Atrocidades inglesas en China
10 de abril de 1857
Hace pocos años, cuando el terrible régimen de torturas de la India salió a la luz en el Parlamento, sir James Hogg, uno de los directores de la Muy Honorable Compañía de las Indias Orientales, afirmó no sin temeridad que las denuncias eran infundadas. La investigación posterior, sin embargo, demostró que se basaban en hechos que los directores sin duda debían de conocer, y sir James se vio obligado a admitir o una «deliberada ignorancia» o un «conocimiento criminal» de los horribles hechos denunciados a las puertas de la Compañía. Lord Palmerston, actual premier de Inglaterra, y el conde de Clarendon, ministro de Asuntos Exteriores, parecen encontrarse ahora en una posición igualmente poco envidiable. En el banquete del difunto lord Mayor, el premier dijo en su discurso, mientras intentaba justificar las atrocidades cometidas por los chinos:
Si en este caso el gobierno hubiera dado su aprobación a métodos injustificables, habría sin la menor duda tomado una decisión que merecería la censura del Parlamento y del país. Estábamos convencidos, sin embargo, de lo contrario, de que esos métodos eran necesarios y vitales. Nos parecía que un gran mal se le había infligido a nuestro país. Nos parecía que nuestros compatriotas de una región remota del globo se habían visto expuestos a una serie de insultos, ultrajes y atrocidades que no podíamos pasar por alto en silencio. (Vítores). Nos parecía que los derechos que un tratado otorgaba a este país habían sido vulnerados y que quienes están encargados de la defensa de nuestros intereses en aquella parte del mundo no solo tenían el derecho sino la obligación de responder a los ultrajes, porque el poder que tenían en sus manos les capacitaba para hacerlo. Nos parecía que traicionábamos la confianza que los ciudadanos de este país habían depositado en nosotros si no dábamos nuestra aprobación a métodos que considerábamos correctos y justos y que, en las mismas circunstancias, nosotros habríamos considerado nuestro deber aplicar y defender. (Vítores).
Sin embargo, aunque una gran parte del pueblo de Inglaterra y del mundo en general se puede sentir engañada ante tan plausibles declaraciones, su señoría sin duda no cree que sean sinceras y, si lo cree, ha demostrado una deliberada ignorancia casi tan injustificable como el «conocimiento criminal». Desde que nos llegó el primer informe de la contienda de los ingleses en China, la prensa gubernamental de Inglaterra y una parte de la americana han hecho denuncias indiscriminadas de los chinos —innumerables acusaciones de violación de los tratados, ofensas a la bandera inglesa, degradación de los extranjeros que residen en aquellas tierras, etcétera—, pero ni una sola imputación concreta ni un solo hecho esgrimido en apoyo de esas denuncias con excepción del caso de la lorcha Arrow, y, con respecto a este caso, las circunstancias han sido tan ominosamente tergiversadas y encubiertas bajo la retórica parlamentaria que incluso quienes de verdad desean comprender los detalles están confusos.
La lorcha Arrow es una pequeña embarcación china tripulada por chinos, pero contratada por unos ingleses. Le habían concedido una licencia provisional para navegar con bandera inglesa, pero esta licencia había caducado antes de la presunta «ofensa». Dicen que utilizaban la lorcha para el contrabando de sal y que llevaba a bordo a personajes de mala reputación —piratas y contrabandistas chinos— que habían delinquido en anteriores ocasiones y a quienes, por tanto, las autoridades llevaban tiempo queriendo detener. Mientras se encontraba anclada en Cantón —con las velas plegadas y sin bandera a la vista—, la policía se percató de la presencia a bordo de esos delincuentes y los detuvo, acción que en este país precisamente la policía llevaría a cabo si supiera que habían atracado en secreto en nuestros muelles contrabandistas y piratas de agua dulce en un barco, fuera éste nacional o foráneo. Pero, como las detenciones interferían con los negocios de los propietarios, el capitán se puso en contacto con el cónsul inglés y protestó. El cónsul, un hombre joven nombrado recientemente, y, según nos han informado, persona de prontas reacciones e irritable ánimo, corre a bordo in propia persona, parlamenta acaloradamente con la policía china, que se limitaba a cumplir con su deber, y, como era de esperar, no consigue lo que pretende. Luego vuelve precipitadamente al consulado, redacta una imperativa demanda exigiendo una disculpa al gobernador de la provincia de Cantón, escribe un anota a sir John Bowring y al almirante Seymour, que se encuentran en Hong Kong, y les informa de que él en persona y la bandera de su país han sido víctima de ofensas que superan lo tolerable para insinuar a continuación que ha llegado el momento de hacer ante Cantón la demostración de fuerza que tanto tiempo llevaban esperando.
