«Los Apóstatas nunca tuvieron hijos, y mucho menos Morzan.
¡Morzan! El hombre que traicionó a los Jinetes para entregarlos a
Galbatorix y se convirtió en el siervo favorito del rey para el
resto de su vida. ¿Podía ser cierto?»
Un segundo después a Eragon le llegó el desconcierto de
Saphira ante la noticia.
La dragona iba aplastando ramas y hojarasca al dirigirse
hacia ellos desde el río, enseñando los colmillos y con la cola
amenazadoramente alzada.
Prepárate para cualquier cosa -le advirtió Saphira a Eragon-.
Tal vez Murtagh sea capaz de usar la magia. -¿Eres el heredero de
Morzan? -preguntó Eragon mientras se llevaba la mano hacia Zar'roc
con disimulo.
«¿Qué querrá de mí? ¿De verdad trabajará para el rey?» -¡Yo
no lo escogí! -gritó Murtagh con el rostro contraído de angustia.
Se arrancó la ropa con gestos de desesperación hasta que consiguió
quitarse la túnica y la camisa para mostrar el torso desnudo-.
¡Mira! -pidió, y le enseñó la espalda a Eragon.
Indeciso, éste se acercó y agudizó la vista en la oscuridad:
en la piel bronceada y musculosa de Murtagh, se veía una cicatriz
blanquecina y rugosa que iba desde el hombro derecho hasta la
cadera izquierda: era el testamento de una terrible agonía. -¿Lo
ves? -preguntó Murtagh con amargura. En ese momento el joven
hablaba rápido, como si lo aliviara haber revelado por fin su
secreto-. Me la hicieron cuando sólo tenía tres años: durante una
de las muchas borracheras de Morzan, pasé corriendo por delante de
él, y me lanzó su espada. Mi espalda quedó traspasada por la misma
arma que ahora llevas tú, el único objeto que yo esperaba recibir
en herencia, hasta que Brom lo robó junto al cadáver de mi padre.
Supongo que tuve suerte… Había un sanador cerca y evitó mi muerte.
Tienes que entender que no amo al Imperio ni al
rey.
No les debo ninguna lealtad a ellos, pero tampoco pretendo
hacerte ningún daño a ti.
Las palabras de Murtagh eran casi una súplica
desesperada.
Incómodo, Eragon apartó la mano de la empuñadura de
Zar'roc.
-Entonces a tu padre… -dijo con voz temblorosa-, lo
mató…
-Sí, Brom -contestó Murtagh.
Se volvió a poner la túnica con expresión
distante.
En ese instante el sonido de una trompa a sus espaldas forzó
a Eragon a decir: -¡Vamos, corre conmigo!
Murtagh, mirando fijamente hacia el frente, agitó las riendas
de los caballos y los echó a correr con un trote cansino; Arya se
balanceaba sobre la silla de Nieve de Fuego, y Saphira, cuyas
largas patas le permitían seguir el paso con facilidad, se mantenía
junto a Eragon.
Por el río caminarías sin estorbos -le dijo él, pues la
dragona tenía que abrirse paso a empujones entre una densa red de
ramas.
No te voy a dejar con él.
Eragon estaba encantado con la protección de
Saphira.
¡El hijo de Morzan!
-Tu historia es difícil de creer. ¿Cómo sé que no mientes?
-le dijo Eragon a Murtagh sin dejar de caminar. -¿Por qué iba a
mentir?
-Podrías estar…
-Ahora no puedo probártelo todo -lo interrumpió enseguida
Murtagh-.
Conserva tus dudas hasta que lleguemos al territorio de los
vardenos. Ellos me reconocerán al instante.
-Hay algo que debo saber -contestó Eragon-. ¿Estás al
servicio del Imperio?
-No. Y si lo estuviera, ¿de qué iba a servirme viajar
contigo? Si pretendiera capturarte, o matarte, te habría dejado en
la prisión.
Murtagh tropezó al saltar por encima de un tronco
caído.
