El sol salió a la mañana siguiente con una maravillosa mezcla de colores rosas y amarillos. El aire era fresco, agradable y muy frío; había hielo en las orillas de los arroyos y los charcos estaban completamente helados. Después de desayunar avena cocida, Eragon volvió a la cañada y examinó la zona chamuscada, pero la luz de la mañana no le reveló nuevos detalles, así que emprendió el camino de regreso.


Las desiguales huellas de las presas de caza estaban un poco borradas y, en algunos lugares, desaparecían. Como habían sido impresas por animales, a menudo volvían sobre sus pasos o daban largos rodeos. Pero a pesar de sus imperfecciones, seguían siendo el camino más rápido para salir de las montañas.

Las Vertebradas era el único lugar que el rey Galbatorix no podía considerar de su propiedad. Todavía se contaba la leyenda de que la mitad del ejército del rey había desaparecido al entrar en el bosque milenario de esas montañas. Una nube de desgracias y de mala suerte se cernía sobre ellas: a pesar de que había árboles muy altos y el cielo era luminoso, poca gente podía permanecer mucho tiempo allí sin sufrir algún accidente. Eragon era una de esas pocas personas, no porque poseyera un don especial, según él, sino gracias a una vigilancia constante y a unos agudos reflejos. Aunque hacía años que recorría las montañas, no se fiaba de ellas, y cada vez que creía que conocía todos sus secretos, sucedía algo que le hacía cambiar de opinión: esta vez el cambio lo había provocado la aparición de la gema.

Caminó a paso firme, y las leguas muy pronto quedaron atrás. Al anochecer llegó al borde de un escarpado barranco, a cuyos pies discurría el río Ahora en dirección al valle de Palancar. Alimentado por cientos de arroyuelos, el río era una fuerza brutal que batallaba contra las piedras y las rocas que se interponían en su camino. Un rumor lejano llenaba el aire.

Eragon acampó en un matorral cercano al barranco y vio salir la luna antes de acostarse.

Durante el siguiente día y medio, cada vez hizo más frío.

Eragon caminaba deprisa y prestaba poca atención a la desconfiada fauna.

Poco después del mediodía oyó el monótono ruido de los miles de salpicaduras de las cataratas de Igualda que invadía el espacio. El sendero lo condujo hacia un promontorio de pizarra húmeda, por el que se precipitaba el río antes de lanzarse al aire y acabar cayendo sobre unos acantilados cubiertos de musgo.

Delante del muchacho se extendía el valle de Palancar, que tenía el aspecto de un mapa desplegado. La base de las cataratas de Igualda, a unos ochocientos metros más abajo, era el extremo más septentrional del valle, y cerca de las cataratas se hallaba Carvahall, un conjunto de casas de color marrón de cuyas chimeneas salía humo blanco, como si desafiara al agreste paisaje de los alrededores. Desde esa altura, las granjas eran manchas cuadradas apenas más grandes que la yema de un dedo, y la tierra de alrededor era parda o arenosa, cubierta de hierba seca mecida por el viento. El río Anora serpenteaba desde las cataratas hasta el extremo meridional de Palancar, y reflejaba los rayos del sol. El curso del Anora continuaba a lo lejos pasando por el pueblo de Therinsford y por el solitario monte Utgard, pero a partir de allá, Eragon sólo sabía que el río giraba hacia el norte y seguía rumbo al mar.

Tras una pausa, Eragon dejó el promontorio y, sonriendo, echó a andar sendero abajo. Cuando llegó al valle, el crepúsculo descendía poco a poco sobre el lugar y desdibujaba las formas y los colores hasta convertirlos en masas grises. Las luces de Carvahall brillaban a la luz del atardecer y las casas proyectaban sombras alargadas. Junto con Therinsford, Carvahall era el único pueblo del valle de Palancar; estaba aislado y rodeado de un paisaje duro pero bello. Pocas personas viajaban por allí, salvo algún mercader o algún cazador.

La aldea consistía en sólidas casas de troncos con techos bajos, algunos de paja y otros de tablillas, por cuyas chimeneas salía un humo que impregnaba el ambiente de olor a leña. Las casas tenían amplios porches donde la gente se reunía a conversar o a hacer negocios y, de vez en cuando, se iluminaba una ventana cuando alguien pasaba ante ella con una vela o un candil encendidos.

Eragon oyó que los hombres hablaban en voz muy alta, mientras las mujeres iban de aquí para allá preparándoles la comida y riñéndoles por su tardanza.

