El proyecto para la regulación del precio del pan en Francia
[15 de diciembre de 1858]
El emperador de los franceses acaba de acometer la ejecución de uno de sus proyectos favoritos, a saber, la regulación del precio del pan en todo su Imperio. Es una idea que anunció con énfasis hace ya tiempo, en 1854, en el discurso que pronunció ante la Cámara Legislativa con motivo de la declaración de guerra contra Rusia. Merece la pena citar sus comentarios a propósito de este asunto en aquellas fechas, y así lo hacemos:
Por encima de todo, llamo su atención sobre el sistema que ha adoptado la ciudad de París, porque si, como espero, se extiende al conjunto de Francia, evitará en el futuro esas variaciones extremas en el precio del grano que en época de abundancia hacen que la agricultura languidezca por el bajo precio del trigo y en época de escasez que las clases más pobres padezcan su carestía. Tal sistema consiste en la creación en todos los grandes centros de población de una institución crediticia denominada Caisse de la Boulangerie (Caja de la Panadería) que en años de carencia pueda dar pan a un precio infinitamente más bajo que el oficial del mercado a condición de que aumente un poco en años muy fértiles. Las buenas cosechas son en general más numerosas que las malas, y no cuesta comprender que se podrán compensar unas con otras con facilidad. Asimismo, cabe contar con la inmensa ventaja que obtendríamos de encontrar empresas crediticias que, en lugar de ganar con la subida del precio del pan, tuvieran mayor interés, como todo el mundo, en que fuera barato, porque, al contrario de lo que ha sucedido hasta ahora, estas empresas ganarían dinero en tiempos de cosechas fértiles y lo perderían en los de escasez.
Toda la propuesta se basa en el principio de que cuando las cosechas son malas hay que vender el pan «infinitamente» por debajo de su precio de mercado y cuando son buenas solo «un poco» por encima de ese mismo precio —la compensación de pérdidas y ganancias se fundamenta en la esperanza de que los años buenos superen con mucho a los malos—. Un decreto imperial de diciembre de 1853 creó la Caja de la Panadería en París, fijando el precio máximo de la barra de pan de dos kilos en cuarenta céntimos. A los panaderos se les concedía el derecho a reclamar una compensación por pérdidas a la Caja, que a su vez aumentaba sus fondos con la emisión de obligaciones garantizadas por la municipalidad, que por su parte aumentaba los fondos de garantía contrayendo nuevas deudas y subía los aranceles de los artículos de consumo a las puertas de París. Además, el gobierno aportaba también cierta suma por medio de la Hacienda Pública. A finales de 1854, las deudas contraídas por medio de este sistema por la municipalidad de París junto con el dinero puesto por el gobierno ascendían a ochenta millones de francos. El gobierno se vio obligado entonces a volver sobre sus pasos y a elevar sucesivamente el precio máximo de la barra de pan a 45 y 50 céntimos. Finalmente, el pueblo de París tuvo que pagar parcialmente en forma de aranceles cada vez más altos lo que se ahorraba en la compra del pan, y el resto de Francia tenía que pagar un impuesto general de pobres para la metrópoli en forma de subvenciones directas al gobierno acordadas con la municipalidad de París. El experimento, pues, se saldó con un completo fracaso y en París el precio del pan subió por encima del máximo oficial en años de escasez —de 1855 a 1857— y se hundió por debajo con las ricas cosechas de 1857 y 1858.
