Por la mañana Saphira alzó el vuelo con Eragon y con Arya porque el muchacho quería alejarse un rato de Murtagh. Eragón sintió un escalofrío y se ciñó la ropa.


Parecía que fuera a nevar. Saphira ascendió perezosamente aprovechando una corriente de aire y preguntó: ¿En qué piensas?

Eragon contempló las montañas Beor, que se alzaban en torno a ellos, pese a que Saphira volaba muy por encima del suelo.

Lo de ayer fue un asesinato, no se puede llamar de otro modo.

Saphira se inclinó hacia la izquierda.

Fue una reacción apresurada y nada reflexiva, pero Murtagh pretendía hacer lo correcto.

Los hombres que compran y venden a los demás seres humanos merecen cualquier desgracia que les ocurra. Si no nos hubiéramos comprometido a ayudar a Arya, yo misma perseguiría a todos los traficantes de esclavos y los haría pedazos.

Sí -dijo Eragon, apesadumbrado-, pero Torkenbrand estaba indefenso. No podía cubrirse ni correr. Un instante más y, probablemente, se habría rendido; sin embargo, Murtagh no le concedió la oportunidad. Si al menos Torkenbrand hubiera podido pelear, no sería tan terrible.

Eragon, aunque Torkenbrand hubiera luchado, el resultado habría sido el mismo. Sabes tan bien como yo que pocos pueden igualar a Murtagh, o a ti, con la espada. Torkenbrand habría muerto igualmente pero, según parece, a ti te hubiera parecido más justo y honroso, a pesar de la desigualdad del duelo. ¡Ya no sé lo que está bien! -admitió Eragon, afligido-. Ninguna respuesta tiene sentido.

A veces -dijo Saphira en tono amable- no hay respuestas. Aprende lo que puedas de Murtagh en ese aspecto. Luego perdónalo. Y si no puedes perdonar, al menos olvida. Porque él no pretendía causarte ningún mal, por muy brutal que fuera su acción. Aún tienes la cabeza en su sitio, ¿no?

Eragon frunció el entrecejo y se reacomodó en la silla. Se movió inquieto, como un caballo cuando trata de librarse de una mosca, y mirando por encima de los hombros de Saphira, comprobó la situación de Murtagh. Mientras observaba, le llamó la atención una mancha de color que había a lo lejos, en la misma ruta que habían recorrido.

Los úrgalos habían acampado junto al lecho de un río que ellos mismos habían cruzado el día anterior. A Eragon se le aceleró el corazón. ¿Cómo podía ser que los úrgalos fueran a pie y, sin embargo, les dieran alcance? Saphira también los vio, agitó las alas, las plegó junto al cuerpo y se lanzó en picado cortando el aire.

Creo que no nos han visto -dijo.

Eragon confió en que así fuera. Entrecerró los ojos para protegerlos del aire cuando Saphira amplió el ángulo de descenso.

El jefe del clan los debe de guiar a un ritmo matador -añadió.

Sí, a lo mejor se mueren todos de cansancio.

Al aterrizar, Murtagh preguntó en tono seco: -¿Qué ocurre ahora?

-Los úrgalos se nos echan encima -contestó Eragon, y señaló hacia elcampamento de la columna. -¿Cuánto nos falta? -preguntó Murtagh, que alzó una mano al cielo calculando las horas que aún quedaban para el ocaso.

-Normalmente… diría que otros cinco días, pero a la velocidad que llevamos, sólo tres. No obstante, si no llegamos mañana, es probable que los úrgalos nos atrapen y seguro que Arya morirá.

-Tal vez dure un día más.

-No podemos contar con eso -objetó Eragon-. Sólo podemos llevarla hasta los vardenos a tiempo si no nos detenemos para nada, y mucho menos para dormir. Es nuestra única posibilidad. -¿Y cómo esperas lograrlo? -preguntó Murtagh con una risa escéptica-. Ya llevamos varios días sin dormir lo suficiente. Salvo que los Jinetes estéis hechos de una materia distinta que los humanos, estás tan cansado como yo. Hemos recorrido una distancia asombrosa, y los caballos, por si no te has dado cuenta, están a punto de desmayarse. Otro día así, y podríamos morir todos.

Eragon se encogió de hombros.

-Pues así sea. No tenemos otra opción.

Murtagh miró hacia las montañas.

