Los sueños que alteraban la mente de Eragon se iniciaron y se desarrollaron obedeciendo a sus propias leyes: el muchacho observaba a un grupo de personas -algunas de las cuales tenían cabellos plateados y llevaban largas lanzas- que iban montadas en altivos caballos acercándose a un río solitario donde las esperaba un extraño barco, aunque muy bello, que relucía bajo la luz de una brillante luna.


Subieron despacio a bordo de la nave: dos de esas personas, de mayor estatura que las demás, caminaban cogidas del brazo, y Eragon habría podido asegurar que una de ellas era una mujer, aunque las capuchas les cubrían el rostro. Permanecieron de pie en la cubierta del barco mirando hacia la orilla, y allí, sobre la playa de guijarros, había un hombre solo, el único que no había subido a bordo, que echó la cabeza hacia atrás y lanzó un prolongado grito de dolor. A medida que el grito se desvanecía, el barco comenzó a deslizarse río abajo sin brisa ni remeros y se alejó por la llanura plana y vacía. La visión se hizo borrosa, pero justo antes de que desapareciera, Eragon divisó dos dragones en el cielo.

De lo primero que Eragon tomó conciencia fue de un crujido que se producía una y otra vez. El insistente ruido le hizo abrir los ojos y contempló un techo de paja. Una recia manta cubría su desnudez, y alguien le había vendado las piernas y le había atado un paño limpio alrededor de los nudillos. Se hallaba en una cabaña de una sola habitación. En una mesa había un mortero, con su correspondiente mano, cazos y plantas, mientras que hileras de hierbas secas colgaban de las paredes que perfumaban el aire con sus aromas campestres. En la chimenea ardía un fuego, ante el que una voluminosa mujer estaba sentada en una mecedora: Gertrude, la sanadora del pueblo.

Dormitaba con los ojos cerrados, y en el regazo tenía unas agujas de tejer y un ovillo de lana.

Aunque Eragon se sentía sin fuerzas, se esforzó en incorporarse, y eso lo ayudó a que la mente se le despejara. Repasó sus recuerdos de los últimos dos días. Primero pensó en Garrow y después en Saphira.

«Espero que esté en un lugar seguro.»

Trató de ponerse en contacto con ella, pero no pudo. Dondequiera que estuviera, era lejos de Carvahall.

«Por lo menos Brom me trajo a Carvahall. ¿Qué le habrá pasado? Tenía tanta sangre…»

Gertrude se meció y abrió los ojos. -¡Ah -dijo-, estás despierto, qué bien! -Tenía una voz sonora y cálida-. ¿Cómo te sientes?

-Bastante bien. ¿Dónde está Garrow?

-En casa de Horst -contestó Gertrude que arrastró la silla junto a la cama-.

Aquí no había suficiente sitio para los dos. Y te aseguro que no he parado ni un minuto de ir de un lado a otro para ver si los dos estabais bien.

Eragon se tragó sus preocupaciones y preguntó: -¿Cómo está?

Gertrude se miró las manos y tardó un buen rato en responder.

-No muy bien. No le baja la fiebre ni se le curan las heridas.

-Tengo que verlo.

Eragon intentó levantarse.

-Primero debes comer -replicó ella en tono autoritario, y lo empujó hacia atrás-. No me he pasado todo este tiempo sentada a tu lado para que te levantes y te hagas daño otra vez. Tenías desolladas la mitad de las piernas y no te ha bajado la fiebre hasta anoche. No te preocupes por Garrow. Se pondrá bien porque es un hombre fuerte.

Gertrude colgó una tetera sobre el fuego y empezó a picar una chirivía para la sopa. -¿Cuánto tiempo he pasado aquí?

-Dos días enteros. ¡Dos días! ¡Eso significaba que no comía desde el desayuno de hacía cuatro días!

Sólo de pensarlo se sintió débil.

«Y Saphira ha estado sola todo este tiempo. Espero que esté bien.»

-Todo el pueblo quiere saber qué ha pasado, porque unos hombres fueron a la granja y la encontraron destruida. -Eragon asintió; lo sabía-. Vuestro granero se ha quemado… ¿Fue así como se lastimó Garrow?

-No… lo sé -respondió Eragon-, no estaba allí cuando sucedió.

-Bueno, no importa, estoy segura de que todo se aclarará. -Gertrude retomó su labor mientras se cocía la sopa-. Menuda cicatriz tienes en la palma.

-Sí -dijo el chico, y cerró instintivamente la mano. -¿Cuándo te la has hecho?

Se le pasaron por la cabeza varias respuestas posibles, pero eligió la más sencilla.

-No me acuerdo, la tengo desde siempre. Nunca le pregunté a Garrow cómo me la había hecho.

-Mmm.

