara un rábano que nos partiera un rayo… Ve a escucharlos. Yo ya tengo bastante que hacer como para tener que repetir sus mentiras.

El enorme contorno de uno de los mercaderes rebasaba la silla en la que se sentaba, que protestaba cada vez que el individuo se movía. El hombre no tenía ni un pelo en la cara, las regordetas manos eran suaves como las de un bebé y los protuberantes labios se le curvaban con altivez cada vez que bebía de su jarra. El otro mercader era rubicundo y tenía la piel de las mejillas reseca e hinchada, llena de quistes de grasa, como mantequilla dura y rancia. En contraste con el cuello y con los carrillos, el resto del cuerpo era anormalmente delgado.

El primer mercader trataba en vano de encoger sus extensos límites para que cupieran en la silla.

-No -decía-, no lo comprendéis. Sólo gracias a los incesantes esfuerzos del rey a vuestro favor, ahora podéis estar hablando con nosotros. Si él, con toda su sabiduría, os retirara ese apoyo, la aflicción caería sobre vosotros.

-Sí, claro -chilló alguien-, ¿por qué no nos dices ahora que los Jinetes han vuelto y que habéis matado a cien elfos cada uno? ¿Crees que somos niños para creer vuestros cuentos? Sabemos cuidarnos solos.

El grupo de gente rió.

El mercader iba a responder cuando su compañero lo hizo callar con la mano e intervino. Llevaba llamativos anillos en los dedos.

-Lo estáis entendiendo mal. Sabemos que el Imperio no puede ocuparse de cada uno de nosotros personalmente, como nos gustaría, pero puede evitar que los úrgalos y otras abominaciones invadan este… -buscaba la palabra adecuada-lugar. »Estáis enfadados con el Imperio -continuó el mercader- porque trata al pueblo injustamente, una queja legítima, pero un gobierno no puede complacer a todo el mundo, y es inevitable que haya conflictos y discusiones. Sin embargo, la mayoría de nosotros no tiene nada de que quejarse. Ya se sabe que en cada nación siempre hay un pequeño grupo de descontentos que no está satisfecho con el equilibrio político. -¡Sí -gritó una mujer-, y llamas a los vardenos un grupo pequeño!

-Ya os hemos explicado que los vardenos no tienen interés en ayudarnos -afirmó el mercader gordo dando un suspiro-. Es sólo una falsedad perpetuada por los traidores que intentan crear problemas en el Imperio y convencernos de que la auténtica amenaza está dentro, y no fuera, de nuestras fronteras. Lo único que quieren es destronar al rey y apoderarse de nuestras tierras. Tienen espías por todas partes mientras se preparan para invadir, pero es imposible saber quién trabaja para ellos.

Eragon no estaba de acuerdo, pero el mercader hablaba con tranquilidad, y la gente asentía.

-Y vosotros ¿cómo lo sabéis? -dijo el muchacho dando un paso al frente-.

Yo puedo decir que las nubes son verdes, pero eso no significa que sea verdad.

Demostradnos que no estáis mintiendo.

Los dos hombres lo miraron fijamente mientras los vecinos del pueblo esperaban la respuesta.

El mercader flaco habló en primer lugar evitando la mirada de Eragon. -¿Aquí no enseñáis a los niños lo que es el respeto? ¿Acaso pueden dudar de los adultos siempre que quieran?

La gente se inquietó, y todos miraron a Eragon. Hasta que un hombre dijo:

-Responded a la pregunta.

-Es sólo cuestión de sentido común -dijo el gordo con el labio superior cubierto de sudor.

La respuesta irritó a los aldeanos, por lo que prosiguió la discusión.

Eragon volvió al mostrador con un regusto amargo en la boca. Era la primera vez que veía a alguien defender al Imperio y arremeter contra sus enemigos. En Carvahall, el odio al Imperio estaba firmemente arraigado, casi de manera hereditaria porque durante los años difíciles, cuando sus habitantes estaban casi muertos de hambre, el gobierno nunca los había ayudado, y los recaudadores de impuestos eran implacables. El muchacho sentía que su desacuerdo con los mercaderes sobre la misericordia de Galbatorix estaba justificado, pero se quedó pensando en los vardenos.