En absoluto desanimado por este fallido experimento de escala relativamente reducida, Luis Napoleón se ha propuesto ahora organizar, con un nuevo ucase, el negocio del pan y el comercio del grano en todo el Imperio. Hace algunas semanas, uno de sus periódicos de París intentó convencer al público de que todas las ciudades de cierto tamaño necesitan «una reserva de grano». Su argumento consistía en que en los peores años de escasez el déficit máximo de cereal había equivalido a veintiocho días de consumo del conjunto de la población, y que el promedio de años malos consecutivos era de tres. Con estas premisas hacía los siguientes cálculos: «Una reserva efectiva de tres meses bastará desde el punto de vista de la previsión humana». Si el decreto se aplicase únicamente a localidades con un mínimo de diez mil habitantes, teniendo en cuenta que la población agregada para el conjunto de Francia (excluido París) sería de 3.776.000 almas, cada persona consumiría un promedio de 45 kilos de trigo cada tres meses y, si el precio actual del trigo ronda los catorce francos el hectolitro, dicha reserva costaría ¡entre treinta y uno y treinta y dos millones de francos! Por eso el 18 de noviembre publicaba Le Moniteur un decreto con las siguientes cláusulas:
Art. 1. La reserva de pan en todas las poblaciones en que el comercio de pan está regulado mediante decretos y ordenanzas queda fijada en la cantidad de grano o de harina necesaria para garantizar la fabricación diaria de todas las panaderías durante tres meses.
Art. 2. En el plazo de un mes a partir de esta fecha, los prefectos de los departamentos, tras haber consultado a las municipalidades, decidirán si las reservas serán en grano o en harina, y fijarán el período dentro del cual habrá que dotarlas y también la parte de ellas que habrá que depositar en almacenes públicos.
El decreto tiene un anexo con una relación de localidades «en las que está regulado el negocio del pan» y, por consiguiente, deben guardar reservas. La lista comprende todos los pueblos y ciudades de cierta importancia de Francia excepto París y Lyon, que ya tienen reservas y, por tanto, no se ven afectadas por el decreto. En conjunto hay nada menos que 161 poblaciones, entre ellas están Marsella, San Quintín, Moulins, Caen, Angulema, Dijon, Bourges, Besançon, Evreux, Chartres, Brest, Nimes, Toulouse, Burdeos, Montpellier, Rennes, Tours, Grenoble, St. Étienne, Nantes, Orleáns, Angers, Reims, Chalôns, Metz, Lille, Douai, Valenciennes, Beauvais, Arrás, St. Omer, Calais, Boulogne-sur-Mer, Estrasburgo, Mulhouse, Ruán, Havre, Mâcon, Le Mans, Amiens, Abbeville y Tolón. Según el último censo, la población de estos 161 pueblos y ciudades puede llegar a los ¡ocho millones de habitantes! Lo cual da una cifra de 5.500.000 hectolitros en reservas, con un coste de entre setenta y ochenta millones de francos. En la circular que envió con el decreto a los prefectos de los departamentos, el ministro de Agricultura y Comercio les decía que, aunque «no deben obligar a los panaderos a cumplir precipitadamente las obligaciones que les impone el decreto», sí tienen que «fijar dentro de unos límites razonables el período permitido para hacerlo». El ministro deja en manos de los prefectos decidir si, en función de las circunstancias de cada localidad, las reservas tienen que ser en grano o en harina. Y les dice que, por grande que sea, la medida actual se podría desarrollar todavía más.
El gobierno no exagera, señor prefecto, la importancia de la medida que he descrito. Es consciente de que el decreto apenas concierne a una pequeña parte de la población y, en consecuencia, considera la posibilidad de ampliar su alcance. Habitantes de pueblos y aldeas fabrican su propio pan y extraen de sus cultivos la cantidad de trigo que su familia necesita todo el año. La intervención del gobierno en tales casos sería inútil e imposible, pero en cierto número de localidades importantes de los departamentos, y en un número mayor de las más relevantes de cantones y distritos, e incluso en villas populosas, los panaderos fabrican una gran parte del pan que se consume y pese a ello no son objeto de regulación alguna y no están obligados a guardar reservas. ¿No sería posible incluir a los panaderos de este tipo de lugares en el mismo régime e imponerles la misma ley, tan saludable y prudente? El gobierno está dispuesto a pensar que sus prescripciones en este sentido no encontrarían apenas objeciones.
