Eragon se sentó de un salto al captar un rugido junto a su oído. La dragona seguía dormida, pero movía los ojos bajo los párpados y le temblaba el morro como si fuera a gruñir. Eragon sonrió y luego dio un respingo al ver que rugía de nuevo.


Estará soñando -pensó.

La miró durante un rato y después abandonó con cuidado el refugio del ala de Saphira. Se puso en pie y estiró los músculos. Hacía frío, pero la temperatura no era desagradable. Murtagh estaba tumbado boca arriba en el rincón más lejano, con los ojos cerrados.

Cuando Eragon dio unos pasos para rodear a Saphira, Murtagh se movió:

-Buenos días -dijo en voz baja, y se sentó. -¿Cuánto rato llevas despierto? -preguntó Eragon en voz queda.

-Un poco. Me sorprende que Saphira no te haya despertado antes.

-Estaba tan cansado que habría seguido durmiendo incluso con una tormenta -contestó Eragon con ironía. Se sentó junto a Murtagh y descansó la cabeza en la pared-. ¿Sabes qué hora es?

-No. Aquí dentro es imposible. -¿Ha venido alguien a vernos?

-Todavía no.

Se quedaron juntos sin moverse ni hablar. Eragon se sentía extrañamente unido a Murtagh.

«He llevado siempre la espada de su padre, la que habría sido su… herencia. Nos parecemos en muchas cosas, aunque nuestro aspecto y nuestra educación sean totalmente distintos. -Pensó en la cicatriz de Murtagh y sintió un escalofrío-. ¿Qué clase de hombre le haría eso a su hijo?»

Saphira levantó la cabeza y pestañeó para despejarse. Luego olisqueó el aire y soltó un gran bostezo curvando la punta de su áspera lengua. ¿Ha pasado algo? -Eragon negó-. Espero que me den para comer algo más que el aperitivo de ayer. Tengo tanta hambre que me tragaría un rebaño de vacas.

Te alimentarán bien -le aseguró él.

Más les vale.

La dragona se acercó a la puerta y se tumbó a esperar agitando la cola. Eragon cerró los ojos y disfrutó del descanso. Echó una cabezada, luego se levantó y caminó un poco. Aburrido, examinó una de las antorchas: estaba hecha de una sola pieza de cristal en forma de lágrima, cuyo tamaño doblaba al de un limón, llena de una suave luz azul que no temblaba ni se agitaba. Cuatro finas varillas metálicas envolvían con delicadeza el cristal y se juntaban en la parte superior formando un gancho, y en la inferior se fundían para alargarse en tres gráciles patas. Se trataba de un objeto muy atractivo.

Unas voces que provenían de fuera interrumpieron el examen de Eragon. Se abrió la puerta y entraron una docena de guerreros. El primer hombre contuvo el aliento al ver a Saphira. Los seguían Orik y el hombre de la calva, quien declaró:

-Habéis sido convocados ante Ajihad, señor de los vardenos. Si tenéis que comer, hacedlo al tiempo que caminamos.

Eragon y Murtagh permanecieron juntos y lo miraron con cautela. -¿Dónde están nuestros caballos? ¿Recuperaré mi espada y mi arco? -preguntó Eragon.

-Os devolverán las armas cuando Ajihad lo considere oportuno, pero no antes -contestó el hombre calvo mirándolo con desprecio-. En cuanto a los caballos, os están esperando en el túnel. ¡Vamos!

Cuando el hombre de la calva se dio la vuelta para salir, Eragon preguntó con rapidez: -¿Cómo está Arya?

-No lo sé -titubeó el hombre-. Los sanadores siguen con ella.

Abandonó la habitación, acompañado por Orik.

-Tú primero -indicó uno de los guerreros.

Eragon traspuso el umbral, seguido de Saphira y de Murtagh. Caminaron por el pasadizo que habían recorrido la noche anterior y pasaron junto a la estatua del animal de plumas. Cuando llegaron al gigantesco túnel por el que habían entrado en la montaña, el hombre calvo los esperaba con Orik, quien sostenía las riendas de Nieve de Fuego y de Tornac.