Estos eran un grupo rebelde que asolaba y atacaba constantemente al Imperio; aun así, constituían un misterio porque no se sabía quién era su líder ni quién había formado el grupo en los años posteriores al advenimiento al poder de Galbatorix, hacía casi un siglo. El grupo contaba con gran simpatía por eludir los intentos de Galbatorix de destruirlos, pero se sabía poco acerca de ellos, salvo que aceptaban a todos los fugitivos que debían ocultarse o a aquellos que odiaban al Imperio. No obstante, lo difícil era saber dónde encontrarlos.

Morn se inclinó sobre el mostrador y comentó:

-Increíble, ¿no? Son peores que los buitres que vuelan en círculos sobre un animal muerto. Si se quedan mucho más tiempo, habrá problemas. -¿Para ellos o para nosotros?

-Para ellos -respondió Morn mientras voces irritadas empezaban a elevarse por la taberna.

Eragon se marchó cuando la discusión amenazaba con volverse violenta. La puerta se cerró de golpe a sus espaldas, y el ruido se acalló. Estaba anocheciendo: el sol se ocultaba con rapidez al tiempo que las casas proyectaban largas sombras sobre el terreno. El muchacho enfiló calle abajo, y vio a Roran y a Katrina de pie en un callejón.

Roran dijo algo que Eragon no alcanzó a oír. Katrina se miraba las manos y respondía en voz baja. De pronto, se puso de puntillas, le dio un beso a Roran y se alejó a la carrera. Eragon se acercó al trote hasta donde estaba su primo. -¿Qué? Pasándotelo bien, ¿eh? -bromeó.

Roran masculló una vaga respuesta y echó a andar. -¿Has oído las noticias de los mercaderes? -le preguntó Eragon.

La mayoría de los vecinos estaban en sus casas, hablando con los mercaderes o esperando a que se hiciera de noche para que los trovadores empezaran su actuación.

-Sí -respondió Roran, distraído-. ¿Qué piensas de Sloan?

-Creía que era evidente.

-Me parece que correrá la sangre entre nosotros cuando se entere de lo deKatrina y yo -afirmó Roran.

Un copo de nieve cayó sobre la nariz de Eragon, que levantó la vista. El cielo se había puesto gris. No se le ocurría nada que decir, pues Roran tenía razón.

Cogió a su primo del hombro mientras andaban por el camino.

La cena en casa de Horst estuvo muy animada: se habló y se rió mucho. Los licores dulces y la potente cerveza corrían a raudales, lo que añadía aún más estrépito al ruidoso ambiente. Cuando acabaron, los invitados salieron de la casa y se dirigieron al campamento de los mercaderes donde, alrededor de un amplio descampado, había postes clavados en la tierra, coronados de velas, mientras al fondo ardían unas fogatas que dibujaban danzarinas sombras sobre el terreno. Los vecinos se iban reuniendo poco a poco alrededor del círculo y esperaban ansiosos, muertos de frío.

Los trovadores, vestidos con prendas adornadas con borlas, salieron de sus tiendas dando volteretas, seguidos de juglares de más edad y más señoriales que tocaban y contaban historias, mientras los trovadores jóvenes las interpretaban. Las primeras actuaciones fueron de puro entretenimiento: chistes subidos de tono, batacazos y personajes ridículos. Más tarde, sin embargo, mientras las velas chisporroteaban en sus candeleros y la concurrencia se acercaba para formar un círculo más compacto, el viejo cuentacuentos, Brom, dio un paso al frente. Una enmarañada barba blanca flotaba sobre el pecho del hombre, pero el resto del cuerpo quedaba oculto por una larga capa negra que llevaba alrededor de los encorvados hombros y que lo envolvía completamente. Brom extendió los brazos con las manos crispadas como garras, y recitó lo siguiente:

-El tiempo no se detiene, y los años pasan, queramos o no… pero nos queda el recuerdo. Y aquello que parece perdido, puede que aún perviva en la memoria.

