Las desiguales huellas de las presas de caza estaban un poco
borradas y, en algunos lugares, desaparecían. Como habían sido
impresas por animales, a menudo volvían sobre sus pasos o daban
largos rodeos. Pero a pesar de sus imperfecciones, seguían siendo
el camino más rápido para salir de las montañas.
Las Vertebradas era el único lugar que el rey Galbatorix no
podía considerar de su propiedad. Todavía se contaba la leyenda de
que la mitad del ejército del rey había desaparecido al entrar en
el bosque milenario de esas montañas. Una nube de desgracias y de
mala suerte se cernía sobre ellas: a pesar de que había árboles muy
altos y el cielo era luminoso, poca gente podía permanecer mucho
tiempo allí sin sufrir algún accidente. Eragon era una de esas
pocas personas, no porque poseyera un don especial, según él, sino
gracias a una vigilancia constante y a unos agudos reflejos. Aunque
hacía años que recorría las montañas, no se fiaba de ellas, y cada
vez que creía que conocía todos sus secretos, sucedía algo que le
hacía cambiar de opinión: esta vez el cambio lo había provocado la
aparición de la gema.
Caminó a paso firme, y las leguas muy pronto quedaron atrás.
Al anochecer llegó al borde de un escarpado barranco, a cuyos pies
discurría el río Ahora en dirección al valle de Palancar.
Alimentado por cientos de arroyuelos, el río era una fuerza brutal
que batallaba contra las piedras y las rocas que se interponían en
su camino. Un rumor lejano llenaba el aire.
Eragon acampó en un matorral cercano al barranco y vio salir
la luna antes de acostarse.
Durante el siguiente día y medio, cada vez hizo más
frío.
Eragon caminaba deprisa y prestaba poca atención a la
desconfiada fauna.
Poco después del mediodía oyó el monótono ruido de los miles
de salpicaduras de las cataratas de Igualda que invadía el espacio.
El sendero lo condujo hacia un promontorio de pizarra húmeda, por
el que se precipitaba el río antes de lanzarse al aire y acabar
cayendo sobre unos acantilados cubiertos de musgo.
Delante del muchacho se extendía el valle de Palancar, que
tenía el aspecto de un mapa desplegado. La base de las cataratas de
Igualda, a unos ochocientos metros más abajo, era el extremo más
septentrional del valle, y cerca de las cataratas se hallaba
Carvahall, un conjunto de casas de color marrón de cuyas chimeneas
salía humo blanco, como si desafiara al agreste paisaje de los
alrededores. Desde esa altura, las granjas eran manchas cuadradas
apenas más grandes que la yema de un dedo, y la tierra de alrededor
era parda o arenosa, cubierta de hierba seca mecida por el viento.
El río Anora serpenteaba desde las cataratas hasta el extremo
meridional de Palancar, y reflejaba los rayos del sol. El curso del
Anora continuaba a lo lejos pasando por el pueblo de Therinsford y
por el solitario monte Utgard, pero a partir de allá, Eragon sólo
sabía que el río giraba hacia el norte y seguía rumbo al
mar.
Tras una pausa, Eragon dejó el promontorio y, sonriendo, echó
a andar sendero abajo. Cuando llegó al valle, el crepúsculo
descendía poco a poco sobre el lugar y desdibujaba las formas y los
colores hasta convertirlos en masas grises. Las luces de Carvahall
brillaban a la luz del atardecer y las casas proyectaban sombras
alargadas. Junto con Therinsford, Carvahall era el único pueblo del
valle de Palancar; estaba aislado y rodeado de un paisaje duro pero
bello. Pocas personas viajaban por allí, salvo algún mercader o
algún cazador.
La aldea consistía en sólidas casas de troncos con techos
bajos, algunos de paja y otros de tablillas, por cuyas chimeneas
salía un humo que impregnaba el ambiente de olor a leña. Las casas
tenían amplios porches donde la gente se reunía a conversar o a
hacer negocios y, de vez en cuando, se iluminaba una ventana cuando
alguien pasaba ante ella con una vela o un candil
encendidos.
Eragon oyó que los hombres hablaban en voz muy alta, mientras
las mujeres iban de aquí para allá preparándoles la comida y
riñéndoles por su tardanza.
El muchacho caminó en zigzag entre las viviendas hasta la
tienda del carnicero, una casa amplia de gruesas vigas que, en lo
alto, tenía una chimenea que dejaba escapar un humo
negro.