-Podría irme y dejar que tú volaras con Saphira… Eso obligaría a los úrgalos a dividir sus tropas y entonces tendrías más opciones de llegar hasta los vardenos.

-Sería un suicidio -dijo Eragon-. Por alguna razón, esos úrgalos van más deprisa a pie que nosotros a caballo. Te darían caza como a un ciervo. Así, la única manera de librarse de ellos es encontrar el refugio de los vardenos.

A pesar de sus palabras, Eragon no estaba seguro de desear que Murtagh se quedara.

«Me cae bien -confesó para sí-, pero ya no sé si eso es bueno.»

-Ya me escaparé más adelante -dijo Murtagh bruscamente-. Cuando lleguemos a donde están los vardenos podré desaparecer por algún valle secundario y encontrar el camino hasta Surda; allí podré esconderme sin llamar demasiado la atención.

-Entonces, ¿te quedas?

-Con o sin sueño, te acompañaré hasta los vardenos.

Con determinación renovada, se esforzaron por distanciarse de los úrgalos, pero sus perseguidores seguían ganándoles terreno. Al caer la noche los monstruos habían acortado la distancia en una tercera parte con respecto a la mañana. Y como la fatiga les socavaba las fuerzas, se turnaban para dormir sobre la montura, y el que permanecía despierto se encargaba de guiar a los caballos en la dirección adecuada.

Eragon dependía totalmente de los recuerdos de Arya para orientarse, pero como la naturaleza de la mente de la elfa le era ajena, a veces se equivocaba de ruta, lo cual les costaba un tiempo precioso. Fueron desviándose gradualmente hacia las laderas de la cadena oriental de montañas para buscar el valle que debía llevarlos hasta los vardenos. No obstante, llegó y pasó la medianoche sin que encontraran el menor rastro.

Cuando volvió a salir el sol, se alegraron al ver que los úrgalos estaban lejos.

-Es el último día -dijo Eragon, con un amplio bostezo-. Si a mediodía no estamos razonablemente cerca de los vardenos, me adelantaré volando con Saphira.

Entonces quedarás libre para ir a donde quieras, pero tendrás que llevarte a Nieve de Fuego porque yo no podré volver a por él.

-Quizá no sea necesario. Aún puede ser que lleguemos a tiempo -contestóMurtagh acariciando la empuñadura de su espada.

-Tal vez -dijo Eragon, displicente.

El muchacho se acercó a Arya y le puso una mano en la frente: estaba húmeda y peligrosamente ardorosa. Los ojos de la elfa se agitaban incómodos bajo los párpados, como si la mujer sufriera una pesadilla. Eragon le rozó la frente con un paño húmedo y deseó poder hacer algo más por ella.

A última hora de la mañana, después de rodear una montaña muy grande, Eragon vio un estrecho valle pegado a la ladera contraria, que era tan cerrado que la vista podía pasarlo por alto con facilidad. El río Diente de Oso, mencionado por Arya, fluía desde el valle y luego recorría tranquilamente el terreno. Eragon sonrió aliviado; era el lugar que buscaban.

Miró hacia atrás y se asustó al ver que la distancia entre ellos y los úrgalos, se había acortado hasta poco más de cinco kilómetros.

-Si conseguimos meternos por ahí sin que nos vean, tal vez los despistemos -le dijo Eragon a Murtagh señalando el valle.

-Vale la pena probarlo, pero no les ha costado nada seguirnos hasta aquí -repuso Murtagh, que parecía escéptico.

Mientras se acercaban al valle, pasaron bajo las retorcidas ramas del bosque de las Beor: los árboles eran altos, de corteza rugosa, casi negra, con hojas en forma de aguja del mismo color oscuro y nudosas raíces que se alzaban desde el suelo como rodillas peladas; en el suelo abundaban los frutos caídos, grandes como cabezas de caballo; las martas cibelinas, cuyos ojos resplandecían desde los agujeros de los troncos, parloteaban en las copas; y de las retorcidas ramas colgaba una maraña verdosa de espesos matalobos.

El bosque le provocaba una sensación incómoda a Eragon y hacía que se le erizara el vello de la nuca. Había algo hostil en el ambiente, como si los árboles rechazaran la intromisión de los forasteros.

Son muy viejos -dijo Saphira al tiempo que tocaba un árbol con el hocico.

Sí -contestó Eragon-, pero nada amistosos.

