La longitud del dragón no era mayor que el antebrazo de Eragon, pero el animal tenía un aspecto digno y noble. Las escamas eran de un intenso color azul zafiro, el mismo que el de la gema. Bueno, una gema no, porque el muchacho había llegado a la conclusión de que se trataba de un huevo. El dragón agitó las alas, que parecía que habían estado muy retorcidas. Eran varias veces más largas que el cuerpo del animal y las surcaban finos fragmentos de hueso que se extendían desde el borde delantero de cada ala, de manera que formaban una línea de garras muy separadas entre sí. La cabeza era ligeramente triangular, y del maxilar superior le salían dos diminutos colmillos blancos, que parecían muy afilados. Las garras también eran blancas, como marfil pulido, y un poco dentadas en la parte interior. Una línea de pequeñas púas recorría el espinazo de la criatura, desde la base de la cabeza hasta la punta de la cola, y en el punto en que confluían el cuello y los hombros había un hueco que daba lugar a un espacio mayor que el normal entre las púas.


Eragon se movió un poco, y el dragón giró instantáneamente la cabeza. Unos ojos azules y fríos se clavaron en el muchacho, que se quedó inmóvil; si el animal decidía atacarlo sería un enemigo temible.

El dragón perdió interés en Eragon y exploró con torpeza la habitación, chillando cada vez que se golpeaba con las paredes o con algún mueble. Batió las alas, subió de un salto a la cama y reptó hasta la almohada emitiendo un agudo grito. Daba pena ver cómo abría la boca -semejante a la de un pichón- y enseñaba hileras de dientes puntiagudos.

Eragon se sentó con cautela a los pies de la cama. El dragón le olfateó la mano y le picoteó la manga, pero él retiró enseguida el brazo.

Eragon esbozó una sonrisa mientras observaba a la pequeña criatura. El chico extendió la diestra con cuidado y le tocó un costado al dragón. Una descarga de energía helada le atravesó la mano y le subió por el brazo mientras le quemaba las venas como fuego líquido. Eragon se echó atrás con un grito terrible. Entonces oyó un sordo alarido de rabia y un tremendo ruido metálico, como si estuviera producido por un objeto de hierro. Aunque le dolía terriblemente todo el cuerpo, se esforzó por moverse, pero no pudo. Al cabo de lo que parecieron horas, el calor volvió a los miembros de Eragon en los que sentía un cosquilleo. El chico se puso de pie con un temblor incontrolado. Tenía la mano dormida y los dedos paralizados. Observó, asustado, que el centro de la palma de la mano resplandecía y se formaba en ella un óvalo blanco y difuso. La piel le escocía y le ardía como si lo hubiera picado una araña, mientras que el corazón le latía frenéticamente.

Eragon parpadeó tratando de comprender lo que sucedía. Entonces algo le rozó la conciencia, como si un dedo le acariciara la piel. Volvió a tener la misma sensación, pero esta vez se convirtió en una idea que se le enroscaba como un zarcillo y le provocaba una incesante curiosidad. Era como si el muro invisible que rodeaba sus pensamientos se hubiera venido abajo, y ahora él fuera libre para extenderse con la mente, pero temió que si no había nada que lo contuviera, podría salirse de su propio cuerpo, incapaz de volver atrás, y se convertiría en unespíritu etéreo. Asustado, Eragon se zafó de esa nueva sensación, que desapareció como si hubiera cerrado los ojos, y miró con desconfianza al inmóvil dragón.

Una pata cubierta de escamas le rascó un costado, y Eragon se echó atrás de un salto, pero la energía no volvió a golpearlo. Intrigado, le acarició la cabeza al dragón con la mano derecha. Un suave cosquilleo le recorrió el brazo, y el dragón se acurrucó contra él como un gato. También le acarició las delgadas membranas de las alas con un dedo: tenían la textura del pergamino viejo, aterciopelado y tibio, pero todavía estaban un poco húmedas; cientos de finas venas latían debajo.

