Estará soñando -pensó.
La miró durante un rato y después abandonó con cuidado el
refugio del ala de Saphira. Se puso en pie y estiró los músculos.
Hacía frío, pero la temperatura no era desagradable. Murtagh estaba
tumbado boca arriba en el rincón más lejano, con los ojos
cerrados.
Cuando Eragon dio unos pasos para rodear a Saphira, Murtagh
se movió:
-Buenos días -dijo en voz baja, y se sentó. -¿Cuánto rato
llevas despierto? -preguntó Eragon en voz queda.
-Un poco. Me sorprende que Saphira no te haya despertado
antes.
-Estaba tan cansado que habría seguido durmiendo incluso con
una tormenta -contestó Eragon con ironía. Se sentó junto a Murtagh
y descansó la cabeza en la pared-. ¿Sabes qué hora
es?
-No. Aquí dentro es imposible. -¿Ha venido alguien a
vernos?
-Todavía no.
Se quedaron juntos sin moverse ni hablar. Eragon se sentía
extrañamente unido a Murtagh.
«He llevado siempre la espada de su padre, la que habría sido
su… herencia. Nos parecemos en muchas cosas, aunque nuestro aspecto
y nuestra educación sean totalmente distintos. -Pensó en la
cicatriz de Murtagh y sintió un escalofrío-. ¿Qué clase de hombre
le haría eso a su hijo?»
Saphira levantó la cabeza y pestañeó para despejarse. Luego
olisqueó el aire y soltó un gran bostezo curvando la punta de su
áspera lengua. ¿Ha pasado algo? -Eragon negó-. Espero que me den
para comer algo más que el aperitivo de ayer. Tengo tanta hambre
que me tragaría un rebaño de vacas.
Te alimentarán bien -le aseguró él.
Más les vale.
La dragona se acercó a la puerta y se tumbó a esperar
agitando la cola. Eragon cerró los ojos y disfrutó del descanso.
Echó una cabezada, luego se levantó y caminó un poco. Aburrido,
examinó una de las antorchas: estaba hecha de una sola pieza de
cristal en forma de lágrima, cuyo tamaño doblaba al de un limón,
llena de una suave luz azul que no temblaba ni se agitaba. Cuatro
finas varillas metálicas envolvían con delicadeza el cristal y se
juntaban en la parte superior formando un gancho, y en la inferior
se fundían para alargarse en tres gráciles patas. Se trataba de un
objeto muy atractivo.
Unas voces que provenían de fuera interrumpieron el examen de
Eragon. Se abrió la puerta y entraron una docena de guerreros. El
primer hombre contuvo el aliento al ver a Saphira. Los seguían Orik
y el hombre de la calva, quien declaró:
-Habéis sido convocados ante Ajihad, señor de los vardenos.
Si tenéis que comer, hacedlo al tiempo que
caminamos.
Eragon y Murtagh permanecieron juntos y lo miraron con
cautela. -¿Dónde están nuestros caballos? ¿Recuperaré mi espada y
mi arco? -preguntó Eragon.
-Os devolverán las armas cuando Ajihad lo considere oportuno,
pero no antes -contestó el hombre calvo mirándolo con desprecio-.
En cuanto a los caballos, os están esperando en el túnel.
¡Vamos!
Cuando el hombre de la calva se dio la vuelta para salir,
Eragon preguntó con rapidez: -¿Cómo está Arya?
-No lo sé -titubeó el hombre-. Los sanadores siguen con
ella.
Abandonó la habitación, acompañado por Orik.
-Tú primero -indicó uno de los guerreros.
Eragon traspuso el umbral, seguido de Saphira y de Murtagh.
Caminaron por el pasadizo que habían recorrido la noche anterior y
pasaron junto a la estatua del animal de plumas. Cuando llegaron al
gigantesco túnel por el que habían entrado en la montaña, el hombre
calvo los esperaba con Orik, quien sostenía las riendas de Nieve de
Fuego y de Tornac.