Siguieron en silencio hasta que estuvo lista la sopa. Gertrude la sirvió en un cazo y se la dio a Eragon con una cuchara, y él la aceptó agradecido. La probó con cuidado: estaba deliciosa. -¿Ahora puedo ir a visitar a Garrow? -preguntó al acabar.

-Estás decidido, ¿no? -suspiró Gertrude-. Bueno, si de verdad quieres ir, no puedo detenerte. Vístete, iremos juntos.

La mujer se volvió, y él se puso la camisa y los pantalones con gesto de dolor cuando las perneras le rozaron los vendajes. Gertrude lo ayudó a ponerse de pie: sentía las piernas débiles, pero no le dolían como antes.

-Da unos pasos -le ordenó la mujer-; por lo menos no tendrás que ir de rodillas -comentó secamente.

Una vez en la calle, un viento tempestuoso les arrojó el humo de las casas vecinas a la cara. Nubes de tormenta ocultaban las Vertebradas y cubrían el valle al tiempo que una cortina de nieve avanzaba hacia el pueblo y oscurecía las estribaciones de las montañas. Eragon caminaba apoyado con fuerza en Gertrude mientras atravesaban Carvahall.

Horst había levantado su casa de dos pisos en una colina, de modo que disfrutaba de buenas vistas de las montañas. Había prodigado todo su talento en ella: el techo de pizarra protegía un balcón con barandilla que disponía de un gran ventanal en el segundo piso. Cada desagüe tenía forma de una feroz gárgola, y en los marcos de todas las puertas y ventanas había esculturas de serpientes, venados, cuervos y enredaderas.

Elain, la mujer de Horst, una mujer menuda, esbelta, de refinadas facciones y cabello rubio y sedoso recogido en un moño, les abrió la puerta. Llevaba un vestido recatado y pulcro, y se movía con elegancia.

-Adelante, por favor -dijo en voz baja.

Cruzaron el umbral y entraron en una habitación grande y bien iluminada. Una escalera con la barandilla bruñida ascendía en semicírculo y las paredes estaban pintadas de color miel. Elain le sonrió a Eragon con tristeza, pero se dirigió a Gertrude.

-Estaba a punto de mandar a buscarla porque Garrow no está bien. Debería verlo enseguida.

-Elain, por favor, ayude a Eragon a subir la escalera -pidió Gertrude, y ella empezó a subir los escalones de dos en dos.

-No se preocupe, puedo hacerlo yo solo. -¿Estás seguro? -preguntó Elain. Eragon asintió, pero a la mujer le pareció que dudaba-. Bueno, cuando hayas acabado ven a verme a la cocina, tengo un pastel recién hecho que estoy segura de que te gustará.

En cuanto la mujer salió, él se recostó contra la pared, agradecido por el apoyo.

Subió la escalera despacio, pues cada peldaño era un suplicio. Cuando llegó arriba, se encontró en un largo pasillo lleno de puertas. La última estaba entreabierta. Respiró hondo y se dirigió hacia allí.

Katrina estaba delante de la chimenea hirviendo unos paños. Al oír a Eragon, levantó la vista, murmuró una condolencia y volvió a su trabajo. Gertrude estaba al lado de la muchacha moliendo hierbas para un emplasto. A los pies de la sanadora había un cubo lleno de nieve que se derretía convirtiéndose en agua helada.

Garrow estaba en la cama cubierto con un montón de mantas. El sudor le cubría la frente y, aunque parpadeaba, no veía nada. Tenía la piel de la cara encogida como la de un cadáver, y permanecía inmóvil, salvo por los sutiles temblores que le provocaba la entrecortada respiración. Con la sensación de que aquello no podía ser real, Eragon tocó la frente de su tío: estaba ardiendo. Levantó con aprensión las mantas y vio las heridas de Garrow tapadas con tiras de tela. Las quemaduras que tenía al aire, porque le estaban cambiando los vendajes, ni siquiera habían empezado a curar. Eragon miró a Gertrude con desesperación. -¿No puede hacer nada?

La mujer sumergió un paño en agua helada y se lo pasó a Garrow por la frente.

-Lo he probado todo: ungüentos, emplastos, tinturas… pero no ha servido de nada. Si se cerraran las heridas, quizá tu tío tendría más posibilidades. Sin embargo, las cosas pueden cambiar para mejor: es un hombre fuerte y resistente.

Eragon se fue a un rincón y se dejó caer al suelo. «Esto no debería estar pasando.»

El silencio engulló sus pensamientos, y el chico se quedó en blanco mirando la cama.

Al cabo de un rato, notó que Katrina se había arrodillado a su lado y lo cogía de los hombros, pero al ver que el muchacho no respondía, se marchó discretamente.

Más tarde abrieron la puerta y entró Horst. Habló con Gertrude en voz baja y se acercó al muchacho.

