Roran se sentó en una silla y se ató las botas. El repleto
petate se hallaba en el suelo, a su lado. Garrow, ojeroso, estaba
de pie con las manos metidas en los bolsillos y con la camisa fuera
del pantalón. Aunque los muchachos trataron de convencerlo, se negó
a acompañarlos. Cuando le preguntaron por qué, sólo dijo que así
era mejor. -¿Lo tienes todo? -le preguntó a Roran.
-Sí.
Garrow asintió y sacó una bolsa pequeña del bolsillo. Las
monedas tintinearon mientras se las daba a Roran.
-He ahorrado esto para ti. No es mucho, pero será suficiente
si quieres comprar alguna cosilla.
-Gracias, pero no pienso gastar dinero en chucherías -dijo
Roran.
-Haz lo que quieras; es tuyo -replicó Garrow-. No tengo nada
más que la bendición de un padre para darte. Tómala si quieres,
aunque no vale mucho.
-Será un honor para mí -respondió Roran con voz entrecortada
por la emoción.
-Pues vete en paz, hijo mío -dijo Garrow, y lo besó en la
frente. Entonces se volvió y dijo en voz más alta-: No creas que me
he olvidado de ti, Eragon. Las palabras que voy a pronunciar son
para los dos, porque ahora que vais a salir al mundo ha llegado la
hora de decirlas. Tomadlas en consideración y os serán útiles. -Los
miró con severidad-. En primer lugar, no dejéis que nadie gobierne
vuestra mente ni vuestro cuerpo y emplead especial atención para no
poner límites a vuestras ideas, porque se puede ser un hombre libre
a pesar de sufrir ataduras más fuertes que las de un esclavo.
Escuchad a los hombres, pero no os entreguéis a ellos en cuerpo y
alma. Sed respetuosos con los que ostentan el poder, pero no los
sigáis ciegamente.
Juzgad con lógica y con razón, pero no hagáis comentarios.
»No consideréis a nadie superior a vosotros, al margen del rango o
de la posición que ocupen en la vida. Tratad a todos con justicia,
porque si no intentaran vengarse de vosotros. Cuidad vuestro
dinero. Aferraos con fuerza a vuestras creencias, y los demás os
escucharán -y añadió más despacio-: en cuanto a las cuestiones de
amor… mi único consejo es que seáis sinceros, pues la sinceridad es
el arma más poderosa para abrir el corazón o ganar el perdón. Es
todo lo que tengo que decir. -Garrow parecía un poco cohibido por
el discurso. A continuación le tendió a Roran su petate-. Ahora
debes irte. Está a punto de amanecer, y Dempton te estará
esperando.
Roran se echó el petate al hombro y abrazó a su
padre.
-Volveré lo antes posible -dijo. -¡Bien! Pero ahora vete y no
te preocupes por nosotros.
Se separaron con pesar. Eragon y Roran salieron, luego se
giraron y saludaron con la mano. Garrow levantó una mano huesuda y,
con mirada seria, observó cómoemprendían la marcha hacia el camino.
Al cabo de un buen rato cerró la puerta, y Roran, al oír el ruido
que había transportado el aire matutino, se
detuvo.
Eragon se volvió y miró las tierras. Su mirada se detuvo en
las solitarias construcciones, que parecían lastimosamente pequeñas
y frágiles. La fina voluta de humo que se elevaba desde la casa era
la única señal de que la granja, rodeada de nieve, estaba
habitada.
-Ahí está todo nuestro mundo -comentó Roran con
tristeza.
Eragon, impaciente, se estremeció.
-Un mundo bueno -protestó.
Roran asintió, irguió los hombros y echó a andar hacia su
nuevo futuro. La casa desapareció de la vista mientras descendían
la colina.