-Cabalgaréis en fila india por el centro del túnel -los
instruyó el hombre-. Si intentáis ir a cualquier otro sitio, seréis
detenidos. -Cuando Eragon quiso montar en Saphira, el hombre calvo
gritó-: ¡No! Monta tu caballo en tanto no te diga lo
contrario.
Eragon se encogió de hombros y tomó las riendas de Nieve de
Fuego. Subió a la silla, guió al caballo por delante de Saphira y
le dijo a la dragona:
Quédate cerca por si necesito tu ayuda.
Por supuesto -contestó ella.
Murtagh iba montado en Tornac, detrás de Saphira. El hombre
calvo examinó la corta fila y luego gesticuló a los guerreros, que
se dividieron en dos grupos para rodearlos, manteniéndose tan
alejados de Saphira como podían. Orik y el calvo se pusieron al
frente de la procesión.
Tras pasar revista una vez más con la mirada, el hombre de la
calva dio dos palmadas y echó a andar. Eragon presionó levemente a
Nieve de Fuego con los talones.
Todo el grupo se encaminó hacia el corazón de la montaña, y a
medida que los cascos de los caballos golpeaban el duro suelo, el
eco de sus pasos, amplificado en el desértico pasadizo, llenó el
tunel. De vez en cuando aparecía alguna puerta o ventana en las
lisas paredes, pero siempre estaban cerradas.
Eragon se maravilló por el tamaño del túnel, excavado con una
habilidad increíble: las paredes, el suelo y el techo estaban
construidos con una precisión impecable; las esquinas, al pie de
las paredes, formaban ángulos rectos perfectos y, hasta donde él
podía ver, el túnel no variaba su dirección ni un
centímetro.
Mientras avanzaban, la emoción de Eragon por su inminente
encuentro con Ajihad fue creciendo. El líder de los vardenos era
una figura misteriosa dentro del Imperio: hacía casi veinte años
que había alcanzado el poder y desde entonces libraba una guerra
feroz contra el rey Galbatorix, pero nadie sabía de dónde venía ni
qué aspecto tenía, y se rumoreaba que era un maestro de la
estrategia, un guerrero brutal.
Con tal reputación, a Eragon le preocupaba la recepción que
fuera a darles. Aun así, saber que Brom se había fiado de los
vardenos hasta el extremo de ponerse a su servicio tranquilizaba el
miedo del muchacho.
Al ver otra vez a Orik, Eragon se había formulado nuevas
preguntas.
Obviamente, el túnel era obra de los enanos -nadie más podía
cavar con tanta destreza-, pero… ¿éstos formaban parte de los
vardenos, o sólo se refugiaban conellos? Eragon había entendido ya
que los vardenos se habían escondido bajo tierra para evitar ser
descubiertos, pero ¿y los elfos? ¿Dónde estaban?
Durante casi una hora el hombre calvo los guió por el túnel
sin extraviarse ni desviarse en ningún momento.
«Habremos recorrido casi un kilómetro y medio -se percató
Eragon-. A lo mejor nos llevan al otro lado de la montaña por
dentro.»
Al fin una leve luz blanquecina se hizo visible al frente.
Eragon achinó los ojos para tratar de descubrir el origen, pero
estaba demasiado lejos para concretar ningún detalle. El brillo
aumentaba de intensidad a medida que se iban
acercando.
Ahora se veían hileras de gruesos pilares de mármol,
incrustados de rubíes y amatistas, alineados a lo largo de las
paredes y, entre ellos, había muchas antorchas colgadas que
inundaban el espacio de un brillo puro; dibujos geométricos
realizados en oro refulgían desde las bases de los pilares, como si
fueran hilos fundidos, y también había esculpidas cabezas de
cuervos que se arqueaban hacia el techo, con los picos abiertos de
modo que parecía que estaban a punto de graznar. Al final del
pasillo se divisaban dos colosales puertas negras, en las que
destacaban unas brillantes líneas plateadas que delimitaban el
contorno de una corona de siete puntas tan grande que ocupaba las
dos puertas.
El hombre calvo se detuvo y alzó una mano. Después se volvió
hacia Eragon:
-Ahora puedes montar tu dragón, pero no intentes alzar el
vuelo. Habrá gente mirando, así que recuerda quién eres y cuál es
tu situación.
