Subieron despacio a bordo de la nave: dos de esas personas,
de mayor estatura que las demás, caminaban cogidas del brazo, y
Eragon habría podido asegurar que una de ellas era una mujer,
aunque las capuchas les cubrían el rostro. Permanecieron de pie en
la cubierta del barco mirando hacia la orilla, y allí, sobre la
playa de guijarros, había un hombre solo, el único que no había
subido a bordo, que echó la cabeza hacia atrás y lanzó un
prolongado grito de dolor. A medida que el grito se desvanecía, el
barco comenzó a deslizarse río abajo sin brisa ni remeros y se
alejó por la llanura plana y vacía. La visión se hizo borrosa, pero
justo antes de que desapareciera, Eragon divisó dos dragones en el
cielo.
De lo primero que Eragon tomó conciencia fue de un crujido
que se producía una y otra vez. El insistente ruido le hizo abrir
los ojos y contempló un techo de paja. Una recia manta cubría su
desnudez, y alguien le había vendado las piernas y le había atado
un paño limpio alrededor de los nudillos. Se hallaba en una cabaña
de una sola habitación. En una mesa había un mortero, con su
correspondiente mano, cazos y plantas, mientras que hileras de
hierbas secas colgaban de las paredes que perfumaban el aire con
sus aromas campestres. En la chimenea ardía un fuego, ante el que
una voluminosa mujer estaba sentada en una mecedora: Gertrude, la
sanadora del pueblo.
Dormitaba con los ojos cerrados, y en el regazo tenía unas
agujas de tejer y un ovillo de lana.
Aunque Eragon se sentía sin fuerzas, se esforzó en
incorporarse, y eso lo ayudó a que la mente se le despejara. Repasó
sus recuerdos de los últimos dos días. Primero pensó en Garrow y
después en Saphira.
«Espero que esté en un lugar seguro.»
Trató de ponerse en contacto con ella, pero no pudo.
Dondequiera que estuviera, era lejos de Carvahall.
«Por lo menos Brom me trajo a Carvahall. ¿Qué le habrá
pasado? Tenía tanta sangre…»
Gertrude se meció y abrió los ojos. -¡Ah -dijo-, estás
despierto, qué bien! -Tenía una voz sonora y cálida-. ¿Cómo te
sientes?
-Bastante bien. ¿Dónde está Garrow?
-En casa de Horst -contestó Gertrude que arrastró la silla
junto a la cama-.
Aquí no había suficiente sitio para los dos. Y te aseguro que
no he parado ni un minuto de ir de un lado a otro para ver si los
dos estabais bien.
Eragon se tragó sus preocupaciones y preguntó: -¿Cómo
está?
Gertrude se miró las manos y tardó un buen rato en
responder.
-No muy bien. No le baja la fiebre ni se le curan las
heridas.
-Tengo que verlo.
Eragon intentó levantarse.
-Primero debes comer -replicó ella en tono autoritario, y lo
empujó hacia atrás-. No me he pasado todo este tiempo sentada a tu
lado para que te levantes y te hagas daño otra vez. Tenías
desolladas la mitad de las piernas y no te ha bajado la fiebre
hasta anoche. No te preocupes por Garrow. Se pondrá bien porque es
un hombre fuerte.
Gertrude colgó una tetera sobre el fuego y empezó a picar una
chirivía para la sopa. -¿Cuánto tiempo he pasado
aquí?
-Dos días enteros. ¡Dos días! ¡Eso significaba que no comía
desde el desayuno de hacía cuatro días!
Sólo de pensarlo se sintió débil.
«Y Saphira ha estado sola todo este tiempo. Espero que esté
bien.»
-Todo el pueblo quiere saber qué ha pasado, porque unos
hombres fueron a la granja y la encontraron destruida. -Eragon
asintió; lo sabía-. Vuestro granero se ha quemado… ¿Fue así como se
lastimó Garrow?
-No… lo sé -respondió Eragon-, no estaba allí cuando
sucedió.
-Bueno, no importa, estoy segura de que todo se aclarará.
-Gertrude retomó su labor mientras se cocía la sopa-. Menuda
cicatriz tienes en la palma.
-Sí -dijo el chico, y cerró instintivamente la mano. -¿Cuándo
te la has hecho?
Se le pasaron por la cabeza varias respuestas posibles, pero
eligió la más sencilla.
-No me acuerdo, la tengo desde siempre. Nunca le pregunté a
Garrow cómo me la había hecho.
-Mmm.
Siguieron en silencio hasta que estuvo lista la sopa.
Gertrude la sirvió en un cazo y se la dio a Eragon con una cuchara,
y él la aceptó agradecido. La probó con cuidado: estaba deliciosa.
-¿Ahora puedo ir a visitar a Garrow? -preguntó al
acabar.