Era temprano cuando llegaron a Carvahall, pero las puertas de
la herrería ya estaban abiertas. Dentro hacía un calorcillo
agradable. Baldor trabajaba con dos fuelles grandes sujetos a ambos
lados de la fragua, llena de brasas de carbón. Delante de la
fragua, había un yunque negro y un tonel revestido de hierro con
salmuera. De una hilera de largos palos que sobresalían de la
pared, colgaban un montón de herramientas: tenazas gigantes,
alicates, martillos de diversas formas y pesos, cinceles, ángulos,
sacabocados, limas, escofinas, tornos, barras de hierro y acero
(que esperaban que les dieran forma), tornillos de banco, cizallas,
picos y palas. Horst y Dempton estaban junto a una mesa
larga.
Dempton se acercó con una sonrisa bajo su exuberante bigote
pelirrojo. -¡Roran, cuánto me alegro de que hayas venido! Con las
nuevas ruedas de molino tendré más trabajo del que puedo hacer.
¿Estás listo para partir?
Roran levantó el petate.
-Sí. ¿Nos vamos?
-Tengo que ocuparme de un par de cosas, pero nos marcharemos
dentro de una hora. -Eragon se movió al ver que Dempton se volvía
hacia él mientras se tironeaba la punta del bigote-. Tú debes de
ser Eragon. Me gustaría ofrecerte un trabajo a ti también, pero
Roran ha aceptado el único que tenía. Quizá dentro de uno o dos
años, ¿eh?
Eragon, incómodo, sonrió y le estrechó la mano. El hombre era
simpático. En otras circunstancias le habría caído bien, pero en
ese momento deseaba amargamente que el molinero no hubiera
aparecido nunca por Carvahall.
-Bien, muy bien -exclamó Dempton, y dirigiéndose de nuevo a
Roran, empezó a explicarle cómo funcionaba un
molino.
-Bueno, ya está todo listo -interrumpió Horst señalando
varios fardos que estaban sobre la mesa-. Podéis recogerlos cuando
queráis.
Los dos hombres se estrecharon las manos. Entonces Horst
salió de la forja y llamó a Eragon con un gesto.
El muchacho, interesado, lo siguió y se encontró al herrero
en la calle con los brazos cruzados. Eragon señaló con el dedo
pulgar hacia atrás, que era donde se hallaba el molinero, y
preguntó: -¿Qué piensas de él?
-Es un buen hombre -respondió Horst con voz sonora-, se
llevará bien con Roran. -Se sacudió los restos de metal del
delantal con aire distraído y apoyó una mano enorme sobre el hombro
de Eragon-. Muchacho, ¿recuerdas la pelea que tuviste con
Sloan?
-Si me estás pidiendo el dinero que te debo por la carne, te
diré que no lo he olvidado.
-No, confío en ti, chico. Lo que quería saber es si todavía
tienes esa gema azul.
A Eragon le palpitó con fuerza el corazón.
«¿Por qué quiere saberlo? ¡Quizá alguien ha visto a
Saphira!»
-Sí -respondió esforzándose por contener el pánico-. Pero
¿por qué quieres saberlo?
-En cuanto vuelvas a casa, deshazte de ella. -Horst no hizo
caso de la exclamación de Eragon y continuó-: Ayer llegaron dos
hombres, unos tipos muy raros, vestidos de negro y con espadas. Se
me erizó la piel sólo de verlos. Anoche empezaron a preguntar a la
gente si habían visto una gema como la tuya, y hoy siguen en ello.
-Eragon palideció-. Nadie con dos dedos de frente les ha dicho nada
porque la gente sabe ver dónde hay problemas, pero podría nombrarte
a algunos que hablarán.
El miedo se apoderó de Eragon. Quienquiera que hubiera dejado
la piedra en las Vertebradas le había seguido la pista. O quizá el
Imperio se había enterado de la existencia de Saphira. No sabía qué
era peor.
«¡Piensa, piensa! El huevo ha desaparecido, así que es
imposible que lo encuentren. Pero si sabían lo que era, será
evidente lo que ha pasado y… ¡Saphira podría estar en
peligro!»
Tuvo que recurrir a toda su capacidad de autodominio para
adoptar un aire de indiferencia.
-Gracias por decírmelo. ¿Sabes dónde están?
Se sintió orgulloso de que casi no le temblara la voz. -¡No
te he avisado para que fueras a ver a esos hombres! ¡Lárgate de
Carvahall! ¡Vete a casa!
