Revolución en España (II)

[18 de agosto de 1856]

Zaragoza se entregó el 1 de agosto a la una y media de la tarde, y con su rendición desapareció el último foco de resistencia de la contrarrevolución española. Desde un punto de vista militar, existían pocas posibilidades de éxito tras las derrotas de Madrid y Barcelona, la debilidad de la maniobra de diversión de los insurrectos en Andalucía y el avance convergente de fuerzas muy superiores desde las provincias vascongadas, Navarra, Cataluña, Valencia y Castilla. Si aun así quedaba alguna posibilidad, la abortó la circunstancia de que fuera un antiguo ayuda de campo de Espartero, el general Falcón, quien dirigió las fuerzas de resistencia, que «Espartero y Libertad» fuera el grito de guerra y que los habitantes de Zaragoza conocieran el inconmensurablemente ridículo fiasco de Espartero en Madrid[82]. Además, desde el cuartel general de Espartero llegaron órdenes directas a sus partidarios de Zaragoza conminándoles a que pusieran fin a toda resistencia, como se puede comprobar en el siguiente extracto del Journal de Madrid del 29 de julio:

Uno de los exministros de Espartero participó en las negociaciones entre el general Dulce y las autoridades de Zaragoza, y el miembro esparterista de las Cortes Juan Martínez Alonso aceptó la misión de informar a los cabecillas de la insurrección de que a la reina, a sus ministros y a sus generales les animaba un espíritu muy conciliador.

El movimiento revolucionario se ha extendido con mayor o menor fortuna por toda España. Madrid y La Mancha en Castilla; Granada, Sevilla, Málaga, Cádiz, Jaén, etcétera, en Andalucía; Murcia y Cartagena en Murcia; Valencia, Alicante, Alcira, etcétera, en Valencia; Barcelona, Reus, Figueras y Gerona en Cataluña; Zaragoza, Teruel, Huesca, Jaca, etcétera, en Aragón; Oviedo en Asturias; y La Coruña en Galicia. En Extremadura, León y Castilla la Vieja no ha tenido repercusión. En estas regiones, el bando revolucionario fue derrotado hace dos meses con los auspicios de Espartero y O’Donnell; y las provincias vascongadas y Navarra están tranquilas. Estas últimas regiones, no obstante, simpatizan con la causa revolucionaria, si bien, estando bajo la mirada del ejército francés de observación, no podían manifestarse. Es un hecho notable teniendo en cuenta que hace veinte años estas mismas provincias eran el bastión del carlismo, a la sazón respaldado por el campesinado en Aragón y Cataluña, que ahora apoya apasionadamente la revolución y que habría supuesto un formidable elemento de resistencia de no haber sido porque la imbecilidad de los cabecillas en Barcelona y Zaragoza ha evitado que se le pueda tener en cuenta. Hasta The London Morning Herald, ortodoxo adalid del protestantismo que hace unos veinte años rompió una lanza en favor de don Carlos, el quijote de los autos de fe, ha tenido, justo es reconocerlo, que admitir este hecho. Es uno de los muchos síntomas de progreso que revela la última revolución de España, progreso cuya lentitud solo sorprenderá a quienes no estén familiarizados con los peculiares hábitos y costumbres de un país donde a la mañana[83] es el lema de la vida cotidiana y donde a la menor oportunidad todo el mundo te dice: «A nuestros antepasados les hicieron falta ochocientos años para expulsar a los moros».