-Ven, necesitas salir de aquí.

Antes de que Eragon pudiera protestar, Horst lo ayudó a ponerse de pie y lo sacó de la habitación.

-Quiero quedarme -se quejó.

-Necesitas respirar un poco de aire fresco. No te preocupes, podrás volver enseguida.

Eragon dejó a regañadientes que el herrero lo ayudara también a bajar la escalera, y entraron en la cocina. Un penetrante aroma de diferentes platos, condimentados con hierbas y especias, inundaba el ambiente. Albriech y Baldor estaban allí hablando con su madre mientras ésta amasaba pan. Los hermanos se quedaron en silencio al ver a Eragon, pero éste había oído lo suficiente para saber que se referían a Garrow.

-Ven, siéntate -dijo Horst ofreciéndole una silla.

Eragon se dejó caer, agradecido.

-Gracias -contestó.

Como le temblaban ligeramente las manos, las entrecruzó en el regazo.

-No tienes por qué comer si no quieres -dijo Elain sirviéndole un plato lleno de comida-, pero te lo pongo por si te apetece.

Regresó a su trabajo mientras Eragon levantaba el tenedor.

Apenas consiguió tragar unos pocos bocados. -¿Cómo te sientes? -le preguntó Horst.

-Terriblemente mal.

El herrero esperó un poco antes de continuar.

-Sé que éste no es el mejor momento, pero tenemos que saber lo… que pasó.

-La verdad es que no me acuerdo.

-Eragon -dijo Horst inclinándose hacia delante-, yo soy uno de los que han ido a la granja. Tu casa no sólo se vino abajo, sino que algo la destrozó completamente.

Alrededor había huellas de un animal gigante que nunca había visto en mi vida, y los demás también las vieron. Si hay un Sombra o un monstruo acechando, debemos saberlo. Eres el único que puedes decírnoslo.

Eragon sabía que tenía que mentir.

-Cuando me fui de Carvahall hace… -contó mentalmente- cuatro días, había unos… forasteros en el pueblo preguntando por una gema como la que yo había encontrado. -Le hizo un gesto a Horst-. Me hablaste de ellos, y por eso me marché a casa deprisa. -Todos los ojos estaban puestos en él. Eragon se humedeció los labios-.

Esa noche no… no pasó nada. A la mañana siguiente, cuando acabé mi trabajo, fui andando al bosque. Al cabo de un rato oí una explosión y vi humo elevándose por encima de los árboles. Volví corriendo lo más pronto que pude, pero quienquiera que lo hubiera hecho ya se había marchado. Excavé entre los escombros y… encontré a Garrow. -¿Lo pusiste sobre la tabla y lo arrastraste hasta aquí? -preguntó Albriech.

-Sí -respondió Eragon-, pero antes de marcharme inspeccioné el sendero que lleva al camino y vi huellas de dos pares de botas de hombre. -Tomó del bolsillo el trozo de tela negra-. Garrow tenía esto en la mano. Creo que es la misma tela de la ropa que llevaban los forasteros.

La dejó sobre la mesa.

-Así es -dijo Horst. Parecía pensativo y enfadado al mismo tiempo-. ¿Y cómo te lastimaste las piernas?

-No estoy seguro -contestó Eragon-. Creo que me lo hice mientras trataba de sacar a Garrow de debajo de los escombros, pero no lo sé. No lo noté hasta que la sangre empezó a chorrearme por ellas. -¡Es terrible! -exclamó Elain.

-Debemos perseguir a esos hombres -afirmó Albriech con vehemencia-. No podemos permitir que se salgan con la suya. Con un par de caballos podríamos cogerlos mañana y traerlos aquí.

-Quítate esa insensatez de la cabeza -replicó Horst-. Probablemente tecogerían como a una criatura y te arrojarían contra un árbol. ¿Recuerdas lo que le ha pasado a la casa? Es mejor que ni siquiera nos topemos con esa gente. Además, ahora ya tienen lo que quieren. -Miró a Eragon-. Se han llevado la gema, ¿no?

-En la casa no estaba.

-Entonces, si ya la tienen, no hay razón para que vuelvan. -Clavó una penetrante mirada en Eragon-. No has dicho nada de esas extrañas huellas. ¿No sabes de dónde salían?

-No las vi -aseguró Eragon.

-Todo esto me huele muy mal -intervino de pronto Baldor-, suena a brujería. ¿Quiénes son esos hombres? ¿Sombras? ¿Para qué querían la gema y cómo pudieron destruir la casa si no fue mediante poderes malignos? Quizá tengas razón, padre, y la gema era lo único que querían, pero creo que volveremos a verlos.

Todos se quedaron en silencio después de las palabras de Baldor.