Eragon desmontó de Nieve de Fuego y luego trepó a la grupa de
Saphira.
Me parece que nos quieren exhibir -le dijo ella cuando el
muchacho se instaló en la silla.
Ya veremos. ¡Ojalá tuviera a Zar'roc! -contestó al tiempo que
se ataba las cintas a las piernas.
Tal vez sea mejor que no lleves la espada de Morzan la
primera vez que te vean los vardenos.
Cierto.
-Estoy listo -dijo Eragon poniendo la espalda
recta.
-Bien -contestó el hombre calvo.
Él y Orik se retiraron a ambos lados de Saphira y mantuvieron
la distancia necesaria para que ella quedara claramente en
cabeza.
-Ahora caminad hacia las puertas y, cuando se abran, seguid
el camino. Id despacio. ¿Preparada? -preguntó
Eragon.
Por supuesto.
Saphira se acercó a las puertas con rítmicos pasos. Las
escamas le brillaban bajo la luz y emitían destellos de color que
bailaban en los pilares. Eragon respiró hondo para acallar sus
nervios.
Sin previo aviso, las puertas se abrieron hacia fuera sobre
bisagras invisibles. A medida que se ampliaba el hueco entre ellas,
rayos de luz se derramaron por el túnel y cayeron sobre Saphira y
sobre Eragon. Momentáneamente cegado, el muchacho pestañeó y
entrecerró los ojos. Cuando se adaptaron a la luz, dio un grito
ahogado.
Estaban en un cráter volcánico gigantesco. Sus paredes se
estrechaban hacia una abertura irregular, tan alta que Eragon no
pudo medir la distancia: debían de ser casi veinte kilómetros. Un
suave rayo de luz caía por la abertura e iluminaba el centro del
cráter, aunque el resto de la cavernosa extensión permanecía en una
apagada penumbra.
El otro lado del cráter, de un azul brumoso en la distancia,
parecía estar a unosquince kilómetros. Gigantescos bloques de
hielo, que medirían decenas de metros de anchura y cientos de
metros de longitud, pendían a leguas de altura por encima de ellos
como dagas brillantes. Eragon sabía por su propia experiencia en el
valle que nadie, ni siquiera Saphira, podía alcanzar aquellas
puntas tan altas. Más abajo, en las paredes interiores del cráter,
la roca estaba cubierta por oscuras alfombras de musgo y de
líquen.
El muchacho bajó la mirada y vio un amplio camino de
adoquines que se extendía desde el umbral de la puerta. El camino
iba directo hacia el centro del cráter y terminaba en la base de un
monte, blanco como la nieve, que brillaba con miles de luces de
colores, como una gema sin tallar. Este monte medía apenas una
décima parte de la altura del cráter, que se alzaba en torno a él,
pero su diminuta apariencia era engañosa, pues por lo menos
alcanzaba los mil quinientos metros de altura.
Por largo que fuera, el túnel apenas los había llevado hasta
un lado de la pared del cráter. Mientras miraba fijamente, Eragon
oyó la profunda voz de Orik:
-Mirad bien, humanos, pues ningún Jinete ha posado sus ojos
aquí desde hace casi cien años. La alta cumbre que se alza sobre
nosotros es Farthen Dür, descubierta hace miles de años por el
padre de nuestra raza, Korgan, cuando cavaba un túnel para buscar
oro. Y en el centro se halla nuestro mayor logro: Tronjheim, la
ciudad-montaña construida con el más puro mármol.
Las puertas crujieron al detenerse. ¡Una
ciudad!
Entonces Eragon vio a la multitud. Lo que había contemplado
hasta entonces le había llamado tanto la atención que no se había
fijado en el denso mar de gente, arracimada en torno a la entrada
del túnel. Enanos y humanos, apiñados como árboles en un tupido
bosque, flanqueaban el camino de adoquines. Eran cientos… miles.
Todas las miradas, todos los rostros, se concentraban en Eragon. Y
todos guardaban silencio.
