El desayuno estaba frío, pero no así el té. La capa de hielo del interior de las ventanas se había derretido con el fuego que se había encendido por la mañana, pero había empapado la madera del suelo y había formado en ella unas manchas como oscuros charcos. Eragon vio a Garrow y a Roran junto a la cocina económica y pensó con tristeza que era la última vez que los vería juntos durante unos meses.


Roran se sentó en una silla y se ató las botas. El repleto petate se hallaba en el suelo, a su lado. Garrow, ojeroso, estaba de pie con las manos metidas en los bolsillos y con la camisa fuera del pantalón. Aunque los muchachos trataron de convencerlo, se negó a acompañarlos. Cuando le preguntaron por qué, sólo dijo que así era mejor. -¿Lo tienes todo? -le preguntó a Roran.

-Sí.

Garrow asintió y sacó una bolsa pequeña del bolsillo. Las monedas tintinearon mientras se las daba a Roran.

-He ahorrado esto para ti. No es mucho, pero será suficiente si quieres comprar alguna cosilla.

-Gracias, pero no pienso gastar dinero en chucherías -dijo Roran.

-Haz lo que quieras; es tuyo -replicó Garrow-. No tengo nada más que la bendición de un padre para darte. Tómala si quieres, aunque no vale mucho.

-Será un honor para mí -respondió Roran con voz entrecortada por la emoción.

-Pues vete en paz, hijo mío -dijo Garrow, y lo besó en la frente. Entonces se volvió y dijo en voz más alta-: No creas que me he olvidado de ti, Eragon. Las palabras que voy a pronunciar son para los dos, porque ahora que vais a salir al mundo ha llegado la hora de decirlas. Tomadlas en consideración y os serán útiles. -Los miró con severidad-. En primer lugar, no dejéis que nadie gobierne vuestra mente ni vuestro cuerpo y emplead especial atención para no poner límites a vuestras ideas, porque se puede ser un hombre libre a pesar de sufrir ataduras más fuertes que las de un esclavo. Escuchad a los hombres, pero no os entreguéis a ellos en cuerpo y alma. Sed respetuosos con los que ostentan el poder, pero no los sigáis ciegamente.

Juzgad con lógica y con razón, pero no hagáis comentarios. »No consideréis a nadie superior a vosotros, al margen del rango o de la posición que ocupen en la vida. Tratad a todos con justicia, porque si no intentaran vengarse de vosotros. Cuidad vuestro dinero. Aferraos con fuerza a vuestras creencias, y los demás os escucharán -y añadió más despacio-: en cuanto a las cuestiones de amor… mi único consejo es que seáis sinceros, pues la sinceridad es el arma más poderosa para abrir el corazón o ganar el perdón. Es todo lo que tengo que decir. -Garrow parecía un poco cohibido por el discurso. A continuación le tendió a Roran su petate-. Ahora debes irte. Está a punto de amanecer, y Dempton te estará esperando.

Roran se echó el petate al hombro y abrazó a su padre.

-Volveré lo antes posible -dijo. -¡Bien! Pero ahora vete y no te preocupes por nosotros.

Se separaron con pesar. Eragon y Roran salieron, luego se giraron y saludaron con la mano. Garrow levantó una mano huesuda y, con mirada seria, observó cómoemprendían la marcha hacia el camino. Al cabo de un buen rato cerró la puerta, y Roran, al oír el ruido que había transportado el aire matutino, se detuvo.

Eragon se volvió y miró las tierras. Su mirada se detuvo en las solitarias construcciones, que parecían lastimosamente pequeñas y frágiles. La fina voluta de humo que se elevaba desde la casa era la única señal de que la granja, rodeada de nieve, estaba habitada.

-Ahí está todo nuestro mundo -comentó Roran con tristeza.

Eragon, impaciente, se estremeció.

-Un mundo bueno -protestó.

Roran asintió, irguió los hombros y echó a andar hacia su nuevo futuro. La casa desapareció de la vista mientras descendían la colina.

