Revolución en España

[25 de julio de 1856]

Pese a publicarse tres días después de nuestros avisos previos, nada decían las noticias del Asia de ayer que haga pensar en una pronta conclusión de la guerra civil de España. Aunque victorioso en Madrid, no se puede afirmar que, finalmente, el golpe de Estado de O’Donnell haya triunfado. Le Moniteur de Francia, que al principio rebajó la insurrección de Barcelona a la categoría de simple revuelta, se ve ahora obligado a admitir que

la lucha allí es encarnizada, aunque podemos asegurar que la victoria de las tropas de la reina está asegurada.

Según la versión de ese diario oficial, en Barcelona los combates duraron desde las cinco de la tarde del 18 de julio hasta la misma hora del día 21 —es decir, exactamente tres días—, cuando, según dicen, los «insurgentes» fueron desalojados de sus posiciones y huyeron al campo perseguidos por tropas de caballería. Afirman, sin embargo, que los rebeldes conservan todavía varias localidades catalanas, incluidas Gerona, la Junquera y otras de menor importancia. Parece también que en Murcia, Valencia y Sevilla ha habido pronunciamientos[72] contra el golpe de Estado, que un batallón de la guarnición de Pamplona, que el gobernador de esta ciudad dirigió contra Soria, se rebeló contra el gobierno cuando ya iba de camino y se dirigió a Zaragoza para unirse a la insurrección, y, por último, que en Zaragoza, desde un principio reconocido centro neurálgico de la resistencia, el general Falcón pasó revista a dieciséis mil soldados que luego reforzó con quince mil milicianos y campesinos de los contornos.

En todo caso, el gobierno francés considera que la «insurrección» de España no ha sido sofocada y, lejos de contentarse con enviar un grupo de batallones de línea a la frontera, Bonaparte ha ordenado que una brigada avance hasta el Bidasoa y que sea completada hasta formar una división con refuerzos de Montpellier y Tolouse. Parece asimismo que ha reasignado de inmediato otra división del ejército de Lyon y que, según las órdenes cursadas directamente desde Plombières el pasado día 23, esta unidad marcha ya hacia los Pirineos, donde, a estas horas, se encuentra reunido un corps d’observation formado por veinticinco mil hombres. Si la resistencia al gobierno de O’Donnell es capaz de mantener sus posiciones, si demuestra ser lo bastante formidable para inducir a Bonaparte a una invasión armada de la Península, el golpe de Estado de Madrid podría ser la señal que marcara el fin del golpe de Estado de París[73].

Ateniéndonos a la trama y los dramatis personae, da la impresión de que la conspiración española de 1856 no es más que la simple reactivación del golpe similar de 1843[74] con ligeras desviaciones en su desarrollo. Entonces como ahora, Isabel estaba en París y Cristina en Madrid; Luis Felipe y no Luis Bonaparte dirigía la acción desde las Tullerías; por un lado, Espartero y sus ayacuchos[75], por otro, O’Donnell, Serrano y Concha, con Narváez, que ahora está al fondo del escenario y entonces en el proscenio. En 1843, Luis Felipe mandó dos millones en oro por tierra y a Narváez y a sus compañeros por mar, y pactó con madame Muñoz las bodas españolas[76]. La complicidad en el golpe de Estado español de Bonaparte, quien tal vez haya pactado el matrimonio de su primo el príncipe Napoleón con alguna de las señoritas Muñoz, o quien, a todos los efectos, debe continuar con su misión e imitar a su tío[77], tal complicidad, digo, no la indican solo las denuncias de Le Moniteur en los dos últimos meses a propósito de ciertas conjuras comunistas en Castilla y Navarra; ni la conducta antes, durante y después del golpe de monsieur de Turgot, embajador en Madrid, que ya fue ministro de Exteriores de Bonaparte durante su propio golpe de Estado; ni que el duque de Alba, cuñado de Bonaparte, fuera nombrado alcalde del nuevo ayuntamiento[78] de Madrid inmediatamente después de la victoria de O’Donnell; ni que Ros de Olano, antiguo miembro de la facción profrancesa del gobierno, fuera el primer hombre a quien se ofreció un cargo en el gabinete de O’Donnell; ni tampoco el papel de Narváez, a quien Bonaparte mandó a Bayona tan pronto como las noticias de la revuelta llegaron a París. Tal complicidad ya la apuntaba previamente el envío de grandes cantidades de munición de Burdeos a Bayona quince días antes de la crisis actual de Madrid. Pero por encima de todo la sugiere el plan de operaciones que ha seguido O’Donnell en su razzia contra la población de la capital. En cuanto estalló la revuelta, O’Donnell anunció que, si tenía que volar Madrid, no se encogería, y durante la lucha ha sido fiel a su palabra. Ahora bien, aunque sea un hombre muy atrevido, O’Donnell nunca ha dado un paso audaz sin tener garantizada una retirada. Al igual que su célebre tío[79], héroe de la traición, no quemó el puente al cruzar el Rubicón. En los O’Donnell, el órgano de la combatividad ve notablemente reducidas sus funciones por la actividad de los órganos de la cautela y el secreto. Es evidente que cualquier general que amenace estentóreamente con arrasar la capital y fracase en su intento ha de entregar su cabeza. ¿Cómo, entonces, se aventuró a entrar O’Donnell en terreno tan delicado? El secreto lo traiciona el Journal des Débats, diario afín a la reina Cristina.

