La manta del catre voló por el aire con un aleteo, se arrugó,
formando una bola del tamaño del puño del muchacho, y aterrizó en
el suelo con un ruido amortiguado.
Lleno de alegría, Eragon se puso de pie. Estaba débil por su
ayuno forzoso, pero su excitación superaba al
hambre.
«Ahora, vamos a hacer la auténtica prueba.»
Se concentró mentalmente y percibió la cerradura de la
puerta. En lugar de intentar romperla o cortarla, lo único que hizo
fue empujar el mecanismo interno para que se abriera: la puerta se
movió con suavidad hacia dentro haciendo un clic.
La primera vez que había utilizado la magia para matar a los
úrgalos en Yazuac, ésta había consumido casi toda su energía, pero
desde entonces era mucho más fuerte.
Lo que antes lo habría agotado, ahora sólo lo cansaba un
poco.
Salió con cuidado al pasillo.
«He de buscar a Zar'roc y a la elfa. Ella debe de estar en
una de estas celdas, pero no tengo tiempo de mirar en todas. Y, por
otra parte, seguro que Sombra guarda a Zar'roc consigo. -Se dio
cuenta de que su pensamiento seguía confuso-. ¿Para qué estoy aquí
fuera? Si vuelvo a la celda y abro la ventana por magia, podría
escaparme ahora mismo. Pero no podría rescatar a la elfa… Saphira,
¿dónde estás? Necesito tu ayuda.»
Se reprendió en silencio por no haberse puesto en contacto
con ella antes. Tendría que haberlo hecho nada más recuperar su
poder.
La dragona respondió con asombrosa rapidez. ¡Eragon! Estoy
sobre Gil'ead. No hagas nada. Murtagh está en camino.
¿Qué…?
Unas pisadas lo interrumpieron. Se volvió a toda prisa y se
agachó al ver un pelotón de seis soldados que marchaban por el
pasillo. Ellos se detuvieron bruscamente al ver a Eragon y la
puerta de la celda abierta, y se quedaron lívidos.
«Perfecto, saben quién soy. A lo mejor puedo asustarlos, y no
tendremos que luchar.» -¡A la carga! -gritó uno de los soldados
lanzándose hacia delante.
El resto de los hombres desenfundaron las espadas, y sus
pasos resonaron por el pasillo.
Era una locura luchar contra seis hombres en esas
condiciones, desarmado y débil, pero el recuerdo de la elfa lo
mantuvo en su sitio. No podía abandonarla. Sin saber si sería capaz
de resistir su propio esfuerzo, recurrió a su poder y levantó la
mano con la gedwey ignasia que relucía. El miedo asomó a los ojos
de los soldados, pero eran hombres duros y no aflojaron el paso.
Mientras Eragon abría la boca para pronunciar las palabras
mortales, se oyó un zumbido, y un destello cruzó el aire. Unode los
hombres se estrelló contra el suelo con una flecha clavada en la
espalda, y otros dos fueron abatidos antes de que ninguno
comprendiera qué estaba pasando.
Al final del pasillo, por donde habían llegado los soldados,
había un hombre andrajoso y barbudo con un arco. Tenía una muleta a
sus pies, aparentemente innecesaria, ya que estaba derecho y
erguido.
Los tres soldados restantes se volvieron para enfrentarse a
la nueva amenaza.
Eragon aprovechó la confusión. - ¡Thrysta!
-gritó.
Uno de los hombres se agarró el pecho y cayó, pero Eragon se
tambaleó. La magia se cobraba su precio. Otro soldado se desplomó
con una flecha atravesada en el cuello. -¡No lo mates! -gritó
Eragon al ver que su salvador apuntaba al último
soldado.
El barbudo bajó el arco.
Eragon se concentró en el soldado que tenía delante. El
hombre respiraba agitadamente mientras los ojos se le salían de las
órbitas, pues al parecer comprendía que le estaban perdonando la
vida.
-Ya has visto lo que puedo hacer -dijo Eragon con aspereza-.
Si no respondes a mi pregunta, pasarás el resto de tu vida afligido
y atormentado. Dime dónde está mi espada, que es la que tiene la
funda y la hoja rojas, y cuál es la celda de la
elfa.
El hombre mantuvo la boca cerrada.
La palma de la mano de Eragon brilló sin presagiar nada bueno
mientras él se ponía en contacto con la magia.
-Tu respuesta ha sido la equivocada -dijo con brusquedad-.