-Cabalgaréis en fila india por el centro del túnel -los instruyó el hombre-. Si intentáis ir a cualquier otro sitio, seréis detenidos. -Cuando Eragon quiso montar en Saphira, el hombre calvo gritó-: ¡No! Monta tu caballo en tanto no te diga lo contrario.

Eragon se encogió de hombros y tomó las riendas de Nieve de Fuego. Subió a la silla, guió al caballo por delante de Saphira y le dijo a la dragona:

Quédate cerca por si necesito tu ayuda.

Por supuesto -contestó ella.

Murtagh iba montado en Tornac, detrás de Saphira. El hombre calvo examinó la corta fila y luego gesticuló a los guerreros, que se dividieron en dos grupos para rodearlos, manteniéndose tan alejados de Saphira como podían. Orik y el calvo se pusieron al frente de la procesión.

Tras pasar revista una vez más con la mirada, el hombre de la calva dio dos palmadas y echó a andar. Eragon presionó levemente a Nieve de Fuego con los talones.

Todo el grupo se encaminó hacia el corazón de la montaña, y a medida que los cascos de los caballos golpeaban el duro suelo, el eco de sus pasos, amplificado en el desértico pasadizo, llenó el tunel. De vez en cuando aparecía alguna puerta o ventana en las lisas paredes, pero siempre estaban cerradas.

Eragon se maravilló por el tamaño del túnel, excavado con una habilidad increíble: las paredes, el suelo y el techo estaban construidos con una precisión impecable; las esquinas, al pie de las paredes, formaban ángulos rectos perfectos y, hasta donde él podía ver, el túnel no variaba su dirección ni un centímetro.

Mientras avanzaban, la emoción de Eragon por su inminente encuentro con Ajihad fue creciendo. El líder de los vardenos era una figura misteriosa dentro del Imperio: hacía casi veinte años que había alcanzado el poder y desde entonces libraba una guerra feroz contra el rey Galbatorix, pero nadie sabía de dónde venía ni qué aspecto tenía, y se rumoreaba que era un maestro de la estrategia, un guerrero brutal.

Con tal reputación, a Eragon le preocupaba la recepción que fuera a darles. Aun así, saber que Brom se había fiado de los vardenos hasta el extremo de ponerse a su servicio tranquilizaba el miedo del muchacho.

Al ver otra vez a Orik, Eragon se había formulado nuevas preguntas.

Obviamente, el túnel era obra de los enanos -nadie más podía cavar con tanta destreza-, pero… ¿éstos formaban parte de los vardenos, o sólo se refugiaban conellos? Eragon había entendido ya que los vardenos se habían escondido bajo tierra para evitar ser descubiertos, pero ¿y los elfos? ¿Dónde estaban?

Durante casi una hora el hombre calvo los guió por el túnel sin extraviarse ni desviarse en ningún momento.

«Habremos recorrido casi un kilómetro y medio -se percató Eragon-. A lo mejor nos llevan al otro lado de la montaña por dentro.»

Al fin una leve luz blanquecina se hizo visible al frente. Eragon achinó los ojos para tratar de descubrir el origen, pero estaba demasiado lejos para concretar ningún detalle. El brillo aumentaba de intensidad a medida que se iban acercando.

Ahora se veían hileras de gruesos pilares de mármol, incrustados de rubíes y amatistas, alineados a lo largo de las paredes y, entre ellos, había muchas antorchas colgadas que inundaban el espacio de un brillo puro; dibujos geométricos realizados en oro refulgían desde las bases de los pilares, como si fueran hilos fundidos, y también había esculpidas cabezas de cuervos que se arqueaban hacia el techo, con los picos abiertos de modo que parecía que estaban a punto de graznar. Al final del pasillo se divisaban dos colosales puertas negras, en las que destacaban unas brillantes líneas plateadas que delimitaban el contorno de una corona de siete puntas tan grande que ocupaba las dos puertas.