O’Donnell esperaba una gran batalla o, en cualquier caso, una victoria muy disputada. Entre sus previsiones entraba la posibilidad de la derrota. Si tal desgracia hubiera sucedido, el mariscal habría abandonado Madrid con el resto de su ejército escoltando a la reina y en dirección a las provincias del norte con idea de alcanzar la frontera francesa.

¿No da todo la impresión de que hubiera urdido su plan con Bonaparte? Exactamente el mismo plan que trazaron Luis Felipe de Orleáns y Narváez en 1843, que a su vez se inspiraron en el pacto secreto de 1823 entre Luis XVIII y Fernando VII.

Admitido el plausible paralelo entre las conjuras de 1843 y 1856, ambos hechos tienen no obstante suficientes señas de identidad que indican los pasos inmensos que el pueblo español ha dado en tan breve intervalo. Estas señas son: el carácter político de la última disputa por Madrid, su importancia militar y, por último, las respectivas posiciones de Espartero y O’Donnell en 1856 comparadas con las de Espartero y Narváez en 1843. En 1843, todos los bandos en disputa se habían cansado de Espartero. Para librarse de él, moderados y progresistas formaron una potente coalición. Las Juntas Revolucionarias, que brotaron como hongos en todas las poblaciones, allanaron el camino a Narváez y sus partidarios. En 1856 no solo tenemos a la corte y al ejército por un lado y al pueblo por otro, sino que en el seno del pueblo contamos con las mismas discrepancias que en el resto de Europa Occidental. El 13 de julio, el gobierno de Espartero presentó su forzada dimisión, la noche del 13 al 14 se constituyó el gabinete de O’Donnell, la mañana del 14 corrió el rumor de que O’Donnell, encargado con la formación del gobierno, habría invitado a unirse a él a Ríos Rosas, el funesto ministro de los sangrientos días de julio de 1854[80]. A las once de la mañana, La Gaceta confirmó el rumor. A continuación se reunieron las Cortes, con noventa y tres diputados presentes. Según las normas de este órgano, veinte diputados bastan para celebrar una reunión y cincuenta para que haya quórum. Por otra parte, las Cortes no se habían prorrogado de manera oficial. Su presidente, el general Infante, no pudo satisfacer el deseo general de mantener una sesión regular. Se presentó una moción que negaba la confianza de la Cámara al nuevo gabinete, y fue aprobada. De la resolución debía informarse a su majestad. De inmediato, la Cámara convocó a la Guardia Nacional para que estuviera preparada para la acción y formó un comité para que, escoltado por un destacamento de la Milicia Nacional, le trasladara la resolución a la reina. Cuando sus miembros pretendían entrar en palacio, fueron expulsados por tropas de línea, que dispararon sobre ellos y sobre su escolta. Este incidente fue la chispa de la insurrección. Las Cortes dieron la orden de comenzar la construcción de barricadas a las siete de la tarde, pero inmediatamente después los soldados de O’Donnell las derribaron y dispersaron a los insurrectos. La batalla comenzó esa misma noche y solo un batallón de la Milicia Nacional se unió a las tropas realistas. Es preciso señalar que la mañana del 13, el señor Escosura, ministro del Interior del gobierno de Espartero, había telegrafiado a Barcelona y Zaragoza diciendo que se había producido un golpe de Estado y debían prepararse para plantarle cara. A la cabeza de los insurgentes de Madrid estaban el señor Madoz y el general Valdés, hermano de Escosura. En resumen, no se puede dudar de que la resistencia al golpe de Estado tuvo su origen entre los esparteristas, los ciudadanos y los liberales en general. Mientras ocupaban junto con la milicia la línea que cruzaba Madrid de este a oeste, los trabajadores comandados por Pucheta tomaban el sur y el norte de la ciudad.

