Eragon se movió un poco, y el dragón giró instantáneamente la
cabeza. Unos ojos azules y fríos se clavaron en el muchacho, que se
quedó inmóvil; si el animal decidía atacarlo sería un enemigo
temible.
El dragón perdió interés en Eragon y exploró con torpeza la
habitación, chillando cada vez que se golpeaba con las paredes o
con algún mueble. Batió las alas, subió de un salto a la cama y
reptó hasta la almohada emitiendo un agudo grito. Daba pena ver
cómo abría la boca -semejante a la de un pichón- y enseñaba hileras
de dientes puntiagudos.
Eragon se sentó con cautela a los pies de la cama. El dragón
le olfateó la mano y le picoteó la manga, pero él retiró enseguida
el brazo.
Eragon esbozó una sonrisa mientras observaba a la pequeña
criatura. El chico extendió la diestra con cuidado y le tocó un
costado al dragón. Una descarga de energía helada le atravesó la
mano y le subió por el brazo mientras le quemaba las venas como
fuego líquido. Eragon se echó atrás con un grito terrible. Entonces
oyó un sordo alarido de rabia y un tremendo ruido metálico, como si
estuviera producido por un objeto de hierro. Aunque le dolía
terriblemente todo el cuerpo, se esforzó por moverse, pero no pudo.
Al cabo de lo que parecieron horas, el calor volvió a los miembros
de Eragon en los que sentía un cosquilleo. El chico se puso de pie
con un temblor incontrolado. Tenía la mano dormida y los dedos
paralizados. Observó, asustado, que el centro de la palma de la
mano resplandecía y se formaba en ella un óvalo blanco y difuso. La
piel le escocía y le ardía como si lo hubiera picado una araña,
mientras que el corazón le latía frenéticamente.
Eragon parpadeó tratando de comprender lo que sucedía.
Entonces algo le rozó la conciencia, como si un dedo le acariciara
la piel. Volvió a tener la misma sensación, pero esta vez se
convirtió en una idea que se le enroscaba como un zarcillo y le
provocaba una incesante curiosidad. Era como si el muro invisible
que rodeaba sus pensamientos se hubiera venido abajo, y ahora él
fuera libre para extenderse con la mente, pero temió que si no
había nada que lo contuviera, podría salirse de su propio cuerpo,
incapaz de volver atrás, y se convertiría en unespíritu etéreo.
Asustado, Eragon se zafó de esa nueva sensación, que desapareció
como si hubiera cerrado los ojos, y miró con desconfianza al
inmóvil dragón.
Una pata cubierta de escamas le rascó un costado, y Eragon se
echó atrás de un salto, pero la energía no volvió a golpearlo.
Intrigado, le acarició la cabeza al dragón con la mano derecha. Un
suave cosquilleo le recorrió el brazo, y el dragón se acurrucó
contra él como un gato. También le acarició las delgadas membranas
de las alas con un dedo: tenían la textura del pergamino viejo,
aterciopelado y tibio, pero todavía estaban un poco húmedas;
cientos de finas venas latían debajo.
Otra vez el zarcillo hizo acto de presencia en la mente de
Eragon, pero esta vez, en lugar de curiosidad sintió un hambre
irresistible, voraz. Se levantó y suspiró: no cabía duda de que
aquél era un animal peligroso. Sin embargo, parecía tan indefenso
al arrastrarse por la cama de Eragon que el muchacho se preguntó si
tendría algo de malo quedárselo. El dragón gimió con una nota aguda
mientras buscaba comida, y el chico le rascó con rapidez la cabeza
para mantenerlo callado.
«Ya pensaré más tarde en esto», decidió, y salió de la
habitación cerrando con cuidado la puerta.
Volvió con dos pedazos de carne seca, y descubrió al dragón
sentado en el alféizar de la ventana mirando la luna. Cortó la
carne en trozos cuadrados y le ofreció uno a la criatura, que lo
olfateó con cautela, estiró la cabeza hacia delante como una
serpiente, lo cogió de los dedos de Eragon y se lo tragó con una
sacudida peculiar. Luego le dio un empujón a la mano de Eragon
pidiéndole más.
