-Me han ofrecido un trabajo en el molino de Therinsford -dijo
Roran al fin-, que pienso aceptar.
Garrow terminó de masticar con deliberada lentitud y dejó con
tranquilidad el tenedor en la mesa. Luego se reclinó en la silla al
tiempo que cruzaba las manos sobre la nuca. -¿Por qué? -preguntó
escuetamente.
Roran se lo explicó mientras Eragon pinchaba la comida,
distraído.
-Comprendo. -Fue el único comentario de Garrow. Y se quedó en
silencio mirando el techo. Nadie se movió mientras esperaban su
respuesta-. Y bien, ¿cuándo te vas? -¿Qué? -preguntó
Roran.
Garrow se echó hacia delante con ojos centellantes. -¿Creías
que te lo impediría? Espero que puedas casarte pronto porque
estaría bien ver cómo esta familia crece otra vez. Será una suerte
para Katrina tenerte como marido.
El asombro que se dibujó en la cara de Roran se transformó
pronto en una sonrisa de alivio. -¿Cuándo te vas? -repitió
Garrow.
-Cuando Dempton vuelva a buscar las piezas para su molino
-respondió Roran que había recuperado la voz. -¿Y eso
será…?
-Dentro de dos semanas.
-Bien, tendremos tiempo para prepararnos. No será lo mismo
quedarnos solos en casa, pero si no ocurre nada malo, no será por
demasiado tiempo. -Miró hacia el otro lado de la mesa y preguntó-:
Eragon, ¿lo sabías?
-Me he enterado hoy… Es una locura -contestó el muchacho,
incómodo.
Garrow se pasó una mano por la cara.
-Es el curso natural de la vida. -Se puso de pie-. Todo irá
bien; el tiempo lo pone todo en su sitio. Pero ahora, será mejor
que lavemos los platos.
Eragon y Roran lo ayudaron en silencio.
Los siguientes días fueron duros. Eragon estaba muy nervioso
y no hablaba con nadie, salvo para contestar con sequedad alguna
pregunta que le hacían directamente a él. Por todas partes había
muestras evidentes de la partida de Roran: un petate que le había
preparado Garrow, adornos que faltaban en las paredes y un extraño
vacío que se palpaba en la casa. Al cabo de una semana se dio
cuenta de que se había creado una extraña distancia entre su primo
y él. Cuando hablaban, les costaba encontrar las palabras
adecuadas, y las conversaciones eran incómodas.
Saphira era un bálsamo para la frustración de Eragon porque
con ella podía hablar libremente. La mente de la dragona estaba
abierta a las emociones delmuchacho, y éste sentía que Saphira lo
comprendía mejor que nadie. Durante las semanas anteriores a la
partida de Roran, la dragona pegó otro estirón. Creció treinta
centímetros más, y los hombros le llegaban a la altura de Eragon,
quien se dio cuenta de que el pequeño hueco que tenía Saphira entre
la nuca y los hombros era perfecto para sentarse. A menudo el
muchacho descansaba allí durante el atardecer, y le rascaba el
cuello mientras le explicaba el significado de las distintas
palabras. Muy pronto Saphira empezó a entender todo lo que él le
decía, y con frecuencia hacía comentarios.
Para Eragon, esta parte de la vida era maravillosa. Saphira
era tan real y tan compleja como cualquier persona. Tenía una
personalidad ecléctica y a veces completamente extraña, pero se
entendían mutuamente en los aspectos más profundos. Las acciones y
las ideas de la dragona ponían de manifiesto nuevos rasgos de su
carácter. En una oportunidad, cazó un águila, y en lugar de
comérsela, la soltó diciendo:
Ningún cazador del cielo debe acabar su vida como presa. Vale
más morir volando que atrapado en tierra.
El plan que Eragon tenía para presentar a Saphira a su
familia se desvaneció por el anuncio de Roran y por las palabras de
advertencia de la dragona. Ella no quería que la viesen, y él, en
parte por egoísmo, estuvo de acuerdo. En el momento en que se
enteraran de su existencia, Eragon sabía que las protestas, las
acusaciones y el miedo irían dirigidos contra él. Así que lo
postergó y se dijo a sí mismo que esperaría hasta que fuera el
momento oportuno.
La noche antes de la partida de Roran, Eragon fue a hablar
con él, pero se detuvo en el pasillo, cerca de la puerta abierta de
la habitación de su primo. Sobre la mesilla de noche había una
lámpara de aceite que proyectaba una luz tibia y oscilante sobre
las paredes mientras que las sombras alargadas de los soportes de
la cama se reflejaban contra las estanterías vacías que llegaban
hasta el techo. Roran, con los ojos bajos y con la nuca tensa,
enrollaba su ropa y sus pertenencias en mantas. De pronto, se
detuvo y recogió algo de la almohada que hizo rebotar entre las
manos. Era una piedra pulida que le había regalado Eragon hacía
años. Roran iba a embalarla con sus cosas, pero cambió de idea y la
dejó en el estante. A Eragon se le hizo un nudo en la garganta y se
marchó.