El muchacho caminó en zigzag entre las viviendas hasta la tienda del carnicero, una casa amplia de gruesas vigas que, en lo alto, tenía una chimenea que dejaba escapar un humo negro.

Eragon abrió la puerta. La espaciosa estancia estaba caliente y bien iluminada por un fuego que crepitaba en la chimenea. Un mostrador vacío cruzaba la habitación de una punta a otra, y el suelo estaba cubierto de paja. Todo el lugar estaba escrupulosamente limpio, como si el dueño se pasara todo su tiempo libre rebuscando en oscuras rendijas la más minúscula partícula de suciedad. Detrás del mostrador estaba Sloan, el carnicero: un hombre de baja estatura que llevaba una camisa de algodón y un delantal muy largo, manchado de sangre, y de cuyo cinturón colgaba un montón impresionante de cuchillos. La tez del hombre era amarillenta, picada de viruela, y los ojos, negros y de mirada desconfiada. En ese momento estaba limpiando el mostrador con un trapo.

Sloan hizo una mueca con la boca al ver a Eragon.

-Vaya, si tenemos aquí al gran cazador que ha decidido unirse al resto de los mortales. ¿Cuántas presas has cobrado esta vez?

-Ninguna -fue la seca respuesta de Eragon.

El carnicero nunca le había caído bien. Sloan siempre lo trataba con desdén, como si fuera alguien despreciable. El hombre era viudo, y parecía que sólo le importaba una persona: su hija Katrina, a la que adoraba.

-Me sorprende -replicó Sloan con fingido asombro, al tiempo que daba la espalda a Eragon para limpiar algo en la pared-. ¿Y por eso has venido a verme?

-Sí -reconoció Eragon, incómodo.

-En ese caso, enséñame el dinero que traes. -Sloan tamborileó los dedos mientras Eragon movía alternativamente los pies y permanecía en silencio-.

Vamos, ¿tienes o no tienes? ¿Qué pasa?

-En realidad no llevo dinero, pero tengo… -¿Qué? ¿No traes dinero? -lo interrumpió con brusquedad el carnicero-. ¡Y esperas comprar carne! ¿Acaso los otros comerciantes te regalan sus mercancías? ¿O crees que yo te voy a dar los víveres gratis? Además, ya es muy tarde -continuó, con el mismo tono antipático-. Vuelve mañana con dinero. Ahora ya está cerrado.

Eragon le echó una mirada de ira.

-No puedo esperar hasta mañana, Sloan. Pero valdría la pena que me escucharas: he encontrado algo con lo que puedo pagarte.

Sacó la gema de la mochila y la apoyó con suavidad sobre el mostrador, lleno de incisiones. La piedra preciosa brilló a la luz de las llamas que bailaban en la chimenea.

-Es probable que sea robada -murmuró Sloan mientras se inclinaba hacia delante mostrando cierto interés.

Eragon pasó por alto el comentario y preguntó: -¿Es suficiente con esto?

Sloan cogió la gema y calculó su peso especulativamente. Pasó las manos por la suave superficie e inspeccionó las blancas nervaduras. Luego volvió a depositarla con mirada calculadora.

-Es bonita, pero ¿cuánto vale?

-No lo sé -admitió Eragon-, aunque creo que nadie se habría tomado la molestia de pulirla si no tuviera algún valor.

-Eso es evidente -dijo Sloan con fingida paciencia-. Pero ¿cuánto vale?

Como no lo sabes, te recomiendo que busques a un mercader que lo sepa o que aceptes mi oferta de tres coronas. -¡Eso es una miseria! Debe de valer por lo menos diez veces más -protestó Eragon.

Con tres coronas no podía comprar carne ni para una semana.

-Si no te interesa mi oferta -comentó Sloan con un gesto displicente-, espera hasta que lleguen los mercaderes. De todas maneras, ya estoy cansado de esta conversación.

Los mercaderes eran un grupo de comerciantes y de artistas nómadas que visitaban Carvahall en primavera y en invierno. Compraban los excedentes de cualquier producto que los aldeanos y los granjeros habían conseguido fabricar o cultivar, y les vendían lo que necesitaban para pasar otro año: semillas, animales, telas y otros productos como sal y azúcar.

Pero Eragon no quería esperar hasta que llegaran porque aún podían tardar, y su familia necesitaba la carne ya.

-De acuerdo, acepto -dijo.

-Bien, te daré la carne. No es que me importe, pero, ¿dónde la encontraste?

-Hace dos noches, en las Vertebradas… -¡Sal de aquí! -ordenó Sloan apartando la gema.