-Podrías estar dirigiendo a los úrgalos hasta los
vardenos.
-Entonces -dijo Murtagh al instante-, ¿por qué sigo aquí
contigo? Ahora ya sé dónde están los vardenos. ¿Por qué razón me
iba a entregar a ellos? Si quisiera atacarlos, me daría la vuelta y
me sumaría a los úrgalos.
-A lo mejor eres un asesino -dijo llanamente
Eragon.
-A lo mejor. Pero eso no puedes saberlo, ¿verdad? ¿Saphira?
-preguntó Eragon simplemente.
Si quisiera hacerte daño, podría haberlo hecho mucho antes
-respondió ella agitando la cola por encima de la cabeza de
Eragon.
Una rama rasguñó el cuello del muchacho, y un hilillo de
sangre le corrió por la piel. El sonido de la catarata era cada vez
más fuerte.
Quiero que vigiles atentamente a Murtagh cuando lleguemos
hasta los vardenos. Podría hacer una locura y no quiero que lo
maten por un descuido.
Haré lo que pueda -contestó Saphira que se abría paso entre
dos árboles arrancando pedazos de corteza.
La trompa volvió a sonar a espaldas de los viajeros. Eragon
miró hacia atrás, convencido de que vería emerger a los úrgalos
entre la oscuridad. Mientras tanto, la cascada palpitaba
tranquilamente frente a ellos ahogando los demás sonidos de la
noche.
Al terminarse el bosque, Murtagh hizo detener a los caballos.
Estaban en una playa de guijarros justo a la izquierda de la
desembocadura del río Diente de Oso, pero el profundo lago
Kóstha-mérna, en cuyas aguas titilaba la temblorosa luz de las
estrellas, ocupaba toda la anchura del valle y les bloqueaba el
camino. Las paredes montañosas reducían el paso en torno al
Kóstha-mérna a una estrecha franja de costa a cada lado del lago,
apenas de unos pocos palmos de anchura. En el otro extremo del
lago, una amplia caída de agua se derramaba por un risco entre
restallantes montones de espuma. -¿Vamos a la catarata? -preguntó
Murtagh, tenso.
-Sí.
Eragon se situó a la cabeza y echó a andar por la orilla
izquierda del lago. A sus pies, los guijarros estaban húmedos y
cubiertos de lodo. Y Saphira tenía que caminar con dos patas por el
agua porque apenas cabía entre la escarpada pared del valle y el
lago.
Estaban a medio camino de la catarata cuando Murtagh
advirtió: -¡Úrgalos!
Eragon se dio la vuelta con tal rapidez que los guijarros
salieron disparados bajo sus talones. Junto a la orilla del
Kóstha-mérna, en el mismo lugar que habían ocupado ellos hacía sólo
unos segundos, unas abultadas figuras emergían del bosque:
losúrgalos se amontonaban junto al lago. Uno de ellos gesticuló
hacia Saphira, y los sonidos guturales que emitían aquellos seres
se desplazaron por encima del agua. De inmediato, la horda se
dividió y avanzó por las dos orillas cortando las vías de escape a
Eragon y a Murtagh. No obstante, la estrechez de la orilla obligaba
a los gruesos kull a caminar en fila india. -¡Corred! -gritó
Murtagh que desenvainó la espada y azotó los flancos de los
caballos.
Saphira despegó sin avisar y se dirigió hacia los úrgalos.
-¡No! -gritó Eragon, y repitió la exclamación mentalmente-.
¡Vuelve!
Pero Saphira siguió volando sin prestar atención a la súplica
del muchacho. Con un esfuerzo atroz, Eragon desvió la mirada y se
lanzó hacia delante al tiempo que desenvainaba a
Zar'roc.
Aullando con fiereza, Saphira se lanzó en picado sobre los
úrgalos, que intentaron separarse, pero quedaron atrapados por la
ladera de la montaña. La dragona agarró a un kull entre las garras,
se llevó por el aire a la criatura, que no cesaba de chillar, y lo
atacó con sus colmillos. Poco después, el cuerpo del monstruo, ya
en silencio, cayó al lago, pero le faltaba una pierna y un
brazo.