Cuanto más se adentraban en el bosque, más denso se volvía éste, y por falta de espacio, Saphira tuvo que alzar el vuelo con Arya. No había ningún sendero claro que seguir y la espesa maleza entorpecía el paso de Eragon y de Murlagh. El río Diente de Oso corría al lado de los viajeros e inundaba el espacio con el ruido del barboteo del agua. Una cumbre cercana oscurecía el sol y los sumía en un crepúsculo prematuro.

Al llegar a la entrada del valle, Eragon se dio cuenta de que, aunque parecía un estrecho desfiladero entre las cumbres, en realidad era tan ancho como cualquier valle de las Vertebradas, pero el tamaño gigantesco de las montañas, serradas y sombrías, le daba ese aspecto engañoso. Las cataratas brotaban de las escarpadas laderas y el cielo se convertía en una estrecha franja en lo alto, escondida en gran parte por las nubes grises; una espesa niebla se alzaba desde el suelo, frío y húmedo, y congelaba el aire de tal modo que, cuando ellos respiraban, emitían vaho; los zarzales de fresas salvajes trepaban entre una alfombra de musgo y heléchos, luchando por obtener la escasa luz del sol, y de los montones de madera podrida brotaban hongos rojos y amarillos.

Todo parecía silencioso y tranquilo, pues la pesadez del aire acallaba los sonidos.

Saphira aterrizó al lado de los dos jóvenes en un claro cercano, y el aleteo de la dragona sonó extrañamente amortiguado. Saphira ladeó la cabeza para abarcar el terreno con la mirada.

Acabo de pasar junto a una bandada de pájaros negros y verdes con manchas rojas en las alas. Nunca había visto pájaros así.

En estas montañas todo parece extraño -contestó Eragon-. ¿Te importa que me monteun rato? Quiero echar un vistazo a los úrgalos.

Claro.

Eragon se volvió hacia Murtagh y le indicó:

-Los vardenos están escondidos al final de este valle. Si nos damos prisa, podríamos llegar antes del anochecer.

Murtagh gruñó con los brazos en jarras. -¿Y cómo voy a salir de aquí? No veo que este valle se junte con ningún otro y los úrgalos pronto se nos echarán encima. Necesito una vía de escape.

-No te preocupes por eso -contestó Eragon, impaciente-. El valle es muy largo; seguro que tiene una salida más adelante. -Desató a Arya del vientre de Saphira y la montó a lomos de Nieve de Fuego -. Vigila a Arya porque voy a volar con Saphira. Nos encontraremos más arriba.

Trepó a la grupa de Saphira y se ató a la silla.

-Ten cuidado -avisó Murtagh, ceñudo, a causa de sus negros pensamientos.

Luego chasqueó la lengua para llamar la atención de los caballos y se volvió a meter enseguida en el bosque.

En cuanto Saphira se elevó hacia el cielo, Eragon le dijo: ¿Crees que puedes alcanzar una de esas cimas? Quizá desde allí podamos distinguir nuestro destino y también un paso para Murlagh. No quiero oír sus quejas todo el camino.

Podemos intentarlo -contestó Saphira-, pero ahí arriba hará mucho más frío.

Voy bien abrigado.

Entonces, ¡agárrate!

De repente, Saphira dio un tirón hacia arriba, lo que obligó a Eragon a aferrarse a la silla. Las alas de la dragona batían con fuerza para cargar con el peso del muchacho y con el suyo propio. De ese modo el valle se fue encogiendo hasta convertirse en una línea verde por debajo de ellos mientras el río Diente de Oso brillaba como la plata repujada cuando le daba la luz.

Llegaron a la capa de nubes, donde la humedad congelada saturaba el aire, y allí una manta gris e informe los envolvió y les impidió ver a una distancia mayor que un brazo estirado. Eragon confió en que no chocaran contra nada en las tinieblas. Estiró un brazo para ver qué pasaba y lo agitó en el aire: el agua se le condensaba en la mano, le bajaba por el brazo y le empapaba la manga.

Una confusa masa gris pasó junto a la cabeza del muchacho, y él llegó a distinguir una paloma que aleteaba desesperada. El ave llevaba una cinta blanca en una pata.

Saphira atacó al pájaro con la lengua fuera y las fauces abiertas, y la paloma graznó en el momento en que los afilados dientes de la dragona se cerraban de golpe a un pelo escaso de distancia de la cola del ave. Luego ésta se alejó a toda velocidad y desapareció entre la bruma al tiempo que el histérico batir de sus alas se iba apagando.