Se alejó de repente hasta la otra punta del mostrador y empezó a frotar un cuchillo para quitarle la sangre seca. -¿Por qué? -preguntó Eragon mientras se acercaba a la piedra preciosa, como si la quisiera proteger de la cólera de Sloan. -¡No quiero saber nada de lo que traigas de esas malditas montañas! Llévate tu gema embrujada a otra parte.

Sloan, al hacer un movimiento brusco, se cortó un dedo con el cuchillo, pero no pareció darse cuenta y siguió frotando y manchando la hoja con sangre fresca. -¿Te niegas a venderme carne?

-Sí, a no ser que pagues con dinero contante -bramó, y levantando el cuchillo, lo apartó-. ¡Vete antes de que te mate!

De pronto, se abrió la puerta de golpe, y Eragon se volvió con rapidez, a puntopara enfrentarse a nuevas dificultades. Entró ruidosamente Horst, un hombre descomunal, y detrás de él, la hija de Sloan, Katrina -una esbelta joven de dieciséis años-, con una expresión decidida en el rostro. Eragon se sorprendió al verla porque, por lo general, desaparecía cuando su padre discutía. Sloan los miró con recelo y empezó a acusar a Eragon.

-No quería… -¡Silencio! -dijo Horst con voz de trueno mientras hacía crujir los nudillos.

Era el herrero de Carvahall, como lo atestiguaban su grueso cuello y el delantal de cuero que usaba, lleno de marcas. Llevaba los potentes antebrazos al descubierto y, a través de la parte superior de la camisa, se le veía el musculoso y velludo pecho.

Lucía una barba negra mal recortada, enmarañada y torcida como los músculos de las mandíbulas-. Sloan, ¿qué has hecho ahora?

-Nada. -Le lanzó a Eragon una mirada asesina-. Este chico… -espetó-entró y empezó a fastidiarme. Le dije que se largara, pero se plantificó ahí. Incluso lo amenacé, pero no me hizo caso.

Parecía que Sloan se encogía mientras miraba a Horst. -¿Es verdad? -preguntó el herrero. -¡No! -respondió Eragon-. Le ofrecí esta gema para pagarle un poco de carne, y aceptó. Pero cuando le dije que la había encontrado en las Vertebradas, se negó incluso a tocarla. ¿Qué importa de dónde venga?

Horst miró la piedra preciosa con curiosidad, y a continuación, dirigió la vista al carnicero.

-A mí personalmente no me gustan las Vertebradas, pero si la cuestión es el valor de la gema, yo mismo la respaldaré con mi dinero. ¿Por qué no llegas a un acuerdo con él, Sloan?

La pregunta flotó en el aire por un momento.

-Esta es mi tienda -replicó Sloan pasándose la lengua por los labios-, y hago lo que quiero.

Katrina salió de detrás de Horst y se echó el cabello color caoba sobre los hombros, como una ráfaga de cobre fundido.

-Padre, Eragon está dispuesto a pagarte. Dale la carne, y después cenaremos.

-Vuelve a casa -contestó Sloan entornando los ojos amenazadoramente-.

Esto no es asunto tuyo… ¡Vete!

El rostro de Katrina se endureció, y la joven salió muy tensa de la habitación.

Eragon contempló la escena con desaprobación, pero no se atrevió a intervenir. Horst se quedó mesándose la barba hasta que dijo con tono de reproche:

-Muy bien, puedes hacer negocios conmigo, Eragon. ¿Cuánto pensabas ganar?

La voz del herrero retumbó en la estancia. -¡Lo máximo posible!

Horst sacó una bolsa y contó una pila de monedas.

-Dame tu mejor carne para asar y tus mejores filetes, y asegúrate de llenar la mochila de Eragon. -El carnicero dudó. Los ojos del hombre iban de Eragon a Horst y viceversa-. Y te aconsejo que a mí sí que me vendas la carne.

Sloan, con una mirada venenosa, se escabulló hacia la trastienda, desde donde les llegó el sonido de un frenético ruido de hachazos, y escucharon cómo envolvía algo a la vez que susurraba maldiciones. Al cabo de unos incómodos minutos, volvió con un montón de carne ya envuelta, aceptó el dinero de Horst con cara inexpresiva y se puso a limpiar el cuchillo como si ellos no existieran.

Horst recogió rápidamente la carne y salieron. Eragon, cargando la mochila y la gema, corrió detrás de él, mientras el vigorizante aire nocturno les refrescaba la cara después de soportar el sofocante ambiente de la tienda.

-Gracias, Horst. Tío Garrow estará encantado.