Lo que escucharéis a continuación será imperfecto y fragmentado, pero guardadlo como un tesoro porque sólo lo sabréis vosotros. Os contaré ahora un recuerdo olvidado que ha quedado oculto en la soñadora bruma de nuestro pasado.

Los bondadosos ojos de Brom recorrieron las caras que lo miraban con interés y, al final, se detuvieron en Eragon.

-Antes de que nacieran vuestros bisabuelos, y… sí, también antes de que nacieran vuestros tatarabuelos, se crearon los Jinetes de Dragones, cuya misión era proteger y vigilar, objetivo que durante miles de años consiguieron. Su poder en las batallas era inigualable, puesto que cada uno poseía la fuerza de diez hombres, y eran inmortales, a menos que una espada o un veneno les arrebatara la vida, porque sólo utilizaban su poder en defensa del bien. Bajo su tutela, se levantaron grandes ciudades y altas torres de piedra. Mientras ellos mantuvieron la paz, la tierra floreció y fue una época dorada. Los elfos eran nuestros aliados; los enanos, nuestros amigos. La riqueza corría por nuestras ciudades y los hombres prosperaban. Pero llorad… porque algo así no podía durar.

Brom bajó la cabeza en silencio, y una infinita tristeza invadió la voz del cuentacuentos.

-Aunque ningún enemigo podía destruirlos, no consiguieron protegerse de sus propios defectos. Y sucedió que, en el apogeo de su poder, un niño, llamado Galbatorix, nació en la provincia de Inzilbéth, que ya no existe. A la edad de diez años lo sometieron a una serie de pruebas, como era costumbre; y viendo que albergaba un gran poder, los Jinetes lo aceptaron como uno de los suyos.

»Galbatorix pasó por un período de aprendizaje y superó a los demás en destreza. Dotado de una mente aguda y de un cuerpo vigoroso, rápidamente ocupó un lugar entre las filas de los Jinetes, pero algunos vieron en el súbito ascenso de Galbatorix un signo de peligro, del cual advirtieron a los otros. No obstante, el poder había vuelto arrogantes a los Jinetes y no hicieron caso del aviso. ¡Ay, aquel día empezó la desdicha! »Así pues, nada más terminar su aprendizaje, Galbatorix emprendió un temerario viaje con dos amigos. Volaron noche y día hacia el norte y entraron en el territorio que aún les quedaba a los úrgalos, pensando tontamente que sus nuevos poderes los protegerían. Allí, sobre una gruesa capa de hielo, que no se derretía ni siquiera en verano, sufrieron una emboscada mientras dormían.

Aunque los amigos de Galbatorix y sus dragones fueron asesinados, y él mismo sufrió graves heridas, consiguió dar muerte a sus atacantes. Durante la lucha, una flecha perdida atravesó el corazón de su dragón, y como Galbatorix no poseía conocimientos para curarlo, el animal murió entre los brazos de su amo. De ese modo se sembraron las semillas de la locura de Galbatorix.

El cuentacuentos se estrujó las manos y miró lentamente a su alrededor mientras se le ensombrecía el desmejorado rostro. Las palabras que pronunció a continuación sonaron como el lastimero tributo de un réquiem:

-Solo, despojado de buena parte de su fuerza y medio loco por la pérdida, Galbatorix vagabundeó sin esperanza por los desolados parajes en busca de la muerte; pero ésta no hizo acto de presencia, a pesar de que él se lanzó sin miedo contra todo ser viviente. Muy pronto los úrgalos y otros monstruos comenzaron a huir de esa angustiada presencia. Entonces Galbatorix empezó a imaginar que tal vez los Jinetes le darían otro dragón, e impulsado por la idea, emprendió un arduo viaje a pie, de regreso por las Vertebradas, aunque tardó meses en atravesar el territorio sobre el que había volado sin esfuerzos montado en su dragón. Galbatorix sabía cazar utilizando la magia, pero con frecuencia caminaba por lugares por los que no había animales. De modo que, cuando consiguió salir de las montañas, estaba a las puertas de la muerte. Un campesino lo encontró desmayado en el lodo y llamó a los Jinetes. »Lo llevaron inconsciente a sus tierras donde sanó físicamente, y al despertar, después de haber dormido durante cuatro días, no dio muestras de tener la mente trastocada. Cuando lo llevaron ante el consejo convocado para juzgarlo, Galbatorix exigió un nuevo dragón. La apremiante petición puso de manifiesto su demencia, y el consejo vio con claridad en qué estado se hallaba. Rechazada su exigencia, Galbatorix, a través del espejo deformante de su locura, creyó que la muerte de su dragón era culpa de los Jinetes. Caviló sobre esta idea noche tras noche y trazó un plan para ejecutar su venganza.