Los kull prosiguieron su avance en torno al Kóstha-mérna.
Echando humo por las fosas nasales, Saphira volvió a lanzarse
contra ellos y se retorció en el aire para defenderse de la nube de
flechas negras que le lanzaban. La mayoría de éstas resbalaban al
chocar contra las escamas de los flancos de la dragona, pero otras
le atravesaron las alas y le arrancaron aullidos.
Eragon sintió punzadas de dolor en los brazos por solidaridad
con Saphira, y tuvo que contenerse para no acudir rápidamente en
defensa de la dragona. El miedo dominó al muchacho cuando vio que
la fila de úrgalos se cerraba en torno a ellos, y trató de acelerar
el paso, pero tenía los músculos demasiado cansados y, además, las
rocas estaban muy resbaladizas.
Entonces, con un sonoro estallido, Saphira se zambulló en el
Kóstha-mérna. Se sumergió por completo rizando de olas la
superficie del lago mientras los úrgalos contemplaban nerviosos el
agua que les lamía los pies. Uno de ellos aulló algo indescifrable
y hurgó el lago con su lanza.
El agua estalló cuando la cabeza de Saphira salió de las
profundidades. Las fauces de la dragona se cerraron en torno a la
lanza y la partieron como si fuera una rama; de inmediato, con un
tirón brutal, la arrancó de la mano del kull. Sin darle oportunidad
de atrapar al úrgalo, los compañeros del monstruo la alancearon y
provocaron que le brotara sangre del morro.
Saphira se echó hacia atrás y resopló enfurecida a la vez que
golpeaba el agua con la cola. Sin dejar de apuntarla con la lanza,
el cabecilla de los kull trató de abrirse paso, pero se detuvo al
ver que ella le lanzaba una zarpa hacia las piernas. La hilera de
úrgalos se vio obligada a detenerse mientras Saphira mantuviera al
jefe acorralado. Por su parte, los kull de la otra orilla se
apresuraban hacia la catarata.
Los tengo atrapados -le dijo Saphira a Eragon en tono
lacónico-, pero debes darte prisa, no podré retenerlos mucho
tiempo.
Los arqueros apuntaban sus flechas contra ella desde la
orilla. Eragon se concentró para ir más rápido, pero una piedra
cedió bajo su bota y lo hizo caer de cara.
El fuerte brazo de Murtagh lo sostuvo, y cogiéndose
mutuamente por los antebrazos, gritaron a los caballos para que
acelerasen el paso.
Casi habían llegado a la catarata. El ruido era sobrecogedor,
como una avalancha.
Una pared blanca de agua se derramaba por el acantilado y
golpeaba las rocas de la parte inferior con tal furia que la espuma
se alzaba por el aire y les empapaba la cara.
A unos cuatro metros de la atronadora cortina, la playa se
ensanchaba y les dejaba algo de espacio para maniobrar. Saphira
rugió cuando una lanza le rozó una pata y se batió en retirada bajo
el agua. En ese momento los kull avanzaron a grandes
zancadas.
Estaban apenas a unos treinta metros. -¿Y ahora qué hacemos?
-preguntó Murtagh con frialdad.
-No sé. ¡Déjame pensar! -exclamó Eragon que examinaba los
recuerdos de Arya en busca de las últimas
instrucciones.
Escudriñó el suelo hasta que dio con una piedra del tamaño de
una manzana, la cogió y golpeó el risco, junto a la catarata, al
mismo tiempo que gritaba: «¡Ai vardenos abr du Shur'tugals gata
vanta!».
No pasó nada.
Volvió a intentarlo alzando aún más la voz, pero lo único que
consiguió fue arañarse la mano. Entonces se giró hacia Murtagh,
desesperado:
-Estamos atrapa…
Se quedó con la palabra en la boca al ver que Saphira emergía
del lago empapándolos de agua helada. La dragona se plantó en la
orilla y se agazapó, dispuesta a pelear.