El hombre calvo se detuvo y alzó una mano. Después se volvió hacia Eragon:

-Ahora puedes montar tu dragón, pero no intentes alzar el vuelo. Habrá gente mirando, así que recuerda quién eres y cuál es tu situación.

Eragon desmontó de Nieve de Fuego y luego trepó a la grupa de Saphira.

Me parece que nos quieren exhibir -le dijo ella cuando el muchacho se instaló en la silla.

Ya veremos. ¡Ojalá tuviera a Zar'roc! -contestó al tiempo que se ataba las cintas a las piernas.

Tal vez sea mejor que no lleves la espada de Morzan la primera vez que te vean los vardenos.

Cierto.

-Estoy listo -dijo Eragon poniendo la espalda recta.

-Bien -contestó el hombre calvo.

Él y Orik se retiraron a ambos lados de Saphira y mantuvieron la distancia necesaria para que ella quedara claramente en cabeza.

-Ahora caminad hacia las puertas y, cuando se abran, seguid el camino. Id despacio. ¿Preparada? -preguntó Eragon.

Por supuesto.

Saphira se acercó a las puertas con rítmicos pasos. Las escamas le brillaban bajo la luz y emitían destellos de color que bailaban en los pilares. Eragon respiró hondo para acallar sus nervios.

Sin previo aviso, las puertas se abrieron hacia fuera sobre bisagras invisibles. A medida que se ampliaba el hueco entre ellas, rayos de luz se derramaron por el túnel y cayeron sobre Saphira y sobre Eragon. Momentáneamente cegado, el muchacho pestañeó y entrecerró los ojos. Cuando se adaptaron a la luz, dio un grito ahogado.

Estaban en un cráter volcánico gigantesco. Sus paredes se estrechaban hacia una abertura irregular, tan alta que Eragon no pudo medir la distancia: debían de ser casi veinte kilómetros. Un suave rayo de luz caía por la abertura e iluminaba el centro del cráter, aunque el resto de la cavernosa extensión permanecía en una apagada penumbra.

El otro lado del cráter, de un azul brumoso en la distancia, parecía estar a unosquince kilómetros. Gigantescos bloques de hielo, que medirían decenas de metros de anchura y cientos de metros de longitud, pendían a leguas de altura por encima de ellos como dagas brillantes. Eragon sabía por su propia experiencia en el valle que nadie, ni siquiera Saphira, podía alcanzar aquellas puntas tan altas. Más abajo, en las paredes interiores del cráter, la roca estaba cubierta por oscuras alfombras de musgo y de líquen.

El muchacho bajó la mirada y vio un amplio camino de adoquines que se extendía desde el umbral de la puerta. El camino iba directo hacia el centro del cráter y terminaba en la base de un monte, blanco como la nieve, que brillaba con miles de luces de colores, como una gema sin tallar. Este monte medía apenas una décima parte de la altura del cráter, que se alzaba en torno a él, pero su diminuta apariencia era engañosa, pues por lo menos alcanzaba los mil quinientos metros de altura.

Por largo que fuera, el túnel apenas los había llevado hasta un lado de la pared del cráter. Mientras miraba fijamente, Eragon oyó la profunda voz de Orik:

-Mirad bien, humanos, pues ningún Jinete ha posado sus ojos aquí desde hace casi cien años. La alta cumbre que se alza sobre nosotros es Farthen Dür, descubierta hace miles de años por el padre de nuestra raza, Korgan, cuando cavaba un túnel para buscar oro. Y en el centro se halla nuestro mayor logro: Tronjheim, la ciudad-montaña construida con el más puro mármol.

Las puertas crujieron al detenerse. ¡Una ciudad!

Entonces Eragon vio a la multitud. Lo que había contemplado hasta entonces le había llamado tanto la atención que no se había fijado en el denso mar de gente, arracimada en torno a la entrada del túnel. Enanos y humanos, apiñados como árboles en un tupido bosque, flanqueaban el camino de adoquines. Eran cientos… miles. Todas las miradas, todos los rostros, se concentraban en Eragon. Y todos guardaban silencio.

