Estaba sentado en un catre estrecho e irregular, dentro de
una celda. En lo alto de la pared había una ventana con rejas del
mismo tipo que la pequeña ventanilla que había en la parte superior
de una puerta de sólido hierro, que estaba
cerrada.
Cuando Eragon se movió, se le cuarteó la sangre seca que
tenía en la cara, pero tardó un rato en darse cuenta de que esa
sangre no era suya. Le dolía la cabeza terriblemente, lo que era de
esperar teniendo en cuenta el golpe que había recibido, y tenía la
mente confusa de un modo muy raro. Intentó hacer uso de la magia,
pero no lograba concentrarse lo necesario para recordar alguna de
las palabras del idioma antiguo.
«Seguramente me han drogado», concluyó al
fin.
Se levantó con un gemido, notando que le faltaba el peso
familiar de Zar'roc en la cadera, y se lanzó hacia la ventana de la
pared. Consiguió ver el exterior poniéndose de puntillas, pero
tardó un rato en adaptarse a la luminosidad que había fuera. La
ventana estaba al nivel del suelo de una calle llena de gente que
pasaba deprisa y, al otro lado de la calzada, había hileras de
idénticas casas de troncos de madera.
Como se sentía débil, se deslizó por el suelo y se quedó
mirándolo sin comprender: lo que había visto fuera lo había
perturbado, pero no sabía por qué.
Maldijo su torpeza mental y echó atrás la cabeza tratando de
aclararse la mente.
Entonces un hombre entró en la celda y dejó una bandeja de
comida y una jarra de agua sobre el catre.
«¡Qué detalle de su parte!», pensó con una
sonrisa.
Tomó unas cucharadas de sopa de col y pan duro, pero se le
revolvió el estómago.
«¡Ojalá me hubiera traído algo mejor!», se quejó, y soltó la
cuchara.
De pronto, se dio cuenta de lo que pasaba.
«No fueron hombres los que me capturaron, ¡sino úrgalos!
¿Cómo he acabado aquí?»
El aturdido cerebro de Eragon forcejeó con la paradoja sin
éxito, de tal modo que la mente lo desechó, y el muchacho
prescindió del descubrimiento durante un rato hasta que supiera qué
hacer con él.
Se sentó en el catre y miró a lo lejos. Al cabo de unas horas
le dejaron más comida.
«Justo cuando empezaba a tener hambre», pensó con
dificultad.
Esta vez logró comer sin sentir náuseas. Cuando acabó,
decidió que era el momento de dormir un poco. Después de todo,
estaba en una cama; ¿qué otra cosa iba a hacer?
La mente le empezó a flotar, y el sueño se apoderó de él. En
ese momento se oyeron el ruido de una puerta, que se abría en
alguna parte, y el de unas botas con refuerzos de acero que
resonaban en el suelo de piedra. El ruido era cada vez más fuerte
hasta que acabó atronando como si alguien golpeara una cacerola en
la cabezade Eragon.
«¿Por qué no me dejan descansar en paz?», refunfuñó el
muchacho para sí.
Poco a poco una confusa curiosidad venció al agotamiento, de
modo que se arrastró hasta la puerta parpadeando como un
buho.
Por la ventana vio un pasillo, de unos diez metros de
anchura, y una serie de celdas similares a la suya en la pared
opuesta. Una columna de soldados marchaba por el pasillo con las
espadas desenvainadas y prestas a ser utilizadas. Todos los hombres
llevaban la misma armadura, tenían idéntica expresión de severidad
en el rostro y caminaban golpeando el suelo simultáneamente, con
mecánica precisión. Era un ruido hipnótico y representaba un
despliegue de fuerza impresionante.
Eragon observó a los soldados hasta que empezó a aburrirse,
pero en ese momento vio que en el centro del destacamento había un
hueco: dos corpulentos hombres llevaban a una mujer
inconsciente.