Otra vez el zarcillo hizo acto de presencia en la mente de Eragon, pero esta vez, en lugar de curiosidad sintió un hambre irresistible, voraz. Se levantó y suspiró: no cabía duda de que aquél era un animal peligroso. Sin embargo, parecía tan indefenso al arrastrarse por la cama de Eragon que el muchacho se preguntó si tendría algo de malo quedárselo. El dragón gimió con una nota aguda mientras buscaba comida, y el chico le rascó con rapidez la cabeza para mantenerlo callado.

«Ya pensaré más tarde en esto», decidió, y salió de la habitación cerrando con cuidado la puerta.

Volvió con dos pedazos de carne seca, y descubrió al dragón sentado en el alféizar de la ventana mirando la luna. Cortó la carne en trozos cuadrados y le ofreció uno a la criatura, que lo olfateó con cautela, estiró la cabeza hacia delante como una serpiente, lo cogió de los dedos de Eragon y se lo tragó con una sacudida peculiar. Luego le dio un empujón a la mano de Eragon pidiéndole más.

Le dio de comer procurando que no le mordiera los dedos. Cuando sólo quedaba un trozo de carne, la barriga del dragón ya estaba llena. Le ofreció ese pedazo, el dragón se lo pensó y se lo zampó perezosamente. Acabada la comida, se le subió a la mano, se le acurrucó contra el pecho y empezó a roncar al tiempo que una bocanada de humo negro le salía de los orificios de la nariz. Eragon lo miró, maravillado.

Cuando ya creía que el animal estaba dormido, oyó un zumbido grave que le vibraba en la garganta. Lo llevó suavemente a la cama y lo depositó al lado de la almohada. El dragón, con los ojos cerrados, enroscó la cola en el soporte de la cama, satisfecho. Eragon se tumbó a su lado y flexionó la mano derecha en la semioscuridad.

El muchacho se enfrentaba a un terrible dilema: si criaba a un dragón, se convertiría en un Jinete. Los mitos y los cuentos sobre los Jinetes eran muy apreciados, y ser uno de ellos lo convertiría automáticamente en un personaje de leyenda. Sin embargo, si el Imperio descubría al dragón, él y su familia serían pasados por las armas a no ser que se uniera al rey. Nadie podría ni querría ayudarlos. La solución más sencilla era matar al dragón, pero la idea era repugnante y se la quitó de la cabeza.

Ni siquiera quiso tenerla en cuenta porque reverenciaba demasiado a estos animales.

«Además, ¿qué podría delatarnos? -pensó-. Vivimos en una zona alejada y nunca hemos hecho nada que haya llamado la atención.»

El problema era convencer a Garrow y a Roran para que le dejaran tener al dragón, aunque ninguno de los dos tendría que preocuparse porque el animal estuviera con ellos.

«Podría criarlo en secreto. Dentro de un mes o dos será demasiado grande para que Garrow se deshaga de él, pero ¿lo aceptará? Y si lo acepta, ¿puedo conseguir suficiente comida para el dragón mientras esté escondido? Ahora no es más grande que un gato pequeño, ¡pero se ha comido un puñado entero de carne! Supongo que con el tiempo él mismo podrá cazar, pero ¿cuánto tardará? ¿Podrá sobrevivir al airelibre con tanto frío?»

A pesar de todo, quería el dragón, y cuanto más lo pensaba, más seguro estaba.

Pasara lo que pasara con Garrow, él haría todo lo posible por protegerlo. Decidido, se quedó dormido con el animal acurrucado junto a él.

Cuando amaneció, la criatura estaba sentada encima del soporte de la cama, como un antiguo centinela que saluda al nuevo día. Eragon estaba maravillado del color del animal, pues nunca había visto un azul tan definido e intenso, mientras que las escamas parecían cientos de piedras preciosas. El muchacho notó que el óvalo blanco que se le había formado en la palma de la mano, en el punto con el que había tocado al dragón, tenía un resplandor plateado. Confiaba en que podría ocultarlo si mantenía las manos sucias.

El dragón se lanzó del soporte y se deslizó por el suelo.

Eragon lo cogió en brazos con cautela y salió en silencio de la casa, pero se detuvo un instante para llevarse toda la carne que pudo, unas tiras de cuero y un montón de trapos. La fría mañana estaba hermosa, aunque una reciente capa de nieve cubría la granja. El chico sonrió mientras el pequeño animal miraba a su alrededor con interés desde la protección de los brazos de Eragon.