Eragon se agarró a la base de una de las púas de Saphira. Vio criaturas con batas sucias, hombres robustos con los nudillos pelados, mujeres con vestidos de andar por casa y enanos fuertes y curtidos que se toqueteaban las barbas. Todos tenían la misma expresión tensa, propia de un animal herido cuando su predador está cerca y no es posible la huida.

Una capa de sudor empezó a cubrir la cara de Eragon, pero no se atrevió a moverse para retirarla. ¿Qué debo hacer? -preguntó, desesperado.

Sonríe, saluda con la mano, ¡cualquier cosa! -contestó Saphira secamente.

Eragon trató de forzar una sonrisa, pero los labios apenas se le entreabrieron.

Reunió coraje, alzó una mano y la agitó en un remedo de saludo. Al ver que no pasaba nada, se sonrojó de vergüenza, bajó el brazo y agachó la cabeza.

Una sola aclamación rompió el silencio: alguien dio un aplauso sonoro. Durante un instante la multitud dudó, pero luego un rugido salvaje la sacudió y una oleada de ruidos se estrelló sobre Eragon.

-Muy bien -dijo el hombre calvo desde detrás de él-. Y ahora, empieza a caminar.

Aliviado, Eragon se sentó más erecto y, juguetón, preguntó a Saphira: ¿Nos vamos o no?

Ella arqueó el cuello y dio un paso adelante. Al pasar junto a la primera fila de gente, miró a ambos lados y soltó una nubecilla de humo. La multitud se calló y dio un paso atrás, pero luego volvieron a aclamarlos con entusiasmo renovado.

Presumida -la riñó Eragon.

Saphira agitó la cola y lo ignoró. Él miraba fijamente con curiosidad al gentío,apretujado a medida que avanzaban por el camino. Había más enanos que humanos… y muchos lo miraban con resentimiento. Algunos incluso le daban la espalda y se alejaban con rostro pétreo.

Los humanos tenían aspecto de ser gente dura, curtida: los hombres llevaban dagas o cuchillos en el cinto, y muchos de ellos iban armados para la guerra; las mujeres se movían con orgullo, pero parecían ocultar una debilidad profunda, y los escasos niños y bebés miraban a Eragon con los ojos abiertos de par en par. El muchacho sintió con certeza que aquella gente había pasado por grandes tribulaciones y que harían lo que fuera necesario para defenderse.

Los vardenos habían hallado el escondite perfecto: las paredes de Farthen Dür eran tan altas que ni siquiera un dragón habría sido capaz de sobrevolarlas ni ningún ejército podría violar la entrada, aunque lograra encontrar las puertas escondidas.

La muchedumbre se cerraba tras ellos dejando mucho espacio libre a Saphira.

Gradualmente, la gente se fue callando, pero mantenían la atención fija en Eragon. Éste echó un vistazo hacia atrás y vio que Murtagh cabalgaba muy tieso, con la cara pálida.

Al acercarse a la ciudad-montaña, Eragon vio que el mármol blanco de Tronjheim estaba muy pulido y tenía contornos lisos, como si lo hubieran vertido a raudales en ese lugar. Estaba salpicado de incontables ventanas redondas, enmarcadas con tallas muy elaboradas, de las cuales pendían antorchas de distintos colores que proyectaban su suave brillo en la piedra, pero no se veían torres ni chimeneas. Justo delante de ellos, dos grifos de oro de unos diez metros de altura vigilaban una gigantesca puerta de troncos -retranqueada unos veinte metros sobre la base de Tronjheim-, a la sombra de gruesas columnas que soportaban una bóveda en lo más alto.

Al llegar a la base de Tronjheim, Saphira se detuvo para ver si el hombre de la calva les daba alguna instrucción, pero como no recibieron ninguna, siguió caminando hacia la puerta. Alineados en las paredes, se veían unos pilares acanalados de jaspe rojo como la sangre, entre los que se hallaban inmensas estatuas de criaturas extravagantes, representadas para siempre con exactitud por el cincel del escultor.