A pesar de la generalización de pronunciamientos[84], la revolución de España se ha limitado a Madrid y Barcelona. En el sur se vio frustrada por el cholera morbus, en el norte, por la murrain[85] de Espartero. Desde un punto de vista militar, las insurrecciones de Madrid y Barcelona ofrecen pocos elementos interesantes y apenas algunos novedosos. De una parte estaba el ejército, que lo tenía todo preparado de antemano, de la otra todo era improvisación; la iniciativa, además, en ningún momento pasó de un bando a otro. En un bando, un ejército bien equipado que se desplazaba con facilidad siguiendo órdenes de sus comandantes en jefe; en el otro, cabecillas que de mala gana tomaban el mando llevados por el ímpetu de un pueblo imperfectamente armado. En Madrid, los revolucionarios cometieron desde el principio el error de parapetarse en los barrios interiores de la ciudad —y quedaron bloqueados— y en la línea que une los extremos sur y oeste de la ciudad, dominados por O’Donnell y Concha, que se comunicaban entre sí y con la caballería de Dulce por los bulevares del exterior. Así el pueblo quedó dividido y expuesto al ataque concéntrico, ya previsto de antemano, de O’Donnell y sus compinches. A O’Donnell y a Concha les bastó con unir sus fuerzas, y las fuerzas revolucionarias se dispersaron por los barrios del norte y del sur de la ciudad y no pudieron volver a reunirse. Una de las señas de identidad de la insurrección de Madrid ha sido el uso de barricadas, de las que ha habido pocas y solo en esquinas importantes, mientras que las casas se convirtieron en centros de resistencia. Además, a las columnas de asalto del ejército respondieron los insurgentes con ataques con bayoneta, algo insólito en los combates callejeros. Pero, si los rebeldes han aprendido algo de las insurrecciones de París y Dresde[86], los soldados no han sacado menos provecho de esas mismas experiencias. Atravesaron los muros de las casas uno por uno y sorprendieron a los insurgentes por el flanco y la retaguardia mientras barrían las salidas a la calle con fuego de artillería. Otra seña de identidad de esta batalla de Madrid ha sido que, cuando Pucheta, tras unir sus fuerzas a las de Concha y O’Donnell, se vio empujado al barrio meridional de la ciudad (Toledo[87]), trasplantó la guerra de guerrillas de las montañas de España a las calles de Madrid. Los insurrectos, ya dispersos, dieron media vuelta y se refugiaron en el pórtico de alguna iglesia, en una callejuela, en la escalera de una casa, y allí se defendieron hasta la muerte.

En Barcelona, donde no hubo dirección organizada de ningún tipo, la lucha fue todavía más intensa. Militarmente, esta insurrección, como todas las anteriores en Barcelona, terminó porque la ciudadela de Montjuic estuvo en todo momento en manos del ejército. La violencia de los combates se caracterizó porque quemaron vivos a ciento cincuenta soldados en su cuartel de Gracia, suburbio por el que los insurgentes lucharon encarnizadamente después de haber sido expulsados de Barcelona. Es digno de mención que, mientras que en Madrid, como ya hemos visto en el artículo anterior, los proletarios fueron traicionados y abandonados a su suerte por la burguesía, los tejedores de Barcelona declararon desde un principio que no tendrían nada que hacer con un movimiento puesto en marcha por los esparteristas e insistieron en la declaración de la República. Como les impidieron hacerla, con excepción de alguno que no pudo resistirse al olor de la pólvora, optaron por ser meros espectadores pasivos de la batalla, una batalla que, por tanto, los proletarios perdieron —veinte mil tejedores han decidido la suerte de todas las insurrecciones de Barcelona—.

La revolución española de 1856 se distingue de todas las que la precedieron porque ha perdido todo carácter dinástico. Es sabido que las rebeliones de 1808 a 1814 fueron de naturaleza nacionalista y dinástica. Aunque las Cortes de 1812 proclamaron una Constitución casi republicana, lo hicieron en nombre de Fernando VII. La rebelión de 1820-1823, tímidamente republicana, fue prematura de todo punto y encontró la oposición de las masas, a cuyo apoyo apelaba, porque seguían fieles a la Iglesia y la Corona. Tan profundamente arraigada estaba la realeza en España que, para arrancar de veras, la lucha entre la sociedad vieja y la nueva necesitó el testamento de Fernando VII y la encarnación de los principios antagónicos de una y otra sociedades en dos líneas dinásticas: la de don Carlos y la de María Cristina. Hasta para combatir por un nuevo comienzo querían los españoles estandartes honrados por el tiempo, y bajo ellos se libró la contienda entre 1833 y 1843. Entonces se produjo el fin de la revolución y la nueva dinastía estuvo a prueba de 1843 a 1854. Por tanto, la revolución de julio de 1854 suponía necesariamente un ataque a la nueva dinastía, pero la inocente Isabel fue víctima del odio concentrado sobre su madre y el pueblo se rebeló no solo por su propia emancipación, sino por la de Isabel de su madre y su camarilla.

