La cuestión india

Londres, 28 de julio de 1857

El discurso de tres horas que anoche pronunció el señor Disraeli en la «Cámara de los Muertos[159]» gana más de lo que pierde leído en vez de escuchado. El señor Disraeli lleva tiempo aquejado de pésima solemnidad de discurso, rebuscada parsimonia oratoria y tibia formalidad metódica, lo cual, aunque pueda resultar coherente con su peculiar idea de un ministro in pectore, es de lo más molesto para sus torturados oyentes. Hubo un tiempo en que hasta a los lugares comunes conseguía dar apariencia de agudos epigramas. Hoy logra enterrar hasta los epigramas bajo una respetabilidad convencional y aburrida. Un orador que, como el señor Disraeli, domina como nadie el manejo de la daga y nunca blande una espada tendría que ser el último en olvidar el aviso de Voltaire: Tous les genres sont bons excepté le genre ennuyeux[160].

Aparte de las peculiaridades técnicas que hoy caracterizan su oratoria, desde la llegada al poder del señor Palmerston, el señor Disraeli se ha esforzado con el mayor esmero en privar sus exhibiciones parlamentarias de todo posible interés. Sus discursos no tienen por objeto comunicarnos sus mociones, son sus mociones las que pretenden prepararnos para sus discursos. De sus mociones podría decirse que se niegan a sí mismas, porque están pensadas de manera tal que no puedan perjudicar al adversario si salen adelante ni perjudicar a su proponente si no lo hacen. La intención, en realidad, no es que sean aprobadas —o no—, sino, simplemente, dejarlas caer. No son ni ácidas ni alcalinas, sino más bien neutras, por naturaleza. El discurso no es el vehículo de la acción, de la hipocresía de la acción surge la oportunidad para el discurso. Ésa, en realidad, sea tal vez la forma clásica y definitiva de la elocuencia parlamentaria, pero entonces, en todo caso, la forma definitiva de la elocuencia parlamentaria no debe resistirse a correr la suerte de todas las formas definitivas de parlamentarismo: la de verse clasificadas en la categoría de pesadeces. La acción, como dijo Aristóteles, es la ley que rige el drama. También la oratoria política. El discurso del señor Disraeli sobre la revuelta de la India podría publicarse en las actas de la Sociedad para la Difusión del Conocimiento Útil, o podría pronunciarlo ante una asociación de mecánicos, o ante la Academia de Berlín para que le den un premio. La curiosa imparcialidad del discurso en cuanto al lugar, el momento y la ocasión en que pueda haberse pronunciado demuestra que no hay lugar ni momento ni ocasión en los que encaje. Un capítulo sobre la decadencia del Imperio romano que se lea insuperablemente bien en Montesquieu o Gibbon sería una enorme metedura de pata en boca de un senador romano, cuyo peculiar negocio consistía en detener tal decadencia. Es cierto que en nuestros modernos parlamentos podríamos imaginar a un orador independiente que, habiendo perdido la esperanza de influir en el curso de los acontecimientos, se hiciera cargo de un papel carente de dignidad e interés y se contentara con asumir una posición neutral e irónica. Es un papel que interpretó con más o menos fortuna el difunto señor Garnier Pages —no el señor Garnier Pages de la memoria del gobierno provisional de la Cámara de Diputados de Luis Felipe de Orleáns—; pero al señor Disraeli, líder declarado de una facción obsoleta, hasta un éxito en esa línea le parecería un supremo fracaso. Ciertamente, el motín del ejército de la India ofrecía una oportunidad magnífica para una exhibición oratoria. Pero, aparte de esta tediosa manera de tratar el tema, ¿cuál era el meollo de la moción que fue pretexto de su discurso? Ninguna moción en absoluto. Fingió estar impaciente por familiarizarse con dos documentos oficiales aunque del primero no estuviera seguro de su existencia y del segundo no supiera si versaba sobre el tema en cuestión. De manera que su discurso y su moción carecían de puntos de contacto salvo el de que la moción anunciaba un discurso que no tenía el menor objeto y el objeto se confesaba indigno de un discurso. Pese a todo, en tanto que manifestaba la muy elaborada opinión del estadista sin cargo más eminente de Inglaterra, el discurso del señor Disraeli debía llamar la atención de las naciones extranjeras. Me conformaré con citar literalmente un breve análisis de sus «consideraciones sobre el declive del Imperio anglo-indio»:

¿Son los disturbios de la India indicación de un motín militar, o se trata de una revuelta nacionalista? ¿Es la conducta de las tropas consecuencia de un impulso repentino o resultado de una conspiración organizada?