Cuando sobrepasaron las nubes, las escamas de Saphira se hallaban cubiertas de miles de gotas de agua que reflejaban minúsculos arcos iris y les arrancaban destellos azules. Eragon se movió y sus ropas soltaron hilillos de agua: el muchacho sintió un escalofrío. Ya no veía la tierra, sino sólo bloques de nubes que serpenteaban entre las montañas.

Los árboles cedían terreno a glaciares de gran espesor que brillaban blancos y azulados a la luz del sol. El fulgor de la nieve obligó a Eragon a cerrar los ojos y, aunque intentó abrirlos al cabo de un momento, la luz lo deslumbraba. Irritado, se quedó mirándose los brazos. ¿Cómo lo aguantas? -preguntó a Saphira.

Mis ojos son más fuertes que los tuyos -contestó la dragona.

El aire era glacial, de tal modo que la humedad que había recogido el cabello deEragon se congeló y le trazó un brillante casco sobre la cabeza. Al mismo tiempo, en torno a las extremidades del muchacho, la camisa y los pantalones se le endurecieron como cáscaras. Por su parte, las escamas de Saphira se volvieron resbalosas con tanto hielo, y el agua se le escarchaba encima de las alas. Nunca habían volado tan alto y, sin embargo, aún faltaban miles de metros para llegar a la cumbre.

El aleteo de Saphira se volvía cada vez más lento y empezaba a costarle respirar.

Eragon boqueaba y jadeaba; parecía como si no hubiera suficiente aire. Luchando contra el pánico, se agarró a las púas del cuello de Saphira para mantener el equilibrio.

Tenemos que… irnos de aquí -dijo. Ante los ojos del muchacho flotaban unas manchas rojas-. No puedo… respirar.

Como parecía que Saphira no lo oía, repitió el mensaje con más intensidad. De nuevo sin respuesta. Eragon se dio cuenta de que no podía oírlo, y aunque le costaba pensar, se balanceó, le dio un golpe en un costado y gritó: -¡Bajemos!

El esfuerzo lo dejó aturdido a la vez que se le desvanecía la visión en una oscuridad de torbellinos.

Eragon recuperó la conciencia cuando emergían bajo las nubes y notó que le latían las sienes. ¿Qué ha pasado? -preguntó mientras se recolocaba en la silla y miraba confuso a su alrededor.

Te has desmayado -contestó Saphira.

Empezó a pasarse una mano por el cabello, pero se detuvo al notar las partículas de hielo.

Sí, ya lo sé, pero ¿por qué no me contestabas?

Mi cerebro estaba confuso y tus palabras no tenían sentido. Cuando has perdido la conciencia, he comprendido que estaba pasando algo y he descendido. No he tenido que bajar mucho para entender lo que sucedía.

Suerte que no te has desmayado tú también -dijo Eragon, con una risa nerviosa.

Saphira se limitó a agitar la cola. El muchacho miró con añoranza hacia las cumbres, de nuevo tapadas por las nubes-. Lástima que no pudiéramos posarnos en uno de esos picos…

Bueno, ahora ya sabemos que sólo podremos salir volando de este valle por donde entramos. ¿Por qué nos hemos quedado sin aire? ¿Cómo puede ser que abajo sí lo haya y arriba no?

No lo sé, pero nunca me atreveré otra vez a volar tan cerca del sol. Deberíamos recordar la experiencia. Este descubrimiento puede resultar útil si alguna vez nos tenemos que enfrentar a otro Jinete.

Espero que eso no ocurra nunca -contestó Eragon-. Quedémonos abajo, de momento.

Ya he tenido bastantes aventuras por hoy.

Flotaron en las corrientes de aire suave planeando entre una montaña y la siguiente hasta que Eragon vio que la columna de úrgalos había llegado a la entrada del valle. ¿Por qué van tan deprisa? ¿Y cómo lo aguantan?

Ahora que estamos más cerca -explicó Saphira-, me doy cuenta de que esos úrgalos son más grandes que los que habíamos visto hasta ahora. Al lado de un hombre alto, le sacarían más de una cabeza. No sé de dónde proceden, pero ha de ser de un lugar muy salvaje para producir semejante clase de brutos.