Atravesó raudo los campos y se internó silenciosamente en el oscuro bosque en busca de un sitio seguro para dejar al dragón. Al cabo de un rato, encontró un serbal, que se alzaba sobre un montículo yermo, cuyas ramas cubiertas de nieve se elevaban hacia el cielo como dedos grisáceos. Depositó al dragón junto al tronco y sacudió una tira de cuero sobre el suelo.

Con movimientos diestros, le hizo un lazo corredizo y se lo pasó por la cabeza mientras el dragón exploraba los montones de nieve que rodeaban al árbol. La tira de cuero era vieja, pero serviría. Observó que el dragón daba vueltas alrededor del árbol, por lo que le desató el lazo del cuello e improvisó un arnés que le pasó entre las patas para que el animal no se estrangulara. Después recogió un puñado de leña, y en las ramas altas construyó una tosca cabaña, en cuyo interior extendió los trapos y acumuló la carne. Cada vez que Eragon agitaba el árbol, la nieve le caía en la cara.

Taponó también la entrada con trapos para mantenerla caliente.

Complacido, contempló su obra.

-Bueno, ha llegado la hora de mostrarte tu nueva casa -dijo, y puso al dragón sobre las ramas. El animal agitó las alas tratando de liberarse, pero se metió en la cabaña donde comió un trozo de carne, se acurrucó y parpadeó con timidez-. Estarás bien, pero tienes que quedarte aquí -le explicó.

El dragón volvió a parpadear.

Eragon, convencido de que el animal no le había entendido, intentó concentrarse para percibir su conciencia, y de nuevo tuvo la terrible sensación de «abrirse»… a un espacio tan grande que lo oprimía como una pesada manta. Reuniendo todas las fuerzas de que fue capaz, se concentró otra vez en el dragón y trató de transmitirle una idea:

Quédate aquí.

El dragón dejó de moverse y ladeó la cabeza hacia él. Eragon insistió:

Quédate aquí.

Una débil señal de entendimiento llegó a tientas a través del vínculo, pero Eragon dudaba que realmente el dragón hubiera comprendido.

«Después de todo, sólo es un animal.»

Se retiró, aliviado, de aquel contacto y sintió que la seguridad de su propia mente volvía a protegerlo.

Eragon se alejó del árbol mirando constantemente hacia atrás. El dragón sacó la cabeza desde su refugio y observó con los ojos muy abiertos cómo se marchaba.

El muchacho regresó deprisa a casa y se metió a hurtadillas en la habitación para tirar los trozos del huevo. Estaba seguro de que ni Garrow ni Roran advertirían la ausencia de éste, pues desde que se habían enterado de que no podía venderse ya no habían vuelto a pensar en ello. Cuando se despertó la familia, Roran comentó que había oído algunos ruidos durante la noche pero, para alivio de Eragon, no siguió hablando del tema.

El entusiasmo de Eragon hizo que el día pasara velozmente. La marca de la palma de su mano era fácil de ocultar, así que dejó de preocuparse y, antes de que se diera cuenta, ya iba rumbo al serbal provisto de salchichas que había robado de la despensa. Se acercó al árbol con aprensión.

«¿Podrá el dragón vivir al aire libre en invierno?»

Su miedo era infundado: el dragón estaba encaramado a una rama royendo algo que tenía entre las patas delanteras, y en cuanto lo vio, empezó a chillar, entusiasmado. Eragon se alegró al comprobar que el animal se había quedado en el árbol, fuera del alcance de los depredadores. Tan pronto como dejó las salchichas junto al tronco, el dragón bajó.

Mientras engullía con voracidad la comida, Eragon examinó el refugio. La comida había desaparecido, pero la cabaña estaba intacta y había un montón de plumas en el suelo.

«¡Qué bien, es capaz de conseguir comida!»

De pronto, se le ocurrió que no sabía si el dragón era macho o hembra, así que lo levantó y lo puso boca arriba haciendo caso omiso de sus chillidos de protesta, pero no pudo encontrar nada que indicara su sexo.

«Es como si no quisiera entregar ningún secreto sin luchar.»