-Estás decidido, ¿no? -suspiró Gertrude-. Bueno, si de verdad
quieres ir, no puedo detenerte. Vístete, iremos
juntos.
La mujer se volvió, y él se puso la camisa y los pantalones
con gesto de dolor cuando las perneras le rozaron los vendajes.
Gertrude lo ayudó a ponerse de pie: sentía las piernas débiles,
pero no le dolían como antes.
-Da unos pasos -le ordenó la mujer-; por lo menos no tendrás
que ir de rodillas -comentó secamente.
Una vez en la calle, un viento tempestuoso les arrojó el humo
de las casas vecinas a la cara. Nubes de tormenta ocultaban las
Vertebradas y cubrían el valle al tiempo que una cortina de nieve
avanzaba hacia el pueblo y oscurecía las estribaciones de las
montañas. Eragon caminaba apoyado con fuerza en Gertrude mientras
atravesaban Carvahall.
Horst había levantado su casa de dos pisos en una colina, de
modo que disfrutaba de buenas vistas de las montañas. Había
prodigado todo su talento en ella: el techo de pizarra protegía un
balcón con barandilla que disponía de un gran ventanal en el
segundo piso. Cada desagüe tenía forma de una feroz gárgola, y en
los marcos de todas las puertas y ventanas había esculturas de
serpientes, venados, cuervos y enredaderas.
Elain, la mujer de Horst, una mujer menuda, esbelta, de
refinadas facciones y cabello rubio y sedoso recogido en un moño,
les abrió la puerta. Llevaba un vestido recatado y pulcro, y se
movía con elegancia.
-Adelante, por favor -dijo en voz baja.
Cruzaron el umbral y entraron en una habitación grande y bien
iluminada. Una escalera con la barandilla bruñida ascendía en
semicírculo y las paredes estaban pintadas de color miel. Elain le
sonrió a Eragon con tristeza, pero se dirigió a
Gertrude.
-Estaba a punto de mandar a buscarla porque Garrow no está
bien. Debería verlo enseguida.
-Elain, por favor, ayude a Eragon a subir la escalera -pidió
Gertrude, y ella empezó a subir los escalones de dos en
dos.
-No se preocupe, puedo hacerlo yo solo. -¿Estás seguro?
-preguntó Elain. Eragon asintió, pero a la mujer le pareció que
dudaba-. Bueno, cuando hayas acabado ven a verme a la cocina, tengo
un pastel recién hecho que estoy segura de que te
gustará.
En cuanto la mujer salió, él se recostó contra la pared,
agradecido por el apoyo.
Subió la escalera despacio, pues cada peldaño era un
suplicio. Cuando llegó arriba, se encontró en un largo pasillo
lleno de puertas. La última estaba entreabierta. Respiró hondo y se
dirigió hacia allí.
Katrina estaba delante de la chimenea hirviendo unos paños.
Al oír a Eragon, levantó la vista, murmuró una condolencia y volvió
a su trabajo. Gertrude estaba al lado de la muchacha moliendo
hierbas para un emplasto. A los pies de la sanadora había un cubo
lleno de nieve que se derretía convirtiéndose en agua
helada.
Garrow estaba en la cama cubierto con un montón de mantas. El
sudor le cubría la frente y, aunque parpadeaba, no veía nada. Tenía
la piel de la cara encogida como la de un cadáver, y permanecía
inmóvil, salvo por los sutiles temblores que le provocaba la
entrecortada respiración. Con la sensación de que aquello no podía
ser real, Eragon tocó la frente de su tío: estaba ardiendo. Levantó
con aprensión las mantas y vio las heridas de Garrow tapadas con
tiras de tela. Las quemaduras que tenía al aire, porque le estaban
cambiando los vendajes, ni siquiera habían empezado a curar. Eragon
miró a Gertrude con desesperación. -¿No puede hacer
nada?
La mujer sumergió un paño en agua helada y se lo pasó a
Garrow por la frente.
-Lo he probado todo: ungüentos, emplastos, tinturas… pero no
ha servido de nada. Si se cerraran las heridas, quizá tu tío
tendría más posibilidades. Sin embargo, las cosas pueden cambiar
para mejor: es un hombre fuerte y resistente.
Eragon se fue a un rincón y se dejó caer al suelo. «Esto no
debería estar pasando.»
El silencio engulló sus pensamientos, y el chico se quedó en
blanco mirando la cama.
Al cabo de un rato, notó que Katrina se había arrodillado a
su lado y lo cogía de los hombros, pero al ver que el muchacho no
respondía, se marchó discretamente.
Más tarde abrieron la puerta y entró Horst. Habló con
Gertrude en voz baja y se acercó al muchacho.
-Ven, necesitas salir de aquí.
Antes de que Eragon pudiera protestar, Horst lo ayudó a
ponerse de pie y lo sacó de la habitación.