Le dio de comer procurando que no le mordiera los dedos.
Cuando sólo quedaba un trozo de carne, la barriga del dragón ya
estaba llena. Le ofreció ese pedazo, el dragón se lo pensó y se lo
zampó perezosamente. Acabada la comida, se le subió a la mano, se
le acurrucó contra el pecho y empezó a roncar al tiempo que una
bocanada de humo negro le salía de los orificios de la nariz.
Eragon lo miró, maravillado.
Cuando ya creía que el animal estaba dormido, oyó un zumbido
grave que le vibraba en la garganta. Lo llevó suavemente a la cama
y lo depositó al lado de la almohada. El dragón, con los ojos
cerrados, enroscó la cola en el soporte de la cama, satisfecho.
Eragon se tumbó a su lado y flexionó la mano derecha en la
semioscuridad.
El muchacho se enfrentaba a un terrible dilema: si criaba a
un dragón, se convertiría en un Jinete. Los mitos y los cuentos
sobre los Jinetes eran muy apreciados, y ser uno de ellos lo
convertiría automáticamente en un personaje de leyenda. Sin
embargo, si el Imperio descubría al dragón, él y su familia serían
pasados por las armas a no ser que se uniera al rey. Nadie podría
ni querría ayudarlos. La solución más sencilla era matar al dragón,
pero la idea era repugnante y se la quitó de la
cabeza.
Ni siquiera quiso tenerla en cuenta porque reverenciaba
demasiado a estos animales.
«Además, ¿qué podría delatarnos? -pensó-. Vivimos en una zona
alejada y nunca hemos hecho nada que haya llamado la
atención.»
El problema era convencer a Garrow y a Roran para que le
dejaran tener al dragón, aunque ninguno de los dos tendría que
preocuparse porque el animal estuviera con ellos.
«Podría criarlo en secreto. Dentro de un mes o dos será
demasiado grande para que Garrow se deshaga de él, pero ¿lo
aceptará? Y si lo acepta, ¿puedo conseguir suficiente comida para
el dragón mientras esté escondido? Ahora no es más grande que un
gato pequeño, ¡pero se ha comido un puñado entero de carne! Supongo
que con el tiempo él mismo podrá cazar, pero ¿cuánto tardará?
¿Podrá sobrevivir al airelibre con tanto frío?»
A pesar de todo, quería el dragón, y cuanto más lo pensaba,
más seguro estaba.
Pasara lo que pasara con Garrow, él haría todo lo posible por
protegerlo. Decidido, se quedó dormido con el animal acurrucado
junto a él.
Cuando amaneció, la criatura estaba sentada encima del
soporte de la cama, como un antiguo centinela que saluda al nuevo
día. Eragon estaba maravillado del color del animal, pues nunca
había visto un azul tan definido e intenso, mientras que las
escamas parecían cientos de piedras preciosas. El muchacho notó que
el óvalo blanco que se le había formado en la palma de la mano, en
el punto con el que había tocado al dragón, tenía un resplandor
plateado. Confiaba en que podría ocultarlo si mantenía las manos
sucias.
El dragón se lanzó del soporte y se deslizó por el
suelo.
Eragon lo cogió en brazos con cautela y salió en silencio de
la casa, pero se detuvo un instante para llevarse toda la carne que
pudo, unas tiras de cuero y un montón de trapos. La fría mañana
estaba hermosa, aunque una reciente capa de nieve cubría la granja.
El chico sonrió mientras el pequeño animal miraba a su alrededor
con interés desde la protección de los brazos de
Eragon.
Atravesó raudo los campos y se internó silenciosamente en el
oscuro bosque en busca de un sitio seguro para dejar al dragón. Al
cabo de un rato, encontró un serbal, que se alzaba sobre un
montículo yermo, cuyas ramas cubiertas de nieve se elevaban hacia
el cielo como dedos grisáceos. Depositó al dragón junto al tronco y
sacudió una tira de cuero sobre el suelo.