Eragon abrió la puerta. La espaciosa estancia estaba caliente
y bien iluminada por un fuego que crepitaba en la chimenea. Un
mostrador vacío cruzaba la habitación de una punta a otra, y el
suelo estaba cubierto de paja. Todo el lugar estaba
escrupulosamente limpio, como si el dueño se pasara todo su tiempo
libre rebuscando en oscuras rendijas la más minúscula partícula de
suciedad. Detrás del mostrador estaba Sloan, el carnicero: un
hombre de baja estatura que llevaba una camisa de algodón y un
delantal muy largo, manchado de sangre, y de cuyo cinturón colgaba
un montón impresionante de cuchillos. La tez del hombre era
amarillenta, picada de viruela, y los ojos, negros y de mirada
desconfiada. En ese momento estaba limpiando el mostrador con un
trapo.
Sloan hizo una mueca con la boca al ver a
Eragon.
-Vaya, si tenemos aquí al gran cazador que ha decidido unirse
al resto de los mortales. ¿Cuántas presas has cobrado esta
vez?
-Ninguna -fue la seca respuesta de Eragon.
El carnicero nunca le había caído bien. Sloan siempre lo
trataba con desdén, como si fuera alguien despreciable. El hombre
era viudo, y parecía que sólo le importaba una persona: su hija
Katrina, a la que adoraba.
-Me sorprende -replicó Sloan con fingido asombro, al tiempo
que daba la espalda a Eragon para limpiar algo en la pared-. ¿Y por
eso has venido a verme?
-Sí -reconoció Eragon, incómodo.
-En ese caso, enséñame el dinero que traes. -Sloan tamborileó
los dedos mientras Eragon movía alternativamente los pies y
permanecía en silencio-.
Vamos, ¿tienes o no tienes? ¿Qué pasa?
-En realidad no llevo dinero, pero tengo… -¿Qué? ¿No traes
dinero? -lo interrumpió con brusquedad el carnicero-. ¡Y esperas
comprar carne! ¿Acaso los otros comerciantes te regalan sus
mercancías? ¿O crees que yo te voy a dar los víveres gratis?
Además, ya es muy tarde -continuó, con el mismo tono antipático-.
Vuelve mañana con dinero. Ahora ya está cerrado.
Eragon le echó una mirada de ira.
-No puedo esperar hasta mañana, Sloan. Pero valdría la pena
que me escucharas: he encontrado algo con lo que puedo
pagarte.
Sacó la gema de la mochila y la apoyó con suavidad sobre el
mostrador, lleno de incisiones. La piedra preciosa brilló a la luz
de las llamas que bailaban en la chimenea.
-Es probable que sea robada -murmuró Sloan mientras se
inclinaba hacia delante mostrando cierto interés.
Eragon pasó por alto el comentario y preguntó: -¿Es
suficiente con esto?
Sloan cogió la gema y calculó su peso especulativamente. Pasó
las manos por la suave superficie e inspeccionó las blancas
nervaduras. Luego volvió a depositarla con mirada
calculadora.
-Es bonita, pero ¿cuánto vale?
-No lo sé -admitió Eragon-, aunque creo que nadie se habría
tomado la molestia de pulirla si no tuviera algún
valor.
-Eso es evidente -dijo Sloan con fingida paciencia-. Pero
¿cuánto vale?
Como no lo sabes, te recomiendo que busques a un mercader que
lo sepa o que aceptes mi oferta de tres coronas. -¡Eso es una
miseria! Debe de valer por lo menos diez veces más -protestó
Eragon.
Con tres coronas no podía comprar carne ni para una
semana.
-Si no te interesa mi oferta -comentó Sloan con un gesto
displicente-, espera hasta que lleguen los mercaderes. De todas
maneras, ya estoy cansado de esta conversación.
Los mercaderes eran un grupo de comerciantes y de artistas
nómadas que visitaban Carvahall en primavera y en invierno.
Compraban los excedentes de cualquier producto que los aldeanos y
los granjeros habían conseguido fabricar o cultivar, y les vendían
lo que necesitaban para pasar otro año: semillas, animales, telas y
otros productos como sal y azúcar.
Pero Eragon no quería esperar hasta que llegaran porque aún
podían tardar, y su familia necesitaba la carne
ya.
-De acuerdo, acepto -dijo.
-Bien, te daré la carne. No es que me importe, pero, ¿dónde
la encontraste?
-Hace dos noches, en las Vertebradas… -¡Sal de aquí! -ordenó
Sloan apartando la gema.
Se alejó de repente hasta la otra punta del mostrador y
empezó a frotar un cuchillo para quitarle la sangre seca. -¿Por
qué? -preguntó Eragon mientras se acercaba a la piedra preciosa,
como si la quisiera proteger de la cólera de Sloan. -¡No quiero
saber nada de lo que traigas de esas malditas montañas! Llévate tu
gema embrujada a otra parte.