En 1856 el velo había caído y la propia Isabel se enfrentó al pueblo en un golpe de Estado que fomentó la revolución. Demostró ser la digna, fría, cruel, cobarde e hipócrita hija de Fernando VII, que era tan dado a la mentira que, a pesar de su fanatismo, nunca pudo convencerse, ni con ayuda de la Santa Inquisición, de que personajes tan exaltados como Jesucristo y sus apóstoles habían dicho la verdad. Hasta la masacre de madrileños[88] que Murat perpetró en 1808 parece un insignificante altercado al lado de las carnicerías del 14 al 16 de julio, que la inocente Isabel contempló con una sonrisa. En esos días tocaron a difuntos por la realeza de España.

Únicamente los cretinos legitimistas de Europa imaginan que, habiendo caído Isabel, don Carlos ascenderá. Siempre están pensando que, cuando la moderna manifestación de un principio acaba, lo hace para dar otra oportunidad a su manifestación primitiva.

En 1856, la revolución española no solo ha perdido su carácter dinástico, sino también el militar. Las razones de que el ejército haya desempeñado siempre un papel tan prominente en las revoluciones de España se pueden enumerar en pocas líneas: la vieja institución de las capitanías generales, que convirtió a sus titulares en pachás de sus respectivas provincias[89]; la guerra de Independencia contra Francia, que no solo convirtió al ejército en el elemento más importante de la defensa nacional, sino también en la primera organización revolucionaria y en el centro de la acción rebelde en España; las conjuras que se produjeron entre 1814 y 1819, surgidas todas ellas en su seno; la guerra dinástica que duró de 1833 a 1840, que dependió de los ejércitos de ambos bandos; el aislamiento de la burguesía liberal, que forzó a ésta a recurrir a las bayonetas del ejército contra los liberales igual que los liberales habían recurrido a ellas contra los campesinos; la tradición basada en todos esos precedentes; éstas fueron las causas que dotan a la revolución de España de un carácter militar, y al ejército de un carácter pretoriano. Hasta 1854, el origen de las revoluciones españolas fue siempre el ejército y sus distintas manifestaciones hasta ese año no ofrecían externamente ninguna diferencia más allá de la graduación de los oficiales que las hacían estallar. Incluso en 1854 el primer impulso surgió en el ejército, pero ahí está el manifiesto de Manzanares de O’Donnell[90] para dar fe de lo delgada que se había vuelto la base militar del movimiento revolucionario español. ¿En qué condiciones se permitió finalmente a O’Donnell suspender su apenas equívoco paseo desde Vicálvaro hasta la frontera portuguesa y regresar con el ejército a Madrid? Solo con la promesa de reducirlo, sustituirlo por la Guardia Nacional e impedir que los generales se repartieran el botín de la revolución. Si la revolución de 1854 quedó reducida a la expresión de su propia desconfianza, apenas dos años después sufre el ataque frontal y directo del ejército, que así se ha puesto merecidamente a la altura de los croatas de Radetzky, los africanos de Bonaparte y los pomeranos de Wrangel[91]. Hasta qué punto dista el propio ejército español de apreciar la gloria de su nuevo estatus lo demuestra la rebelión el 29 de julio en Madrid de un regimiento que, lejos de estar satisfecho con los simples cigarros[92] de Isabel, atacó en busca de monedas de cinco francos y de las salchichas de Bonaparte[93], que también consiguió.

Así pues, esta vez el conjunto del ejército ha estado frente al pueblo o, en realidad, solo ha luchado contra él y la Guardia Nacional. En resumen, la misión revolucionaria del ejército español tiene un final. El hombre en quien se centra el carácter militar, dinástico y burgués de la revolución española, Espartero, ha caído aún más bajo de lo que la común ley del destino permitía augurar a sus más íntimos connoisseurs. Si, como en casi todas partes se rumorea, y es muy probable que así suceda, los esparteristas están a punto de reorganizarse al amparo de O’Donnell, firmarán su propia sentencia de muerte en un acta oficial redactada por ellos mismos. Y no salvarán a Espartero.

La próxima revolución europea encontrará a España madura para cooperar. Los años 1854 y 1856 han sido fases de transición que tenía que atravesar para alcanzar la madurez.