¿Sabes el daño que puede causar un grano de arena si se te incrusta
al rojo vivo en el estómago? ¡Especialmente si no se enfría durante
los siguientes veinte años, y poco a poco va abriéndose camino
hasta los dedos de los pies! Cuando al fin salga de tu cuerpo,
serás un anciano. -Se detuvo para que sus palabras hicieran
efecto-. A menos que me digas lo que quiero saber.
El soldado tenía los ojos abiertos como platos, pero continuó
guardando silencio.
Eragon rascó ligeramente el suelo de piedra y comentó con
indiferencia:
-Esto es un poco más grande que un grano de arena, pero por
si te sirve de consuelo, te quemará más rápido. No obstante, el
agujero que te hará también será mayor.
Pronunció una palabra y, aunque la arenilla se puso al rojo
vivo, no le quemó en la mano. -¡De acuerdo, pero no me metas eso
dentro! -gritó el soldado-. La elfa está en la última celda, a la
izquierda. Pero no sé dónde está tu espada, aunque seguramente
estará en el cuarto de la guardia, arriba. Todas las armas están
allí.
Eragon asintió con la cabeza y murmuró:
-Slytha.
El soldado puso los ojos en blanco y se desplomó, inerte.
-¿Lo has matado?
Eragon miró al desconocido, que estaba a pocos pasos de
distancia. Entrecerró los ojos tratando de ver detrás de la barba.
-¡Murtagh! ¿Eres tú? -exclamó.
-Sí -respondió el joven mientras se levantaba la falsa barba
y dejaba a la vista la cara afeitada-. No quiero que me vean la
cara. ¿Lo has matado?
-No, está durmiendo. ¿Cómo has entrado?
-No hay tiempo para explicaciones. Tenemos que ir al piso de
arriba antes deque alguien nos descubra, porque allí hay una ruta
para que escapemos en pocos minutos. No debemos perderla. -¿No has
oído lo que he dicho? -preguntó Eragon señalando al soldado
dormido-. Hay una elfa en prisión. ¡La he visto! Tenemos que
rescatarla, pero necesito tu ayuda. -¡Una elfa…! -Murtagh corrió
por el pasillo refunfuñando-. Es un error.
Debemos huir mientras tengamos la oportunidad. -Se detuvo
delante de la celda que el soldado había indicado y sacó un manojo
de llaves de debajo de la andrajosa capa-.
Se las quité a uno de los guardias -explicó.
Eragon alargó la mano para coger las llaves. Murtagh se
encogió de hombros y se las dio. El muchacho buscó la adecuada y
abrió la puerta. Un único rayo de luna entraba por la ventana
iluminando el rostro de la elfa con un frío resplandor
plateado.
La elfa lo miró a la cara, tensa y al acecho, preparada para
enfrentarse a lo que fuera. Mantuvo la cabeza en alto, con porte de
reina, y clavó los ojos de color verde oscuro, casi negro, y
ligeramente rasgados -como los de un gato-, en los de Eragon, que
sintió escalofríos en todo el cuerpo.
La elfa le sostuvo la mirada durante un instante y, a
continuación, tembló y se desplomó sin ruido. Eragon consiguió
cogerla antes de que tocara el suelo. Era asombrosamente liviana, y
un aroma a agujas de pino recién molidas emanaba de ella. -¡Qué
hermosa es! -exclamó Murtagh que había entrado en la
celda.
-Pero está herida.
-Más adelante nos ocuparemos de cuidarla. ¿Estás lo
suficientemente fuerte para llevarla? -Eragon negó con la cabeza-.
Entonces lo haré yo -dijo mientras cargaba a la elfa sobre los
hombros-. ¡Ahora vamos arriba!
Le tendió una daga a Eragon, y corrieron por el pasillo donde
estaban esparcidos los cuerpos de los soldados.
Caminando con aplomo, Murtagh guió a Eragon hacia una
escalera excavada en la roca al final del pasillo. -¿Cómo vamos a
salir sin que nos vean? -preguntó Eragon mientras
subían.
-Nos verán -masculló Murtagh.
Esa respuesta, naturalmente, no disipó los miedos de Eragon,
quien, ansioso, prestaba atención a cualquier ruido que delatara la
presencia de soldados o de alguien que estuviera cerca, atemorizado
por lo que pasaría si se topaban con Sombra. Al final de la
escalera había un salón de banquetes, lleno de amplias mesas de
madera. De la pared colgaban escudos alineados, y unas vigas
curvadas sostenían el techo de madera. Murtagh depositó a la elfa
sobre una mesa y miró el techo, preocupado. -¿Puedes hablar con
Saphira por mí?