Eragon miró fijamente la tierra que se extendía a sus pies, pero no podía ver con tanto detalle como la dragona.

Si siguen a ese ritmo, alcanzarán a Murtagh antes de que encontremos a los vardenos.

No pierdas la esperanza. Tal vez el bosque detenga el avance de los monstruos… ¿Se los podría detener con magia?

Detenerlos… no. Son demasiados. -Eragon pensó en la fina capa de bruma que se cernía sobre la tierra del valle, y sonrió-. Pero quizá sea capaz de frenarlos un poco. -Cerró los ojos, escogió las palabras que necesitaba, miró fijamente la bruma y luego ordenó-: ¡Gath un reisa du rakr!

Allá abajo se produjo una turbulencia y, desde arriba, parecía que la tierra fluía como un gran río en calma. Una franja de niebla, pesada como el plomo, se cerró frente a los úrgalos y se espesó hasta convertirse en un muro intimidatorio, oscuro como una nube de tormenta. Los úrgalos dudaron, pero siguieron avanzando como un rebaño en estampida que nadie podía detener. A continuación la barrera giró en torno a ellos y ocultó a las primeras filas de monstruos.

La pérdida de fuerzas de Eragon fue repentina y total: el corazón le latía agitado como el de un ave moribunda; boqueó y puso los ojos en blanco. Entonces se esforzó en romper el abrazo del hechizo y en cerrar aquella brecha por la que se le escapaba la vida. Tras un aullido salvaje, se apartó de la magia y quebró el contacto. Hilachas de magia fluían de la mente del muchacho como serpientes decapitadas, que luego abandonaban a regañadientes la conciencia de Eragon agarrándose a los restos de las fuerzas que le quedaban. El muro de niebla se disipó y la bruma se desplomó mansamente sobre el suelo, como una torre de fango derribada. Sin embargo, los úrgalos no habían perdido el paso.

Eragon estaba tendido sobre Saphira, inmóvil y jadeante. Hasta ese momento no recordó lo que le había dicho Brom: «La distancia influye sobre la magia, igual que ocurre cuando se arroja una flecha o una lanza. Si tratas de levantar o mover algo que está a más de un kilómetro, te exigirá mayor energía que si estuviera cerca».

«No lo volveré a olvidar», pensó Eragon con tristeza.

Nunca debiste olvidarlo -intervino Saphira en tono admonitorio-. Primero la arena en Gil'ead y ahora esto. ¿Acaso no prestabas atención a lo que Brom te explicaba? Si sigues así, te matarás.

Sí prestaba atención -se defendió Eragon rascándose la barbilla-. Es que ha pasado mucho tiempo, y no he tenido ocasión de recordarlo. Nunca había usado la magia a distancia, de modo que no podía saber que sería tan difícil.

Otra vez te dará por intentar devolverle la vida a un cadáver. A ver si también olvidas lo que te dijo Brom acerca de eso -gruñó Saphira.

No, me acordaré -dijo Eragon con impaciencia.

Saphira voló en picado hacia el suelo buscando a Murtagh y a los caballos.

Eragon hubiera querido ayudarla, pero apenas tenía energía suficiente para permanecer sentado.

Saphira aterrizó en un pequeño campo con brusquedad, y Eragon se llevó una sorpresa al ver a los caballos quietos y a Murtagh de rodillas, examinando el suelo. Al ver que Eragon no desmontaba, Murtagh se acercó deprisa y preguntó: -¿Qué ha sucedido?

Parecía molesto, preocupado y cansado al mismo tiempo.

-He cometido un error -dijo Eragon con sinceridad-. Los úrgalos han entrado en el valle. He intentado confundirlos, pero no he recordado una regla de la magia y lo he pagado caro.

Con cara de pocos amigos, Murtagh señaló hacia atrás con el pulgar.

-Acabo de ver huellas de lobos, pero son tan grandes como mis dos manos juntas y tienen más de dos centímetros de profundidad. Por aquí hay animales que podrían ser peligrosos incluso para ti, Saphira. -Se volvió hacia ella-: Ya sé que no puedes adentrarte en el bosque, pero ¿podrías sobrevolar en círculos por encima de mí y de los caballos? Eso debería bastar para mantener alejadas a las fieras. Si no, quedarátan poco de mí que no se me podrá guisar ni en un dedal. -¿Estás de buen humor, Murtagh? -preguntó Eragon con una sonrisa fugaz.