Pasó largo rato con el dragón. Lo desató, se lo puso en el hombro y fueron a explorar el bosque. Los árboles cubiertos de nieve los vigilaban como si fueran las solemnes columnas de una majestuosa catedral. En medio de esas soledades, Eragon le mostró al dragón lo que sabía del bosque, sin preocuparse de si entendía lo que quería decir. Era el sencillo acto de compartir lo que era importante de verdad. Le habló sin parar. El dragón lo miraba con ojos brillantes, como si absorbiera las palabras del muchacho. Eragon se sentó durante un rato con el animal entre los brazos y lo observó, maravillado, sin salir de su asombro por lo que sucedía. Al atardecer emprendió el camino de regreso a casa, consciente de que tenía dos ojos azules clavados en la espalda, indignados de que lo dejaran solo.

Esa noche se quedó pensando en todo lo que podía pasarle a un animal tan pequeño y desprotegido: la posibilidad de tormentas de nieve y la aparición de otros animales despiadados lo atormentaban. Tardó horas en dormirse, y soñó con zorros y con lobos negros que destrozaban al dragón con dientes ensangrentados.

Al alba Eragon salió corriendo de la casa con comida y más trapos, con los que mejoraría el aislamiento del refugio. Encontró al dragón despierto, sano y salvo, mirando el amanecer desde lo alto del árbol, y dio las gracias fervorosamente a todos los dioses, conocidos y desconocidos. Al ver que se acercaba, el dragón bajó, saltó a los brazos del muchacho y se le acurrucó junto al pecho. El frío no lo había perjudicado, pero parecía asustado. Una bocanada de humo negro le salía de los orificios de la nariz. Eragon lo acarició para calmarlo, se sentó apoyado en el serbal y le habló en voz baja. Se quedó quieto mientras el dragón escondía la cabeza debajo del abrigo del chico. Al cabo de un rato, el animal salió de su cobijo y se le subió al hombro. Eragon ledio de comer y después puso otros trapos alrededor de la cabaña. Jugaron durante un rato, pero el muchacho tuvo que regresar a casa al cabo de poco tiempo.

Pronto se estableció una tranquila rutina. Todas las mañanas, Eragon corría hasta el árbol y le daba al dragón el desayuno, y luego regresaba a casa deprisa. Durante el día acometía sus tareas hasta que las acababa, y entonces podía visitar de nuevo al dragón. Tanto Garrow como Roran se apercibieron de su comportamiento y le preguntaron por qué pasaba tanto tiempo fuera. Eragon se limitó a encogerse de hombros aunque empezó a vigilar que no lo siguieran hasta el árbol.

Tras los primeros días, dejó de preocuparse de que el animal sufriera un contratiempo porque su crecimiento era imponente, y pronto estaría a salvo de la mayoría de los peligros. El dragón duplicó su tamaño en la primera semana, y cuatro días después, le llegaba al chico a las rodillas. Como ya no cabía en la cabaña del serbal, Eragon tuvo que hacerle un refugio en el campo que le llevó tres jornadas construir.

A los quince días, Eragon se vio obligado a dejarlo suelto porque la criatura necesitaba demasiada comida, pero sólo la fuerza de voluntad del muchacho evitó que el animal lo siguiera hasta la granja la primera vez que lo desató. Cada vez que el dragón lo intentaba, Eragon lo alejaba con su mente hasta que aprendió a evitar la casa y a los otros moradores.

Además, le inculcó la importancia de cazar sólo en las Vertebradas, donde había menos posibilidades de que lo vieran, porque si los animales de caza empezaban a desaparecer del valle de Palancar, los campesinos lo notarían. Sin embargo, el hecho de que el dragón estuviera tan lejos hacía que Eragon se sintiera seguro e intranquilo a la vez.

El contacto mental que compartía con el animal se hacía cada vez más estrecho.