-Sí.
-Dile que espere cinco minutos más.
Se oyeron gritos a lo lejos, y pasaron soldados por delante
de la entrada del salón de banquetes. Eragon hizo una mueca con la
boca por la tensión contenida.
-No sé cuáles son tus planes, pero no tenemos mucho
tiempo.
-Limítate a decírselo y no dejes que te vean -replicó
Murtagh, y salió corriendo.
Mientras Eragon transmitía el mensaje, se asustó al oír que
los hombres subían por la escalera. De modo que reunió fuerzas para
combatir el hambre y el agotamiento, sacó a la elfa de la mesa y la
escondió debajo. Luego se agachó a su lado y aguantó la respiración
sosteniendo la daga bien cogida.
Entraron diez soldados en el salón. Lo registraron deprisa,
miraron sólo debajo de algunas mesas y siguieron su camino. Eragon
se apoyó contra la pata de la mesa conun suspiro. De pronto, la
tregua le hizo tomar conciencia de que le ardía el estómago y de
que tenía la garganta reseca. Su mirada se posó en una jarra de
cerveza y en un plato con sobras de comida que estaban en la otra
punta de la habitación.
Se precipitó hacia ellos desde su escondite, cogió la comida
y volvió a ocultarse debajo de la mesa. En la jarra había cerveza
dorada que se bebió de dos grandes tragos.
Sintió un alivio instantáneo mientras el fresco líquido le
bajaba por la garganta y le calmaba la irritación de los tejidos.
Aguantó un eructo antes de atacar con voracidad un trozo de
pan.
Murtagh regresó con Zar'roc, un extraño arco y una elegante
espada sin funda, y le entregó Zar'roc a Eragon.
-He encontrado la otra espada y el arco en el cuarto de
guardia. Nunca he visto armas como éstas, por lo que deduzco que
son de los elfos.
-Comprobémoslo -dijo Eragon con la boca llena de pan. La
espada, fina, liviana y con una hoja ligeramente curvada que era
muy puntiaguda, encajaba perfectamente en la vaina de la elfa. No
había forma de saber si el arco también era suyo, pero tenía una
forma tan elegante que Eragon dudaba que pudiera ser de otra
persona-. ¿Y ahora qué? -preguntó metiéndose más comida en la
boca-. No podemos quedarnos aquí para siempre. Tarde o temprano,
los soldados nos descubrirán.
-Ahora debemos esperar -respondió Murtagh mientras cogía su
arco y calzaba una flecha-. Como ya he dicho, nuestra huida está
preparada.
-No lo comprendes, ¡hay un Sombra aquí! Si nos encuentra,
estamos perdidos. -¡Un Sombra! -exclamó Murtagh-. En ese caso, dile
a Saphira que venga de inmediato. Íbamos a esperar hasta el cambio
de guardia, pero hasta esa demora podría ser
peligrosa.
Eragon le pasó el mensaje sucintamente a Saphira evitando
distraerla con preguntas.
-Has desbaratado mis planes escapándote solo -protestó
Murtagh mientras vigilaba las entradas del salón.
-Quizá debería haber esperado -dijo Eragon sonriendo-, pero
tu llegada fue perfectamente oportuna. Si me hubiera visto obligado
a luchar contra todos esos soldados recurriendo a la magia, después
no habría podido ni arrastrarme.
-Me alegro de haber sido útil -comentó Murtagh, que se puso
tenso al oír a unos hombres que corrían cerca-. Esperemos que
Sombra no nos encuentre.
Una gélida risa resonó en el salón de
banquetes.
-Me temo que es demasiado tarde para eso.
Murtagh y Eragon se giraron en redondo. Sombra estaba de pie,
solo, en un extremo de la habitación, y sostenía en la mano una
espada muy clara con una fina hendidura en la hoja. Se desató el
prendedor que sujetaba la capa y dejó que ésta cayera al suelo.
Tenía el cuerpo de un atleta, delgado y fibroso, pero Eragon
recordó las advertencias de Brom y advirtió que la apariencia de
Sombra era un engaño: tenía mucha más fuerza que un ser humano
normal.
-Pues bien, mi joven Jinete, ¿quieres medir tus fuerzas
contra mí? -preguntó con desdén-. No debí confiar en el capitán
cuando me dijo que te habías acabado toda la comida. No volveré a
cometer ese error.