Brom bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

-Un Jinete se compadeció de él, y las insidiosas palabras de Galbatorix echaron raíces. Valiéndose de la insistencia y del uso de tenebrosos secretos que había aprendido de un Sombra, enardeció al Jinete contra los ancianos del consejo, y juntos tendieron una trampa traicionera a uno de ellos y lo asesinaron. Cometida la repugnante fechoría, Galbatorix se volvió contra su aliado y lo mató de improviso. Poco después los Jinetes lo hallaron con las manos manchadas de sangre, pero él, dando un alarido, huyó y desapareció en la oscuridad. Sin embargo, como la locura había aguzado su sagacidad, no pudieron encontrarlo. »Estuvo escondido durante años en parajes desolados como un animalacosado, siempre en guardia contra sus perseguidores. Su atrocidad no se olvidó, pero con el correr de los años cesaron de buscarlo. En una ocasión la mala suerte quiso que se topara con un joven Jinete, Morzan, fuerte de cuerpo pero débil de mente, a quien Galbatorix convenció para que dejara abierta una puerta de la ciudadela Ilirea, que hoy en día se llama Urü'baen, por la que entró y robó un dragón recién nacido. »Se ocultó con su nuevo discípulo en un lugar maligno donde los Jinetes no se aventuraban a entrar. Allí Morzan fue aleccionado en un tenebroso aprendizaje y se instruyó en secretos y magia prohibida que nunca debieron revelarse. Una vez terminada su instrucción, y cuando el dragón negro de Galbatorix, Shruikan, hubo alcanzado la madurez, el demente se presentó ante el mundo llevando a Morzan a su lado. Juntos combatieron a todos los Jinetes con los que se topaban, y con cada nuevo asesinato, aumentaba la fuerza de ambos. Otros doce Jinetes se unieron a Galbatorix con deseos de poder y de venganza a causa de supuestas injusticias. Esos doce hombres, junto con Morzan, se convirtieron en los Trece Apóstatas. Los Jinetes no estaban preparados y cayeron ante el violento ataque. Los elfos también lucharon encarnizadamente contra Galbatorix, pero fueron derrotados y obligados a huir a sus escondites, de los que no regresaron jamás. »Sólo Vrael, el jefe de los Jinetes, consiguió resistir a Galbatorix y a los Apóstatas.

Anciano y sabio, luchó para salvar todo lo que pudiera y evitó que el resto de los dragones cayera en manos de sus enemigos. En la última batalla, ante la puerta de Dorú Areaba, Vrael derrotó a Galbatorix, pero vaciló en el asalto final. Galbatorix aprovechó la oportunidad y lo embistió por un costado. Vrael, gravemente herido, huyó al monte Utgard para recobrar fuerzas, pero le fue imposible porque Galbatorix lo halló. Mientras peleaban, Galbatorix le dio una patada en la entrepierna, y gracias a ese golpe sucio, logró dominar a Vrael y cortarle violentamente la cabeza con la espada. »Con semejante poder corriendo por sus venas, Galbatorix se consagró a sí mismo rey de toda la Alagaësía. »Y desde entonces nos gobierna.

Al finalizar la historia, Brom se alejó con los trovadores, pero a Eragon le pareció ver que una lágrima le brillaba en la mejilla. La gente murmuraba en voz baja mientras se marchaba.

-Podéis consideraros afortunados -dijo Garrow a Eragon y a Roran-, yo sólo he oído esta historia dos veces en mi vida. Si el Imperio se entera de que Brom la ha contado, no vivirá para ver un nuevo amanecer.