La cabellera, negra como el azabache, le tapaba la cara, a
pesar de que llevaba una tira de cuero alrededor de la cabeza para
sujetarle el pelo hacia atrás; vestía blusa y pantalones oscuros
también de cuero, y alrededor del esbelto talle llevaba un
brillante cinturón del que colgaba la funda vacía de una espada
sobre la cadera derecha; tenía los pies pequeños y calzaba unas
botas altas que le llegaban hasta las rodillas.
A la mujer le colgaba la cabeza hacia un lado, y al verla,
Eragon se quedó sin aire, como si le hubieran dado un puñetazo en
el estómago: era la cautiva de sus sueños. El bello rostro era
perfecto como un retrato: la barbilla redondeada, los pómulos altos
y las largas pestañas le daban un aire exótico. La única mácula en
su belleza era una cicatriz en la mandíbula, pero a pesar de todo,
era la mujer más hermosa que Eragon había visto en su
vida.
Al muchacho le hirvió la sangre mientras la miraba, y algo se
despertó en su interior, algo que no había sentido jamás: era como
una obsesión, pero más fuerte, casi como una locura febril.
Entonces algún movimiento hizo ondear la cabellera de la mujer y
dejó a la vista unas orejas puntiagudas. Un escalofrío recorrió el
cuerpo de Eragon: era una elfa.
Los soldados siguieron marchando y se la llevaron. A
continuación pasó un hombre alto, orgulloso, que lucía una capa
negra que ondeaba detrás de él. El rostro del personaje era de una
blancura mortal y el cabello, rojo; rojo como la
sangre.
Al pasar por delante de la celda de Eragon, volvió la cabeza
y lo miró a la cara.
Los ojos del individuo eran de color granate y el labio
superior se le tensaba en una sonrisa salvaje que revelaba unos
dientes puntiagudos y afilados.
Eragon se encogió porque sabía lo que era ese hombre: un
Sombra.
«¡Auxilio… un Sombra!»
El desfile prosiguió, y Sombra desapareció de la
vista.
Eragon se echó al suelo abrazándose. A pesar del estado de
aturdimiento en el que se encontraba, sabía que la presencia de un
Sombra significaba que se había desatado el mal sobre la tierra,
pues siempre que esos seres aparecían, a continuación corrían ríos
de sangre.
«¿Qué hace aquí un Sombra? ¡Los soldados deberían haberlo
matado nada más verlo! -En ese momento pensó de nuevo en la elfa, y
extrañas emociones volvieron a apoderarse de él-. Tengo que
escapar.»
Pero con la mente obnubilada como la tenía, su determinación
se desvaneció rápidamente, volvió al catre y, cuando el pasillo
quedó otra vez en silencio, se durmió.
En cuanto abrió los ojos, se dio cuenta de que algo había
cambiado: le resultaba más fácil pensar y recordó que estaba en
Gil'ead.
«Cometieron un error; los efectos de la droga se me están
pasando.»
Con nuevas esperanzas, trató de ponerse en contacto con
Saphira y de hacer uso de la magia, pero ambas actividades estaban
aún fuera de su alcance. Una honda preocupación invadió el espíritu
de Eragon mientras se preguntaba si Saphira y Murtagh habrían
logrado escapar. Estiró los brazos y miró por la ventana: la ciudad
empezaba a despertarse, aunque la calle estaba vacía y en ella sólo
había dos pordioseros.
Alargó la mano para coger la jarra al tiempo que pensaba en
la elfa y en Sombra.
Mientras bebía, notó que el agua tenía un olor suave, como si
le hubieran echado unas gotas de perfume rancio.
«Quizá tenga droga, y la comida también.»
Recordó que cuando los ra'zac lo drogaron, había tardado
horas en despertar.
«Si consigo no beber ni comer durante el tiempo suficiente,
seré capaz de volver a hacer magia y podré rescatar a la
elfa…»
La idea lo hizo sonreír, y se sentó en un rincón a soñar cómo
la llevaría a cabo.