La mañana del 15, O’Donnell tomó la iniciativa. Incluso el Débats, cuyo testimonio es sesgado, afirma que O’Donnell no obtuvo ninguna ventaja considerable la primera mitad del día. De pronto, a eso de la una en punto de la tarde y sin motivo aparente, en la Milicia Nacional se produjo una fractura. A las dos estaba en una situación más complicada todavía, y a las seis sus tropas habían desaparecido por completo de la acción y el peso de la batalla recaía en los trabajadores, que siguieron combatiendo hasta las cuatro de la tarde del día 16. Por tanto, en los tres días de matanza se libraron dos batallas bien distintas: la primera, la de la Milicia Liberal de clase media apoyada por los trabajadores y contra el ejército; la segunda, la del ejército contra los trabajadores, a los que la Milicia había abandonado. Como dijo Heine: «Es la historia de siempre, y siempre tan reciente».

Espartero abandona las Cortes; las Cortes abandonan a los cabecillas de la Guardia Nacional; los cabecillas abandonan a sus hombres; y éstos abandonan al pueblo. El día 15, sin embargo, las Cortes se volvieron a reunir cuando Espartero apareció por un momento. El señor Asensio y otros participantes en sus reiteradas protestas le recordaron que debía desenvainar la gran espada de Luchana[81] el primer día en que la libertad del país estuviera en peligro. Espartero puso al Cielo por testigo de su inquebrantable patriotismo y cuando partió todos esperaban verlo pronto al frente de la insurrección. Por el contrario, se dirigió al domicilio del general Gurrea, y, al modo de Palafox, se encerró en un sótano a prueba de bombas y de él nunca más se supo. Muy pronto, los comandantes de la Milicia, que la tarde anterior habían recurrido a todo tipo de medios para incitar a los milicianos a tomar las armas, demostraron la misma impaciencia por volver a sus casas. A las dos y media de la tarde, el general Valdés, que había usurpado la dirección de la Milicia por unas horas, convocó a los soldados bajo su mando directo en la Plaza Mayor y les comunicó que el hombre que de forma natural debía encabezarlos no se iba a presentar y que, en consecuencia, todos tenían libertad para retirarse. A partir de ese momento, los milicianos corrieron a sus hogares, se deshicieron rápidamente de sus uniformes y escondieron las armas. Ése es, en resumen, el relato de los acontecimientos de cierta autoridad bien informada. Otra justifica este súbito acto de insumisión a la conjura por el hecho de que todos consideraban muy probable que el triunfo de la Guardia Nacional acarreara la ruina del trono y la absoluta preponderancia de la Democracia Republicana. La prensa de París también interpreta que, viendo el giro que los demócratas del Congreso habían dado a los acontecimientos, el mariscal Espartero no deseaba sacrificar el trono ni arriesgarse a la anarquía y la guerra civil, y, por consiguiente, hizo cuanto pudo para que todos se sometieran a O’Donnell.

Es cierto que detalles como la hora, las circunstancias y el debilitamiento de la resistencia al golpe de Estado varían en función del autor, pero todos están de acuerdo en lo principal: Espartero dejó plantadas a las Cortes, las Cortes a los cabecillas, los cabecillas a la clase media y la clase media al pueblo. Esto nos ofrece una nueva perspectiva del carácter de la mayoría de las luchas europeas de los años 1848 y 1849 y de las que a partir de ahora puedan producirse en la parte occidental del Continente. Por un lado están la industria y el comercio modernos, cuyo jefe natural, la clase media, siente aversión por el despotismo militar; por otro, cuando la clase media inicie la batalla contra ese despotismo, la seguirán los trabajadores, el producto de la moderna organización del trabajo, que reclamarán la parte que merecen del botín de la victoria. Asustadas ante las consecuencias de una alianza impuesta en sus reacios hombros, las clases medias se replegarán buscando la protección del odiado despotismo. Éste es el secreto de los ejércitos permanentes de Europa, que sin otro motivo resultarían incomprensibles para el futuro historiador. Las clases medias de Europa deben por tanto comprender que deben o bien claudicar ante un poder político al que detestan y renunciar a las ventajas del comercio y la industria modernos y a las relaciones sociales que se basan en ellas, o bien renunciar a los privilegios que la moderna organización de las fuerzas productivas de la sociedad, en su fase primaria, ha concedido a una clase en exclusiva. Que esta lección la tengamos que aprender incluso de España es igualmente sorprendente e inesperado.