Sloan, al hacer un movimiento brusco, se cortó un dedo con el
cuchillo, pero no pareció darse cuenta y siguió frotando y
manchando la hoja con sangre fresca. -¿Te niegas a venderme
carne?
-Sí, a no ser que pagues con dinero contante -bramó, y
levantando el cuchillo, lo apartó-. ¡Vete antes de que te
mate!
De pronto, se abrió la puerta de golpe, y Eragon se volvió
con rapidez, a puntopara enfrentarse a nuevas dificultades. Entró
ruidosamente Horst, un hombre descomunal, y detrás de él, la hija
de Sloan, Katrina -una esbelta joven de dieciséis años-, con una
expresión decidida en el rostro. Eragon se sorprendió al verla
porque, por lo general, desaparecía cuando su padre discutía. Sloan
los miró con recelo y empezó a acusar a Eragon.
-No quería… -¡Silencio! -dijo Horst con voz de trueno
mientras hacía crujir los nudillos.
Era el herrero de Carvahall, como lo atestiguaban su grueso
cuello y el delantal de cuero que usaba, lleno de marcas. Llevaba
los potentes antebrazos al descubierto y, a través de la parte
superior de la camisa, se le veía el musculoso y velludo
pecho.
Lucía una barba negra mal recortada, enmarañada y torcida
como los músculos de las mandíbulas-. Sloan, ¿qué has hecho
ahora?
-Nada. -Le lanzó a Eragon una mirada asesina-. Este chico…
-espetó-entró y empezó a fastidiarme. Le dije que se largara, pero
se plantificó ahí. Incluso lo amenacé, pero no me hizo
caso.
Parecía que Sloan se encogía mientras miraba a Horst. -¿Es
verdad? -preguntó el herrero. -¡No! -respondió Eragon-. Le ofrecí
esta gema para pagarle un poco de carne, y aceptó. Pero cuando le
dije que la había encontrado en las Vertebradas, se negó incluso a
tocarla. ¿Qué importa de dónde venga?
Horst miró la piedra preciosa con curiosidad, y a
continuación, dirigió la vista al carnicero.
-A mí personalmente no me gustan las Vertebradas, pero si la
cuestión es el valor de la gema, yo mismo la respaldaré con mi
dinero. ¿Por qué no llegas a un acuerdo con él,
Sloan?
La pregunta flotó en el aire por un momento.
-Esta es mi tienda -replicó Sloan pasándose la lengua por los
labios-, y hago lo que quiero.
Katrina salió de detrás de Horst y se echó el cabello color
caoba sobre los hombros, como una ráfaga de cobre
fundido.
-Padre, Eragon está dispuesto a pagarte. Dale la carne, y
después cenaremos.
-Vuelve a casa -contestó Sloan entornando los ojos
amenazadoramente-.
Esto no es asunto tuyo… ¡Vete!
El rostro de Katrina se endureció, y la joven salió muy tensa
de la habitación.
Eragon contempló la escena con desaprobación, pero no se
atrevió a intervenir. Horst se quedó mesándose la barba hasta que
dijo con tono de reproche:
-Muy bien, puedes hacer negocios conmigo, Eragon. ¿Cuánto
pensabas ganar?
La voz del herrero retumbó en la estancia. -¡Lo máximo
posible!
Horst sacó una bolsa y contó una pila de
monedas.
-Dame tu mejor carne para asar y tus mejores filetes, y
asegúrate de llenar la mochila de Eragon. -El carnicero dudó. Los
ojos del hombre iban de Eragon a Horst y viceversa-. Y te aconsejo
que a mí sí que me vendas la carne.
Sloan, con una mirada venenosa, se escabulló hacia la
trastienda, desde donde les llegó el sonido de un frenético ruido
de hachazos, y escucharon cómo envolvía algo a la vez que susurraba
maldiciones. Al cabo de unos incómodos minutos, volvió con un
montón de carne ya envuelta, aceptó el dinero de Horst con cara
inexpresiva y se puso a limpiar el cuchillo como si ellos no
existieran.
Horst recogió rápidamente la carne y salieron. Eragon,
cargando la mochila y la gema, corrió detrás de él, mientras el
vigorizante aire nocturno les refrescaba la cara después de
soportar el sofocante ambiente de la tienda.
-Gracias, Horst. Tío Garrow estará
encantado.
-No me lo agradezcas -contestó Horst riéndose en voz baja-.
Hace tiempo que le tenía ganas. Sloan es un maldito pendenciero, y
se merece que lo humillen.
