La situación de los trabajadores de las fábricas

Londres, 7 de abril de 1857

Los informes recientemente publicados de los inspectores de fábricas del medio año que concluyó el 31 de octubre de 1856 suponen una valiosa contribución a la anatomía social del Reino Unido. No serán de utilidad menor para explicar la actitud reaccionaria de los patrones en las actuales elecciones generales.

Durante la sesión de 1856, el Parlamento pasó de contrabando una Ley de Fábricas con la que los patrones «radicales» primero modificaron la ley que afectaba a la protección de los equipos y la maquinaria de las fábricas y luego introdujeron el principio de arbitrio en las disputas entre amos y hombres. La primera ley tenía la intención de proporcionar una mayor protección a los miembros y a la vida de los trabajadores de las fábricas; la segunda pretendía que los económicos tribunales de equidad amparasen la anterior normativa. En realidad, esta segunda ley pretendía hurtar al trabajador su derecho a recurrir a la ley y la primera hurtarle sus miembros. Cito del informe conjunto de todos los inspectores:

De acuerdo con la nueva legislación, aquellas personas cuya ocupación ordinaria las obligue a entrar en contacto con la maquinaria y en consecuencia estén familiarizadas con los riesgos a que las expone su trabajo, y también con la necesidad de poner el cuidado preciso, están protegidas por la ley; mientras que se ha retirado la protección a aquellas otras que se puedan ver obligadas, a la hora de ejecutar órdenes especiales, a suspender sus ocupaciones ordinarias y a colocarse en situaciones de peligro de cuya existencia no sean conscientes y de las cuales, por razón de su ignorancia, no saben resguardarse, pero que, por ese mismo motivo, parece que necesitarían de una protección especial por parte de la ley.

La cláusula de arbitrio prescribe a su vez que los árbitros serán elegidos de entre las personas «expertas en la construcción del tipo de maquinaria» que puede causar heridas o lesiones. En una palabra, se concede a técnicos y fabricantes el monopolio del arbitrio.

Nos parece —dicen los inspectores— que habría que considerar a técnicos y fabricantes personas no cualificadas para arbitrar en los litigios de las fábricas, por la razón de que guardan una relación contractual o comercial con los propietarios de las fábricas, que son sus clientes.

Con estos presupuestos no es de extrañar que el número de accidentes relacionados con la maquinaria que resultan en fallecimiento, amputación de manos, brazos, piernas o pies, fractura de huesos, heridas en la cabeza y la cara, laceraciones, contusiones, etcétera, sumen, en los seis meses que terminaron el 31 de octubre de 1856, la espantosa cifra de 1919. Veinte casos de muerte por accidentes con maquinaria registrados en el boletín industrial durante seis meses, es decir, diez veces el número de bajas mortales de la marina británica en la gloriosa masacre de Cantón[39]. Puesto que los patrones, tan lejos de esforzarse por proteger la vida y los miembros de sus trabajadores, parecen únicamente inclinados a evitar el pago por los brazos y piernas perdidos a su servicio y a evitar también los costes del desgaste de sus vivarachas máquinas, no nos puede sorprender que, según los informes oficiales,

el exceso de trabajo, que viola la legislación vigente en las fábricas, está aumentando.

El exceso de trabajo, desde el punto de vista legislativo, significa dar empleo a personas muy jóvenes con jornadas de trabajo más largas de las que permite la ley. Lo hacen de varias formas: empezando a trabajar antes de las seis de la mañana, no parando a las seis de la tarde, y acortando los tiempos fijados por la ley para las comidas de los trabajadores. A lo largo de la jornada, las máquinas de vapor se ponen en funcionamiento en tres ocasiones: por la mañana cuando empieza el trabajo, después del desayuno y después de la comida; y se paran en otras tres: después de las dos comidas y al final del día. Hay por tanto seis oportunidades para hurtar cinco minutos de su tiempo a los trabajadores, es decir, media hora al día. Cinco minutos más al día de trabajo multiplicados por las semanas laborales equivalen a dos días y medio de trabajo al año. Pero el exceso de trabajo fraudulento llega mucho más allá. Cito a continuación al señor Leonard Horner, inspector de fábricas de Lancashire:

El beneficio obtenido gracias a este exceso de trabajo ilegal parece una gran tentación a la que los propietarios de las fábricas no se pueden resistir. Calculan sus posibilidades de que no les cojan y, cuando comprueban las pequeñas multas y costas que quienes han sido denunciados han tenido que pagar, se dan cuenta de que, aunque sorprendieran sus infracciones, los beneficios serían considerables.

Además de las exiguas multas que impone la Ley de Fábricas, los patrones tienen buen cuidado de ocultar sus violaciones y el gobierno da las mayores facilidades para pasar los controles, hasta el extremo de que los inspectores declaran unánimemente: «Dificultades casi insuperables nos impiden atajar de forma efectiva el trabajo ilegal». También coinciden en señalar el fraude deliberado que cometen personas que poseen grandes propiedades; las mezquinas estratagemas a que han recurrido con el fin de evitar la detención; y las viles intrigas que ponen en marcha contra los propios inspectores y subinspectores a quienes se confía la protección de los esclavos de las fábricas. Al presentar una denuncia por explotación, inspectores, subinspectores y agentes de policía deben estar dispuestos a jurar que los hombres han trabajado más horas de las que prescribe la ley. Pero supongamos que, por ejemplo, se presentan en la fábrica pasadas las seis de la tarde. La maquinaria se para de inmediato y, aunque los trabajadores, si siguen en la fábrica no es por otro motivo que el de manejarla, la denuncia no se sostendría simplemente por cómo está redactada la ley. A continuación echan a los trabajadores a toda prisa —es frecuente que a través de más de una puerta, lo que facilita su rápida dispersión—. En algunos lugares «apagaban la luz justo cuando entraban los subinspectores y los dejaban a oscuras de pronto entre complicada maquinaria». En aquellos sitios que han adquirido notoriedad por el trabajo excesivo de sus obreros existe un plan organizado para comunicar con tiempo suficiente la llegada de un inspector; contratan a mozos de estación y a camareros de posada con este propósito.

Estos vampiros, que engordan gracias a la sangre de la joven generación de trabajadores de su propio país, ¿no serán los mejores compañeros de los traficantes de opio británicos y los defensores naturales del «verdadero premier de Inglaterra[40]»?

Los informes de los inspectores de fábricas prueban más allá de toda duda que las infamias del sistema de factorías británico crecen con el crecimiento del sistema; que las leyes aprobadas para poner freno a la cruel codicia de los patrones son una impostura y una ilusión, redactadas de tal forma que frustran sus propios fines y desbaratan los esfuerzos de los hombres encargados de velar por su aplicación; que el antagonismo entre patronos y operarios está alcanzando el punto de no retorno de una guerra social; que el número de niños menores de trece años absorbidos por este sistema se incrementa en algunos sectores y el de mujeres en todos ellos; que, aunque se emplea el mismo número de peones en proporción a los caballos de potencia de períodos anteriores, hay menos en proporción con la maquinaria; que, en virtud de la economía de fuerzas, la máquina de vapor permite emplear más maquinaria que hace diez años; que una gran cantidad de trabajo se pierde hoy a causa del aumento de velocidad de la maquinaria y de otras técnicas; y que los patrones se están llenando rápidamente los bolsillos.

Es posible que los interesantes datos estadísticos que ilustran los informes requieran más comentarios posteriormente. Así comprenderemos que los negreros de la industria de Lancashire necesiten una política exterior capaz de distraer la atención de las cuestiones domésticas.