Sobre estos puntos centra el señor Disraeli toda la cuestión. Hasta los diez últimos años, afirmó, el Imperio británico en la India se fundaba en el viejo principio divide et impera, pero este principio se puso en práctica respetando las diversas nacionalidades de la India, evitando injerencias en la religión y protegiendo la propiedad de la tierra. El ejército cipayo era la válvula de seguridad que amortiguaba los turbulentos ánimos del país. Pero en los últimos años el gobierno de la India ha adoptado un nuevo principio, el principio de destruir la nacionalidad, y ha sido aplicado mediante la destrucción forzosa de los príncipes nativos, la alteración del acuerdo sobre la propiedad y la intromisión en las creencias religiosas del pueblo. En 1848, las dificultades económicas de la Compañía de las Indias Orientales llegaron a un punto en que se hizo necesario aumentar sus ingresos de la forma que fuese. Y entonces se publicó una nota oficial que establecía, prácticamente sin ocultarlo, el principio de que la única forma de obtener ese aumento de ingresos era ampliando los territorios británicos a expensas de los de los príncipes nativos. En consecuencia, tras la muerte del rajá de Sattara, la Compañía de las Indias Orientales no reconoció a su heredero adoptivo y se apropió de los dominios del rajá. Desde ese momento, el sistema de anexiones se aplicó siempre que fallecía un príncipe nativo sin dejar herederos naturales. Del principio de adopción[161], verdadera piedra angular de la sociedad india, el gobierno hizo caso omiso sistemáticamente. Y así, entre 1848 y 1854, el Imperio británico se ha anexionado a la fuerza los territorios de más de una docena de príncipes independientes. En 1854 se apoderó del raj de Berar, que comprende más de doscientos mil kilómetros cuadrados, una población de entre cuatro y cinco millones de habitantes y enormes tesoros. El señor Disraeli concluye la lista de anexiones forzadas con Oudh, que enfrentó al gobierno de la India Oriental no solo con los hindúes, sino con los mahometanos. El señor Disraeli prosigue señalando que los pactos sobre propiedad en la India se vieron alterados por el nuevo sistema de gobierno de los últimos diez años.

El principio de la ley de adopción —dice— no es prerrogativa de los príncipes y principados de la India, se refiere a todo hombre del Indostán que tenga propiedades y profese la religión hindú.

Cito un párrafo:

El gran feudatario, o jagirdar, que tiene sus tierras por haber prestado un servicio a su señor, y el enamdar, que tiene tierras y no tributa y que se corresponde, aunque no precisamente en un sentido popular, con nuestro propietario de pleno dominio; ambas clases, que en la India son más numerosas, a falta de sucesores naturales, encuentran siempre en este principio el medio de encontrar quien herede la propiedad. A todas estas clases afectó la anexión de Sattara, la anexión de los territorios de los diez príncipes inferiores pero independientes a quienes ya he aludido. Y se vieron más que afectados, sintieron el más profundo terror cuando se produjo la anexión del raj de Berar. ¿Qué hombre estaba a salvo? ¿Qué feudatario, qué propietario que no tuviera un hijo de su propia sangre estaba a salvo en toda la India? (Bravos). Sus miedos no eran infundados; se concretaban y manifestaban en la práctica por todo el país. Se reanudaron por primera vez en la India los jagires y los inams. Ha habido, sin duda, momentos impolíticos en los que se ha intentado investigar diversos títulos, pero nadie había soñado jamás con abolir la ley de adopción; no había existido nunca, por tanto, ninguna autoridad ni gobierno en posición de expropiar jagires e inams cuyos titulares no hubieran dejado herederos naturales. Ahí estaba una nueva fuente de ingresos; y, mientras todas estas cosas influían en el ánimo de los indios, el gobierno adoptó una nueva medida para modificar el pacto sobre la propiedad sobre la cual debo ahora pedir la atención de la Cámara. La Cámara es consciente, no me cabe duda, tras haber leído las pruebas presentadas ante el comité en 1853, de que hay en la India grandes extensiones de tierra que están exentas del impuesto sobre la propiedad. Y estar exento de ese impuesto en la India significa mucho más que estarlo en este país, porque, en general, y para que nos entendamos, el impuesto sobre la propiedad, la contribución, es en la India el único impuesto estatal.
Es difícil saber cuál es el origen de esa concesión, pero sin duda es muy antiguo. Es de distintas clases. Además de las propiedades particulares de pleno dominio, que son muy numerosas, hay grandes concesiones de tierra que no tienen que pagar el impuesto y que pertenecen a templos y mezquitas.

Con el pretexto de peticiones de exención fraudulentas, el gobernador general británico examinó personalmente los títulos de propiedad de los bienes inmuebles de la India. Según el nuevo sistema establecido en 1848,

el plan de investigar los títulos de propiedad se acometió de una vez como prueba de la autoridad del gobierno, del vigor del ejecutivo, y por ser una muy lucrativa fuente de ingresos públicos. Entonces se formaron comisiones para investigar los títulos de propiedad de la presidencia de Bengala y los territorios adyacentes. Y lo mismo sucedió en la presidencia de Bombay. También se encargaron estudios en las provincias de reciente colonización con el fin de organizar comités que, una vez concluidos dichos estudios, demostraran la eficiencia debida. Ya no cabe duda de que en los nueve últimos años la labor de estas comisiones que han investigado las propiedades de pleno dominio de la India ha progresado con enorme celeridad y obtenido grandes resultados.

El señor Disraeli calcula que la recuperación de bienes raíces de sus propietarios particulares asciende a no menos de 500.000 libras anuales en la presidencia de Bengala, 370.000 en la presidencia de Bombay, 200.000 en el Punjab, etcétera. No contento con este método de expropiación de propiedades nativas, el gobierno británico suspendió el pago de las pensiones de los grandes de la India, al que le obligaba cierto tratado.

Esto —afirma el señor Disraeli— es confiscación mediante un nuevo método pero a una escala mucho más grande, chocante e inesperada.

El señor Disraeli trata a continuación las intromisiones en la religión de los nativos, un punto sobre el que no es necesario que nos detengamos. Tras exponer los antecedentes llega a la conclusión de que los disturbios que hoy se producen en la India no son un motín militar, sino una revuelta nacionalista de la que los cipayos son solo el instrumento. Y concluye su arenga aconsejando al gobierno que concentre su atención en la reforma interna de la India en lugar de proseguir con su actual y agresivo rumbo.