Era temprano cuando llegaron a Carvahall, pero las puertas de la herrería ya estaban abiertas. Dentro hacía un calorcillo agradable. Baldor trabajaba con dos fuelles grandes sujetos a ambos lados de la fragua, llena de brasas de carbón. Delante de la fragua, había un yunque negro y un tonel revestido de hierro con salmuera. De una hilera de largos palos que sobresalían de la pared, colgaban un montón de herramientas: tenazas gigantes, alicates, martillos de diversas formas y pesos, cinceles, ángulos, sacabocados, limas, escofinas, tornos, barras de hierro y acero (que esperaban que les dieran forma), tornillos de banco, cizallas, picos y palas. Horst y Dempton estaban junto a una mesa larga.

Dempton se acercó con una sonrisa bajo su exuberante bigote pelirrojo. -¡Roran, cuánto me alegro de que hayas venido! Con las nuevas ruedas de molino tendré más trabajo del que puedo hacer. ¿Estás listo para partir?

Roran levantó el petate.

-Sí. ¿Nos vamos?

-Tengo que ocuparme de un par de cosas, pero nos marcharemos dentro de una hora. -Eragon se movió al ver que Dempton se volvía hacia él mientras se tironeaba la punta del bigote-. Tú debes de ser Eragon. Me gustaría ofrecerte un trabajo a ti también, pero Roran ha aceptado el único que tenía. Quizá dentro de uno o dos años, ¿eh?

Eragon, incómodo, sonrió y le estrechó la mano. El hombre era simpático. En otras circunstancias le habría caído bien, pero en ese momento deseaba amargamente que el molinero no hubiera aparecido nunca por Carvahall.

-Bien, muy bien -exclamó Dempton, y dirigiéndose de nuevo a Roran, empezó a explicarle cómo funcionaba un molino.

-Bueno, ya está todo listo -interrumpió Horst señalando varios fardos que estaban sobre la mesa-. Podéis recogerlos cuando queráis.

Los dos hombres se estrecharon las manos. Entonces Horst salió de la forja y llamó a Eragon con un gesto.

El muchacho, interesado, lo siguió y se encontró al herrero en la calle con los brazos cruzados. Eragon señaló con el dedo pulgar hacia atrás, que era donde se hallaba el molinero, y preguntó: -¿Qué piensas de él?

-Es un buen hombre -respondió Horst con voz sonora-, se llevará bien con Roran. -Se sacudió los restos de metal del delantal con aire distraído y apoyó una mano enorme sobre el hombro de Eragon-. Muchacho, ¿recuerdas la pelea que tuviste con Sloan?

-Si me estás pidiendo el dinero que te debo por la carne, te diré que no lo he olvidado.

-No, confío en ti, chico. Lo que quería saber es si todavía tienes esa gema azul.

A Eragon le palpitó con fuerza el corazón.

«¿Por qué quiere saberlo? ¡Quizá alguien ha visto a Saphira!»

-Sí -respondió esforzándose por contener el pánico-. Pero ¿por qué quieres saberlo?

-En cuanto vuelvas a casa, deshazte de ella. -Horst no hizo caso de la exclamación de Eragon y continuó-: Ayer llegaron dos hombres, unos tipos muy raros, vestidos de negro y con espadas. Se me erizó la piel sólo de verlos. Anoche empezaron a preguntar a la gente si habían visto una gema como la tuya, y hoy siguen en ello. -Eragon palideció-. Nadie con dos dedos de frente les ha dicho nada porque la gente sabe ver dónde hay problemas, pero podría nombrarte a algunos que hablarán.

El miedo se apoderó de Eragon. Quienquiera que hubiera dejado la piedra en las Vertebradas le había seguido la pista. O quizá el Imperio se había enterado de la existencia de Saphira. No sabía qué era peor.

«¡Piensa, piensa! El huevo ha desaparecido, así que es imposible que lo encuentren. Pero si sabían lo que era, será evidente lo que ha pasado y… ¡Saphira podría estar en peligro!»

Tuvo que recurrir a toda su capacidad de autodominio para adoptar un aire de indiferencia.