-Yo me ocuparé de él -dijo Murtagh en voz baja mientras
bajaba el arco y desenfundaba la espada.
-No -replicó Eragon también en voz baja-. A ti no te quiere
vivo, pero a mí sí.
Puedo entretenerlo durante poco rato, así que mientras tanto
sería mejor que túbuscaras la manera de que saliéramos de
aquí.
-Muy bien, adelante -dijo Murtagh-. No tendrás que resistir
demasiado tiempo.
-Espero que no -dijo Eragon con desaliento.
Desenfundó a Zar'roc y avanzó despacio. La luz de las
antorchas de la pared se reflejaba sobre la hoja
roja.
Los ojos de color granate de Sombra brillaban como brasas
ardientes. Se rió en voz baja. -¿De veras piensas que puedes
derrotarme, Du Súndavar Freohr? ¡Qué nombre tan lamentable!
Esperaba algo más sutil de tu parte, pero supongo que no eres capaz
de nada más.
Eragon no se dejó provocar. Miraba el rostro de Sombra
pendiente de un brillo en los ojos o un movimiento en la boca del
individuo que delatara su siguiente jugada.
«No puedo usar la magia porque tengo miedo de provocarlo y
que él también lo haga. Tiene que creer que puede ganarme sin
necesidad de recurrir a ella… lo que probablemente sea
cierto.»
Antes de que ninguno de los dos se moviera, el techo retumbó
y estalló. Una nube de polvo gris descendió por el aire, mientras
pedazos de madera caían alrededor de ambos hombres y se hacían
añicos al estrellarse contra el suelo. En lo alto se oían gritos y
el ruido metálico de espadas que chocaban. Eragon, temeroso de que
las vigas le rompieran la cabeza, miró hacia arriba, y Sombra
aprovechó su distracción y lo atacó.
A duras penas Eragon consiguió levantar su espada e
interceptar una estocada directa a las costillas. El golpe de las
espadas al chocar le hizo rechinar los dientes y le insensibilizó
el brazo.
«¡Por todos los demonios! ¡Qué fuerza
tiene!»
Cogió a Zar'roc con ambas manos y la blandió con todas sus
fuerzas en dirección a la cabeza de Sombra, que interceptó el golpe
sin esfuerzo haciendo una filigrana con su espada más veloz de lo
que Eragon creía posible.
Unos chirridos terribles resonaban encima de ellos, como púas
de hierro que arañaban la roca, hasta que tres largas grietas, por
las que empezaron a caer tejas de pizarra, aparecieron en el techo.
Eragon no hizo caso, ni siquiera cuando una se estrelló a sus pies.
Aunque había aprendido de Brom, maestro de la espada, y practicado
con Murtagh, un preciso espadachín, jamás lo habían superado de tal
manera. Sombra jugaba con él.
Eragon retrocedió hacia Murtagh con los brazos temblorosos
mientras paraba los golpes del individuo. Cada nuevo golpe que
rechazaba era más fuerte que el anterior, y aunque lo hubiera
querido, ya no le quedaban fuerzas ni para invocar la ayuda de la
magia. En ese momento, con un desdeñoso giro de la muñeca, Sombra
arrancó a Zar'roc de las manos de Eragon. La fuerza del golpe lo
tiró al suelo de rodillas, donde se quedó jadeando, mientras los
chirridos sonaban más fuertes que nunca. Fuera lo que fuese, cada
vez estaba más cerca.
Sombra lo miró con altanería.
-Puede que seas una pieza poderosa en el juego que se ha
entablado, pero me desilusiona que esto sea todo lo que puedas
hacer. Si los otros Jinetes hubieran sido tan débiles, habrían
controlado el Imperio por puro azar.
Eragon miró hacia arriba y asintió: había descubierto el plan
de Murtagh.
Saphira, éste es el momento.
-No, te olvidas de algo. -¿De qué, si se puede saber?
-preguntó Sombra, burlón.
Se oyó una vibración atronadora al mismo tiempo que se
desgajaba un trozoentero de techo y quedaba al descubierto el cielo
nocturno. -¡De los dragones! -rugió Eragon por encima del estrépito
mientras huía del alcance de Sombra.
Éste gruñó furioso y blandió la espada despiadadamente.
Atacó, pero falló por poco, y la sorpresa se pintó en el rostro de
la criatura mientras una de las flechas de Murtagh se le clavaba en
el hombro.