Eragon se dio cuenta de que, aunque el dragón no comprendía las palabras, podía comunicarse con él por medio de imágenes y de emociones. No obstante, era un método impreciso, y con frecuencia la criatura lo malinterpretaba. Rápidamente aumentó la distancia a la que ambos podían intercambiar pensamientos, pues muy pronto Eragon fue capaz de comunicarse con el dragón en un radio de algo más de quince kilómetros, cosa que hacía a menudo, mientras que el dragón, a su vez, llegaba con suavidad a la mente del muchacho. Esas mudas conversaciones lo entretenían durante las horas de trabajo y siempre tenía una pequeña parte de su ser conectada al dragón que, si bien a veces no le hacía caso, nunca lo olvidaba. Cuando Eragon hablaba con la gente, este contacto lo distraía, como si tuviera una mosca zumbándole al oído.

A medida que el dragón crecía, sus chillidos se hicieron más graves hasta convertirse en un rugido, y la vibración de la garganta se convirtió en un suave rumor; pero el dragón no lanzaba fuego, lo que a Eragon le preocupaba. Le había visto echar bocanadas de humo cuando estaba enfadado, pero ni rastro de llamas.

Al cabo de un mes, los hombros del dragón llegaban al codo de Eragon. En ese breve tiempo, la pequeña y débil criatura se había convertido en una fornida bestia, cuyas resistentes escamas eran tan duras como una cota de malla y cuyos dientes parecían dagas.

Por las tardes Eragon daba largos paseos con el dragón, que caminaba a su lado.

Cuando encontraban un claro, el muchacho se apoyaba contra un árbol y observaba como el animal planeaba en el aire. Le encantaba verlo volar y se lamentaba de que aún no fuera lo suficientemente grande para montarlo. A menudo se sentaba junto a él, y al acariciarle el cuello, sentía la flexibilidad de los tendones y de las fibras de losmúsculos bajo la presión de los dedos.

A pesar de los esfuerzos del muchacho, el bosque que rodeaba la granja estaba lleno de rastros del dragón. Era imposible borrar todas las huellas que dejaban sus cuatro garras que se hundían profundamente en la nieve, e incluso había renunciado a intentar esconder las gigantescas boñigas que había por todas partes. El dragón se frotaba contra los árboles, quitando la corteza de los troncos, y se afilaba las garras en los tocones dejándolos llenos de cortes de varios dedos de profundidad. En el supuesto de que Garrow y Roran se alejaran lo suficiente de los límites de la finca, lo descubrirían. A Eragon no se le ocurrió una manera peor de que la verdad saliera a la luz, de modo que decidió adelantarse a los acontecimientos y explicarles todo.

Pero antes quería hacer dos cosas: ponerle un nombre apropiado al animal y aprender un poco más sobre la especie en general. Para ello necesitaba hablar con Brom, experto en epopeyas y leyendas, únicos vestigios en los que perduraban las tradiciones de los dragones.

Así que cuando Roran tuvo que ir a Carvahall para que le repararan un cincel, Eragon se ofreció a acompañarlo.

La noche anterior a la partida, Eragon fue hasta el claro del bosque y llamó al dragón mentalmente. Al cabo de un momento, vio un puntito que se movía a toda velocidad en el cielo crepuscular. El dragón se lanzó hacia él, subió en picado y luego se colocó sobre los árboles. Eragon oyó un silbido grave mientras el aire se agitaba con el batir de alas. La criatura planeó despacio hacia la izquierda y descendió suavemente en círculos hasta el suelo. Agitó las alas hacia atrás para equilibrarse y, con un profundo y amortiguado ¡pum!, aterrizó.

Eragon abrió la mente, incómodo aún con la extraña sensación, y le explicó que se iba. El animal resopló inquieto. El muchacho intentó calmarlo con una imagen mental tranquilizadora, pero el dragón agitó la cola, insatisfecho. Eragon le puso la mano en los hombros tratando de irradiar paz y serenidad, aunque las escamas le golpeteaban los dedos mientras las acariciaba con suavidad.

Una palabra, profunda y clara, resonó en la mente del muchacho:

Eragon.

El dragón tenía un aspecto solemne y triste, como si hubieran sellado un pacto indisoluble. El chico lo miró, y un cosquilleo frío le recorrió el brazo.

Eragon.

Sintió que se le hacía un nudo en el estómago mientras unos insondables ojos de color azul zafiro lo miraban. Por primera vez no pensó en el dragón como un animal.

Era otra cosa, algo… diferente. Corrió hacia la casa, tratando de escapar de la criatura.

Mi dragón.

Eragon.