Le temblaban los músculos y le costaba concentrarse.

-Humor negro. No tengo otro. -Murtagh se frotó los ojos-. No puedo creer que nos hayan estado siguiendo los mismos úrgalos todo el tiempo. Para seguirnos a ese ritmo tendrían que ser pájaros.

-Saphira dice que son más grandes que los que habíamos visto -señaló Eragon.

Murtagh maldijo y apretó la empuñadura de la espada. -¡Eso lo aclara todo! Si tienes razón, Saphira, se trata de los kull, la élite de los úrgalos. Tendría que haber adivinado que los habían puesto bajo el mando del jefe del clan. Esos úrgalos no van a caballo porque los animales no soportarían su peso, pues todos miden por lo menos dos metros y medio, y pueden pasar días seguidos corriendo y, a pesar del esfuerzo, estar a punto para la batalla. Hacen falta hasta cinco hombres para matar a cada uno de ellos. No obstante, los kull sólo abandonan sus cuevas para ir a la guerra, así que si han salido tantos será porque esperan una gran matanza. -¿Podemos mantenernos por delante de ellos?

-Vete a saber -contestó Murtagh-. Son fuertes, decididos, y hay muchos. Es posible que tengamos que enfrentarnos a esos monstruos. Si eso ocurre, espero que los vardenos tengan apostados a sus hombres y puedan ayudarnos. Pese a nuestras habilidades y al apoyo de Saphira, no podríamos superarlos.

Eragon se tambaleó. -¿Puedes pasarme un poco de pan? Necesito comer. -Murtagh le dio enseguida un pedazo. Estaba seco y duro, pero Eragon lo masticó agradecido. Murtagh escrutó las laderas que cerraban el valle, con mirada de preocupación. Eragon sabía que estaba buscando una salida-. La encontraremos más adelante.

-Claro -contestó Murtagh con optimismo forzado. Luego se palmeó el muslo y añadió-: Debemos irnos. -¿Cómo está Arya? -preguntó Eragon.

-Le ha subido la fiebre -afirmó Murtagh encogiéndose de hombros-. Ha estado agitada y dándose vueltas. ¿Qué esperabas? Se va quedando sin fuerzas.

Tendrías que llevarla volando hasta los vardenos antes de que el veneno la lastime más.

-No te voy a dejar atrás -insistió Eragon, que recuperaba energías a cada bocado-. Y menos con los úrgalos tan cerca.

Murtagh volvió a encogerse de hombros.

-Como quieras. Pero te advierto que si te quedas conmigo, ella no sobrevivirá.

-No digas eso -pidió Eragon montando en la silla de Saphira-. Ayúdame a salvarla. Aún podemos conseguirlo. Considéralo como un intercambio de vidas: me lo debes a cambio de la muerte de Torkenbrand.

El rostro de Murtagh se crispó al instante.

-No reconozco esa deuda. Tú… -Se detuvo al oír el eco de una corneta que resonaba en el tenebroso bosque-. Ya te contestaré después.

Tomó las riendas y se alejó al trote lanzando una mirada de rabia a Eragon.

Eragon cerró los ojos cuando Saphira alzó el vuelo. Tenía ganas de tumbarse en un blando lecho y olvidar todos sus problemas.

Saphira -dijo al fin, tapándose las orejas con las manos para entrar en calor-, ¿y si llevamos a Arya hasta los vardenos? En cuanto la dejemos a salvo, podemos volver volando a por Murtagh y sacarlo de aquí.

Los vardenos no te lo permitirían -contestó Saphira-. Creerían que quizá deseabasvolver para informar a los úrgalos acerca de su escondrijo. En realidad no llegamos en las mejores condiciones para ganarnos su confianza, pues querrán saber por qué hemos traído a un batallón completo de los kull hasta sus puertas.

Tendremos que decirles la verdad y esperar que nos crean -dijo Kragon. ¿Y qué haremos si los kull atacan a Murtagh? ¡Pelear con ellos, por supuesto! No pienso dejar que capturen o maten a Murtagh, ni a Arya -contestó Eragon, indignado.

En la respuesta de Saphira hubo un toque de sarcasmo: ¡Qué noble! Mmm, acabaríamos con muchos úrgalos: tú con la magia y la espada, y yo con mis armas de dientes y zarpas, pero al final sería inútil. Son demasiados… No podemos derrotarlos; nos vencerán. ¿Y entonces? -preguntó él-. No voy a abandonar ni a Murtagh ni a Arya a su merced.

