Aunque habían conseguido volver a llenar parcialmente los odres de agua durante la tormenta, aquella mañana bebieron las últimas reservas del preciado líquido.


-Espero que vayamos en la dirección correcta -comentó Eragon estrujando el odre vacío-, porque nos veremos en apuros si no llegamos hoy a Yazuac.

-Ya he hecho este camino antes -contestó Brom, que no parecía preocupado-.

Tendremos Yazuac a la vista antes de que anochezca.

-Quizá veas algo que no veo yo -contestó Eragon soltando una carcajada de duda-. ¿Cómo puedes saberlo si todo tiene el mismo aspecto en leguas a la redonda?

-Porque no me guío por el terreno, sino por las estrellas y por el sol, que no dejan que uno se extravíe. ¡Vamos, vamos! Es una tontería afligirse sin motivos.

Yazuac estará allí, ya lo verás.

Sus palabras eran ciertas. Saphira fue la primera que vio el pueblo, pero no fue hasta más tarde que Brom y Eragon, lo distinguieron como un bulto oscuro sobre el horizonte. Yazuac aún estaba muy lejos, y sólo se veía gracias a que la llanura era uniformemente plana. A medida que se acercaban, se hizo visible una línea serpenteante a ambos lados del pueblo que desaparecía a lo lejos.

-El río Ninor -dijo Brom señalándolo.

Eragon detuvo a Cadoc.

-Si Saphira se queda con nosotros más tiempo, la verán. ¿Tendría que ocultarse mientras estamos en Yazuac?

Brom se rascó la barbilla y miró hacia el pueblo. -¿Ves ese recodo del río? Dile que espere allí. Está lo bastante lejos de Yazuac para que nadie la encuentre, pero lo suficientemente cerca para que no se quede atrás.

Nosotros iremos al pueblo, buscaremos lo que necesitamos y luego nos reuniremos con ella.

No me gusta -dijo Saphira cuando Eragon le explicó el plan-. Me molesta tener que esconderme siempre como una delincuente.

Sabes muy bien lo que pasaría si nos descubrieran.

La dragona rezongó, pero cedió y voló bajo hasta el lugar.

Ellos, por su parte, apretaron el paso, ansiosos por la comida y la bebida que pronto disfrutarían. A medida que se acercaban a las pequeñas casas, observaron el humo que salía de algunas chimeneas, pero en las calles no había nadie. Un silencio anormal se cernía sobre el pueblo. Por acuerdo tácito, se detuvieron delante de la primera casa.

-No hay ningún perro que ladre -dijo Eragon de pronto.

-No.

-Aunque eso no significa nada.

-No…

-A estas alturas alguien tendría que habernos visto -comentó Eragon después de una pausa.

-Sí.

-Entonces, ¿por qué no sale nadie?

-Quizá tienen miedo -respondió Brom entrecerrando los ojos al mirar al sol.

-Es posible -dijo Eragon, y se quedó callado un momento-. ¿Y si es una trampa? Tal vez los ra'zac nos estén esperando.

-Necesitamos agua y provisiones.

-Tenemos el río Ninor.

-Pero seguimos necesitando provisiones.

-Es cierto. -Eragon miró a su alrededor-. ¿Qué? ¿Entramos?

Brom sacudió las riendas.

-Sí, pero no seamos tontos. Ésta es la entrada principal de Yazuac, y si nos tienden una emboscada, será aquí; sin embargo, nadie nos esperará si llegamos por otro camino. -¿Vamos por ese lado? -preguntó Eragon.

Brom asintió y sacó la espada, que apoyó sobre la silla. Eragon sacó también el arco y le colocó una flecha.

Trotaron despacio dando un rodeo al pueblo, y entraron en él con cautela. Las calles estaban vacías, con la excepción de un pequeño zorro que salió disparado en cuanto se acercaron, y las casas, que tenían los postigos de las ventanas cerrados, estaban a oscuras y no presagiaban nada bueno. Muchas puertas se balanceaban sobre bisagras rotas. Los caballos miraban de aquí para allá, nerviosos, y a Eragon le picaba la palma, pero se aguantó la necesidad de rascarse. Cuando entraron en el centro del pueblo, apretó su arco con fuerza y se quedó pálido.

-Por todos los dioses -murmuró.