-De acuerdo -dijo Eragon para calmar al herrero-, si crees
que eso es lo mejor.
-Sí. -La expresión del rostro de Horst se suavizó-. Quizá
esté exagerando, pero esos forasteros me dan mala espina. Lo mejor
es que te quedes en casa hasta que se marchen. Trataré de
mantenerlos alejados de tu granja, aunque quizá no lo
consiga.
Eragon lo miró agradecido. ¡Ojalá pudiera hablarle de
Saphira!
-Me voy -dijo, y regresó deprisa a donde estaba Roran. Le
apretó el brazo a su primo y se despidió de él. -¿No te quedas un
rato con nosotros? -le preguntó Roran,
sorprendido.
Eragon casi soltó una carcajada. Por alguna razón la pregunta
le pareció graciosa.
-No tengo nada que hacer aquí, y no voy a quedarme hasta que
te vayas.
-Bueno -dijo Roran, indeciso-, supongo que no volveremos a
vernos hasta dentro de unos meses.
-Estoy seguro de que no parecerán tantos -replicó Eragon con
prisas-.
Cuídate y vuelve pronto.
Le dio un abrazo a Roran y se marchó.
Horst seguía en la calle. Consciente de que el herrero lo
observaba, Eragon se dirigió hacia las afueras del pueblo. Al
perder de vista la herrería, se agachó detrás de una casa y volvió
a escondidas al pueblo.
Se mantuvo oculto en las sombras mientras buscaba en cada
calle y prestaba atención al más mínimo ruido. Sus pensamientos
volaron hasta su habitación, donde estaba el arco colgado; ¡ay, si
lo tuviera en la mano! Merodeó por Carvahall evitando encontrarse
con nadie, hasta que oyó una voz sibilante que salía de detrás de
una casa.
Aunque tenía buen oído, tuvo que esforzarse para escuchar lo
que decía.
-Y eso, ¿cuándo fue?
Las palabras eran muy suaves, tan suaves como si se tratara
de una superficie de cristal, y parecía que se deslizaban
serpenteando por el aire, con un extraño siseo que le puso los
pelos de punta.
-Hace unos tres meses -respondió alguien.
Eragon identificó la voz de Sloan.
«¡Por la sangre de un Sombra, se lo está
contando…!»
Decidió que le daría un puñetazo a Sloan la próxima vez que
lo viera.
En aquel momento habló una tercera persona. Tenía una voz
profunda y cavernosa. Recordaba a algo podrido que se arrastraba, a
moho y a otras cosas que era mejor no pensar. -¿Estáis seguro? Nos
molestaría mucho pensar que os habéis equivocado. Podría suceder
algo de lo más… desagradable.
Eragon se imaginaba muy bien a qué se referían. Pero ¿acaso
había alguien más, que no fuera el Imperio, que se atreviera a
amenazar así a una persona? Lo más probable era que no, pero
quienquiera que hubiera dejado el huevo debía de ser lo
suficientemente poderoso para usar la fuerza con
impunidad.
-Sí, estoy seguro. Tenía esa piedra, y no miento. Mucha gente
lo sabe. Preguntad por ahí.
Sloan parecía asustado. Dijo algo más que Eragon no logró
entender.
-La gente ha sido muy poco… colaboradora. -Había cierto tono
burlón en la voz. Se produjo un silencio-. Vuestra información ha
sido de gran utilidad; no nos olvidaremos de vos.
Eragon les creía.
Sloan murmuró algo, y Eragon oyó que alguien se alejaba. Se
asomó por la esquina para ver lo que sucedía. En la calle había dos
hombres de elevada estatura que llevaban largas capas negras, cuyo
borde se les levantaba por la presión que ejercían las vainas de
las espadas. En la camisa lucían intrincadas insignias bordadas con
hilos de plata; las capuchas ocultaban sus rostros y usaban
guantes. Tenían una extraña joroba, como si hubieran metido algún
tipo de relleno bajo la ropa.