El gobernador Yeh responde con educación y calma a las arrogantes exigencias del joven y excitado cónsul británico. Explica los motivos de las detenciones y lamenta la confusión creada al tiempo que niega rotundamente la más leve intención de ofender a la enseña británica. Luego devuelve a los detenidos porque, a pesar de que han sido apresados ateniéndose a la ley, no desea retenerlos a expensas de tan grave malentendido. Pero con esto al cónsul Parkes no le basta: quiere una disculpa oficial y exige una restitución más formal, o el gobernador Yeh tendrá que atenerse a las consecuencias. A continuación llega el almirante Seymour con la flota británica y entonces comienza un nuevo intercambio de misivas, dogmáticas y amenazadoras por parte del almirante, frías, impasibles, educadas por parte del alto funcionario chino. El almirante Seymour exige una entrevista personal dentro de las murallas de Cantón. Yeh responde que eso iría contra todos los precedentes y que sir George Bonham ya acordó en su momento que no solicitarían nunca una. No obstante, afirma que, si es necesario, está dispuesto a mantener una entrevista, como de costumbre, fuera de la ciudad amurallada o a cumplir los deseos del almirante de cualquier otra forma que no contradiga las costumbres y el protocolo tradicionales chinos. Pero esta respuesta no acomoda al belicoso representante del poder británico en Oriente.
Por los motivos que tan sucintamente acabamos de enumerar, y los informes oficiales que hoy conoce el pueblo de Inglaterra parecen confirmar esta afirmación, se libra esa guerra manifiestamente injusta. Los inocentes ciudadanos y los pacíficos comerciantes de Cantón han sido masacrados, sus hogares arrasados, y los derechos humanos violados con el endeble pretexto de que «la vida y las propiedades de ciudadanos ingleses estaban en peligro ante los agresivos gestos de los chinos». El gobierno y el pueblo británicos —o, al menos, los que han optado por estudiar la cuestión— saben lo hueras y falsas que son las acusaciones. Se ha intentado desviar la investigación del asunto principal e impresionar a la opinión pública con la idea de que una larga serie de injurias y agravios precedía al caso de la lorcha Arrow y bastaba para constituir un casus belli. Pero las denuncias son infundadas. Los chinos pueden enumerar al menos noventa y nueve motivos de queja por cada uno de los británicos.
¡Cuánto silencio guarda la prensa británica sobre las escandalosas violaciones del tratado que a diario perpetran los extranjeros que viven en China bajo protección británica! Nada nos dicen del ilegal comercio de opio, que anualmente nutre al Tesoro británico a expensas de la moral y de tantas vidas humanas. Nada nos dicen del constante soborno de funcionarios, por medio del cual el gobierno chino es defraudado y no recibe unos justos ingresos por mercancías que entran y salen del país. Nada nos dicen de las injusticias y castigos infligidos «hasta la muerte incluso» a emigrantes engañados y atados que luego son vendidos en las costas de Perú y de Cuba para sufrir algo peor que la esclavitud y el cautiverio. Nada nos dicen de la intimidación que a veces se ejerce contra los chinos, de tímida naturaleza, ni de los vicios introducidos por los extranjeros en los puertos abiertos al comercio internacional. Nada nos dicen de todo esto ni de mucho más, en primer lugar porque a la mayoría de las personas que no viven en China les importa muy poco la situación social y moral de ese país, y en segundo lugar porque forma parte de política y de la prudencia no remover ningún asunto cuando no se puede obtener ninguna ventaja pecuniaria. Por tanto, el pueblo inglés de la metrópoli —que no ve más allá de la tienda de ultramarinos cuando va a comprar su té— está dispuesto a tragarse todas las tergiversaciones que el gobierno y la prensa quieran derramarle en la garganta.
Entretanto, en China, los sofocados fuegos del odio contra el inglés encendidos durante la Guerra del Opio han prendido una llama de animosidad que es poco probable que ninguna oferta de paz y amistad pueda apagar. Por el bien del cristiano y comercial intercambio con China sería sumamente deseable que olvidásemos esta disputa y que los chinos no llegasen a pensar que todas las naciones del mundo occidental se han unido en una conjura contra ellos.