Con movimientos diestros, le hizo un lazo corredizo y se lo
pasó por la cabeza mientras el dragón exploraba los montones de
nieve que rodeaban al árbol. La tira de cuero era vieja, pero
serviría. Observó que el dragón daba vueltas alrededor del árbol,
por lo que le desató el lazo del cuello e improvisó un arnés que le
pasó entre las patas para que el animal no se estrangulara. Después
recogió un puñado de leña, y en las ramas altas construyó una tosca
cabaña, en cuyo interior extendió los trapos y acumuló la carne.
Cada vez que Eragon agitaba el árbol, la nieve le caía en la
cara.
Taponó también la entrada con trapos para mantenerla
caliente.
Complacido, contempló su obra.
-Bueno, ha llegado la hora de mostrarte tu nueva casa -dijo,
y puso al dragón sobre las ramas. El animal agitó las alas tratando
de liberarse, pero se metió en la cabaña donde comió un trozo de
carne, se acurrucó y parpadeó con timidez-. Estarás bien, pero
tienes que quedarte aquí -le explicó.
El dragón volvió a parpadear.
Eragon, convencido de que el animal no le había entendido,
intentó concentrarse para percibir su conciencia, y de nuevo tuvo
la terrible sensación de «abrirse»… a un espacio tan grande que lo
oprimía como una pesada manta. Reuniendo todas las fuerzas de que
fue capaz, se concentró otra vez en el dragón y trató de
transmitirle una idea:
Quédate aquí.
El dragón dejó de moverse y ladeó la cabeza hacia él. Eragon
insistió:
Quédate aquí.
Una débil señal de entendimiento llegó a tientas a través del
vínculo, pero Eragon dudaba que realmente el dragón hubiera
comprendido.
«Después de todo, sólo es un animal.»
Se retiró, aliviado, de aquel contacto y sintió que la
seguridad de su propia mente volvía a protegerlo.
Eragon se alejó del árbol mirando constantemente hacia atrás.
El dragón sacó la cabeza desde su refugio y observó con los ojos
muy abiertos cómo se marchaba.
El muchacho regresó deprisa a casa y se metió a hurtadillas
en la habitación para tirar los trozos del huevo. Estaba seguro de
que ni Garrow ni Roran advertirían la ausencia de éste, pues desde
que se habían enterado de que no podía venderse ya no habían vuelto
a pensar en ello. Cuando se despertó la familia, Roran comentó que
había oído algunos ruidos durante la noche pero, para alivio de
Eragon, no siguió hablando del tema.
El entusiasmo de Eragon hizo que el día pasara velozmente. La
marca de la palma de su mano era fácil de ocultar, así que dejó de
preocuparse y, antes de que se diera cuenta, ya iba rumbo al serbal
provisto de salchichas que había robado de la despensa. Se acercó
al árbol con aprensión.
«¿Podrá el dragón vivir al aire libre en
invierno?»
Su miedo era infundado: el dragón estaba encaramado a una
rama royendo algo que tenía entre las patas delanteras, y en cuanto
lo vio, empezó a chillar, entusiasmado. Eragon se alegró al
comprobar que el animal se había quedado en el árbol, fuera del
alcance de los depredadores. Tan pronto como dejó las salchichas
junto al tronco, el dragón bajó.
Mientras engullía con voracidad la comida, Eragon examinó el
refugio. La comida había desaparecido, pero la cabaña estaba
intacta y había un montón de plumas en el suelo.
«¡Qué bien, es capaz de conseguir comida!»
De pronto, se le ocurrió que no sabía si el dragón era macho
o hembra, así que lo levantó y lo puso boca arriba haciendo caso
omiso de sus chillidos de protesta, pero no pudo encontrar nada que
indicara su sexo.
«Es como si no quisiera entregar ningún secreto sin
luchar.»
Pasó largo rato con el dragón. Lo desató, se lo puso en el
hombro y fueron a explorar el bosque. Los árboles cubiertos de
nieve los vigilaban como si fueran las solemnes columnas de una
majestuosa catedral. En medio de esas soledades, Eragon le mostró
al dragón lo que sabía del bosque, sin preocuparse de si entendía
lo que quería decir. Era el sencillo acto de compartir lo que era
importante de verdad. Le habló sin parar. El dragón lo miraba con
ojos brillantes, como si absorbiera las palabras del muchacho.