-Gracias por decírmelo. ¿Sabes dónde están?

Se sintió orgulloso de que casi no le temblara la voz. -¡No te he avisado para que fueras a ver a esos hombres! ¡Lárgate de Carvahall! ¡Vete a casa!

-De acuerdo -dijo Eragon para calmar al herrero-, si crees que eso es lo mejor.

-Sí. -La expresión del rostro de Horst se suavizó-. Quizá esté exagerando, pero esos forasteros me dan mala espina. Lo mejor es que te quedes en casa hasta que se marchen. Trataré de mantenerlos alejados de tu granja, aunque quizá no lo consiga.

Eragon lo miró agradecido. ¡Ojalá pudiera hablarle de Saphira!

-Me voy -dijo, y regresó deprisa a donde estaba Roran. Le apretó el brazo a su primo y se despidió de él. -¿No te quedas un rato con nosotros? -le preguntó Roran, sorprendido.

Eragon casi soltó una carcajada. Por alguna razón la pregunta le pareció graciosa.

-No tengo nada que hacer aquí, y no voy a quedarme hasta que te vayas.

-Bueno -dijo Roran, indeciso-, supongo que no volveremos a vernos hasta dentro de unos meses.

-Estoy seguro de que no parecerán tantos -replicó Eragon con prisas-.

Cuídate y vuelve pronto.

Le dio un abrazo a Roran y se marchó.

Horst seguía en la calle. Consciente de que el herrero lo observaba, Eragon se dirigió hacia las afueras del pueblo. Al perder de vista la herrería, se agachó detrás de una casa y volvió a escondidas al pueblo.

Se mantuvo oculto en las sombras mientras buscaba en cada calle y prestaba atención al más mínimo ruido. Sus pensamientos volaron hasta su habitación, donde estaba el arco colgado; ¡ay, si lo tuviera en la mano! Merodeó por Carvahall evitando encontrarse con nadie, hasta que oyó una voz sibilante que salía de detrás de una casa.

Aunque tenía buen oído, tuvo que esforzarse para escuchar lo que decía.

-Y eso, ¿cuándo fue?

Las palabras eran muy suaves, tan suaves como si se tratara de una superficie de cristal, y parecía que se deslizaban serpenteando por el aire, con un extraño siseo que le puso los pelos de punta.

-Hace unos tres meses -respondió alguien.

Eragon identificó la voz de Sloan.

«¡Por la sangre de un Sombra, se lo está contando…!»

Decidió que le daría un puñetazo a Sloan la próxima vez que lo viera.

En aquel momento habló una tercera persona. Tenía una voz profunda y cavernosa. Recordaba a algo podrido que se arrastraba, a moho y a otras cosas que era mejor no pensar. -¿Estáis seguro? Nos molestaría mucho pensar que os habéis equivocado. Podría suceder algo de lo más… desagradable.

Eragon se imaginaba muy bien a qué se referían. Pero ¿acaso había alguien más, que no fuera el Imperio, que se atreviera a amenazar así a una persona? Lo más probable era que no, pero quienquiera que hubiera dejado el huevo debía de ser lo suficientemente poderoso para usar la fuerza con impunidad.

-Sí, estoy seguro. Tenía esa piedra, y no miento. Mucha gente lo sabe. Preguntad por ahí.

Sloan parecía asustado. Dijo algo más que Eragon no logró entender.

-La gente ha sido muy poco… colaboradora. -Había cierto tono burlón en la voz. Se produjo un silencio-. Vuestra información ha sido de gran utilidad; no nos olvidaremos de vos.

Eragon les creía.

Sloan murmuró algo, y Eragon oyó que alguien se alejaba. Se asomó por la esquina para ver lo que sucedía. En la calle había dos hombres de elevada estatura que llevaban largas capas negras, cuyo borde se les levantaba por la presión que ejercían las vainas de las espadas. En la camisa lucían intrincadas insignias bordadas con hilos de plata; las capuchas ocultaban sus rostros y usaban guantes. Tenían una extraña joroba, como si hubieran metido algún tipo de relleno bajo la ropa.