-No me lo agradezcas -contestó Horst riéndose en voz baja-. Hace tiempo que le tenía ganas. Sloan es un maldito pendenciero, y se merece que lo humillen.

Katrina oyó lo que estaba pasando y corrió a buscarme. Y suerte que vine… porque estabais a punto de pasar a las manos. Lamentablemente, dudo que vuelva a atenderte, ni a ti ni a ninguno de tu familia, la próxima vez que entréis en la tienda aunque llevéis dinero. -¿Por qué explotó de esa manera? Nunca ha sido amable, pero siempre ha aceptado nuestras monedas. Y jamás lo vi tratar a Katrina así -dijo Eragon, y abrió su mochila.

-Pregúntaselo a tu tío -contestó Horst encogiéndose de hombros-. Sabe más de eso que yo.

Eragon guardó la carne en la mochila.

-Bueno, ahora tengo más motivos para volver corriendo a casa: resolver el misterio. Toma, esto es tuyo -dijo, y le tendió la gema.

-No -se rió Horst entre dientes-, guárdate tu extraña piedra preciosa. En cuanto al pago… resulta que Albriech piensa irse a Feinster la primavera próxima.

Quiere ser maestro herrero, así que voy a necesitar un aprendiz. Puedes venir en tus días libres y trabajar hasta saldar la deuda.

Eragon hizo una leve reverencia, encantado. Horst tenía dos hijos: Albriech y Baldor, y ambos trabajaban en la forja. Ocupar el puesto de uno de ellos era una generosa oferta. -¡Gracias de nuevo! Me encantará trabajar contigo.

A Eragon le complacía la posibilidad de pagarle a Horst porque su tío nunca aceptaría caridad. De repente, recordó lo que le había dicho su primo antes de que él se fuera a cazar.

-Roran me pidió que le diera un mensaje a Katrina, pero como no me es posible, ¿podrías dárselo tú?

-Claro.

-Quiere que sepa que volverá al pueblo en cuanto lleguen los mercaderes, y entonces la verá. -¿Eso es todo?

Eragon estaba un poco incómodo.

-No, también quiere que sepa que la considera la muchacha más hermosa que ha visto en su vida, y que no piensa en nadie más que en ella.

Horst soltó una carcajada y le guiñó un ojo a Eragon.

-Parece que la cosa va en serio, ¿no?

-Sí, señor -respondió deprisa Eragon devolviéndole la sonrisa-. ¿Podrías también darle las gracias a Katrina de mi parte? Fue un magnífico gesto plantarle cara a su padre por mí. Espero que no la castigue, pues Roran se pondría furioso si tiene dificultades por mi culpa.

-Yo no me preocuparía. Sloan no sabe que fue ella la que me llamó, así que no creo que sea muy duro. ¿Quieres beber algo conmigo antes de irte?

-Lo siento, pero no puedo. Garrow me está esperando -dijo Eragon, y cerró la mochila.

Se la cargó al hombro, echó a andar por el camino y se despidió con la mano.

La carne pesaba y le hacía ir más despacio, pero como estaba ansioso por llegar a casa aceleró el paso con renovadas fuerzas. El pueblo acababa bruscamente, por lo que las luces quedaron atrás muy pronto. La luna con su brillo nacarado se asomó por las montañas y derramó una fantasmagórica luz diurna sobre el campo. Todo parecía blanquecino y sin ninguna forma que sobresaliera.

Casi al final de su viaje dejó el camino, que continuaba hacia el sur, y tomó un sendero que discurría entre unas hierbas tan altas que le llegaban hasta la cintura, y ascendía por un montículo, casi oculto bajo las sombras protectoras de los olmos. Al coronar la colina, vio una tenue luz que salía de su hogar.

La casa tenía el techo de tablillas, una chimenea de ladrillo y aleros que sobresalían de las paredes encaladas y proyectaban su sombra en el suelo. La leña, lista para hacer fuego, se apilaba en un extremo del porche cerrado. Y en el otro extremo había un montón de herramientas de labranza.

La casa llevaba abandonada medio siglo cuando se trasladaron a ella, tras la muerte de Marian, la esposa de Garrow. Quedaba a quince kilómetros de Carvahall, más alejada que ninguna. La gente la consideraba una distancia peligrosa porque la familia no podía contar con la ayuda de nadie del pueblo si se encontraban en algún apuro, pero el tío de Eragon hacía oídos sordos.

A treinta metros de la casa, en un descolorido establo, vivían dos caballos - Birka y Brugh -, algunos pollos y una vaca. A veces había un cerdo, pero ese año no habían podido permitirse el lujo de tener ninguno. También había un carro metido entre los departamentos del establo. En los límites de las tierras, una densa hilera de árboles discurría junto al río Anora.