Una montaña de cuerpos se alzaba delante de ellos, inmóviles cadáveres con muecas de dolor. La ropa que llevaban y la tierra revuelta a su alrededor estaban empapadas de sangre. Los hombres asesinados yacían sobre las mujeres a las que habían tratado de proteger, las madres aún llevaban a sus hijos en brazos, y los amantes que habían intentado escudarse mutuamente descansaban en el frío abrazo de la muerte. Todos los cuerpos tenían clavadas flechas negras. No había supervivientes: ni jóvenes ni viejos. Pero lo peor de todo era la terrible lanza que coronaba la cima de esa montaña con el cuerpo de un bebé atravesado.

Las lágrimas nublaron la vista de Eragon, que intentó apartar la mirada, pero el rostro inerte de los muertos atraía su atención. Miraba los ojos abiertos de aquella gente y se preguntaba cómo era posible que la vida se extinguiera con tanta facilidad.

«¿Qué significa nuestra existencia si la vida puede acabar así?» Una oleada de desesperación se apoderó de él.

Un cuervo descendió del cielo, como una sombra negra, y se encaramó a la lanza.

Ladeó la cabeza mientras miraba con avidez el cadáver del bebé. -¡No, eso no! -gruñó Eragon, mientras tensaba la cuerda del arco y la soltaba produciendo el sonido característico.

El pájaro cayó hacia atrás con la flecha clavada en el pecho y un revuelo de plumas. Eragon colocó otra flecha en la cuerda, pero sintió una náusea que le subía del estómago y lo obligó a vomitar a un lado de Cadoc.

Brom le dio una palmada en la espalda. -¿Quieres esperarme fuera de Yazuac? -le preguntó con amabilidad cuando Eragon se hubo recuperado.

-No… me quedaré -respondió, tembloroso, y se secó la boca al tiempo que evitaba mirar el atroz espectáculo que tenía delante-. ¿Quién ha podido…?

Pero no le salían las palabras.

-Los que disfrutan con el dolor y con el sufrimiento ajeno -repuso Brom bajando la cabeza-. Tienen muchas caras y disfraces, pero sólo hay un nombre para ellos: el mal. No es posible entenderlo, y sólo podemos apiadarnos y honrar a las víctimas.

Bajó de Nieve de Fuego, dio una vuelta e inspeccionó con atención la tierra pisoteada.

-Los ra'zac han pasado por aquí -dijo despacio-, pero esto no es obra suya. Lo han hecho los úrgalos: la lanza es la prueba de que han sido ellos. Una compañía, unos cien quizá, ha estado en este pueblo, pero es extraño porque sólo sé de unos pocos casos en los que se han reunido en semejante… -Se arrodilló y examinó una huella con mucho cuidado y, lanzando una maldición, corrió hasta Nieve de Fuego y saltó sobre el caballo-. ¡Al galope! -soltó con los dientes apretados mientras espoleaba al caballo-. ¡Todavía hay úrgalos en este lugar!

Eragon apretó los estribos contra Cadoc, y el caballo salió a todo galope tras Nieve de Fuego. Pasaron precipitadamente junto a las casas, y casi al final del pueblo, a Eragon volvió a picarle la palma de la mano. Entonces el muchacho vio un movimiento fugaz a su derecha, y a continuación un puño gigante se estrelló contra él y lo tiró de la silla. Salió disparado del caballo y se estrelló contra una pared, sin soltar el arco sólo por instinto. Jadeante y aturdido, se levantó tambaleándose, mientras se apretaba un costado con una mano.

Tenía delante de él a un úrgalo con una mirada asesina dibujada en la cara. El monstruo era alto, grueso y más ancho que una puerta, de piel gris y amarillentos ojos porcinos; los músculos le sobresalían de los brazos y del pecho, y este último estaba cubierto con un peto demasiado pequeño; llevaba un casco de hierro sobre un par de cuernos de carnero, que le salían en forma de círculo desde las sienes, y un escudo redondo en el brazo, mientras que la imponente mano sostenía una espada corta y temible.

Eragon vio detrás de él a Brom que tiraba de las riendas de Nieve de Fuego y retrocedía, pero la aparición de otro úrgalo, provisto de un hacha, lo detuvo. -¡Huye, no seas tonto! -gritó Brom a Eragon mientras atacaba a su enemigo.