La pesada puerta tronó al abrirse ante ellos cuando unas cadenas ocultas empezaron a alzar los colosales troncos. Un pasadizo de cuatro pisos de altura se extendía hacia el centro de Tronjheim. Los tres niveles superiores parecían horadados por hileras de arcos que revelaban túneles grises, cuyas curvas desaparecían en la distancia. Había montones de gente en esos arcos, y todos observaban con intensidad a Eragon y a Saphira. En el nivel inferior, en cambio, los arcos estaban cerrados por robustas puertas. Entre los diferentes pisos pendían elaborados tapices, bordados con figuras heroicas y tumultuosas escenas de guerra.

Cuando Saphira pisó el vestíbulo y empezó a desfilar por él, sonó una aclamación. Eragon alzó la mano y provocó otro rugido de la multitud, aunque muchos enanos no se sumaban al griterío de bienvenida.

El pasillo medía un kilómetro y medio y terminaba en un arco flanqueado por pilares negros de ónice. Circonitas amarillas, cuyo tamaño triplicaba el de un hombre de estatura mediana, remataban las oscuras columnas y lanzaban penetrantes rayos amarillos por el camino. Saphira penetró entre las columnas y luego se detuvo y giró el cuello hacia atrás, con un profundo murmullo en el pecho.

Estaban en una habitación redonda, de unos trescientos metros de diámetro, que se alzaba hasta la cumbre de Tronjheim -unos mil quinientos metros más arriba- y que se estrechaba a medida que ascendía. Las paredes estaban cubiertas de arcos: una hilera por cada nivel de la ciudad-montaña, y en el suelo, de un elegante color cobre rojizo, habían grabado un martillo rodeado de doce estrellas plateadas, como en elyelmo de Orik.

En la habitación confluían cuatro caminos -incluido el que acababan de recorrer-, que dividían Tronjheim en cuartos. Todos los caminos eran idénticos, salvo el que se encontraba frente a Eragon, a cuyos lados se abrían altos arcos para dejar a la vista escaleras descendentes que se reflejaban entre sí, como en un espejo, al curvarse hacia el suelo.

El techo estaba cubierto por un zafiro en forma de estrella de un color rojo, como el del alba, y de tamaño monstruoso. La joya medía veinte metros de diámetro y, al menos, otros tantos de grosor. Habían querido esculpir en su superficie una rosa en pleno apogeo, y el artesano había sido tan diestro que la flor casi parecía real. Un amplio cinturón de antorchas envolvía el contorno del zafiro, que lanzaba una red de franjas de luz rojiza sobre cuanto había debajo. Daba la impresión de que los rayos contenidos en la gema eran como un ojo gigantesco que los miraba desde arriba.

Eragon estaba boquiabierto de asombro. Nada en el mundo le habría preparado para contemplar algo así, pues parecía imposible que Tronjheim hubiera sido erigido por seres mortales. Dudó que ni siquiera Urü'baen pudiera competir con las riquezas y las grandezas que allí se veían. Tronjheim representaba un monumento asombroso al poderío y a la perseverancia de los enanos.

El hombre calvo se plantó delante de Saphira y dijo:

-A partir de aquí, tienes que ir a pie.

Sonó un abucheo entre la multitud cuando habló. Un enano se llevó a Tornac y a Nieve de Fuego, y Eragon desmontó de Saphira, pero se quedó a su lado mientras el hombre de la calva los guiaba sobre el suelo de color de cobre hacia el camino de la derecha.

Lo recorrieron durante unas decenas de metros y luego entraron en un pasillo más estrecho. Los guardianes permanecieron a su lado pese a la estrechez del espacio.

Tras cuatro giros bruscos, llegaron a una enorme puerta de cedro, ennegrecida por el tiempo. El hombre calvo la abrió e hizo entrar a todos, excepto a los guardianes.