Katrina oyó lo que estaba pasando y corrió a buscarme. Y
suerte que vine… porque estabais a punto de pasar a las manos.
Lamentablemente, dudo que vuelva a atenderte, ni a ti ni a ninguno
de tu familia, la próxima vez que entréis en la tienda aunque
llevéis dinero. -¿Por qué explotó de esa manera? Nunca ha sido
amable, pero siempre ha aceptado nuestras monedas. Y jamás lo vi
tratar a Katrina así -dijo Eragon, y abrió su
mochila.
-Pregúntaselo a tu tío -contestó Horst encogiéndose de
hombros-. Sabe más de eso que yo.
Eragon guardó la carne en la mochila.
-Bueno, ahora tengo más motivos para volver corriendo a casa:
resolver el misterio. Toma, esto es tuyo -dijo, y le tendió la
gema.
-No -se rió Horst entre dientes-, guárdate tu extraña piedra
preciosa. En cuanto al pago… resulta que Albriech piensa irse a
Feinster la primavera próxima.
Quiere ser maestro herrero, así que voy a necesitar un
aprendiz. Puedes venir en tus días libres y trabajar hasta saldar
la deuda.
Eragon hizo una leve reverencia, encantado. Horst tenía dos
hijos: Albriech y Baldor, y ambos trabajaban en la forja. Ocupar el
puesto de uno de ellos era una generosa oferta. -¡Gracias de nuevo!
Me encantará trabajar contigo.
A Eragon le complacía la posibilidad de pagarle a Horst
porque su tío nunca aceptaría caridad. De repente, recordó lo que
le había dicho su primo antes de que él se fuera a
cazar.
-Roran me pidió que le diera un mensaje a Katrina, pero como
no me es posible, ¿podrías dárselo tú?
-Claro.
-Quiere que sepa que volverá al pueblo en cuanto lleguen los
mercaderes, y entonces la verá. -¿Eso es todo?
Eragon estaba un poco incómodo.
-No, también quiere que sepa que la considera la muchacha más
hermosa que ha visto en su vida, y que no piensa en nadie más que
en ella.
Horst soltó una carcajada y le guiñó un ojo a
Eragon.
-Parece que la cosa va en serio, ¿no?
-Sí, señor -respondió deprisa Eragon devolviéndole la
sonrisa-. ¿Podrías también darle las gracias a Katrina de mi parte?
Fue un magnífico gesto plantarle cara a su padre por mí. Espero que
no la castigue, pues Roran se pondría furioso si tiene dificultades
por mi culpa.
-Yo no me preocuparía. Sloan no sabe que fue ella la que me
llamó, así que no creo que sea muy duro. ¿Quieres beber algo
conmigo antes de irte?
-Lo siento, pero no puedo. Garrow me está esperando -dijo
Eragon, y cerró la mochila.
Se la cargó al hombro, echó a andar por el camino y se
despidió con la mano.
La carne pesaba y le hacía ir más despacio, pero como estaba
ansioso por llegar a casa aceleró el paso con renovadas fuerzas. El
pueblo acababa bruscamente, por lo que las luces quedaron atrás muy
pronto. La luna con su brillo nacarado se asomó por las montañas y
derramó una fantasmagórica luz diurna sobre el campo. Todo parecía
blanquecino y sin ninguna forma que sobresaliera.
Casi al final de su viaje dejó el camino, que continuaba
hacia el sur, y tomó un sendero que discurría entre unas hierbas
tan altas que le llegaban hasta la cintura, y ascendía por un
montículo, casi oculto bajo las sombras protectoras de los olmos.
Al coronar la colina, vio una tenue luz que salía de su
hogar.
La casa tenía el techo de tablillas, una chimenea de ladrillo
y aleros que sobresalían de las paredes encaladas y proyectaban su
sombra en el suelo. La leña, lista para hacer fuego, se apilaba en
un extremo del porche cerrado. Y en el otro extremo había un montón
de herramientas de labranza.
La casa llevaba abandonada medio siglo cuando se trasladaron
a ella, tras la muerte de Marian, la esposa de Garrow. Quedaba a
quince kilómetros de Carvahall, más alejada que ninguna. La gente
la consideraba una distancia peligrosa porque la familia no podía
contar con la ayuda de nadie del pueblo si se encontraban en algún
apuro, pero el tío de Eragon hacía oídos sordos.
A treinta metros de la casa, en un descolorido establo,
vivían dos caballos - Birka y Brugh -, algunos pollos y una vaca. A
veces había un cerdo, pero ese año no habían podido permitirse el
lujo de tener ninguno. También había un carro metido entre los
departamentos del establo. En los límites de las tierras, una densa
hilera de árboles discurría junto al río Anora.
