Murtagh consideró el asunto mientras ensillaba a
Tornac.
-Si tú montas a Saphira, podemos atar a la elfa a Nieve de
Fuego, aunque tú también te llagarías.
Tengo la solución -dijo Saphira inesperadamente-. ¿Por qué no
la atáis a mi vientre? Me podría mover libremente, y ella iría más
segura que en cualquier otro lugar. El único peligro sería que los
soldados me tirasen flechas, pero soy capaz de sobrevolarlas
fácilmente.
Como a nadie se le ocurrió una idea mejor, la aceptaron sin
discusión. Eragon plegó por la mitad una de las mantas a lo largo,
la aseguró en torno al pequeño cuerpo de la elfa y luego la llevó
hasta Saphira. Sacrificaron las mantas y la ropa de repuesto para
hacer cuerdas de la extensión necesaria para rodear el contorno de
Saphira. Una vez atada, la elfa quedó boca abajo contra el vientre
de Saphira, con la cabeza colocada en el hueco entre las patas
delanteras de la dragona. Eragon comprobó con rostro crítico el
trabajo.
-Me da miedo que las escamas corten las
cuerdas.
-Tendremos que revisarlas de vez en cuando para que no se
deshilachen -comentó Murtagh. ¿Vamos? -preguntó
Saphira.
Eragon repitió la pregunta.
Los ojos de Murtagh emitían peligrosos destellos, mientras
una prieta sonrisa le tensaba los labios. Miró hacia el camino que
los había llevado hasta allí, donde se apreciaba ya el humo del
campamento de los soldados, y dijo:
-Siempre me han gustado las carreras. ¡Y ahora vamos a
emprender una para salvar nuestras vidas!
Murtagh saltó sobre la silla de Tornac y abandonó el
campamento al trote. Eragon lo siguió de cerca, a lomos de Nieve de
Fuego, y Saphira alzó el vuelo con la elfa. La dragona volaba raso
para evitar que la vieran los soldados y, de ese modo, los tres
emprendieron el camino al sudeste, hacia el lejano desierto de
Hadarac.
Eragon mantenía la vigilancia sobre sus perseguidores
mientras cabalgaba, pero la mente del muchacho volaba una y otra
vez hacia la elfa. ¡Una elfa! ¡La había visto de verdad, y estaba
con ellos! Se preguntó qué pensaría Roran al respecto y se le
ocurrió que si alguna vez regresaba a Carvahall le iba a costar
mucho convencer a alguien de que sus aventuras habían sucedido en
realidad.
Durante el resto del día, Eragon y Murtagh galoparon a rienda
suelta, sin dejarse vencer por la incomodidad y la fatiga. Azuzaron
a sus monturas tanto como pudieron,aunque sin dejarlas exhaustas, y
de vez en cuando desmontaban y corrían a pie para que Tornac y
Nieve de Fuego descansaran. Sólo se detuvieron dos veces, y en
ambos casos fue para que los caballos pudieran comer y
beber.
A pesar de que en esos momentos los guerreros de Gil'ead
estaban lejos, Eragon y Murtagh se enfrentaron ante una nueva
situación: cada vez que pasaban por un pueblo o por una ciudad
tenían que evitar a sus correspondientes soldados. De algún modo
alguien había dado la voz de alarma, y en dos ocasiones estuvieron
a punto de caer en emboscadas en el sendero, de las que lograron
escapar tan sólo porque Saphira olisqueó la presencia de los
hombres. Tras el segundo incidente, abandonaron por completo el
camino.
La penumbra desdibujó el paisaje cuando el crepúsculo tendió
una capa negra por el cielo. Los fugitivos continuaron su viaje sin
descanso y cubrieron kilómetros y kilómetros, y ya muy entrada la
noche, la tierra se fue alzando a sus pies para formar pequeñas
colinas, punteadas de cactos.
-Hay un pueblo, Bullridge, a unos cuantos kilómetros de aquí,
que debemos evitar -indicó Murtagh señalando hacia delante-. Seguro
que hay soldados esperándonos, así que deberíamos intentar
escabullimos de ellos mientras todavía sea oscuro.
Al cabo de tres horas, vieron la luz de las antorchas de
Bullridge, de un tono amarillo pajizo. Una maraña de soldados
patrullaban entre los fuegos de acampada esparcidos por el pueblo,
por lo que Eragon y Murtagh desenfundaron sus espadas y desmontaron
con cuidado. Guiaron de las riendas a sus caballos para rodear
Bullridge, escuchando con atención para no tropezar con algún
campamento.
Tras dejar atrás el pueblo, Eragon se relajó un poco. El alba
iluminó al fin el cielo con un sonrojo delicado y calentó el aire
gélido de la noche. Se detuvieron en la cumbre de una colina para
observar lo que los rodeaba: el río Ramr quedaba a su izquierda,
pero también a unos ocho kilómetros a la derecha; luego se extendía
unos cuantos kilómetros hacia el sur y después trazaba una curva
cerrada antes de dirigirse al oeste. En total habían recorrido,
aproximadamente, unos ochenta y ocho kilómetros en un
día.