El fornido carcelero entró en la celda al cabo de una hora
con una bandeja con comida. Eragon esperó hasta que se marchó y
llevó la bandeja hasta la ventana. La comida constaba de pan, queso
y una cebolla, pero sólo el olor consiguió que el estómago le
hiciera ruidos de hambre. Resignándose a pasar un día deprimente,
tiró la comida a la calle por la ventana esperando que nadie lo
viera.
Entonces el muchacho se dedicó a vencer los efectos de la
droga. Le costaba concentrarse aunque fuera un instante, pero a
medida que avanzaba el día, su agudeza mental iba mejorando. Empezó
a recordar algunas de las palabras del idioma antiguo, aunque
cuando las pronunciaba, no pasaba nada. Quería gritar de
frustración.
Cuando le trajeron el almuerzo, lo tiró por la ventana igual
que había hecho con el desayuno. El hambre lo perturbaba, pero era
la falta de agua lo que más lo ponía a prueba: tenía la garganta
reseca. El deseo de beber agua fresca lo torturaba porque cada vez
que respiraba se le secaba más la boca y la garganta. A pesar de
todo, se esforzó en no hacer caso de la jarra.
De pronto, un revuelo en el pasillo lo distrajo de su
incomodidad. Un hombre discutía en voz muy alta: -¡No podéis
entrar! Las órdenes fueron muy claras: ¡nadie puede verlo! -¿De
veras? ¿Y seréis vos, capitán, el que muera tratando de detenerme?
-replicó el otro con voz suave.
-No, pero el rey… -Se percibía cierto sometimiento en el
tono.
-Ya me las arreglaré yo con el rey -interrumpió la segunda
voz-. ¡Vamos, abrid la puerta!
Tras una pausa, unas llaves tintinearon fuera de la celda de
Eragon. El muchacho trató de adoptar una expresión de
letargo.
«Tengo que comportarme como si no comprendiera lo que está
pasando. Diga lo que diga esa persona, no puedo mostrar
sorpresa.»
Se abrió la puerta, y Eragon contuvo el aliento mientras
contemplaba la cara de Sombra. Era como mirar la máscara de un
muerto o un lustroso cráneo cubierto de piel para que pareciera
vivo.
-Salud -dijo Sombra con una sonrisa fría enseñando los
afilados dientes-.
Hace mucho tiempo que espero para conocerte. -¿Quién… quién
eres? -preguntó Eragon arrastrando las palabras.
-Nadie de importancia -respondió Sombra; la amenaza contenida
ardía en los ojos de color granate del individuo. Se sentó haciendo
una floritura con su capa-. Minombre no es importante para alguien
que está en la situación en que tú te encuentras.
De todas formas, no significaría nada para ti; eres tú quien
me interesa. ¿Quién eres?
La pregunta había sido planteada con suficiente inocencia,
pero Eragon sabía que debía de ocultar alguna trampa, aunque se le
escapaba cuál. Simuló que se esforzaba por comprenderla y, al fin,
respondió despacio con el entrecejo fruncido:
-No estoy seguro… Me llamo Eragon, pero eso no es todo lo que
soy, ¿verdad?
Sombra estiró los delgados labios tensándolos mucho mientras
lanzaba una sonora carcajada.
-No, no es todo. Tienes una mente interesante, mi joven
jinete. -Se inclinó hacia delante. La piel de la frente era fina y
translúcida-. Parece que debo ser más directo. ¿Cómo te
llamas?
-Era… -¡No! ¡Ese nombre no! -lo interrumpió Sombra haciendo
un ademán de desdén con la mano-. ¿No tienes otro? ¿Uno que usas
muy raramente?
«¡Quiere saber mi auténtico nombre para poder controlarme!