Eragon tenía la sensación de que había algo que habían pasado por alto, aunque no sabía de qué se trataba. Repentinamente, cayó en la cuenta, y con el corazón encogido preguntó:

-Roran no sabe nada, ¿verdad?

«¿Cómo he podido olvidarme de él?»

Horst negó con la cabeza.

-Dempton y él se fueron poco después que tú -explicó-. Y a menos que hayan tenido alguna dificultad por el camino, habrán llegado a Therinsford hace un par de días. Íbamos a mandarle un mensaje, pero ayer y anteayer hacía demasiado frío.

-Baldor y yo estábamos a punto de marcharnos cuando despertaste -intervino Albriech.

-Id -dijo Horst pasándose la mano por la barba-. Os ayudaré a ensillar los caballos.

-Se lo diré con suavidad -le prometió Baldor a Eragon antes de salir de la cocina, detrás de Horst y de Albriech.

Eragon se quedó allí sentado con los ojos fijos en un nudo de la madera de la mesa. Cada detalle le resultaba terriblemente claro: la textura irregular, la protuberancia asimétrica, tres pequeñas ondas con un punto de color… El nudo tenía una inmensidad de pormenores, y cuanto más lo miraba, más cosas veía. El muchacho buscaba respuestas en él, pero si había alguna, lo esquivaba.

Una débil señal se abrió paso entre el torbellino de pensamientos que cruzaban la mente de Eragon. Parecía un grito que provenía del exterior, pero Eragon no hizo caso.

Deja que otro se ocupe de esto.

Al cabo de unos minutos volvió a oírlo, pero esta vez más alto. Enfadado, cerró la mente y no lo dejó entrar. ¿Por qué no se callan? ¿No ven que Garrow está descansando?

Miró a Elain, pero no parecía que ella oyera nada. ¡ERAGON!

El grito sonó tan fuerte que el muchacho casi se cayó de la silla. Miró a su alrededor asustado, pero no había cambiado nada. De pronto, comprendió que los gritos le llegaban desde el interior de la cabeza. ¿Saphira? -preguntó ansioso.

Sí, sordo como una tapia -le respondió tras una pausa.

Eragon sintió un alivio enorme. ¿Dónde estás?

La dragona le transmitió la imagen de un bosquecillo.

He intentado ponerme en contacto contigo muchas veces, pero estabas fuera de mi alcance.

He estado enfermo… pero ahora estoy mejor. ¿Por qué no te he percibido antes?

Después de dos noches de espera, el hambre se apoderó de mí y tuve que ir a cazar. ¿Conseguiste algo?

Un cervatillo. Era listo y sabía protegerse de los depredadores de la tierra, pero no de los del cielo. Cuando lo atrapé entre mis fauces, pateó vigorosamente y trató de escapar. Pero yo era más fuerte, así que cuando vio que la derrota era inevitable, se rindió y murió. ¿También Garrow opone resistencia a lo inevitable?

No lo sé -y le contó los detalles-. Pasará un tiempo hasta que podamos volver a casa, si es que volvemos alguna vez. Será mejor que te busques un buen sitio para guarecerte.

Haré lo que me dices -dijo Saphira con tristeza-. Pero no tardes demasiado.

Se separaron de mala gana. Eragon miró por la ventana y se sorprendió de que el sol ya se hubiera puesto. Estaba muy cansado y se acercó cojeando hasta Elain, que estaba envolviendo un pastel de carne con un paño.

-Me voy a casa de Gertrude a dormir -le dijo.

La mujer acabó su tarea y le sugirió: -¿Por qué no te quedas con nosotros? Estarás más cerca de tu tío, y Gertrude podrá volver a dormir en su cama. -¿Tenéis sitio? -preguntó, vacilante.

-Claro. -Elain se secó las manos-. Ven conmigo, que te prepararé la cama. -Lo acompañó escaleras arriba hasta una habitación libre. Una vez allí, Eragon se sentó en el borde de la cama-. ¿Necesitas algo más? -le preguntó Elain. Eragon negó con la cabeza-. Bueno, estaré abajo. Llámame si necesitas algo.

El muchacho la oyó bajar la escalera, abrió la puerta y se escurrió por el pasillo hasta el cuarto de Garrow. Gertrude le sonrió mirándolo por encima de sus veloces agujas de tejer. -¿Cómo está? -preguntó Eragon.

-Muy débil -contestó la mujer con voz ronca de cansancio-, pero le ha bajado un poco la fiebre y algunas quemaduras están mejor. Tendremos que esperar, pero podría significar que está recuperándose.

Eragon, más animado, volvió a su habitación. La oscuridad no le pareció muy acogedora mientras se deslizaba debajo de las mantas. Al cabo de un rato se quedó dormido intentando curar las heridas que habían sufrido su cuerpo y su alma.