Sobre la unidad italiana

[21 de enero de 1859]

Igual que en el cuento de Pedro y el lobo, los italianos llevan tiempo afirmando que «en Italia reina la agitación» y que están «en vísperas de una revolución», y las cabezas coronadas de Europa han parloteado tan a menudo sobre la «solución del problema de Italia» que no sería ninguna sorpresa que no repararan en la aparición real del lobo, si una revolución auténtica y una guerra europea generalizada nos pillasen desprevenidos. En 1859, Europa tiene una pinta decididamente belicosa y, aunque la hostilidad actual —al parecer, Francia y el Piamonte han iniciado preparativos para una guerra con Austria— termine convertida en humo, no es improbable que el acendrado odio de los italianos a sus opresores, combinado con el paulatino aumento de sus padecimientos, encuentre su válvula de escape en una revolución generalizada. Nos limitamos a decir que no es improbable porque, si la esperanza postergada enferma el corazón[94], el cumplimiento aplazado de una profecía vuelve escéptica la cabeza. Aun así, si hemos de dar crédito a los informes de los diarios ingleses, italianos y franceses, la moral de Nápoles es un facsímil de su estructura física, y un torrente de lava revolucionaria no sería más asombroso que una nueva erupción del viejo Vesubio. Hay cronistas de los Estados Pontificios que se recrean con detalle en los abusos cada vez mayores del gobierno clerical y la población romana tiene la arraigada convicción de que la reforma y la mejora son imposibles, de que el único remedio está en el derrocamiento total del gobierno, de que este remedio habría sido administrado hace mucho tiempo de no haber sido por la presencia de tropas suizas, francesas y austríacas[95], y de que, a pesar de tantos obstáculos materiales, alguien intentará aplicarlo cualquier hora de cualquier día.

Las noticias que nos llegan de Venecia y Lombardía son más claras y forzosamente nos recuerdan los síntomas que caracterizaron el final de 1847 y el comienzo de 1848 en esas provincias[96]. Nadie consume ya tabaco ni manufacturas austríacas. Asimismo, se han emitido proclamas para pedir al populacho que se abstenga de visitar los lugares públicos de ocio —hay pruebas del odio que se les profesa al archiduque y a todos los funcionarios austríacos—, se ha llegado a tal extremo que el príncipe Alfonso Parcia, noble italiano fiel a la casa de los Habsburgo, no se atrevió a descubrirse en la calle cuando pasaba la archiduquesa y por tal descortesía fue condenado por el archiduque a partir inmediatamente de Milán, castigo que ha servido de incentivo para que los de su clase se unan al clamor popular que dice Fuori le Tedeschi. Si añadimos a estas manifestaciones mudas de sentimiento popular las disputas diarias entre el pueblo y la soldadesca —que invariablemente provoca el primero—, la revuelta de los estudiantes en Pavía y el posterior cierre de las universidades, tenemos ante nuestros ojos una repetición del prólogo de los cinco días de Milán en 1848[97].