Eragon se desplazó ligeramente para ver mejor: uno de los forasteros se puso tenso y lanzó un peculiar gruñido a su compañero. Los individuos giraron sobre los talones y se pusieron en cuclillas. Eragon contuvo el aliento mientras un miedo mortal se apoderaba de él. Miró con atención las caras ocultas de los hombres, y entonces un poder sofocante le invadió la mente y lo paralizó. Luchó contra esa fuerza y se gritó a sí mismo: «¡Muévete!», al tiempo que balanceaba las piernas, pero todo fue en vano.

Los hombres se dirigían amenazadores hacia él con un andar rítmico y silencioso, y Eragon fue consciente de que en ese momento podían verle la cara, puesto que estaban casi en la esquina, con la mano en la empuñadura de las espadas… -¡Eragon!

Se sobresaltó al oír su nombre. Por su parte, los forasteros se quedaron inmóviles y sisearon. De inmediato, apareció Brom por una calle lateral caminando deprisa hacia él, sin sombrero, bastón en mano, pero los forasteros quedaban fuera del alcance de la vista del anciano. Eragon trató de advertirle, pero tenía la lengua y los brazos paralizados. -¡Eragon! -repitió Brom.

Los forasteros le echaron al muchacho una última mirada y desaparecieron entre las casas.

Eragon se desplomó temblando. El sudor le cubría la frente y le humedecía las palmas. El anciano le tendió la mano y lo ayudó a levantarse evidenciando que tenía fuerza en el brazo.

-Pareces enfermo; ¿te encuentras bien?

Eragon tragó saliva y asintió, mudo. Entre parpadeos, miró a su alrededor en busca de algo fuera de lo normal.

-Me he mareado de repente… Ya… ya se me ha pasado. Ha sido muy extraño… no sé qué ha sucedido.

-Te pondrás bien -dijo Brom-, pero sería mejor que te fueras a casa.

«Sí, debo irme a casa. Tengo que llegar antes que ellos.»

-Creo que tienes razón. A lo mejor me estoy poniendo enfermo.

-Entonces, donde mejor estarás es en casa. Es una buena caminata, pero estoy seguro de que te sentirás mejor cuando llegues. Déjame acompañarte hasta el camino.

Eragon no protestó mientras Brom lo cogía del brazo y lo alejaba de aquel lugar a paso rápido. El anciano aplastaba la nieve con su bastón al pasar por delante de las casas. -¿Para qué me buscabas?

-Simple curiosidad -respondió Brom-. Me dijeron que estabas en el pueblo, y quería saber si habías recordado el nombre de ese mercader.

«¿Mercader? ¿De qué está hablando?»

Eragon miró al cuentacuentos sin comprender, pero su perplejidad no escapó a los sagaces ojos de Brom.

-No -dijo, y añadió-: Me temo que no consigo recordarlo.

Brom suspiró, como si se hubiera confirmado alguna sospecha, y se frotó sus ojos de águila.

-Bueno… si te acuerdas ven a decírmelo. Me interesa mucho ese mercader que pretende saber tanto sobre dragones.

Eragon asintió con aire distraído. Se dirigieron en silencio hacia el camino.

-Date prisa en volver a casa -dijo Brom al fin-, porque no me parece buena idea que te entretengas por el camino.

Y le tendió una deformada mano.

Eragon se la estrechó, pero en el momento de soltársela, Brom le apretó el mitón, se lo quitó sin querer y cayó al suelo. El anciano lo recogió.

-Qué torpe soy -se disculpó mientras le devolvía el guante.

En el momento en que el muchacho lo cogió, los fuertes dedos de Brom le cogieron la muñeca y se la giró. La palma de Eragon quedó un instante hacia arriba revelando la marca plateada. Los ojos de Brom relucieron con un destello, pero dejó que Eragon retirara la mano y volviera a ponerse el mitón.

-Adiós.

Eragon, perturbado, echó a andar deprisa por el camino mientras, detrás de él, oía a Brom que silbaba una alegre melodía.