Eragon se apoyó en el cuello de Nieve de Fuego, satisfecho
por la distancia recorrida.
-Busquemos un barranco o una hondonada donde podamos
descansar sin que nos molesten -indicó Eragon.
Se detuvieron en un bosquecillo de juníperos y extendieron
las mantas en el suelo. Saphira esperó con paciencia mientras
liberaban a la elfa de su vientre.
-Yo me encargaré de la primera guardia y os despertaré a
media mañana -dijo Murtagh, mientras cruzaba la espada desenvainada
sobre las rodillas.
Eragon aceptó entre murmullos y se echó la manta sobre los
hombros.
La noche los encontró agotados y somnolientos, pero decididos
a continuar.
Mientras se preparaban para irse, Saphira observó a Eragon y
le dijo:
Esta es la tercera noche desde que os rescatamos de Gil'ead,
y la elfa aún no se ha despertado. Estoy preocupada. Además
-continuó-, en todo este tiempo no ha comido ni ha bebido nada, y
aunque sé poco sobre los elfos, no creo que esta mujer pueda
sobrevivir sin tomar algo de alimento porque está muy delgada.
-¿Qué sucede? -preguntó Murtagh sobre el lomo de
Tornac.
-La elfa -contestó Eragon mirándola-. A Saphira le preocupa
que no se despierte ni coma nada; y a mí también. Le curé las
heridas, al menos en lo superficial, pero no parece que le haya
servido de mucho.
-A lo mejor Sombra le deterioró la mente -sugirió
Murtagh.
-En ese caso tenemos que ayudarla.
Murtagh se arrodilló junto a la elfa. La examinó
intensamente, luego hizo un gesto negativo y se
levantó.
-Por lo que se ve, sólo está durmiendo. Parece como si
hubiera de bastar una palabra o un contacto para despertarla, pero
está sumida en un sueño profundo. Tal vez los ellos puedan
autoprovocarse el coma para evitar los dolores de una herida, pero
si es así… ¿por qué no le pone fin? Ya no corre peligro. -¿Y tú
crees que lo sabe? -preguntó Eragon en voz baja.
-Habrá que esperar -contestó Murtagh apoyando una mano en un
hombro de Eragon-. Ahora debemos irnos si no queremos perder la
ventaja que tanto nos ha costado obtener. Ya te ocuparás de ella
cuando volvamos a parar.
-Déjame hacer sólo una cosa antes de marchar -dijo
Eragon.
Empapó un trapo y luego lo escurrió de tal modo que el agua
goteara entre los perfectos labios de la elfa. Repitió la operación
varias veces y después pasó la tela por las cejas, lisas y
angulosas, de la mujer, sintiendo una extraña sensación
protectora.
Se abrieron camino entre las colinas, pero evitaron las
cumbres por miedo a que los descubrieran los centinelas. Saphira
iba con ellos a ras de suelo por la misma razón.
A pesar de lo abultado de su figura, la dragona era sigilosa,
pues apenas se oía el rasguido de su cola sobre el suelo, como si
fuera una gruesa serpiente azul.
Al fin el cielo se iluminó por el este, pues Aiedail, el
lucero de la mañana, apareció cuando llegaban al borde de un
profundo acantilado cubierto por montañas de ramas. El agua rugía
por debajo al deslizarse sobre las rocas y al colarse entre las
ramas. -¡El Ramr! -exclamó Eragon alzando la voz sobre el ruido.
-¡Sí! -asintió Murtagh-. Hemos de encontrar un lugar para vadearlo
sin dificultades.
No hace falta -intervino Saphira-. Por muy ancho que sea el
río, os puedo cruzar yo.
Eragon alzó la vista y la concentró en el cuerpo azul
grisáceo de la dragona. ¿Y los caballos? No los podemos dejar
atrás, pero pesan demasiado para ti.
Si vosotros no vais montados y los caballos no se mueven
demasiado, estoy segura de que podré cargar con ellos. Si soy capaz
de esquivar las flechas con tres personas sobre mi grupa, ¿cómo no
voy a transportar a un caballo en línea recta por encima del
río?
Te creo, pero será mejor que no lo intentemos, salvo que no
nos quede más remedio. Es demasiado peligroso.
No podemos permitirnos el lujo de perder tiempo aquí -aseguró
Saphira, y empezó a bajar por el acantilado.
Eragon siguió a la dragona llevando a Nieve de Fuego de las
riendas. El acantilado llegaba bruscamente a su fin en el Ramr,
donde el río corría tenebroso y rápido. Sin embargo, era imposible
ver la otra orilla, pues un vaho blanquecino flotaba sobre el agua,
como vapor de sangre en invierno. Murtagh tiró una rama a la
corriente y vio cómo desaparecía a (oda prisa hacia abajo y se
hundía en las turbias aguas. -¿Qué profundidad dirías que tiene?