Los caballos cocearon como salvajes e intentaron salir en
estampida. Eragon estableció contacto mental para tratar de
calmarlos. ¡Detrás de ti! -exclamó Saphira.
Eragon se dio la vuelta y vio que el úrgalo que iba en cabeza
se le echaba encima blandiendo su pesada espada. Desde aquella
distancia, el kull era alto como un gigante pequeño, con las
piernas y los brazos gruesos como troncos.
Murtagh echó un brazo atrás y sacó la espada a una velocidad
increíble. Su larga arma dio una vuelta en el aire, y la punta
golpeó al kull en el pecho con un sordo crujido: el gigantesco
úrgalo se desplomó con un gorjeo atragantado. Antes de que otro
úrgalo pudiera atacar, Murtagh dio un salto y arrancó su espada del
cadáver.
Eragon alzó la palma de la mano y gritó: «¡Jierda theirra
kálfis!». Tras el acantilado resonaron agudos chasquidos. Una
veintena de los úrgalos que atacaban se precipitaron en el
Kóstha-mérna aullando y agarrándose las piernas, a través de cuya
piel aparecían astillas de huesos. Sin perder el paso, los demás
úrgalos avanzaban sobre sus compañeros caídos. Eragon luchó por
sobreponerse a la debilidad y posó una mano en Saphira, en busca de
apoyo.
Una nube de flechas, invisibles en la oscuridad, pasaron
rozándolos y chocaron tras ellos contra el risco. Eragon y Murtagh
se agacharon y se taparon la cabeza. Con un pequeño gruñido,
Saphira saltó hasta donde se hallaban los jóvenes y los caballos
para cubrirlos con la protección de sus flancos blindados. Un coro
de chasquidos resonó cuando la siguiente nube de flechas rebotó
contra las escamas de la dragona. -¿Y ahora qué? -gritó Murtagh.
Seguían sin encontrar abertura alguna en el risco-. ¡No podemos
quedarnos aquí!
Eragon oyó un nuevo gruñido de Saphira cuando una flecha le
acertó en el borde del ala y le desgarró la delicada membrana. El
muchacho miró a su alrededor alocadamente tratando de comprender
por qué no daban resultado las instrucciones de Arya. -¡No lo sé!
¡Éste era el lugar adonde debíamos llegar! -¿Por qué no le pides a
la elfa que se asegure? -preguntó Murtagh, que soltó la espada,
sacó el arco de la alforja de Tornac y, con un rápido movimiento,
arrancó una flecha que había quedado atrapada entre las púas del
lomo de Saphira. Un instante después, un úrgalo caía al
agua.
-¿Ahora? ¡Si apenas sobrevive! ¿Cómo quieres que ella
encuentre energías para decir algo? -¡No lo sé! -gritó Murtagh-.
Pero será mejor que se te ocurra algo porque no podremos mantener a
raya a un ejército entero.
Eragon -gritó Saphira con urgencia. ¡Qué! ¡Estamos en el lado
equivocado del lago! He visto los recuerdos de Arya a través de ti
y me acabo de dar cuenta de que éste no es el lugar. -La dragona
encajó la cabeza en el pecho al notar que una nueva nube de flechas
se dirigía hacia ellos. La cola se le agitó de dolor al recibir el
impacto-. ¡No puedo seguir así! ¡Me están
destrozando!
Eragon encajó a Zar'roc en su funda y exclamó: -¡Los vardenos
están al otro lado del lago! ¡Hemos de cruzar la
catarata!
Aterrado, se dio cuenta de que los úrgalos que habían
avanzado por la otra orilla del Kóstha-mérna casi habían llegado ya
a la cascada.
Murtagh lanzó una rápida mirada hacia la intensa caída de
agua que les cortaba el paso.
-Aunque consiguiéramos abrirnos camino, nunca lograremos que
los caballos se metan por ahí.