Antes, sin embargo, de someter a toda Francia al decreto con la excepción de los pueblos más pequeños, el ministro pide a los prefectos que consulten a las municipalidades los sitios que en estos momentos quedan fuera de su alcance. Luego les dice cómo hay que almacenar las reservas:
En la medida de lo posible, los panaderos tienen que utilizar las dependencias de sus establecimientos, porque les resultará sencillo vigilarlas. Pero tiene usted que invitar a organizarse a las municipalidades, y a poner a disposición de los panaderos almacenes públicos con capacidad para acoger, previo pago de un alquiler que fijará una tarifa, las reservas que no puedan guardar. No dudo de que la lúcida colaboración de las autoridades municipales facilitará estas operaciones.
El ministro llega a continuación al punto esencial: de dónde sacar el dinero para cumplir el decreto:
En cuanto a la forma de reunir el capital necesario, estoy convencido de que los panaderos harán los esfuerzos más denodados por procurarse las sumas que van a necesitar. Una inversión de capital como ésta ofrece ventajas comerciales tan grandes y promete unos beneficios tan legítimos que no podrán por menos de obtener créditos, especialmente en un momento en que el tipo de interés del dinero está tan bajo. ¿Es esperar demasiado que la buena voluntad de los capitalistas de las comunidades cooperen en favor de los panaderos? ¿No considerarán que las reservas son una prueba segura de sus avances destinada a incrementar su valor en lugar de a perderlo? Me haría feliz que los esfuerzos que usted pueda hacer al respecto se vean coronados por el éxito. Me pregunto si las municipalidades no podrían, en caso de que fuera necesario y a imitación de la Caja de París, crear recursos y utilizarlos para dar anticipos a los panaderos. Con el fin de alentar y facilitar estos anticipos y de multiplicarlos haciéndolos circular, los graneros destinados a recibir las reservas podrían tener el carácter de depósitos aduaneros (magasins généraux), se podrían realizar consultas sobre ellos y ofrecer garantías que pudieran obtener el beneplácito de nuestro establishment financiero y del Banco de Francia en especial.
El ministro concluye su circular dando instrucciones a los prefectos de que le informen en veinte días de sus propuestas para poner en marcha el segundo artículo del decreto y al cabo de un mes le transmitan las recomendaciones de los ayuntamientos de los pueblos y aldeas no incluidos en el decreto.
Por nuestra parte, no pretendemos entrar en estos momentos en la cuestión de los graneros públicos, pero la inmensa importancia de este golpe de Estado económico no necesita más comentarios. Es bien sabido que en Francia el precio actual del cereal es ruinosamente bajo y que, por consiguiente, el campesinado da muestras perceptibles de insatisfacción. Por medio de la demanda artificial que va a crear la acumulación de reservas para tres meses, Napoleón intenta elevar los precios artificialmente para callar la boca a la Francia agrícola. Por otro lado, se proclama una especie de providencia socialista para los proletarios urbanos, aunque de una manera un tanto extraña, porque el primer efecto palpable de su decreto es hacer que paguen más que antes por su barra de pan. El «salvador de la propiedad» demuestra a la clase media que ni siquiera necesita la intervención formal de sus cámaras legislativas, que son de pega, para disponer libremente de su bolsillo, deshacerse de propiedades municipales, perturbar la actividad comercial y supeditar los acuerdos monetarios a sus chanchullos privados, sino que le basta con un simple ucase personal. Por último, aún habría que considerar el asunto desde un punto de vista puramente bonapartista. Inmensos edificios para graneros públicos serán necesarios en toda Francia, y qué campo tan nuevo abrirán para el trabajo y el saqueo. El comercio de los productos relacionados con el pan también experimenta un giro inesperado. ¡Cuántos beneficios se embolsarán Crédit Mobilier[141] y otros negocios del juego de su imperial majestad! Podemos estar seguros de que, a todos los efectos, el socialista imperial cosechará más éxitos en la subida del precio del pan de los que ha tenido en todos sus intentos por rebajarlo.