Historia del comercio del opio (II)
25 de septiembre de 1858
Que el gobierno británico se hiciera cargo del monopolio del opio en la India es la causa de la prohibición de comerciar con opio en China. Los crueles castigos infligidos por el legislador celeste a sus contumaces súbditos y la estricta prohibición impuesta por las aduanas chinas han demostrado ser igualmente ineficaces. El siguiente efecto de la resistencia moral del chino ha sido la desmoralización por parte del inglés de las autoridades imperiales, funcionarios de aduanas y mandarines en general. La corrupción que carcomió el corazón de la burocracia imperial y destruyó el baluarte de la constitución patriarcal fue introducida de contrabando en el Imperio, junto con los cofres del opio, desde las bodegas de los cargueros ingleses anclados en Whampoa.
Fomentado por la Compañía de las Indias Orientales, combatido en vano por el gobierno central de Pekín, el negocio del opio fue adquiriendo poco a poco mayores proporciones hasta suponer 2.500.000 libras esterlinas en 1816. La apertura ese año del comercio indio, con la sola excepción del té, que todavía monopoliza la Compañía de las Indias Orientales, fue un nuevo y poderoso estímulo a las operaciones de los contrabandistas ingleses. En 1820, el número de cofres de opio que entraron de contrabando en China era ya de 5147, en 1821 de 7000, en 1824 de 12.639. Entretanto, al mismo tiempo que dirigía amenazadoras protestas a los comerciantes extranjeros, el gobierno chino castigaba a los comerciantes de Hong Kong –conocidos cómplices de los primeros—, desarrollaba una inusitada actividad en la persecución de los consumidores nativos de opio y aplicaba medidas mucho más severas en las aduanas. De este modo, al igual que sucedió con los esfuerzos similares hechos en 1794, los almacenes de opio dejaron de emplearse en lugares precarios para encontrar bases de operaciones más convenientes. Macao y Whampoa fueron abandonados en favor de la isla de Lin-Tin, en la desembocadura del río de Cantón. De igual manera, cuando el gobierno chino consiguió interrumpir temporalmente la actividad de las viejas casas de Cantón, el comercio se limitó a cambiar de manos y pasó a unos hombres inferiores, dispuestos a llevarlo adelante a toda costa y por los medios que fuese. Gracias, por tanto, a facilidades cada día mayores, el tráfico de opio se incrementó en los diez años transcurridos entre 1824 y 1834, pasando de trasegar 12.639 cofres a 21.785.
Como 1800, 1816 y 1824, el año 1834 marca un hito en la historia del tráfico de opio. La Compañía de las Indias Orientales no solo perdió entonces el privilegio de comerciar en exclusiva con el té chino, sino que tuvo que suspender todas sus actividades comerciales. Al pasar de ser una organización mercantil a una exclusivamente gubernamental, el comercio con China quedó totalmente a disposición de la empresa privada británica, que lo dotó de tal vigor que, a pesar de la desesperada resistencia del gobierno celeste, en 1837 introdujeron de contrabando en China 39.000 cofres de opio por un valor de veinticinco millones de dólares. Dos hechos llaman nuestra atención: en primer lugar, que, a lo largo de la historia de las exportaciones comerciales a China desde 1816, una parte desproporcionadamente grande recaía cada vez más en el contrabando de opio; y, en segundo lugar, que la gradual disminución del ostensible interés mercantil del gobierno anglo-indio en el tráfico de opio va de la mano de su cada vez mayor interés por fiscalizarlo. En 1837, el gobierno chino por fin había llegado a un punto en que ya no podía retrasar por más tiempo la adopción de alguna medida decisiva. La continua sangría de plata causada por las importaciones de opio empezaba a causar graves desarreglos en la hacienda pública y en la circulación del dinero en el Imperio Celeste. Heu Nailzi, uno de los más eminentes estadistas chinos, propuso la legalización del tráfico de opio para recaudar más fondos; pero, después de más de un año de largas