Sombra lanzó una carcajada y se arrancó la flecha con dos
dedos.
-Hace falta algo mejor que esto para
detenerme.
La siguiente flecha se le clavó en el entrecejo. El ser
aulló, desesperado de dolor, y se retorció tapándose la cara,
mientras la piel se le volvía gris y se formaba una bruma a su
alrededor que le ocultó la figura. Entonces se oyó un grito
desgarrador, y la nube desapareció.
En el lugar donde había estado Sombra, no quedaba más que una
pila de ropa en el suelo. -¡Lo has matado! -exclamó Eragon, que
sabía que sólo dos héroes de leyenda habían sobrevivido tras dar
muerte a un Sombra.
-No estoy seguro -dijo Murtagh.
-Aquí están -gritó un hombre-. Ha fallado. ¡Entrad y
cogedlos!
Los soldados, que llevaban redes y lanzas, entraron por ambos
extremos del salón de banquetes, mientras Eragon y Murtagh
retrocedían contra la pared arrastrando con ellos a la elfa. Los
hombres formaron un semicírculo amenazador alrededor de ellos, pero
en ese momento, Saphira asomó la cabeza por el agujero del techo y
rugió.
Agarró el borde de la abertura con sus poderosas garras y
arrancó de cuajo otra parte del techo.
Tres soldados se dieron la vuelta y salieron corriendo, pero
el resto se mantuvo firme.
Con un sonoro estallido crujió la viga central del techo y
cayó una lluvia de pesadas tejas, al tiempo que la confusión se
apoderaba de los soldados que trataban de esquivar el mortífero
aluvión. Eragon y Murtagh se apretaron contra la pared para
guarecerse de los escombros que caían. Saphira volvió a rugir y los
soldados huyeron; algunos de ellos acabaron aplastados en la
escapada.
Con un esfuerzo titánico final, Saphira arrancó el resto del
techo antes de saltar dentro de la sala de banquetes con las alas
plegadas, y debido a su peso, destrozó una mesa con un sonoro
crujido. Eragon, lanzando un grito de alivio, se abrazó a la
dragona, que murmuró con satisfacción:
Te he echado de menos, pequeño.
Yo también. Hay alguien más con nosotros. ¿Puedes llevarnos a
los tres?
Por supuesto -respondió mientras apartaba con las garras
tejas y maderas para poder despegar. Murtagh y Eragon sacaron a la
elfa del escondite. ¡Una elfa! -exclamó Saphira, asombrada, cuando
la vio.
Sí, es la mujer que veía en sueños -dijo Eragon mientras
recogía a Zar'roc.
Ayudó a Murtagh a atar a la elfa a la silla de la dragona, y
a continuación los dos montaron a Saphira.
He oído una pelea en el techo. ¿Hay hombres allí
arriba?
Había, pero ya no los hay. ¿Estáis listos?
Sí.
Saphira salió de un salto del salón de banquetes y se posó en
el techo de la fortaleza, donde yacían desparramados los cuerpos de
los guardias. -¡Mira! -exclamó Murtagh señalando una hilera de
arqueros que había en una torre al otro lado del salón sin
techo.
-Saphira, tienes que despegar ahora mismo. ¡Ya! -advirtió
Eragon.
La dragona desplegó las alas, corrió hasta el borde del
edificio y se lanzó dándose impulso con las poderosas patas
traseras. El peso extra que llevaba la hizo descender de manera
alarmante. Mientras se esforzaba por ganar altura, Eragon oyó el
tañido musical de las cuerdas de los arcos al
soltarse.
Las flechas zumbaban hacia ellos en la oscuridad. Saphira
lanzó un gemido de dolor cuando una la alcanzó y viró deprisa hacia
la izquierda para evitar la siguiente descarga. Nuevas flechas
horadaron el cielo, pero la noche los protegía del mortífero
pinchazo de sus puntas. Eragon, preocupado, se inclinó sobre el
cuello de Saphira. ¿Dónde te han herido?
Me han perforado las alas… una de las flechas no ha
conseguido atravesar la membrana y está ahí clavada. Respiraba con
dificultad, pesadamente. ¿Hasta dónde puedes
llevarnos?
Lo suficientemente lejos.
Eragon sostuvo a la elfa con fuerza mientras sobrevolaban
Gil'ead, dejaban atrás la ciudad y viraban hacia el este volando
alto a través de la noche.