-Los convenceré para que nos sigan -contestó Eragon con
brusquedad-. Y Saphira puede llevar a Arya.
Los gritos y los rugidos de los úrgalos hacían resoplar de
rabia a Nieve de Fuego, mientras la elfa descansaba en su grupa,
ajena al peligro.
-Será mejor que morir despedazados -afirmó Murtagh,
indiferente.
Con un rápido movimiento, el joven cortó los lazos que
mantenían a Arya en la silla de Nieve de Fuego, y Eragon agarró a
la elfa cuando caía al suelo.
Estoy preparada -dijo Saphira levantándose hasta quedar
semiagazapada.
Los úrgalos que se acercaban dudaron, pues no veían claras
las intenciones de la dragona. -¡Ahora! -gritó
Eragon.
Él y Murtagh alzaron a Arya sobre Saphira y ataron las
piernas de la elfa con las cintas de la silla de la dragona. En
cuanto acabaron, Saphira agitó las alas y salió volando por encima
del lago. Los úrgalos que quedaron tras ella rugieron al verla
escapar y las flechas rebotaron en el vientre de la dragona. Los
kull de la otra orilla aceleraron el paso para llegar a la cascada
antes de que ella aterrizase.
Eragon concentró la mente para interponerse en los aterrados
pensamientos de los caballos. Por medio del idioma antiguo les dijo
que si no se zambullían en la cascada, los úrgalos los matarían y
se los comerían. Aunque los animales no entendieron todo lo que el
muchacho les decía, el significado de sus palabras era
inconfundible.
Nieve de Fuego y Tornac cabecearon, pero se lanzaron hacia la
atronadora catarata y soltaron un relincho cuando el agua les
golpeó en las grupas. Ambos se tambalearon en su esfuerzo por no
caer bajo el agua. Murtagh envainó la espada y saltó tras ellos; la
cabeza le desapareció bajo espumeantes burbujas antes de volver a
emerger, farfullando de rabia.
Los úrgalos estaban justo detrás de Eragon, que oía el
crujido de los guijarros bajo los pies de los monstruos. Lanzó un
feroz aullido de guerra, saltó detrás de Murtagh y cerró los ojos
un segundo antes de que el agua lo golpeara. El tremendo peso de la
catarata le cayó en los hombros con tal fuerza que amenazaba con
romperle la espalda, a la vez que el estúpido tronar del agua le
abrumaba los oídos. Entonces se sintió transportado hacia el fondo,
donde el lecho rocoso le rozó las rodillas. Pataleó contodas sus
fuerzas y logró salir parcialmente del agua. Aún no había logrado
dar una bocanada de aire cuando la cascada volvió a hundirlo en el
lago.
Eragon no consiguió ver nada más que un contorno blanco al
ondularse la espuma en torno a él. Se esforzó desesperadamente por
sacar la cabeza y aliviar sus consumidos pulmones, pero apenas
logró subir unos palmos antes de que la avalancha detuviera su
ascenso. Presa del pánico, lanzó patadas y manotazos luchando
contra el agua. Lastrado por el peso de Zar'roc y de su ropa
empapada, descendió de nuevo hacia el lecho del lago, incapaz de
pronunciar las palabras del idioma antiguo que podían
salvarlo.
De pronto, una vigorosa mano lo agarró por la parte trasera
de la túnica y lo arrastró por el agua. Su rescatador avanzaba por
el lago a brazadas cortas pero rápidas; Eragon confió en que fuera
Murtagh en vez de un úrgalo. Por fin salieron a la superficie y se
desplomaron en la playa de guijarros. Eragon temblaba
violentamente; todo el cuerpo se le agitaba a punto de
estallar.
A su derecha se oían los ruidos propios de un combate, y el
muchacho se giró esperando el ataque de un úrgalo. Los monstruos de
la otra orilla, en la que él mismo había estado hacía escasos
segundos, cayeron bajo una fulminante granizada de flechas que
partían de las grietas que rasgaban la superficie del acantilado.