-Quiero quedarme -se quejó.
-Necesitas respirar un poco de aire fresco. No te preocupes,
podrás volver enseguida.
Eragon dejó a regañadientes que el herrero lo ayudara también
a bajar la escalera, y entraron en la cocina. Un penetrante aroma
de diferentes platos, condimentados con hierbas y especias,
inundaba el ambiente. Albriech y Baldor estaban allí hablando con
su madre mientras ésta amasaba pan. Los hermanos se quedaron en
silencio al ver a Eragon, pero éste había oído lo suficiente para
saber que se referían a Garrow.
-Ven, siéntate -dijo Horst ofreciéndole una
silla.
Eragon se dejó caer, agradecido.
-Gracias -contestó.
Como le temblaban ligeramente las manos, las entrecruzó en el
regazo.
-No tienes por qué comer si no quieres -dijo Elain
sirviéndole un plato lleno de comida-, pero te lo pongo por si te
apetece.
Regresó a su trabajo mientras Eragon levantaba el
tenedor.
Apenas consiguió tragar unos pocos bocados. -¿Cómo te
sientes? -le preguntó Horst.
-Terriblemente mal.
El herrero esperó un poco antes de
continuar.
-Sé que éste no es el mejor momento, pero tenemos que saber
lo… que pasó.
-La verdad es que no me acuerdo.
-Eragon -dijo Horst inclinándose hacia delante-, yo soy uno
de los que han ido a la granja. Tu casa no sólo se vino abajo, sino
que algo la destrozó completamente.
Alrededor había huellas de un animal gigante que nunca había
visto en mi vida, y los demás también las vieron. Si hay un Sombra
o un monstruo acechando, debemos saberlo. Eres el único que puedes
decírnoslo.
Eragon sabía que tenía que mentir.
-Cuando me fui de Carvahall hace… -contó mentalmente- cuatro
días, había unos… forasteros en el pueblo preguntando por una gema
como la que yo había encontrado. -Le hizo un gesto a Horst-. Me
hablaste de ellos, y por eso me marché a casa deprisa. -Todos los
ojos estaban puestos en él. Eragon se humedeció los
labios-.
Esa noche no… no pasó nada. A la mañana siguiente, cuando
acabé mi trabajo, fui andando al bosque. Al cabo de un rato oí una
explosión y vi humo elevándose por encima de los árboles. Volví
corriendo lo más pronto que pude, pero quienquiera que lo hubiera
hecho ya se había marchado. Excavé entre los escombros y… encontré
a Garrow. -¿Lo pusiste sobre la tabla y lo arrastraste hasta aquí?
-preguntó Albriech.
-Sí -respondió Eragon-, pero antes de marcharme inspeccioné
el sendero que lleva al camino y vi huellas de dos pares de botas
de hombre. -Tomó del bolsillo el trozo de tela negra-. Garrow tenía
esto en la mano. Creo que es la misma tela de la ropa que llevaban
los forasteros.
La dejó sobre la mesa.
-Así es -dijo Horst. Parecía pensativo y enfadado al mismo
tiempo-. ¿Y cómo te lastimaste las piernas?
-No estoy seguro -contestó Eragon-. Creo que me lo hice
mientras trataba de sacar a Garrow de debajo de los escombros, pero
no lo sé. No lo noté hasta que la sangre empezó a chorrearme por
ellas. -¡Es terrible! -exclamó Elain.
-Debemos perseguir a esos hombres -afirmó Albriech con
vehemencia-. No podemos permitir que se salgan con la suya. Con un
par de caballos podríamos cogerlos mañana y traerlos
aquí.
-Quítate esa insensatez de la cabeza -replicó Horst-.
Probablemente tecogerían como a una criatura y te arrojarían contra
un árbol. ¿Recuerdas lo que le ha pasado a la casa? Es mejor que ni
siquiera nos topemos con esa gente. Además, ahora ya tienen lo que
quieren. -Miró a Eragon-. Se han llevado la gema,
¿no?
-En la casa no estaba.
-Entonces, si ya la tienen, no hay razón para que vuelvan.
-Clavó una penetrante mirada en Eragon-. No has dicho nada de esas
extrañas huellas. ¿No sabes de dónde salían?
-No las vi -aseguró Eragon.
-Todo esto me huele muy mal -intervino de pronto Baldor-,
suena a brujería. ¿Quiénes son esos hombres? ¿Sombras? ¿Para qué
querían la gema y cómo pudieron destruir la casa si no fue mediante
poderes malignos? Quizá tengas razón, padre, y la gema era lo único
que querían, pero creo que volveremos a verlos.
Todos se quedaron en silencio después de las palabras de
Baldor.
Eragon tenía la sensación de que había algo que habían pasado
por alto, aunque no sabía de qué se trataba. Repentinamente, cayó
en la cuenta, y con el corazón encogido preguntó:
-Roran no sabe nada, ¿verdad?