Eragon se sentó durante un rato con el animal entre los brazos y lo
observó, maravillado, sin salir de su asombro por lo que sucedía.
Al atardecer emprendió el camino de regreso a casa, consciente de
que tenía dos ojos azules clavados en la espalda, indignados de que
lo dejaran solo.
Esa noche se quedó pensando en todo lo que podía pasarle a un
animal tan pequeño y desprotegido: la posibilidad de tormentas de
nieve y la aparición de otros animales despiadados lo atormentaban.
Tardó horas en dormirse, y soñó con zorros y con lobos negros que
destrozaban al dragón con dientes ensangrentados.
Al alba Eragon salió corriendo de la casa con comida y más
trapos, con los que mejoraría el aislamiento del refugio. Encontró
al dragón despierto, sano y salvo, mirando el amanecer desde lo
alto del árbol, y dio las gracias fervorosamente a todos los
dioses, conocidos y desconocidos. Al ver que se acercaba, el dragón
bajó, saltó a los brazos del muchacho y se le acurrucó junto al
pecho. El frío no lo había perjudicado, pero parecía asustado. Una
bocanada de humo negro le salía de los orificios de la nariz.
Eragon lo acarició para calmarlo, se sentó apoyado en el serbal y
le habló en voz baja. Se quedó quieto mientras el dragón escondía
la cabeza debajo del abrigo del chico. Al cabo de un rato, el
animal salió de su cobijo y se le subió al hombro. Eragon ledio de
comer y después puso otros trapos alrededor de la cabaña. Jugaron
durante un rato, pero el muchacho tuvo que regresar a casa al cabo
de poco tiempo.
Pronto se estableció una tranquila rutina. Todas las mañanas,
Eragon corría hasta el árbol y le daba al dragón el desayuno, y
luego regresaba a casa deprisa. Durante el día acometía sus tareas
hasta que las acababa, y entonces podía visitar de nuevo al dragón.
Tanto Garrow como Roran se apercibieron de su comportamiento y le
preguntaron por qué pasaba tanto tiempo fuera. Eragon se limitó a
encogerse de hombros aunque empezó a vigilar que no lo siguieran
hasta el árbol.
Tras los primeros días, dejó de preocuparse de que el animal
sufriera un contratiempo porque su crecimiento era imponente, y
pronto estaría a salvo de la mayoría de los peligros. El dragón
duplicó su tamaño en la primera semana, y cuatro días después, le
llegaba al chico a las rodillas. Como ya no cabía en la cabaña del
serbal, Eragon tuvo que hacerle un refugio en el campo que le llevó
tres jornadas construir.
A los quince días, Eragon se vio obligado a dejarlo suelto
porque la criatura necesitaba demasiada comida, pero sólo la fuerza
de voluntad del muchacho evitó que el animal lo siguiera hasta la
granja la primera vez que lo desató. Cada vez que el dragón lo
intentaba, Eragon lo alejaba con su mente hasta que aprendió a
evitar la casa y a los otros moradores.
Además, le inculcó la importancia de cazar sólo en las
Vertebradas, donde había menos posibilidades de que lo vieran,
porque si los animales de caza empezaban a desaparecer del valle de
Palancar, los campesinos lo notarían. Sin embargo, el hecho de que
el dragón estuviera tan lejos hacía que Eragon se sintiera seguro e
intranquilo a la vez.
El contacto mental que compartía con el animal se hacía cada
vez más estrecho.
Eragon se dio cuenta de que, aunque el dragón no comprendía
las palabras, podía comunicarse con él por medio de imágenes y de
emociones. No obstante, era un método impreciso, y con frecuencia
la criatura lo malinterpretaba. Rápidamente aumentó la distancia a
la que ambos podían intercambiar pensamientos, pues muy pronto
Eragon fue capaz de comunicarse con el dragón en un radio de algo
más de quince kilómetros, cosa que hacía a menudo, mientras que el
dragón, a su vez, llegaba con suavidad a la mente del muchacho.