Saphira agitó la cola, cuya punta silbaba con fuerza.

Ni yo te pido que lo hagas. En cualquier caso, si atacamos nosotros primero, tal vez obtengamos ventaja. ¿Te has vuelto loca? Nos… -La voz de Eragon se apagó al quedarse reflexionando-. No podrán hacer nada, concluyó, sorprendido.

Exacto -dijo Saphira-. Desde cierta altura, les podemos hacer mucho daño. ¡Tirémosles rocas! -propuso Eragon-. Así se desperdigarán.

Eso si sus cráneos no tienen la dureza suficiente para protegerlos.

Saphira se inclinó hacia la derecha y descendió deprisa hacia el río Diente de Oso.

Agarró una roca de tamaño mediano entre sus fuertes garras mientras Eragon atrapaba unas cuantas piedras que le cupieran en las manos. Una vez cargados, Saphira planeó en vuelo silencioso hasta que se encontraron encima del batallón de úrgalos. ¡Ahora! -exclamó Saphira al tiempo que soltaba la roca.

Sonaron crujidos amortiguados cuando los misiles se colaron entre las copas de los árboles del bosque, partiendo las ramas. Al cabo de un segundo los ecos de los aullidos resonaban por el valle.

Eragon sonrió abiertamente cuando oyó que los úrgalos se arrastraban en busca de refugio.

Busquemos más munición -sugirió, mientras se inclinaba para acercarse a Saphira.

Ella accedió con un gruñido y volvió hacia el lecho del río.

Suponía un duro trabajo, pero consiguieron frenar el avance de los úrgalos, aunque no podrían detenerlos del todo. Los úrgalos ganaban terreno en el tiempo que Saphira iba en busca de piedras. Pese a ello, los esfuerzos de Eragon y de la dragona permitieron a Murtagh mantenerse por delante de la columna de monstruos que lo perseguían.

El valle se oscureció y fueron pasando las horas. Sin el calor del sol, el arañazo de la bruma se metía silenciosamente en el aire y, a ras de suelo, la niebla se congelaba en los árboles y los ceñía de blancura. Los animales de la noche empezaron a abandonar sus guaridas para observar desde sus sombríos escondrijos a los extraños que allanaban sus dominios.

Eragon seguía examinando las laderas de las montañas en busca de la catarata que debía señalar el fin de su trayecto. Era dolorosamente consciente de que cada minuto que pasara acercaría más a Arya a la muerte.

«Más rápido, más rápido», se decía a sí mismo sin dejar de observar a Murtagh desde la altura. Antes de que Saphira recogiese más rocas, le indicó:

Tomémonos un descanso y vayamos a ver a Arya. Casi ha terminado el día y me da miedoque su vida sea cuestión de horas, si no de minutos.

La vida de Arya ya está en manos del destino. Escogiste quedarte junto a Murtagh, y es demasiado tarde para cambiar de decisión, así que deja de mortificarte por la elfa… Conseguirás que me piquen las escamas. Lo mejor que podemos hacer ahora es seguir bombardeando a los úrgalos.

Eragon sabía que la dragona tenía razón, aunque las palabras de Saphira no lograban calmarle la ansiedad. Seguía buscando las cataratas, pero una enorme cadena montañosa escondía lo que los esperaba más allá.

La oscuridad más profunda empezó a cubrir el valle, aposentada en los árboles y en las montañas como una nube de tinta. Ni siquiera Saphira, con su agudo oído y su delicado olfato, era capaz de distinguir a los úrgalos en el bosque. Y tampoco podían contar con la ayuda de la luna, pues aún debían pasar horas antes de que se alzara sobre las montañas.

Saphira emprendió una larga y suave curva a la izquierda y planeó en torno a la cadena montañosa. Eragon la percibía vagamente al pasar, pero de pronto forzó la vista al distinguir una fina línea blanca al frente, y se preguntó si aquello podría ser la cascada.

Miró al cielo, en el que brillaban aún las últimas luces del ocaso. Las oscuras siluetas de las montañas se curvaban y formaban un cuenco, cerrándose en torno al valle. ¡El fin del valle no queda lejos! -exclamó señalando hacia las montañas-. ¿Crees que los vardenos saben que estamos llegando? A lo mejor envían hombres a ayudarnos.