-reflexionó Eragon-. Pero no puedo decírselo porque ni siquiera yo
lo sé.» Pensaba deprisa tratando de inventar algún engaño que
ocultara su ignorancia. «¿Y si me invento un
nombre?»
Dudó, pues podía delatarse fácilmente, pero se apresuró a
inventar un nombre que resistiera un examen. En el momento en que
estaba a punto de pronunciarlo, decidió correr el riesgo y tratar
de asustar a Sombra. Cambió con destreza unas pocas letras y
asintió tontamente mientras decía:
-Brom me lo dijo una vez. Era… -La pausa se alargó unos
segundos, y después se le iluminó la cara como si acabara de
recordarlo-. Era Du Súndavar Freohr.
El nombre significaba casi literalmente «muerte a los
Sombra».
Un frío siniestro se posó sobre la celda mientras Sombra
permanecía inmóvil con los ojos velados. Parecía muy concentrado en
sus pensamientos mientas cavilaba sobre lo que acababa de escuchar.
Eragon se preguntó si no habría ido demasiado lejos y esperó hasta
que Sombra se movió. Entonces preguntó con ingenuidad: -¿Por qué
estás aquí?
Sombra lo miró con un brillo de desprecio en los ojos rojos,
y sonrió.
-Para deleitarme, naturalmente. ¿Para qué sirve la victoria
si uno no puede disfrutarla? -hablaba con seguridad, pero parecía
intranquilo, como si sus planes se hubieran desbaratado. De pronto,
se puso de pie-. Debo ocuparme de ciertas cuestiones; pero mientras
estoy fuera, harías bien en pensar al servicio de quién prefieres
estar: ¿a las órdenes de un Jinete que traicionó a su propia orden
o a las de un congénere como yo, aunque muy versado en las artes de
lo secreto? Cuando llegue el momento de elegir, no habrá
neutralidad posible. -Se volvió para marcharse, pero en ese momento
echó un vistazo a la jarra de agua de Eragon y se detuvo con el
rostro pétreo como el granito-. ¡Capitán! -llamó.
Un hombre de anchas espaldas se precipitó en la celda, espada
en mano. -¿Qué sucede, señor? -preguntó, alarmado.
-Quitad de ahí ese cachivache -ordenó Sombra. Se giró hacia
Eragon y dijo en voz mortalmente baja-: El muchacho no ha bebido ni
gota de agua. ¿Cómo es eso?
-He hablado con el carcelero hace un rato, y me ha dicho que
ha retirado todos los cuencos y los platos
limpios.
-Muy bien. -Se calmó Sombra-. Pero aseguraos de que empiece a
beber otra vez.
Se inclinó sobre el capitán y le dijo algo al oído. Eragon
sólo pudo escuchar lasúltimas palabras: «… dosis extra, por si
acaso». El capitán asintió y Sombra volvió a dirigirse al
muchacho.
-Hablaremos mañana cuando no tenga tanta prisa. Me gustaría
que supieras que tengo una fascinación sin límites por los nombres,
así que tendré mucho placer en hablar sobre el tuyo mucho más
detalladamente.
Lo dijo de una manera que hizo desfallecer a Eragon. Cuando
se marcharon, se acostó y cerró los ojos. En ese momento Eragon
comprobó lo que valían las lecciones de Brom: dependía de ellas
para no caer presa del pánico y para
tranquilizarse.
«Se me ha dado todo lo que necesito; sólo tengo que saber
aprovecharlo.»
El ruido que hacían los soldados al acercarse interrumpió sus
pensamientos.
Se acercó con aprensión a la puerta, y vio que dos soldados
arrastraban a la elfa por el pasillo. Cuando la perdió de vista,
Eragon se tiró al suelo y trató de ponerse en contacto otra vez con
la magia, pero al ver que no lograba dominarla, profirió todo tipo
de maldiciones.
Miró la ciudad por la ventana y apretó los dientes. Apenas
era media tarde. Tomó aire para calmarse e intentó esperar
pacientemente.