Eragon se agarró a la base de una de las púas de Saphira. Vio
criaturas con batas sucias, hombres robustos con los nudillos
pelados, mujeres con vestidos de andar por casa y enanos fuertes y
curtidos que se toqueteaban las barbas. Todos tenían la misma
expresión tensa, propia de un animal herido cuando su predador está
cerca y no es posible la huida.
Una capa de sudor empezó a cubrir la cara de Eragon, pero no
se atrevió a moverse para retirarla. ¿Qué debo hacer? -preguntó,
desesperado.
Sonríe, saluda con la mano, ¡cualquier cosa! -contestó
Saphira secamente.
Eragon trató de forzar una sonrisa, pero los labios apenas se
le entreabrieron.
Reunió coraje, alzó una mano y la agitó en un remedo de
saludo. Al ver que no pasaba nada, se sonrojó de vergüenza, bajó el
brazo y agachó la cabeza.
Una sola aclamación rompió el silencio: alguien dio un
aplauso sonoro. Durante un instante la multitud dudó, pero luego un
rugido salvaje la sacudió y una oleada de ruidos se estrelló sobre
Eragon.
-Muy bien -dijo el hombre calvo desde detrás de él-. Y ahora,
empieza a caminar.
Aliviado, Eragon se sentó más erecto y, juguetón, preguntó a
Saphira: ¿Nos vamos o no?
Ella arqueó el cuello y dio un paso adelante. Al pasar junto
a la primera fila de gente, miró a ambos lados y soltó una
nubecilla de humo. La multitud se calló y dio un paso atrás, pero
luego volvieron a aclamarlos con entusiasmo
renovado.
Presumida -la riñó Eragon.
Saphira agitó la cola y lo ignoró. Él miraba fijamente con
curiosidad al gentío,apretujado a medida que avanzaban por el
camino. Había más enanos que humanos… y muchos lo miraban con
resentimiento. Algunos incluso le daban la espalda y se alejaban
con rostro pétreo.
Los humanos tenían aspecto de ser gente dura, curtida: los
hombres llevaban dagas o cuchillos en el cinto, y muchos de ellos
iban armados para la guerra; las mujeres se movían con orgullo,
pero parecían ocultar una debilidad profunda, y los escasos niños y
bebés miraban a Eragon con los ojos abiertos de par en par. El
muchacho sintió con certeza que aquella gente había pasado por
grandes tribulaciones y que harían lo que fuera necesario para
defenderse.
Los vardenos habían hallado el escondite perfecto: las
paredes de Farthen Dür eran tan altas que ni siquiera un dragón
habría sido capaz de sobrevolarlas ni ningún ejército podría violar
la entrada, aunque lograra encontrar las puertas
escondidas.
La muchedumbre se cerraba tras ellos dejando mucho espacio
libre a Saphira.
Gradualmente, la gente se fue callando, pero mantenían la
atención fija en Eragon. Éste echó un vistazo hacia atrás y vio que
Murtagh cabalgaba muy tieso, con la cara pálida.
Al acercarse a la ciudad-montaña, Eragon vio que el mármol
blanco de Tronjheim estaba muy pulido y tenía contornos lisos, como
si lo hubieran vertido a raudales en ese lugar. Estaba salpicado de
incontables ventanas redondas, enmarcadas con tallas muy
elaboradas, de las cuales pendían antorchas de distintos colores
que proyectaban su suave brillo en la piedra, pero no se veían
torres ni chimeneas. Justo delante de ellos, dos grifos de oro de
unos diez metros de altura vigilaban una gigantesca puerta de
troncos -retranqueada unos veinte metros sobre la base de
Tronjheim-, a la sombra de gruesas columnas que soportaban una
bóveda en lo más alto.
Al llegar a la base de Tronjheim, Saphira se detuvo para ver
si el hombre de la calva les daba alguna instrucción, pero como no
recibieron ninguna, siguió caminando hacia la puerta. Alineados en
las paredes, se veían unos pilares acanalados de jaspe rojo como la
sangre, entre los que se hallaban inmensas estatuas de criaturas
extravagantes, representadas para siempre con exactitud por el
cincel del escultor.