Cuando Eragon, agotado, llegó al porche, vio que una luz oscilaba detrás de la ventana.

-Tío, soy yo, Eragon, ábreme.

Una pequeña contraventana se entreabrió sólo un segundo, y a continuación la puerta se abrió hacia dentro.

Garrow estaba de pie y apoyaba la mano en la puerta. La ropa que llevaba le colgaba como si fueran harapos suspendidos de una percha. Sin embargo, a pesar del rostro enjuto y de aspecto hambriento y del cabello entrecano, los ojos tenían una gran viveza. Parecía un hombre al que hubieran empezado a momificar antes de descubrir que aún estaba vivo.

-Roran está durmiendo -fue su respuesta a la mirada interrogante de Eragon.

Una lámpara oscilaba sobre una mesa de madera tan vieja que parecía que las vetas se extendían formando ondas diminutas como una gigantesca huella dactilar. Cerca de una cocina económica, había una hilera de utensilios colgados en la pared con clavos de fabricación casera. Una segunda puerta daba al resto de la casa; el suelo era de tablones, desgastados por las pisadas a lo largo de los años.

Eragon dejó la mochila y sacó la carne. -¿Qué es esto? ¿Has comprado carne? ¿De dónde has sacado el dinero? -le preguntó su tío con aspereza al ver los paquetes envueltos.

Eragon respiró profundamente antes de responder.

-No, nos la ha comprado Horst. -¿Y le has dejado pagar? Te lo tengo dicho: yo no pido comida. Si no podemos alimentarnos solos, deberíamos irnos a la ciudad. Antes de que nos demos cuenta, estarán mandándonos ropa usada y preguntándonos si podemospasar el invierno.

La cara de Garrow estaba pálida de ira.

-No he aceptado caridad -replicó Eragon-. Horst accedió a dejarme trabajar con él esta primavera para pagarle la deuda. Necesita a alguien que lo ayude porque Albriech se marcha. -¿Y de dónde sacarás el tiempo para trabajar con él? ¿Acaso no piensas ocuparte de todo lo que hay que hacer aquí? -preguntó Garrow esforzándose en bajar la voz.

Eragon colgó el arco y el carcaj de unos ganchos en la puerta de entrada.

-No sé cómo lo haré -respondió, irritado-. Además, he encontrado algo que tal vez valga un poco de dinero.

Y dejó la piedra preciosa sobre la mesa.

Garrow se inclinó sobre ella; el aspecto hambriento del rostro del hombre se convirtió en voracidad mientras movía los dedos con un extraño temblor. -¿La has encontrado en las Vertebradas?

-Sí -respondió Eragon, y le contó lo que había sucedido-. Y para colmo, perdí mi mejor flecha, así que pronto tendré que hacer otras.

Ambos se quedaron mirando la gema en la semipenumbra. -¿Qué tal el tiempo? -preguntó el tío mientras levantaba la gema y la sostenía con fuerza, como si temiera que fuera a desaparecer de pronto.

-Frío -fue la respuesta de Eragon-. No nevó, pero heló todas las noches.

Garrow parecía preocupado por las novedades.

-Mañana tendrás que ayudar a Roran a acabar la siega de la cebada. Si también pudiéramos recoger las calabazas, no tendríamos que preocuparnos por las heladas. -Le pasó la gema a Eragon-. Guárdala. Cuando vengan los mercaderes, sabremos cuánto vale. Probablemente lo mejor será venderla porque cuanto menos nos metamos con la magia, mejor… ¿Por qué pagó Horst la carne?

Eragon no tardó nada en explicarle la pelea con Sloan.

-No sé por qué se enfadó tanto.

-La mujer de Sloan, Ismira, se cayó en las cataratas de Igualda un año antes de que tú llegaras aquí -explicó Garrow encogiéndose de hombros-. Desde entonces ni se acerca a las Vertebradas ni quiere oír hablar de ellas. Pero ésa no es razón para no querer aceptar un pago. Creo que sólo quería molestarte. -¡Qué bien estar otra vez en casa! -exclamó Eragon balanceándose con ojos adormilados.

La mirada de Garrow se ablandó y asintió. Eragon llegó a trompicones a su habitación, metió la piedra preciosa debajo de la cama y se tumbó sobre el colchón.

«¡Al fin en casa!» Y por primera vez desde que había salido de cacería, se relajó completamente y el sueño se apoderó de él.