El úrgalo que Eragon tenía delante rugió y blandió la espada con fuerza. El muchacho se echó atrás con un grito de susto mientras el arma le pasaba silbando junto a la mejilla, se dio la vuelta y echó a correr hacia el centro de Yazuac con el corazón palpitándole de manera salvaje.

El úrgalo fue tras él, y el sonido de sus pesadas botas resonó por el camino.

Eragon lanzó un grito desesperado para pedir ayuda a Saphira y puso todo su empeño en ir aún más rápido, pero el úrgalo, que enseñaba unos colmillos enormes entre los cuales parecía que se escapaba un aullido silencioso, ganaba cada vez más terreno a pesar de los esfuerzos del muchacho. Eragon, que ya tenía al úrgalo casi sobre él, colocó una flecha, se detuvo, apuntó y disparó. El monstruo levantó el brazo y la rechazó con el escudo, y antes de que Eragon pudiera volver a dispararle, chocó con el muchacho y cayeron al suelo con los cuerpos entrelazados en un confuso revoltijo.

Eragon se puso de pie de un salto y corrió hacia Brom, que intercambiaba feroces golpes con su oponente desde lo alto de Nieve de Fuego.

«Dónde está el resto de los úrgalos? -se preguntó el muchacho, desesperado-. ¿Estos dos son los únicos que quedan en Yazuac?»

De pronto, se oyó un sonoro chasquido, y Nieve de Fuego retrocedió relinchando al mismo tiempo que Brom se doblaba sobre la silla y le empezaba a salir sangre aborbotones del brazo. El úrgalo que tenía al lado lanzó un aullido de triunfo y levantó el hacha para asestar el golpe mortal.

Eragon lanzó un grito ensordecedor mientras arremetía contra el úrgalo, que se detuvo asombrado y lo miró con desprecio blandiendo el hacha. El chico agachó la cabeza para esquivar los dos hachazos, pero arañó al úrgalo en un costado y le dejó surcos sanguinolentos. El úrgalo, furioso, hizo una mueca y le lanzó otro golpe, que Eragon evitó echándose a un lado para después huir a trompicones por un callejón, pues su intención era alejar a los úrgalos de Brom.

Se metió en un estrecho pasaje entre dos casas, y al darse cuenta de que no tenía salida, se detuvo. Entonces trató de volver sobre sus pasos, pero vio que los úrgalos bloqueaban la entrada y avanzaban hacia él echando maldiciones en su característico tono cascajoso. Eragon giraba la cabeza de un lado a otro en busca de una salida, pero no había ninguna.

Mientras plantaba cara a los úrgalos, una sucesión de imágenes le cruzó por la mente: los aldeanos muertos, apilados alrededor de la lanza, y el inocente bebé que nunca se convertiría en adulto. Al pensar en el terrible destino de esas personas, un poder feroz y ardiente le empezó a bullir en cada parte del cuerpo. Era mucho más que el deseo de justicia: era su ser entero que se rebelaba contra el hecho de la muerte… contra el hecho de dejar de existir. El poder se hacía cada vez más fuerte hasta que se sintió preparado para dar rienda suelta a su fuerza contenida.

Se irguió y se puso tenso sin miedo alguno mientras levantaba tranquilamente el arco. Los úrgalos se reían mientras se protegían con los escudos. Eragon estiró la cuerda como había hecho cientos de veces y alineó la punta de la flecha con el blanco.

La energía que tenía dentro le quemaba, y tenía que liberarla porque de lo contrario lo consumiría. De pronto, una palabra acudió espontáneamente a sus labios, y disparó gritando: -¡Brisingr!

La flecha silbó por el aire con un chisporroteo de luz azul y se clavó en la frente del primer úrgalo. En ese momento resonó una explosión. Un estallido azul destrozó la cabeza del monstruo y mató instantáneamente al otro ser. La onda expansiva alcanzó a Eragon sin darle tiempo a reaccionar, pero pasó a través de él sin hacerle daño y se disipó contra las casas.

Eragon se quedó inmóvil, jadeante, y se miró la palma de la mano que estaba helada: la gedwey ignasia brillaba como metal al rojo vivo pero, mientras la observaba, volvió a la normalidad. El muchacho movió el puño y notó que una oleada de agotamiento lo recorría por completo, al mismo tiempo que se sentía extraño y débil, como si hiciera días que no comía. Le temblaban las rodillas y tuvo que apoyarse contra una pared.