Pero, aunque creamos que Italia no puede continuar para siempre en su situación actual porque hasta el camino más recto tiene una curva, aunque sepamos que en toda la península se están organizando activamente, no nos atrevemos a afirmar que esas manifestaciones sean enteramente la espontánea ebullición de la voluntad popular, o que las estimulen los agentes de Luis Napoleón y de su aliado, el conde de Cavour. A juzgar por las apariencias, el Piamonte, respaldado por Francia y quizá por Rusia, está pensando en atacar Austria en primavera. La recepción que el emperador brindó al embajador austríaco en París parece indicar que no alberga intenciones demasiado amistosas hacia el gobierno del señor Hübner[98]; por la concentración de un contingente muy poderoso en Argel no es ilógico suponer que las hostilidades contra Austria comenzarán con un ataque a sus provincias italianas; los preparativos para la guerra en el Piamonte y los ataques a Austria —solo falta una declaración de guerra— que la prensa oficial y semioficial piamontesa publica diariamente dan color a la suposición de que el rey aprovechará el primer pretexto para cruzar el río Ticino. Además, la noticia de que han convocado a Turín a Garibaldi, el héroe de Montevideo y de Roma, ha sido confirmada por fuentes privadas muy fiables. Cavour se ha entrevistado con Garibaldi, le ha informado de que se avecina una guerra breve y le ha sugerido que reúna voluntarios y los organice. Entre los principales afectados, Austria ofrece pruebas evidentes de que da crédito a los rumores. Aparte de sus ciento veinte mil hombres, que se concentran en sus provincias italianas, está aumentando sus efectivos por todos los medios concebibles y ha reunido a treinta mil soldados de refuerzo. Las defensas de Venecia, Trieste, etcétera, se amplían y fortalecen, y, en todas las demás provincias, se requiere a los propietarios de tierras y caballos que lleven a sus animales, porque la caballería y los zapadores necesitan monturas. Y mientras por una parte no oculta que está preparándose para resistir al «prudente estilo austríaco», también está dispuesta a asumir una posible derrota. De Prusia, el Piamonte de Alemania, y aunque tengan intereses diametralmente opuestos, puede como mucho esperar una postura neutral. La misión de su embajador, el barón Seebach, en San Petersburgo, no parece haberse resuelto airosamente y, en caso de que haya ataque, no habrá ayuda. En más de un aspecto, y en esto la cuestión del Mediterráneo no es menor, los planes del zar coinciden demasiado bien con los de su antiguo adversario y ahora repentino aliado de París para que pueda defender a «la agradecida» Austria. La conocida simpatía del pueblo inglés por los italianos en su odio al giogo tedesco[99] hace muy dudoso que algún gobierno británico se atreva a apoyar a Austria por acuciante y firme que fuera su deseo de hacerlo. Además, al igual que muchos otros países, Austria sospecha con astucia que al presunto «vengador de Waterloo» no se le han pasado en absoluto los deseos de humillar a la «pérfida Albión», que, no queriendo desafiar al león en su guarida, no rehuirá plantarle cara en el este, atacando, junto a Rusia, el Imperio turco (pese a sus promesas de no violar sus territorios), lo cual obligará a la mitad del ejército británico a entrar en acción en ese campo de batalla, mientras desde Cherburgo forzará a la otra mitad a la inacción en su vigilancia de las costas británicas. Por tanto, Austria tiene la incómoda sensación de que, en caso de que haya guerra, solo podrá confiar en sí misma; y, en caso de derrota, uno de sus muchos recursos para sufrir las menores pérdidas posibles es digno de mención por su insolente sagacidad. Los cuarteles, palacios, arsenales y otras dependencias oficiales de todo el lombardo-véneto, cuya construcción y mantenimiento han pagado los italianos con impuestos exorbitantes, se consideran pese a ello propiedad del Imperio. En estos momentos, el gobierno obliga a los municipios a comprar todas esas edificaciones a precios fabulosos alegando que en el futuro pretende alquilar en lugar de ser propietario. Que los municipios vean alguna vez siquiera una pizca del alquiler incluso en el caso de que Austria mantenga su dominio, es en el mejor de los casos dudoso, pero, si llegaran a expulsarla de todos sus territorios en Italia, o de una parte de ellos, se congratulará de su astuto plan para convertir una gran porción de sus confiscados tesoros en dinero en efectivo transportable. Algunos aseguran, además, que está haciendo los mayores esfuerzos por inspirar al papa, al rey de Nápoles y a los duques de Toscana, Parma y Módena con su resolución de resistir hasta el final todas las tentativas del pueblo o de las cabezas coronadas de alterar el orden de cosas vigente en Italia. Pero nadie sabe mejor que la propia Austria cuán pequeños serán los mayores esfuerzos de esos pobres instrumentos a la hora de oponerse a la marea de la insurrección popular o a las injerencias extranjeras. Y, aunque la guerra con Austria es la ferviente aspiración de todo verdadero corazón italiano, no podemos dudar de que una gran mayoría de italianos considera la perspectiva de una guerra, que empezarán Francia y el Piamonte, con muchas dudas, por no decir otra cosa, sobre su resultado. Y si nadie cree conscientemente que haya proceso humano capaz de transformar al asesino de Roma[100] en el salvador de Lombardía, una pequeña facción a favor de los planes de Luis Napoleón de colocar a Murat en el trono de Nápoles confiesa tener fe en su intención de desterrar al papa de Italia o de confinarlo en la ciudad o en la campiña de Roma y de ayudar al Piamonte para que pueda anexionar todo el norte de Italia a sus dominios. Y luego hay una parte, pequeña pero honrada, que imagina que la idea de la Corona italiana deslumbra a Víctor Manuel tanto como se supone que deslumbraba a su padre, una parte que cree que aquél espera ansiosamente a la primera oportunidad para desenvainar su espada y obtenerla y que solo con este objetivo aprovechará el rey la ayuda de Francia o cualquier otra ayuda para lograr su codiciado tesoro. Un grupo mucho más grande, que congrega a partidarios de las provincias oprimidas de Italia, especialmente en Lombardía y entre los lombardos emigrados, no tiene demasiada fe en el rey o la monarquía piamontesa, pero se dice: «Al margen de sus metas, el Piamonte cuenta con un ejército de cien mil hombres, una marina, arsenales y tesoro público; que le arroje el guante a Austria, lo seguiremos al campo de batalla; si tiene fe, obtendrá su recompensa; si no logra completar la misión, la nación tendrá la suficiente fuerza para proseguir el combate una vez haya empezado y no cejar hasta la victoria».