Esas mudas conversaciones lo entretenían durante las horas de
trabajo y siempre tenía una pequeña parte de su ser conectada al
dragón que, si bien a veces no le hacía caso, nunca lo olvidaba.
Cuando Eragon hablaba con la gente, este contacto lo distraía, como
si tuviera una mosca zumbándole al oído.
A medida que el dragón crecía, sus chillidos se hicieron más
graves hasta convertirse en un rugido, y la vibración de la
garganta se convirtió en un suave rumor; pero el dragón no lanzaba
fuego, lo que a Eragon le preocupaba. Le había visto echar
bocanadas de humo cuando estaba enfadado, pero ni rastro de
llamas.
Al cabo de un mes, los hombros del dragón llegaban al codo de
Eragon. En ese breve tiempo, la pequeña y débil criatura se había
convertido en una fornida bestia, cuyas resistentes escamas eran
tan duras como una cota de malla y cuyos dientes parecían
dagas.
Por las tardes Eragon daba largos paseos con el dragón, que
caminaba a su lado.
Cuando encontraban un claro, el muchacho se apoyaba contra un
árbol y observaba como el animal planeaba en el aire. Le encantaba
verlo volar y se lamentaba de que aún no fuera lo suficientemente
grande para montarlo. A menudo se sentaba junto a él, y al
acariciarle el cuello, sentía la flexibilidad de los tendones y de
las fibras de losmúsculos bajo la presión de los
dedos.
A pesar de los esfuerzos del muchacho, el bosque que rodeaba
la granja estaba lleno de rastros del dragón. Era imposible borrar
todas las huellas que dejaban sus cuatro garras que se hundían
profundamente en la nieve, e incluso había renunciado a intentar
esconder las gigantescas boñigas que había por todas partes. El
dragón se frotaba contra los árboles, quitando la corteza de los
troncos, y se afilaba las garras en los tocones dejándolos llenos
de cortes de varios dedos de profundidad. En el supuesto de que
Garrow y Roran se alejaran lo suficiente de los límites de la
finca, lo descubrirían. A Eragon no se le ocurrió una manera peor
de que la verdad saliera a la luz, de modo que decidió adelantarse
a los acontecimientos y explicarles todo.
Pero antes quería hacer dos cosas: ponerle un nombre
apropiado al animal y aprender un poco más sobre la especie en
general. Para ello necesitaba hablar con Brom, experto en epopeyas
y leyendas, únicos vestigios en los que perduraban las tradiciones
de los dragones.
Así que cuando Roran tuvo que ir a Carvahall para que le
repararan un cincel, Eragon se ofreció a
acompañarlo.
La noche anterior a la partida, Eragon fue hasta el claro del
bosque y llamó al dragón mentalmente. Al cabo de un momento, vio un
puntito que se movía a toda velocidad en el cielo crepuscular. El
dragón se lanzó hacia él, subió en picado y luego se colocó sobre
los árboles. Eragon oyó un silbido grave mientras el aire se
agitaba con el batir de alas. La criatura planeó despacio hacia la
izquierda y descendió suavemente en círculos hasta el suelo. Agitó
las alas hacia atrás para equilibrarse y, con un profundo y
amortiguado ¡pum!, aterrizó.
Eragon abrió la mente, incómodo aún con la extraña sensación,
y le explicó que se iba. El animal resopló inquieto. El muchacho
intentó calmarlo con una imagen mental tranquilizadora, pero el
dragón agitó la cola, insatisfecho. Eragon le puso la mano en los
hombros tratando de irradiar paz y serenidad, aunque las escamas le
golpeteaban los dedos mientras las acariciaba con
suavidad.
Una palabra, profunda y clara, resonó en la mente del
muchacho:
Eragon.
El dragón tenía un aspecto solemne y triste, como si hubieran
sellado un pacto indisoluble. El chico lo miró, y un cosquilleo
frío le recorrió el brazo.
Eragon.
Sintió que se le hacía un nudo en el estómago mientras unos
insondables ojos de color azul zafiro lo miraban. Por primera vez
no pensó en el dragón como un animal.
Era otra cosa, algo… diferente. Corrió hacia la casa,
tratando de escapar de la criatura.
Mi dragón.
Eragon.