Cuando Eragon, agotado, llegó al porche, vio que una luz
oscilaba detrás de la ventana.
-Tío, soy yo, Eragon, ábreme.
Una pequeña contraventana se entreabrió sólo un segundo, y a
continuación la puerta se abrió hacia dentro.
Garrow estaba de pie y apoyaba la mano en la puerta. La ropa
que llevaba le colgaba como si fueran harapos suspendidos de una
percha. Sin embargo, a pesar del rostro enjuto y de aspecto
hambriento y del cabello entrecano, los ojos tenían una gran
viveza. Parecía un hombre al que hubieran empezado a momificar
antes de descubrir que aún estaba vivo.
-Roran está durmiendo -fue su respuesta a la mirada
interrogante de Eragon.
Una lámpara oscilaba sobre una mesa de madera tan vieja que
parecía que las vetas se extendían formando ondas diminutas como
una gigantesca huella dactilar. Cerca de una cocina económica,
había una hilera de utensilios colgados en la pared con clavos de
fabricación casera. Una segunda puerta daba al resto de la casa; el
suelo era de tablones, desgastados por las pisadas a lo largo de
los años.
Eragon dejó la mochila y sacó la carne. -¿Qué es esto? ¿Has
comprado carne? ¿De dónde has sacado el dinero? -le preguntó su tío
con aspereza al ver los paquetes envueltos.
Eragon respiró profundamente antes de
responder.
-No, nos la ha comprado Horst. -¿Y le has dejado pagar? Te lo
tengo dicho: yo no pido comida. Si no podemos alimentarnos solos,
deberíamos irnos a la ciudad. Antes de que nos demos cuenta,
estarán mandándonos ropa usada y preguntándonos si podemospasar el
invierno.
La cara de Garrow estaba pálida de ira.
-No he aceptado caridad -replicó Eragon-. Horst accedió a
dejarme trabajar con él esta primavera para pagarle la deuda.
Necesita a alguien que lo ayude porque Albriech se marcha. -¿Y de
dónde sacarás el tiempo para trabajar con él? ¿Acaso no piensas
ocuparte de todo lo que hay que hacer aquí? -preguntó Garrow
esforzándose en bajar la voz.
Eragon colgó el arco y el carcaj de unos ganchos en la puerta
de entrada.
-No sé cómo lo haré -respondió, irritado-. Además, he
encontrado algo que tal vez valga un poco de
dinero.
Y dejó la piedra preciosa sobre la mesa.
Garrow se inclinó sobre ella; el aspecto hambriento del
rostro del hombre se convirtió en voracidad mientras movía los
dedos con un extraño temblor. -¿La has encontrado en las
Vertebradas?
-Sí -respondió Eragon, y le contó lo que había sucedido-. Y
para colmo, perdí mi mejor flecha, así que pronto tendré que hacer
otras.
Ambos se quedaron mirando la gema en la semipenumbra. -¿Qué
tal el tiempo? -preguntó el tío mientras levantaba la gema y la
sostenía con fuerza, como si temiera que fuera a desaparecer de
pronto.
-Frío -fue la respuesta de Eragon-. No nevó, pero heló todas
las noches.
Garrow parecía preocupado por las novedades.
-Mañana tendrás que ayudar a Roran a acabar la siega de la
cebada. Si también pudiéramos recoger las calabazas, no tendríamos
que preocuparnos por las heladas. -Le pasó la gema a Eragon-.
Guárdala. Cuando vengan los mercaderes, sabremos cuánto vale.
Probablemente lo mejor será venderla porque cuanto menos nos
metamos con la magia, mejor… ¿Por qué pagó Horst la
carne?
Eragon no tardó nada en explicarle la pelea con
Sloan.
-No sé por qué se enfadó tanto.
-La mujer de Sloan, Ismira, se cayó en las cataratas de
Igualda un año antes de que tú llegaras aquí -explicó Garrow
encogiéndose de hombros-. Desde entonces ni se acerca a las
Vertebradas ni quiere oír hablar de ellas. Pero ésa no es razón
para no querer aceptar un pago. Creo que sólo quería molestarte.
-¡Qué bien estar otra vez en casa! -exclamó Eragon balanceándose
con ojos adormilados.
La mirada de Garrow se ablandó y asintió. Eragon llegó a
trompicones a su habitación, metió la piedra preciosa debajo de la
cama y se tumbó sobre el colchón.
«¡Al fin en casa!» Y por primera vez desde que había salido
de cacería, se relajó completamente y el sueño se apoderó de
él.