La pesada puerta tronó al abrirse ante ellos cuando unas
cadenas ocultas empezaron a alzar los colosales troncos. Un
pasadizo de cuatro pisos de altura se extendía hacia el centro de
Tronjheim. Los tres niveles superiores parecían horadados por
hileras de arcos que revelaban túneles grises, cuyas curvas
desaparecían en la distancia. Había montones de gente en esos
arcos, y todos observaban con intensidad a Eragon y a Saphira. En
el nivel inferior, en cambio, los arcos estaban cerrados por
robustas puertas. Entre los diferentes pisos pendían elaborados
tapices, bordados con figuras heroicas y tumultuosas escenas de
guerra.
Cuando Saphira pisó el vestíbulo y empezó a desfilar por él,
sonó una aclamación. Eragon alzó la mano y provocó otro rugido de
la multitud, aunque muchos enanos no se sumaban al griterío de
bienvenida.
El pasillo medía un kilómetro y medio y terminaba en un arco
flanqueado por pilares negros de ónice. Circonitas amarillas, cuyo
tamaño triplicaba el de un hombre de estatura mediana, remataban
las oscuras columnas y lanzaban penetrantes rayos amarillos por el
camino. Saphira penetró entre las columnas y luego se detuvo y giró
el cuello hacia atrás, con un profundo murmullo en el
pecho.
Estaban en una habitación redonda, de unos trescientos metros
de diámetro, que se alzaba hasta la cumbre de Tronjheim -unos mil
quinientos metros más arriba- y que se estrechaba a medida que
ascendía. Las paredes estaban cubiertas de arcos: una hilera por
cada nivel de la ciudad-montaña, y en el suelo, de un elegante
color cobre rojizo, habían grabado un martillo rodeado de doce
estrellas plateadas, como en elyelmo de Orik.
En la habitación confluían cuatro caminos -incluido el que
acababan de recorrer-, que dividían Tronjheim en cuartos. Todos los
caminos eran idénticos, salvo el que se encontraba frente a Eragon,
a cuyos lados se abrían altos arcos para dejar a la vista escaleras
descendentes que se reflejaban entre sí, como en un espejo, al
curvarse hacia el suelo.
El techo estaba cubierto por un zafiro en forma de estrella
de un color rojo, como el del alba, y de tamaño monstruoso. La joya
medía veinte metros de diámetro y, al menos, otros tantos de
grosor. Habían querido esculpir en su superficie una rosa en pleno
apogeo, y el artesano había sido tan diestro que la flor casi
parecía real. Un amplio cinturón de antorchas envolvía el contorno
del zafiro, que lanzaba una red de franjas de luz rojiza sobre
cuanto había debajo. Daba la impresión de que los rayos contenidos
en la gema eran como un ojo gigantesco que los miraba desde
arriba.
Eragon estaba boquiabierto de asombro. Nada en el mundo le
habría preparado para contemplar algo así, pues parecía imposible
que Tronjheim hubiera sido erigido por seres mortales. Dudó que ni
siquiera Urü'baen pudiera competir con las riquezas y las grandezas
que allí se veían. Tronjheim representaba un monumento asombroso al
poderío y a la perseverancia de los enanos.
El hombre calvo se plantó delante de Saphira y
dijo:
-A partir de aquí, tienes que ir a pie.
Sonó un abucheo entre la multitud cuando habló. Un enano se
llevó a Tornac y a Nieve de Fuego, y Eragon desmontó de Saphira,
pero se quedó a su lado mientras el hombre de la calva los guiaba
sobre el suelo de color de cobre hacia el camino de la
derecha.
Lo recorrieron durante unas decenas de metros y luego
entraron en un pasillo más estrecho. Los guardianes permanecieron a
su lado pese a la estrechez del espacio.
Tras cuatro giros bruscos, llegaron a una enorme puerta de
cedro, ennegrecida por el tiempo. El hombre calvo la abrió e hizo
entrar a todos, excepto a los guardianes.