No creo que nos auxilien si no están seguros de si somos amigos o enemigos -dijo Saphira descendiendo bruscamente hasta el suelo-. Voy a volver con Murtagh porque ahora deberíamos quedarnos con él. Como no puedo ver a los úrgalos, es posible que en cualquier momento se le echen encima y no nos enteremos.

Eragon dejó suelta a Zar'roc dentro de la funda y se cuestionó si tendría fuerzas suficientes para luchar. Entonces Saphira aterrizó a la izquierda del río Diente de Oso y se agachó, expectante. La cascada resonaba a lo lejos. Ahí viene Murtagh -dijo.

Eragon aguzó el oído y captó el sonido de los cascos de los caballos. Murtagh, que salió corriendo del bosque con los caballos, los vio, pero no se detuvo.

Eragon se bajó de Saphira y, tambaleándose un poco, echó a correr al ritmo de Murtagh. Saphira se quedó detrás de Eragon y se dirigió hacia el río para poder caminar sin que los árboles la estorbaran. Antes de que Eragon pudiera contarle a Murtagh las últimas noticias, éste comentó:

-He visto que Saphira y tú lanzabais piedras. Muy ambicioso. ¿Se han detenido los kull o han dado media vuelta?

-Siguen ahí detrás, pero ya casi hemos llegado al final del valle. ¿Cómo está Arya?

-No ha muerto todavía -contestó Murtagh con brusquedad respirando con breves jadeos. Sus siguientes palabras fueron engañosamente tranquilas, como las de un hombre que escondiera una terrible cólera-: ¿Hay algún otro valle más adelante o un desfiladero por el que me pueda escapar?

Inquieto, Eragon trató de recordar si había visto alguna brecha entre las montañas que los rodeaban. Llevaba un buen rato sin pensar en el dilema de Murtagh.

-Está muy oscuro -empezó a decir con evasivas, y se agachó para esquivar una rama baja-, o sea que tal vez se me haya escapado algo. Pero… no.

Murtagh soltó una imprecación, detuvo el paso de golpe y tiró de las riendas de los caballos hasta que se detuvieron también. -¿Me estás diciendo que no puedo ir a ningún otro lugar más que a donde estánlos vardenos?

-Sí, pero sigue corriendo. ¡Los úrgalos se nos echan encima! -¡No! -respondió Murtagh, iracundo, y acusó con un dedo a Eragon-. Te advertí que no podía llegar hasta los vardenos, pero tú me pusiste entre la espada y la pared. Eres tú quien conoce los recuerdos de la elfa. ¿Por qué no me dijiste que era un camino sin salida?

Tras aquella descarga, a Eragon se le pusieron los pelos de punta.

-Sólo sabía adonde teníamos que ir, pero no conocía lo que había por el camino.

Si decidiste venir, no me culpes a mí.

Murtagh siseó entre dientes al tiempo que se daba la vuelta con furia. Lo único que Eragon podía distinguir era que Murtagh se había quedado como una figura inmóvil e inclinada. Él mismo tenía también los hombros tensos y, a un lado del cuello, le palpitaba una vena. Puso los brazos en jarras y notó cómo crecía su impaciencia. ¿Por qué os habéis parado? -preguntó Saphira, alarmada. No me distraigas. -¿Por qué estás peleado con los vardenos? No puede ser una cuestión tan terrible para que la mantengas en secreto incluso ahora. O sea que ¿prefieres enfrentarte a los kull antes que revelarla? ¿Cuántas veces hemos de pasar por esta situación hasta que te fíes de mí?

Hubo un largo silencio. ¡Los úrgalos! -le recordó Saphira con urgencia.

Ya lo sé -repuso Eragon recuperando la calma-. Pero antes hemos de solucionar esto.

Rápido, rápido.

-Murtagh -dijo Eragon, muy serio-, si no quieres morir, hemos de llegar hasta donde viven los vardenos. No me dejes caer en sus manos sin saber cómo van a reaccionar ante tu presencia. Bastante peligroso será ya sin que haya sorpresas innecesarias.

Por fin Murtagh se volvió hacia Eragon. La respiración del joven era rápida y agitada, como la de un lobo acorralado. Esperó un poco y luego dijo con voz atormentada:

-Tienes derecho a saberlo: soy… soy el hijo de Morzan, el primero y el último de los Apóstatas.