Eragon se desplazó ligeramente para ver mejor: uno de los
forasteros se puso tenso y lanzó un peculiar gruñido a su
compañero. Los individuos giraron sobre los talones y se pusieron
en cuclillas. Eragon contuvo el aliento mientras un miedo mortal se
apoderaba de él. Miró con atención las caras ocultas de los
hombres, y entonces un poder sofocante le invadió la mente y lo
paralizó. Luchó contra esa fuerza y se gritó a sí mismo:
«¡Muévete!», al tiempo que balanceaba las piernas, pero todo fue en
vano.
Los hombres se dirigían amenazadores hacia él con un andar
rítmico y silencioso, y Eragon fue consciente de que en ese momento
podían verle la cara, puesto que estaban casi en la esquina, con la
mano en la empuñadura de las espadas… -¡Eragon!
Se sobresaltó al oír su nombre. Por su parte, los forasteros
se quedaron inmóviles y sisearon. De inmediato, apareció Brom por
una calle lateral caminando deprisa hacia él, sin sombrero, bastón
en mano, pero los forasteros quedaban fuera del alcance de la vista
del anciano. Eragon trató de advertirle, pero tenía la lengua y los
brazos paralizados. -¡Eragon! -repitió Brom.
Los forasteros le echaron al muchacho una última mirada y
desaparecieron entre las casas.
Eragon se desplomó temblando. El sudor le cubría la frente y
le humedecía las palmas. El anciano le tendió la mano y lo ayudó a
levantarse evidenciando que tenía fuerza en el
brazo.
-Pareces enfermo; ¿te encuentras bien?
Eragon tragó saliva y asintió, mudo. Entre parpadeos, miró a
su alrededor en busca de algo fuera de lo normal.
-Me he mareado de repente… Ya… ya se me ha pasado. Ha sido
muy extraño… no sé qué ha sucedido.
-Te pondrás bien -dijo Brom-, pero sería mejor que te fueras
a casa.
«Sí, debo irme a casa. Tengo que llegar antes que
ellos.»
-Creo que tienes razón. A lo mejor me estoy poniendo
enfermo.
-Entonces, donde mejor estarás es en casa. Es una buena
caminata, pero estoy seguro de que te sentirás mejor cuando
llegues. Déjame acompañarte hasta el camino.
Eragon no protestó mientras Brom lo cogía del brazo y lo
alejaba de aquel lugar a paso rápido. El anciano aplastaba la nieve
con su bastón al pasar por delante de las casas. -¿Para qué me
buscabas?
-Simple curiosidad -respondió Brom-. Me dijeron que estabas
en el pueblo, y quería saber si habías recordado el nombre de ese
mercader.
«¿Mercader? ¿De qué está hablando?»
Eragon miró al cuentacuentos sin comprender, pero su
perplejidad no escapó a los sagaces ojos de Brom.
-No -dijo, y añadió-: Me temo que no consigo
recordarlo.
Brom suspiró, como si se hubiera confirmado alguna sospecha,
y se frotó sus ojos de águila.
-Bueno… si te acuerdas ven a decírmelo. Me interesa mucho ese
mercader que pretende saber tanto sobre dragones.
Eragon asintió con aire distraído. Se dirigieron en silencio
hacia el camino.
-Date prisa en volver a casa -dijo Brom al fin-, porque no me
parece buena idea que te entretengas por el
camino.
Y le tendió una deformada mano.
Eragon se la estrechó, pero en el momento de soltársela, Brom
le apretó el mitón, se lo quitó sin querer y cayó al suelo. El
anciano lo recogió.
-Qué torpe soy -se disculpó mientras le devolvía el
guante.
En el momento en que el muchacho lo cogió, los fuertes dedos
de Brom le cogieron la muñeca y se la giró. La palma de Eragon
quedó un instante hacia arriba revelando la marca plateada. Los
ojos de Brom relucieron con un destello, pero dejó que Eragon
retirara la mano y volviera a ponerse el mitón.
-Adiós.
Eragon, perturbado, echó a andar deprisa por el camino
mientras, detrás de él, oía a Brom que silbaba una alegre
melodía.