Montones de úrgalos flotaban ya, boca arriba en el lago,
atravesados por las saetas, mientras que los kull que permanecían
en la misma orilla que Eragon se veían enfrentados al mismo drama.
Ningún grupo fue capaz de esconderse, pues sin saberse cómo, habían
aparecido innumerables hileras de guerreros detrás de ellos, en el
punto en que el lago lamía la ladera de las montañas. Lo único que
impidió que el kull más cercano se echara sobre Eragon fue la
lluvia de flechas; los invisibles arqueros parecían decididos a
mantener a raya a los úrgalos.
Al lado de Eragon, una voz áspera dijo: «¡Akh Guntéraz
dorzada! ¿En qué estaban pensando? ¡Te ibas a
ahogar!».
Eragon dio un respingo, sorprendido. Quien permanecía a su
lado no era Murtagh, sino un hombrecillo diminuto que apenas le
llegaba a la altura del codo.
El enano estaba ocupado escurriendo agua de su larga barba
trenzada. El hombrecillo era de pecho robusto y llevaba una cota de
malla, cortada a la altura de los hombros para dejar a la vista los
musculosos brazos; de un ancho cinturón de piel, atado a la
cintura, le pendía un hacha de guerra, y sosteniéndose con firmeza
sobre la cabeza, lucía un yelmo de hierro, forrado de piel de buey
y adornado con un símbolo en el que se veía un martillo rodeado por
doce estrellas. Incluso con el yelmo puesto, a duras penas superaba
el metro veinte de altura. Miró con nostalgia a los que peleaban y
dijo: -¡Barzul, ojalá pudiera unirme a ellos! ¡Un
enano!
Eragon desenvainó a Zar'roc y buscó a Saphira y a Murlagh. En
el acantilado se habían abierto dos puertas de piedra de unos
cuatro metros de grosor, y habían dejado al descubierto un amplio
túnel de casi diez metros de altura que se adentraba en las
misteriosas profundidades de la montaña. Una hilera de antorchas
sin llama flanqueaba el pasadizo con una pálida luz del color del
zafiro que se extendía hasta el lago.
Saphira y Murtagh permanecían ante el túnel, rodeados por una
desordenada mezcla de hombres y enanos. Junto al codo de Murtagh
había un hombre, calvo e imberbe, vestido con ropa de colores
púrpura y dorado. Era más alto que todos los demás humanos… y
sostenía una daga junto al cuello de Murtagh.
Eragon invocó su poder, pero el hombre de la túnica dijo con
voz aguda ypeligrosa: -¡Detente! Si usas la magia, mataré a tu
querido amigo, que ha tenido la gentileza de mencionar que eres un
Jinete. No te creas que no me daré cuenta si pretendes usarla. No
puedes esconderme nada. -Eragon intentó hablar, pero el hombre
refunfuñó y apretó más la daga contra el cuello de Murtagh-. ¡De
eso, nada!
Si hablas o no haces lo que te diga, morirá. Ahora, todos
adentro.
Se metió en el túnel llevando a Murtagh consigo y sin apartar
la mirada de Eragon.
Saphira, ¿qué puedo hacer? -preguntó Eragon rápidamente,
mientras los hombres y los enanos seguían al captor de Murtagh y
conducían a los caballos.
Ve con ellos -le aconsejó Saphira-, y confiemos en conservar
la vida.
También ella entró en el túnel y provocó que los que la
rodeaban le echaran nerviosos vistazos. Eragon la siguió de mala
gana, consciente de que las miradas de los guerreros se posaban en
él. El enano que lo había rescatado caminaba a su lado con una mano
en el mango de su hacha de guerra.
Absolutamente agotado, Eragon se tambaleó montaña adentro.
Las puertas de piedra bascularon para cerrarse tras ellos, casi sin
emitir ni un murmullo. El muchacho miró hacia atrás y vio una pared
sin fisuras en el lugar que poco antes ocupaba la abertura. Estaban
atrapados en el interior. ¿Significaba eso que estaban a
salvo?