«¿Cómo he podido olvidarme de él?»
Horst negó con la cabeza.
-Dempton y él se fueron poco después que tú -explicó-. Y a
menos que hayan tenido alguna dificultad por el camino, habrán
llegado a Therinsford hace un par de días. Íbamos a mandarle un
mensaje, pero ayer y anteayer hacía demasiado
frío.
-Baldor y yo estábamos a punto de marcharnos cuando
despertaste -intervino Albriech.
-Id -dijo Horst pasándose la mano por la barba-. Os ayudaré a
ensillar los caballos.
-Se lo diré con suavidad -le prometió Baldor a Eragon antes
de salir de la cocina, detrás de Horst y de
Albriech.
Eragon se quedó allí sentado con los ojos fijos en un nudo de
la madera de la mesa. Cada detalle le resultaba terriblemente
claro: la textura irregular, la protuberancia asimétrica, tres
pequeñas ondas con un punto de color… El nudo tenía una inmensidad
de pormenores, y cuanto más lo miraba, más cosas veía. El muchacho
buscaba respuestas en él, pero si había alguna, lo
esquivaba.
Una débil señal se abrió paso entre el torbellino de
pensamientos que cruzaban la mente de Eragon. Parecía un grito que
provenía del exterior, pero Eragon no hizo caso.
Deja que otro se ocupe de esto.
Al cabo de unos minutos volvió a oírlo, pero esta vez más
alto. Enfadado, cerró la mente y no lo dejó entrar. ¿Por qué no se
callan? ¿No ven que Garrow está descansando?
Miró a Elain, pero no parecía que ella oyera nada.
¡ERAGON!
El grito sonó tan fuerte que el muchacho casi se cayó de la
silla. Miró a su alrededor asustado, pero no había cambiado nada.
De pronto, comprendió que los gritos le llegaban desde el interior
de la cabeza. ¿Saphira? -preguntó ansioso.
Sí, sordo como una tapia -le respondió tras una
pausa.
Eragon sintió un alivio enorme. ¿Dónde
estás?
La dragona le transmitió la imagen de un
bosquecillo.
He intentado ponerme en contacto contigo muchas veces, pero
estabas fuera de mi alcance.
He estado enfermo… pero ahora estoy mejor. ¿Por qué no te he
percibido antes?
Después de dos noches de espera, el hambre se apoderó de mí y
tuve que ir a cazar. ¿Conseguiste algo?
Un cervatillo. Era listo y sabía protegerse de los
depredadores de la tierra, pero no de los del cielo. Cuando lo
atrapé entre mis fauces, pateó vigorosamente y trató de escapar.
Pero yo era más fuerte, así que cuando vio que la derrota era
inevitable, se rindió y murió. ¿También Garrow opone resistencia a
lo inevitable?
No lo sé -y le contó los detalles-. Pasará un tiempo hasta
que podamos volver a casa, si es que volvemos alguna vez. Será
mejor que te busques un buen sitio para
guarecerte.
Haré lo que me dices -dijo Saphira con tristeza-. Pero no
tardes demasiado.
Se separaron de mala gana. Eragon miró por la ventana y se
sorprendió de que el sol ya se hubiera puesto. Estaba muy cansado y
se acercó cojeando hasta Elain, que estaba envolviendo un pastel de
carne con un paño.
-Me voy a casa de Gertrude a dormir -le
dijo.
La mujer acabó su tarea y le sugirió: -¿Por qué no te quedas
con nosotros? Estarás más cerca de tu tío, y Gertrude podrá volver
a dormir en su cama. -¿Tenéis sitio? -preguntó,
vacilante.
-Claro. -Elain se secó las manos-. Ven conmigo, que te
prepararé la cama. -Lo acompañó escaleras arriba hasta una
habitación libre. Una vez allí, Eragon se sentó en el borde de la
cama-. ¿Necesitas algo más? -le preguntó Elain. Eragon negó con la
cabeza-. Bueno, estaré abajo. Llámame si necesitas
algo.
El muchacho la oyó bajar la escalera, abrió la puerta y se
escurrió por el pasillo hasta el cuarto de Garrow. Gertrude le
sonrió mirándolo por encima de sus veloces agujas de tejer. -¿Cómo
está? -preguntó Eragon.
-Muy débil -contestó la mujer con voz ronca de cansancio-,
pero le ha bajado un poco la fiebre y algunas quemaduras están
mejor. Tendremos que esperar, pero podría significar que está
recuperándose.
Eragon, más animado, volvió a su habitación. La oscuridad no
le pareció muy acogedora mientras se deslizaba debajo de las
mantas. Al cabo de un rato se quedó dormido intentando curar las
heridas que habían sufrido su cuerpo y su alma.