deliberaciones compartidas por todos los altos funcionarios, el gobierno chino decidió: «En vista de los perjuicios ocasionados al pueblo, ese nefando tráfico no debe ser legalizado». En 1830, una tasa del 25 por ciento habría dejado una recaudación de 3.850.000 dólares, en 1837 el doble, pero el bárbaro celeste se oponía a imponer un tributo que sin duda aumentaría en proporción a la degradación de su pueblo. En 1853, Hien Fang, el actual emperador, en circunstancias todavía más adversas y con plena conciencia de la futilidad de los esfuerzos encaminados a detener el incremento de las importaciones de opio, perseveró en la severa política de sus antecesores. Permítanme que diga de pasada que al perseguir el consumo de opio como si fuera una herejía el emperador dio al tráfico todas las ventajas de la propaganda religiosa. Las medidas extraordinarias del gobierno chino en los años 1837, 1838 y 1839, que culminaron con la llegada del comisionado de Lin a Cantón y la confiscación y destrucción, siguiendo sus órdenes, del opio de contrabando, fueron el pretexto de la primera guerra entre China y Gran Bretaña, que a su vez provocó la rebelión china, el agotamiento completo de las arcas imperiales, la llegada de los rusos por el norte y las gigantescas dimensiones que adquirió el tráfico de opio en el sur. Aunque proscrito en el tratado con que Inglaterra puso fin a la guerra, que estalló y se libró por su defensa, el tráfico de opio ha disfrutado de una impunidad prácticamente perfecta desde 1843. Se calcula que en 1856 el valor de las importaciones ascendió a treinta y cinco millones de dólares, mientras que ese mismo año el gobierno anglo-indio obtuvo unos ingresos de veinticinco, la sexta parte del total de los ingresos del Estado, solo gracias al monopolio del opio. Los pretextos de la Segunda Guerra del Opio son tan recientes que no es necesario ningún comentario[172].
No podemos dejar este asunto sin recordar una flagrante contradicción de la hipócrita cantinela del gobierno británico a propósito de su supuesto cristianismo y acción civilizadora. En su calidad de institución imperial finge ser completamente ajeno al contrabando de opio, y hasta firma tratados que lo prohíben. Sin embargo, en su calidad de gestor de la India, obliga al cultivo de opio en Bengala con gran perjuicio de los recursos productivos de esa nación, obliga a una parte del campesinado indio a introducirse en la cultura de la adormidera, tienta a otra parte a fuerza de anticipos de dinero, convierte la manufactura de la venenosa droga en un férreo monopolio en sus manos, organiza todo un ejército de funcionarios y espías para que vigilen su crecimiento, su entrega en los lugares designados, su preparación y adaptación al gusto de los consumidores chinos, su empaquetado en alijos especialmente adaptados a las necesidades del contrabando, y, por último, su traslado a Calcuta, donde es subastada por la propia administración y funcionarios del Estado la entregan a los especuladores, que a su vez la ponen en manos de los contrabandistas que la desembarcan en China. Cada cofre le cuesta al gobierno británico unas 250 rupias y en las subastas de Calcuta alcanza entre 1210 y 1600. Pero, no satisfecho con tan patente complicidad, el mismo gobierno, a esta misma hora, contabiliza pérdidas y ganancias con los navieros y mercantes embarcados en la arriesgada operación de envenenar un imperio.
De hecho, las finanzas del gobierno británico en la India no solo dependen del tráfico de opio con China, sino de que tal tráfico sea ilegal, contrabando. Si el gobierno chino legalizase el tráfico de opio y, al mismo tiempo, tolerase el cultivo de adormidera en China, la Hacienda anglo-india sufriría una grave catástrofe. El gobierno británico, mientras predica abiertamente en favor del libre comercio de veneno, defiende en secreto el monopolio de su fabricación. Siempre que observamos atentamente el carácter del libre comercio británico, generalmente encontramos un monopolio al fondo de su «libertad».