El Partido Nacional Italiano[101], en cambio, denuncia la calamidad nacional que supondrá poner en marcha una guerra de independencia en Italia bajo los auspicios de Francia y el Piamonte. Para éste, la cuestión no es si, una vez libre de extranjeros y como tan a menudo se supone, Italia se unirá bajo una monarquía o una república, sino que por los medios que se proponen es posible que Italia no sea ganada para los italianos y solo se libre del yugo foráneo para cambiarlo por otro igualmente opresivo. Creen que el hombre del 2 de diciembre[102] nunca hará la guerra si no le impele la creciente impaciencia de su ejército o los visos amenazadores del pueblo francés; que, así obligado, su elección de Italia como teatro de operaciones tendría por objeto llevar a cabo los planes de su tío[103] –convertir el Mediterráneo en un «lago francés»—, que conseguiría sentando a Murat en el trono de Nápoles; que, al dictar sus condiciones a Austria, pretende consumar su venganza, iniciada en Crimea, por los tratados de 1815, cuando Austria fue uno de los países que dictó a Francia condiciones en extremo humillantes para la familia Bonaparte. Consideran el Piamonte un mero instrumento de Francia, convencidos de que, una vez logre sus fines, Bonaparte no se arriesgará a ayudar a Italia a obtener la libertad que niega a Francia. Napoleón III firmará la paz con Austria y ahogará los esfuerzos de los italianos por acabar en guerra. Si Austria no llegara a ceder sus dominios, el Piamonte tendría que contentarse con sumar a sus territorios los ducados de Parma y Módena, pero, si Austria saliera mal parada de la contienda, la paz del río Adigio dejará el Véneto y parte de Lombardía en manos de los odiados austríacos. Esta paz del Adigio, afirman, la han acordado ya tácitamente Francia y el Piamonte. Por mucha confianza que tenga este grupo en la victoria de la nación en el caso de guerra contra Austria, sostiene que, si la guerra comenzará con Napoleón como inspirador y con el rey de Cerdeña como dictador, los italianos habrían renunciado al poder de dar un paso al frente para oponerse a sus líderes reconocidos para impedir del modo que fuera las artimañas de la diplomacia, las capitulaciones, los tratados, y la vuelta a las cadenas que de ellos resultarían; y apuntan a la conducta del Piamonte con Venecia y Milán en 1848 y en Novara en 1849[104], apremiando a sus compatriotas a aprovechar las enseñanzas de la amarga y fatal experiencia de confiar en los príncipes. Todos sus esfuerzos se dirigen a completar la organización de la península, a instar al pueblo a que se una en un esfuerzo supremo y a no comenzar la lucha hasta que se sientan capaces de acometer la gran insurrección nacional que, deponiendo al papa, al rey Bomba[105] y compañía, pondría en sus manos los ejércitos, armadas y material de guerra de las respectivas provincias para el exterminio del enemigo extranjero. En cuanto al ejército y al pueblo piamonteses, los consideran los ardientes paladines de la libertad de Italia y creen que el rey del Piamonte tendrá la amplitud de miras de contribuir a la libertad e independencia de Italia si así lo quiere; y, si resultara ser un reaccionario, saben que el ejército y el pueblo se pondrán del lado de la nación. Si justificase la confianza que en él han puesto sus partidarios, los italianos no dudarían en dar pruebas de su gratitud de alguna forma tangible. En cualquiera de los casos, la nación estará en disposición de decidir su propio destino, y, con la sensación de que el éxito de una revolución en Italia será la señal para la lucha general de todas las nacionalidades oprimidas por librarse de sus opresores, no teme la injerencia de Francia porque Napoleón III tendrá las manos demasiado ocupadas en su propio país para meterse en los asuntos de otras naciones aun en el caso de que eso favorezca sus propias y ambiciosas metas. A chi tocca tocca, como dicen los italianos. No nos atrevemos a predecir quién se plantará primero en el campo de batalla, si los revolucionarios o los ejércitos regulares. Lo que parece indudable es que, cuando en Europa hay guerra, nunca termina en el sitio en que empezó; y, si en verdad la guerra es inevitable, nuestro sincero y sentido deseo es que se salde con una solución real y justa de la cuestión italiana y de otras cuestiones diversas que, hasta que se resuelvan, continuarán perturbando la paz de Europa de vez en cuando y, por tanto, impedirán el progreso y la prosperidad de todo el mundo civilizado.