-preguntó Eragon.
-No lo sé -contestó Murtagh con la voz teñida de
preocupación-. ¿Te permitiría la magia distinguir hasta dónde
llega?
-No lo creo. Habría que iluminar el lugar como una
almenara.
Provocando una ráfaga de aire, Saphira alzó el vuelo y
sobrevoló el Ramr. Al cabo de un rato se comunicó:
Estoy en la otra orílla. El río tiene algo más de ochocientos
metros de ancho. No podíais haber escogido un lugar peor para
cruzar; aquí el Ramr traza un recodo y alcanza su parte más
ancha.
-¡Más de ochocientos metros! -exclamó Eragon, y le explicó a
Murtagh que Saphira se había ofrecido a llevarlos por el
aire.
-Prefiero no probarlo, por el bien de los caballos. Tornac no
está tan acostumbrado como Nieve de Fuego a Saphira. Podría
entrarle el pánico y terminarían los dos heridos. Por lo tanto,
pídele a Saphira que busque algún lugar poco profundo por el que
podamos cruzar a nado. Y si no lo hay en un kilómetro a la redonda,
tal vez nos pueda cruzar ella sin volar.
Saphira accedió a la petición de Eragon de que buscara un
vado. Mientras exploraba, ellos se acuclillaron junto a los
caballos y comieron pan seco. Saphira no tardó mucho en volver
produciendo susurros con sus aterciopeladas alas en el cielo del
amanecer.
El agua es profunda y rápida tanto río arriba como río
abajo.
Cuando Murtagh se enteró, propuso:
-Será mejor que cruce yo primero para poder vigilar a los
caballos. -Murtagh montó en la silla de Saphira-. Ten cuidado con
Tornac. Hace muchos años que lo tengo, y no querría que le pasara
nada.
A continuación Saphira alzó el vuelo.
Cuando volvió, ya no llevaba a la elfa inconsciente atada al
vientre. Eragon guió a Tornac junto a la dragona, ignorando los
relinchos del caballo, y Saphira se alzó sobre las patas traseras
para sostener al caballo con las delanteras por el vientre. Eragon
observó las formidables zarpas de la dragona y le gritó:
-¡Espera!
Recolocó la manta de la silla de Tornac en torno a la barriga
del caballo para proteger su flanco más débil, e indicó por gestos
a Saphira que podía continuar.
Tornac resopló de miedo y trató de salir en estampida cuando
Saphira se aferró a los flancos del caballo con las zarpas, pero
ella lo agarró con fuerza. Tornac giraba alocadamente los ojos de
un lado a otro, cuyos iris parecía que desaparecían, engullidos por
el globo ocular. Eragon trató de calmar mentalmente al caballo,
pero el pánico del animal rechazaba el contacto. Antes de que
Tornac intentara escapar de nuevo, Saphira se elevó en el cielo
empujando con tal fuerza con las patas traseras que las zarpas
rasgaron las rocas. Batió las alas con furia luchando por alzar
aquella enorme carga, y por un momento, pareció que fuera a caer de
nuevo al suelo. Luego, de un tirón, alzó el vuelo. Tornac chillaba
de terror, daba coces y se movía bruscamente produciendo un sonido
terrible, como si alguien rascara un metal.
Eragon soltó una maldición y se preguntó si habría alguien
suficientemente cerca para oírlo.
Será mejor que te des prisa, Saphira.
Mientras esperaba, prestó atención por si oía ruidos de los
posibles soldados y escrutó el oscuro paisaje por si alguna
antorcha los delataba. Pronto detectó una línea de jinetes que
descendían por una ladera, tan sólo a algo más de cinco kilómetros
de distancia.
En cuanto Saphira descendió, Eragon acercó a Nieve de Fuego
hasta la dragona.
El estúpido animal de Murtagh está histérico. El chico ha
tenido que atarlo para evitar que se escapara.
Saphira agarró a Nieve de Fuego y se lo llevó, ignorando
también las estridentes protestas del animal. Eragon los vio salir
y se sintió solo en la noche. Los jinetes ya estaban a poco más de
un kilómetro.
Por fin Saphira llegó a por él, y pronto se encontraron de
nuevo en tierra firme, con el Ramr detrás de ellos. Después de
calmar a los caballos y ajustar las sillas de montar, reanudaron su
huida hacia las montañas Beor, al tiempo que los cantos de
lospájaros inundaban el ambiente para recibir al nuevo
día.
Eragon daba cabezadas incluso mientras cabalgaba y casi no se
daba cuenta de que Murtagh iba tan dormido como él. A veces ninguno
de los dos guiaba a sus propios caballos, y sólo la vigilancia de
Saphira los mantenía en la dirección adecuada.
Al fin la tierra se ablandó y empezó a ceder bajo sus
pisadas, lo que los obligó a detenerse. El sol lucía en lo alto, y
el río Ramr ya no era más que una línea difusa a espaldas de los
viajeros.
Habían llegado al desierto de Hadarac.